Cerámica de la mente

En más de una ocasión he sentido haber tocado fondo. Ni siquiera en tales momentos he llegado a sentirme harto de la vida. Dudo que eso vaya a suceder nunca. Se sufre, claro; y en ocasiones todo cuanto nos rodea parece incomprensible, enfermo; secuelas, probablemente, de otra enfermedad que golpea desde dentro. No importa. Un hemisferio del globo gana un grado de temperatura; el otro lo pierde. Por algún motivo, siempre existe un equilibrio que parece ajusticiarnos. Las plagas se extinguen. El arrepentimiento es quizá la faz del sufrimiento que más se ha empeñado en desafiarme, pero ese sufrimiento (que las comillas lo dejen claro: el mío siempre será un sufrimiento tenue, agradecido por saberse común, seguramente afortunado al lado de los vuestros), ese pesar, es también vida. Es especialmente vida. En este instante, en cambio, me siento un desconocido para el arrepentimiento. No se me ocurre por qué querría volver atrás y desandar lo andado. Nadie debería hacerlo. Es de nosotros de quien hablamos; nuestra crónica, nuestro legado. Ningún ahora puede tener sentido sin un antes que incluya su pequeño subargumento con sabor a tropiezo, a duda, a tensión que aguarda a que el tiempo le dé permiso para convertirse en lección aprendida.

Somos incapaces de verlo: funcionamos igual que una masa de arcilla sobre un torno cerámico. El jarro, siempre privado de movimientos, no tiene nada que hacer salvo quizá rezar por que las manos del alfarero no tiemblen. El baile circular en que nos encontramos nosotros no es demasiado diferente. Incluso la vida recuerda en ocasiones a una espiral, a una ecuación cíclica. Quizá el torno gire a una velocidad que nosotros no imponemos, pero siempre gira porque nosotros lo permitimos. En cuanto a lo que nos moldea, no siempre serán nuestras manos, mas pretender controlar lo que queda fuera de ellas es antinatural. Nuestro poder es limitado, pero nunca inútil. Y si se vuelve inútil, la única respuesta posible es seguir girando, amando, improvisando, hasta que el torno nos otorgue un giro inusual que nosotros, quizá sin darnos cuenta, aprovecharemos para cortar la corriente y quién sabe si encadenar un ciclo con otro.

No hay historia que valga la pena sin un accidente de por medio. No existen las equivocaciones en un sistema definido por las posibilidades. Y yo me siento muy orgulloso de mis heridas.

Incluso me gusta sentarme a mirar cómo cambian de color al paso de los años.

Pointless,useless

Había que odiarle. Por su caminar encorvado, sus orejas de murciélago, su pupila frágil. Y sobretodo, por su diferencia. Pau nunca llegó a sentir nada ni lo más remotamente similar a la lástima: había que distanciarle, a él, el que permanecía impávido en su pupitre mientras todos lanzaban bolitas de papel a la espalda del profesor, el que nunca podía entender por qué todos disfrutaban tanto los fines de semana, el que era diferente. Los motes, los golpes y las bromas pesadas no eran actos de humillación, sino de justicia. Había que mostrarse irreverente ante la diferencia.

La mayor parte del tiempo era como si no estuviera allí. Nunca abría la boca; cuando lo intentaba, sólo se oía una voz tan extraña, tan discordante con la caótica armonía del colegio, de la adolescencia, que se aislaba todavía más. No había lugar para los que no sabían defenderse, y tanto Pau como sus compañeros se encargaban de dejarlo claro día tras día. Zancadillearle durante las marchas en clase de gimnasia, machacarlo a balonazos en el patio, dejarle clavos en el asiento, limpiarle el rostro con cáscaras de plátano. Expulsarle. Todo aquello se convirtió en una diáfana rutina que no dejaba lugar a la reflexión: apenas sí había ya desahogo o entretenimiento. Era lo que la vida había dictado que debía hacerse, y el muchacho encajaba golpe tras golpe con una actitud de resignación que lo hacía aún más odioso. Era casi insultante la forma con la que les miraba, vehementemente les miraba sin que en sus ojos asomara atisbo alguno de rebeldía, como si asumiera el papel de víctima no para ceder, sino para desafiar a los agresores. Esa quietud parecía un indicador de luz verde. No se estaba haciendo nada malo. No se estaba siendo cruel. Había que seguir expulsándole.

Llegaron las bolitas salivadas de papel. Una funda de bolígrafo, un pedacito de hoja de libreta y un segundo de distracción por parte del profesor: los elementos eran fácilmente adquiribles, y hasta intercambiables. Los proyectiles acababan incrustados en el cabello, las orejas enrojecían, el repelente surtía efecto. Nueve impactos, doce, cuarenta soldaditos de baba limpiándole la nuca. De pronto se giró. “Parad ya”. Era la primera vez que mostraba una señal de desafío; pero la señal fue tan débil, tan salpicada por el matiz aflautado de su voz, que no quedaba más remedio que reírse. Reírse y seguir lanzándole proyectiles. Pau lanzó dos más; al tercero, el chico se levantó. Alguien comentaría más tarde que se había escuchado un sonido, un crujir de huesos en la distancia. El Muchacho Repelente era de pronto un núcleo de magma: enfurecido, loco, gritando y maldiciendo como nunca se había visto hacer a nadie, ni siquiera al más enfurecido de los locos. Algo aterrador escapaba no de su boca, sino de alguna otra parte, y se esparcía a un ritmo endiablado por el aula, arremetía contra los alumnos, contra el profesor, contra el mundo. Cogió a Pau por el cuello y le dijo aquello que, todos lo supieron, iba muy en serio. Pau le empujó en respuesta, devolvió los insultos, pero en su mirada había germinado ya el pánico y todos lo habían visto. Las burlas no cesaron en lo que restaba del curso, pero estas eran burlas sin convicción, con un cojín protector al frente, como los aspavientos de alguien que sabe ya que ha perdido.

Pero Pau no perdió de verdad hasta diez años después. Le vio en una cafetería del centro. Era él, sin duda: sin orejas de murciélago, sin espalda encorvada; el mismo aislamiento, pero sin fragilidad. Sí, era él, no cabía la menor duda. Pau se acercó y le saludó. Se dio cuenta de que también a él le habían reconocido de inmediato. Conversaron durante apenas 30 segundos, y por algún motivo, Pau no fue capaz de evitar que el perdón saliera de su boca. Aun sin entender por qué lo hacía, se disculpó. Lo siento por todo lo que te hice. Lo siento por todo. Él se limitó a mirarle y sonreír, y en esa expresión, Pau encontró lo mismo que diez años atrás, cuando el chico recibía los golpes sin protestar, cuando devolvía las vejaciones con esa suerte de silencio autoritario. Se encontraba cara a cara con algo que, lo sabía, no era únicamente indiferencia. Era también superioridad.








Por entonces, Cataluña no había adquirido aún esa férrea identidad por la que se la reconoce ahora. Los cuarteles del ejército español formaban parte de las calles y su tráfico; uno compraba un boleto de lotería y, al girarse, un soldado firme como una estaca se cuadraba y saludaba. No daban las seis de la mañana y la churrería, un pequeño kiosco frente a la piscina municipal, ya estaba abierto; y era así siempre, los siete días de la semana, los trescientos sesenta y cinco del año. Todos sabíamos ya que el churrero era inmortal. Un perfume azucarado salpicaba así las calles y los rostros de los viandantes; rostros que por algún motivo me parecen más verdaderos, más incontestablemente ciertos que los de hoy. Había una granja, La Granja, un diminuto bar lleno de espejos en el que se citaban, todas las mañanas, obreros y carteros adictos al croissant y el café con leche. Y también a un cierto tipo de tabaco, el tabaco de antes, que no era nocivo ni tampoco producto de lujo. El colegio al que yo iba llevaba abierto desde la década de los 40 y se caía a pedazos. Un día, en el aula de música, se desprendió un pedazo del techo. El pedrusco cayó sobre el pupitre de mi amigo Javi, a apenas cinco centímetros de su cara. Aún recuerdo esa risita emocionada, esa inconsciente y airada respuesta a los dedos de la muerte, que acababan de acariciarle. Quince años después murió bajo las ruedas de un autobús.



Cuando el ejército quedó vetado en Cataluña, el barrio quedó repleto de agujeros que pronto provocarían sueños húmedos entre los soberanos del negocio inmobiliario. Nosotros éramos sólo críos; fantaseábamos con crecer, con llegar al instituto y vernos convertidos en adultos de la noche a la mañana, con amasar fortunas que cubrieran las espaldas de nuestro futuro matrimonio, un tranquilo y feliz matrimonio. Carles fue el primero en hacerse una paja. Raúl, que la tenía enorme, solía masturbarse en clase de inglés ante la mirada escandalizada -pero atentísima- de las chicas. Al salir de clase, nos colábamos en los cuarteles abandonados a través de todas las verjas que caían bajo las tenazas de Oscar, robadas del taller de su padre. Los chicos encontraban allí pequeños tesoros, casquillos intactos de bala, pistoleras, botas de campaña; objetos de leyenda cuyo valor se veía revalorizado durante la hora del recreo, pues valían varios bocadillos y hasta algún que otro cigarro. Había un pequeño torreón desde lo alto del cual se contemplaba todo Sant Andreu y parte de los barrios limítrofes, como Santa Coloma o Trinitat Vella. Dejábamos que anocheciera, allí tumbados boca arriba, como si aquél rascacielos de piedra fuera la punta de un sistema piramidal que de pronto gobernábamos. En ese mismo lugar, Javi y Lolo levantarían su pequeña base de operaciones para la venta de costo y bicicletas robadas. "Si se lo contáis a alguien, os matamos", decían, pero respondíamos a esas amenazas con una callada sonrisa. No había nada más preciado que un secreto.



Abrieron ese lugar, La Maquinista -el centro comercial al aire libre más grande de Europa-, y aquello fue el fin de todo. La lechería, la papelería de Juna, el Zampa; todos los comercios familiares cayeron uno a uno y fueron reemplazados por su equivalente multinacional. Había un color, un color de barrio, un tono sepia como la textura de un café en taza o un bollo de crema; el color de un amanecer sacramental, español, granulado como el celuloide de las películas que ya han cumplido varias décadas. Ese color se perdió, y ahora ocupa su lugar otro mucho más violento, transparente, más parecido por contra al de las pantallas de cine moderno; un color dividido en diez salas, sazonado con palomitas y regalices, con opción al 3-D. Las aceras no tienen hoyos ni grietas. El colegio se derrumbó: en su lugar hay ahora un parque de diseño moderno, de puro cemento, y parece imposible que antaño allí hubiera algo parecido a un árbol o un pedazo de hierba. Andreu y yo solíamos recorrer ese parque, pero dejamos de hacerlo porque sólo veíamos fantasmas. En lugar de una pista de skate o una cancha de baloncesto, vemos el antiguo comedor o el edificio que albergaba el seminario de los profesores. Es igual por las calles. No vemos lo que se supone que debería haber, lo que desde siempre ha habido, al menos desde la primera vez que recordamos haber recordado. No hay Granja, ni soldados, ni lechería. En una esquina de la calle Palomar, sin embargo, un hombre sigue abriendo a las seis de lamañana sin que le crezca una sola cana. Andreu sí tiene alguna, a sus veintisiete. Y su rostro ha cambiado, también. Hay una especie de peso que se acumula sobre su piel cada vez que sonríe. Se le forman en las comisuras de los labios unos pliegues muy característicos, unas hermosas arruguitas.

El hacedor de ritmos

Un - dos - tres - cuatro
Un - dos - tres - cuatro.

Para ti, eso es el sonido del limpiaparabrisas de un coche bajo la lluvia. Para mí es un ritmo.

Percibir, detectar, ver ritmos allí donde los demás sólo ven mecánica. A eso me dedico forzosamente cada día. Te diré que las gotas de la lluvia siguen su propia cadencia: una partitura de cuatro-seis en escala cromática que, aunque en improvisación constante, se ciñen siempre al mismo patrón. Los semáforos, lo sé por el clic que acompaña cada uno de sus destellos, van a un tempo allegro de 120 golpes por minuto. Es así, al menos en esta ciudad: imagino una Nueva York furiosa, rebosante de ritmos escurridizos; la clase de ritmo que deriva de la prisa, de una mentalidad que procura dominar el tiempo en lugar de comprenderlo. Imagino a una Lisboa en la que ocurre todo lo contrario; un estrecho laberinto de sonidos que acaban de salir de la siesta.

Y tú también tienes un ritmo, por cierto. El que siguen tus pies al chocar contra la acera izquierda derecha, el que dibuja tu voz al hablar. Y ese ritmo te define y te aísla del resto de ritmos, todos definidos y aislados a su vez, todos finitos. Supongo que es lógico que yo lo distinga y tú no. El color, la forma, la luz: nada de eso regresará jamás. El sonido es toda la luz que puede haber para mí.

Pero supongo, también, que no encuentras motivos para sorprenderte por lo que te cuento. Supongo que vislumbras esa inyección grisácea en mis ojos, esa ausencia de vida y propósito, y comprendes que lo que yo llamo ritmo no es más que la lógica interpretación que le doy a lo que tú llamas cuerpo o sonido. Lo que quizá sí te sorprenda es saber que todos los ritmos acaban siendo el mismo.

Ocurre de forma constante, inevitable. La melodía de tu voz se funde con la cadencia de mis pasos. El tic del semáforo se sincroniza con el tac del limpiaparabrisas. La pelota que bota el niño sobre la acera se alinea con el resto de la percusión mundana: la respiración del deportista un-dos, los goples sordos contra el fondo del contenedor un-dos-tres, los pasos del gentío un-dos-tres-cuatro, el chapoteo pertinaz como acompañamiento. Los callejones húmedos destilan una canción que participa de todo y de todos. Sin que nadie se dé cuenta. Sin que nadie sospeche. Miles de almas participando en una única actividad, colaborando en la misma orquesta sin saberlo.

Algunos ritmos son insoportablemente tristes.

Y otros son inaudibles. Escapan de labios apagados, gimotean en las entrañas y mueren en la mente antes de llegar a lo que tú llamas luz. Ritmos que la gente convierte en herméticos. Y esa protección los convierte en dolorosos y bellos al mismo tiempo. Pero incluso esos forman parte de la misma partitura escrita por todo lo demás. Incluso esos participan en la Gran Orquesta. Y me encantaría poder explicárselo a todos. Que aprendieran a verlo. Me encantaría explicártelo a ti, para que comprendas que no hay forma de estar solo. Eso es lo que te contaría. Si pudiera hablar.

Dado que no puedo, tendrás que conformarte con seguir mi ritmo.

Un - dos - tres - cuatro,
Un - dos - tres - cuatro.



Partida


- Ay. Ahí vamos otra vez.
Había dicho eso sin dejar de mirar sus cartas ni quitarse el cigarrillo de la boca. Los demás parecieron imitar su rostro en fría sintonía, detenidos en la enésima ronda mientras la invisible existencia de Jorge atravesaba el salón entre sollozos y balbuceos. Aun estando en la cocina se le seguía oyendo. Javi, inclinándose hacia atrás, se despejó la melena para beber de la botella; luego llego su turno y jugó con una pareja de jotas.
- En serio, alguien va a tener que hablar con él- dijo.
- Pues ale – musitó Alex-, ahí lo tienes. Si te hace feliz…
- Aquí hay un solo infeliz – Dita había apartado la vista del portátil unos segundos, pero no miraba a Jorge, sino a un patrón aburrido, un hijo caprichoso con el que papá no sabe qué hacer-. Y está llenando la cocina de mocos.
Tampoco yo me aparté de la partida. No se podía hacer mucho. “Se le pasará, es un tío fuerte, saldrá de esta”; todas esas cosas ya las habíamos dicho cinco meses atrás. Lo único que se podía hacer, habíamos resuelto, era seguir jugando a las cartas y esperar.
- No es apoyo lo que le falta. Tiene que espabilarse. Las castañas te las sacas tú mismo del fuego, ¿oyes eso, Jorge?
Hubo un silencio entre tintineos, entre vasos que caen una y otra vez bajo el agua caliente; vasos que se llenan de espuma, se aclaran y luego regresan al agua caliente. Vasos que matan un tiempo inmortal. Después, un estallido. Ahora sí lloraba de verdad.
- Esto ya se sale de madre – dijo Javi.
La ventana de la cocina estaba abierta, con lo que todo el vecindario estaba plácidamente expuesto al recital húmedo de Jorge. Es más, lo habían aprendido. Pero por qué a mí, la quería la quería, no lo entiendo, es injusto y repetimos estribillo. Un estribillo tan cotidiano que no me habría sorprendido que algún vecino nos preguntara si teníamos loro en casa.
- Vas a tener que hablar tú, Jimmy.
- ¿Yo, por qué? – Messi acababa de marcar el tercero; lo celebré de alguna forma, cuidando de no revelar mis cartas, y continué-. No va a cambiar nada. Esto es cosa de él, tú mismo lo has dicho.
- Habla con él, Jim – insistió Dita, desubicada entre las cartas, el fútbol y la matrícula de la universidad-. Anda.
Vislumbré una sucesión de miradas que suplicaban desde un triste abismo de aburrimiento. Pedí que esperaran a mi turno para continuar; después me levanté.
Apoyado en la repisa con ambas manos, me daba la espalda sin dejar de mirar por la ventana.
- Jorge.
Hay algo incómodo en ver a un hombre en ese estado. Algo que inspira rechazo, que huele a enfermedad contagiosa. Es inconsciente, automático: retrocedemos un par de pasos al ver a alguien así, incluso aunque le queramos. Y no estoy seguro de que aquél fuera el caso.
- Jorge, tienes que pasar página. No hay más. Entiérrala como puedas y sigue con tus movidas.
En el suelo había, además de restos de no una sino varias comidas, un vaso roto y una pincelada roja. No sé si no se había apercibido del corte o si sencillamente le faltaban fuerzas para limpiarse. Le cogí suavemente por los hombros, que temblaban como sonajeros, y le obligué a que me mirara.
- Es una putada, no te voy a decir que no, pero no soy yo el que pone las reglas. Tienes que poner de tu parte. Reaccionar, ¿comprendes? Fuego con fuego. Y tú lo puedes hacer.
No se distinguía nada. Era un océano vacío, un mapa arrugado en el que se confundían colores, cicatrices, atisbos de expresión que se desvanecen antes de concretarse. Pero de alguna forma logró calmar su respiración. Sus sollozos decayeron a favor del zumbido eléctrico del frigorífico.
- Entierra ya a esa mujer. Conviértela en pasado. Haz que desaparezca.
Le tomé de las mejillas. En sus ojos no había nada capaz de quedarse inmóvil.
- Esto sólo lo puedes conseguir tú. Y sólo lo vas a hacer tú. ¿Me entiendes?
Y finalmente, aunque por un momento creí que no hablaría jamás, gimoteó:
- Te entiendo.
Entonces se secó las lágrimas con la manga del jersey y salió de la cocina sin añadir nada más. Escuché sus pasos a través del pasillo. La partida en el salón no se había detenido en ningún momento, pero todos alzaron la cabeza al oír el portazo.
- Bueno, ¿y adónde coño va ahora?
Javi pareció disponerse a contestar, pero en lugar de eso estiró el brazo hasta alcanzar el paquete de Cutter’s Choice. Los veinte minutos siguientes transcurrieron de igual forma: se había levantado un velo que desmantelaba nuestras palabras antes incluso de que pudieran llegar a oírse. La partida se reanudó con una especie de tensa pereza.
- Mierda – escupió de pronto Dita-. Ha ido a hablar con ella, seguro.
- ¿Dices que...? – Alex escupió una hebra de tabaco antes de continuar-. Nah, tía, vale que Jorge es un animalito, pero hasta él tiene su orgullo. No se le ocurrirá intentarlo.
- A mí me dijo el otro día que todavía pensaba en llamarla. Que todavía tenía esperanzas. Este no se da por aludido, Alex, te dijo que ha ido a hablar con ella. Jim, ve a buscarlo antes de que haga alguna gilipollez.
- Yo me voy a quedar aquí rascándome los cojones, ¿qué te parece? Resulta que ahora tengo que ir persiguiendo a la gente. Mira, ni siquiera sabemos con certeza…
- Lo va a hacer – ahora era Javi el que se sumaba al comité-. Conozco a ese pavo y te digo que lo va a hacer. O peor, buscará un puente y se tirará. Tío, ve a buscarlo, anda.
- ¿A qué vienen esas alarmas? Si el chaval quiere salir, sale y punto. Ninguno de nosotros sabe qué…
En ese momento se abrió la puerta de la calle. Fue aquí cuando la partida se detuvo completa y definitivamente. El humo, las bocas y hasta la imagen del televisor interrumpieron su actividad para mirar de frente al cuerpo enjuto y pálido que aguardaba de pie frente al sofá. A él y a las salpicaduras de sangre que cubrían la totalidad de su ropa, su rostro, y en especial sus manos. Esta es la imagen más nítida que conservo del momento: la sangre en sus manos.
- Ya está – dijo Jorge-. Asunto cerrado. Ha desaparecido.
Luego entró en su habitación.






Ciencia de las posibilidades

Es mentira que mañana vayamos a estar allí. Es falso que los objetivos se cumplan. Nunca llegará ese momento en el que nos sintamos saciados de vida: no nos han diseñado para que nos detengamos, sino para que anhelemos. No hay por qué seguir una línea recta cuando podemos probar múltiples caminos a la vez. Hay momentos, incluso, en los que quizá necesitemos sacrificar nuestros propios ideales, esas pequeñas parcelas de pensamiento que consideramos que nos representan y definen, para aproximarnos a una posibilidad no contemplada, a un afluente quién sabe si benigno. El día exige que experimentemos, no que nos ciñamos a nuestra idea fija de día. Nada tolera que le corten las alas. Salir de uno mismo es posible. Escindirse. Dispersarse. Multiespejarse. Convertirse en la derivación cuántica de uno mismo. Claro que es posible.

Aunque quizá lo mejor para ti sea que estés calladito y en tu sitio.

XXVII

Madrid, Barcelona, Alicante, Valencia:
niños malcriados
disputándose una herencia.
Aún me persiguen sus bocados,
El chico es mío, no, es mío
no comprenden esa ausencia
que hoy y siempre he reclamado,
y aunque buscan hueco en mi conciencia,
son sólo un eco apagado.


Londres, Dublín, Amsterdam, Lisboa:
me acogieron en la calma de sus noches,
probé sus platos, manché sus colchas,
dejé un esperma que no admite reproche.
No las imagino llamando a mi alcoba
ni llorando cual pérfido fantoche
si mi historia les niega su cuota.
Son la joya de este broche,
éste, al que nunca añoran.




Repent


Llevé la sangre de aquél hombre durante quince años. Las mujeres a las que amó, los errores de los que nunca pudo redimirse, los lugares que nunca llegó a visitar; todo quedó huérfano de él en cuanto apreté el gatillo. La cárcel no me cambió ni logró que me arrepintiera de lo que había hecho. La muchacha que me esperaba a la salida era la hija de quien maté. “Llevaba quince años esperándote”, dije la verla, soltando la bolsa en que llevaba todas mis posesiones y alzando los brazos al cielo, para que comprendiera que no evadiría mi destino. No obstante, bajó el arma y, tras acercárseme con parsimonia, me tendió una carta. “No sabía qué haría al verle, si dispararle o darle esto. Ahora ya lo sé”. Se dio media vuelta y se marchó para no dejarse volver a ver jamás. En la carta había una única palabra escrita: recuerde. Deseé no haber salido nunca de la cárcel.



"Para mí, una crisis interior es siempre un signo de salud. En mi opinión, no supone otra cosa que un intento de volver a encontrar el propio yo, de conseguir una nueva fe. Entra en un estado de crisis interior todo aquel que se plantea problemas intelectuales. Esto es perfectamente lógico, puesto que el alma ansía armonía, mientras que la vida está llena de disonancia. En esta contradicción se halla el estímulo para el movimiento, pero también la fuente de nuestro dolor y de nuestra esperanza. Es esa contradicción la confirmación de nuestra profundidad interior, de nuestras posibilidades espirituales."




Andrei Tarkovski,


Esculpir en el Tiempo


Cámara de repetición


No recuerdo cómo nos acostumbramos a entrar juntos en el baño. No fue cuestión de confianza: ya el día en que llegó al piso y charló conmigo por primera vez, tras regalarme varios tragos de Jack Daniels y preguntarme si había algún problema en que durmiera con la puerta de su dormitorio abierta, declaró que era una mujer acostumbrada a “compartirlo todo”. Dado que ni yo ni Marcos encontramos motivos para desaprobar su modus vivendi, diría que un día ella empezó a desvestirse sin molestarse en pedirme que la dejara sola. Lo que en otros hogares se hacía en el salón o en la cocina se producía aquí en el baño. Solía sentarme sobre la taza del retrete y, todavía secándome con la toalla, narrar los pormenores del día, mis preocupaciones del momento, mis planes para el futuro, mientras una sombra delgada e imperfecta me contestaba desde algún lugar más allá de la cortina y la nube de vapor. De vez en cuando su frente asomaba junto al surtidor de la ducha, o sus dedos se dejaban ver contra el mármol blanco de la bañera, y así sabía yo que también ella, a su manera, trataba de adivinar el cuerpo que habitaba al otro lado del velo translúcido. Una tarde decidí dejar de imaginar. Se sorprendió al descubrirme a su espalda, pero no retrocedió. Puede que adivinara mis intenciones una fracción de segundo antes de que estas rasgaran la cortina. No sé si tengo motivos para hablar mal de lo que vino a continuación. Poco a poco, y sin que supiéramos de dónde provenía, nos contagió una extraña sensación de impaciencia, una creciente ansia por llegar pronto al crescendo y regresar al lugar del que procedíamos, como si lo que más nos preocupara fuera encontrar la forma de dejar atrás el asunto; enterrarlo precozmente bajo la forma de un juego inocente o un sueño irrepetible. Su cuerpo me recordó de inmediato al de mi ex mujer. Más extrañamente aún, me dio la impresión de que ella miraba, palpaba una simple resonancia, un eco del cuerpo de su ex marido. No volvió a hacerlo conmigo, pero sí con Marcos. Ayer me habló largo y tendido de lo mucho que disfrutó esta vez. Me alegré francamente al oírlo: creo que en esta ocasión sí ha conseguido romper con el pasado.

Et voilà.





Sencillamente:
Comprendo.
Comprendo que debe respetarse
la distancia que pediste,
que nada me da derecho
a participar en tu presente,
que si realmente te amo
dejaré que seas vos misma.

A cambio, tan sólo pido:
que olvides mi lentitud,
mi falta de coraje,
el acoso y el saqueo,
la furia mal contenida
y otras mil cosas
que nos perdonaremos algún día.

No necesito preguntarte
si has leído estas líneas
-sé que lo estás haciendo ahora-
Sigue adelante.
Sé feliz.
Estés donde estés.
Si acaso mañana
deseas recordarme,
que sea únicamente
por esta palabra:
"comprendo".




...And now for something completely different.

Little Big Chronicles - Vol 5






William Faulkner (1897-1962)













Se dice que todo individuo es tan sólo el resultado de la interacción de su mente con el entorno. Faulkner no se limitó a interactuar: se dedicó a absorber. La crónica de su familia, la atmósfera y la historia de su condado natal y la observación de todos los personajes de carne y hueso que poblaron su vida terminaron por convertirse en la cámara embriónica de uno de los más brillantes talentos de la literatura del siglo XX. La prosa de Faulkner sigue sorprendiendo por su viveza y complejidad, su deslumbrante y poética fuerza visual, su empeño por adentrarse en lo más profundo de la psicología humana y, cómo no, su audacia en el experimentalismo, a posteriori tremendamente influyente. Cuesta imaginar que detrás de tan clarividentes novelas se esconda un perfil tan contradictorio, problemático y atormentado como el de William Faulkner.

El verdadero apellido de William (o “Bill”, si lo prefieren) era Falkner. Nacido en Mississippi, tierra de la que nunca fue capaz de desarraigarse y en la cual se sitúa la práctica totalidad de su producción literaria, Bill pudo desarrollar su imaginación y su voluntad artística gracias a su madre y a su abuela, espíritus sensibles en contraposición al voluble y tiránico carácter de su padre. De niño, William estuvo al cargo de una niñera de raza negra llamada Callie Barr. Ella influiría enormemente en la idiosincrasia de Faulkner, quien tomó de ella sus ideas sobre la sexualidad y la segregación racial, presentes en casi todos sus libros.








William no empezó con buen pie en ningún sentido. Aunque lector ávido y precoz, fue siempre un mediocre estudiante, objeto frecuente de burlas entre los demás niños a causa de su introversión, su torpeza en los deportes y su preferencia al trato con las chicas. Decepcionado con sus estudios universitarios y motivado por la búsqueda de aventura, abandonó la U. de Mississippi en 1918 para alistarse en el ejército estadounidense, el cual le rechazó por su estatura (apenas llegaba al metro sesenta y cinco). Bill decidió disfrazarse entonces de británico. Ensayó su nuevo acento durante semanas y añadió la famosa “u” a su apellido. El artificio surtió efecto, pero la guerra terminó antes de que pudiera entrar en combate. Por esta época logró publicar sus primeros poemas y relatos cortos en publicaciones de poca monta. También empezaron sus flirteos con el alcohol, flirteos que se mantendrían con menor o mayor intensidad por el resto de su vida.

Su regreso a la universidad fue convulso. Embriagado por sus primerizos éxitos literarios, sus compañeros le tuvieron pronto por arrogante y presumido. Su acento pseudobritánico y su refinado gusto para la ropa le ganaron el mote de “El Conde”. Una de sus únicas amistades en la facultad fue el joven poeta Phil Stone; de sus enseñanzas asumió la idea de que la universidad era un pérdida de tiempo y que todo cuanto necesitaba en la vida era libertad para desarrollar su inquietud artística. Dejó de nuevo los estudios y empezó a trabajar como auxiliar en el banco de su abuelo. Por las tardes se encerraba en casa para escribir, y por las noches bebía en solitario. Era el eterno borrachuzo marginal que todas las noches acaba orinando en una farola distinta. Esta etapa serviría más tarde de inspiración para la novela Sartoris, pero aún quedaba tiempo para llegar a esto.








Decidió cambiar de aires. Ya en Nueva York desarrolló una infalible habilidad para lograr que le despidieran de cuantos empleos probara. En la oficina de correos acostumbraba a leer la correspondencia privada de toda la ciudad. En la librería dedicaba más horas a escribir sus relatos que a ordenar los libros. Lo intentó como bombero, vendedor ambulante de refrescos, pintor de letreros y vigilante nocturno. Aunque holgazán para el trabajo, era todo un tour de force en el empleo literario, aprovechando todas las horas del día, libres o no, para escribir. Phil Stone, decepcionado por haber perdido el contacto con su amigo, le envió un telegrama. “¿Qué te ocurre, te has echado novia?”. Faulkner respondió: “Sí, y tiene 30.000 palabras de largo”. La paga de los soldados fue su primera novela, y aunque recibiría muy buenas críticas, estas no se verían acompañadas por el éxito comercial. Sucedió lo mismo con Banderas en el viento y Sartoris. Justo entonces regresó Estelle.

Estelle Oldham había sido el gran amor de Faulkner en el instituto. Habían salido juntos durante muchos años, y aunque Estelle le fue infiel en numerosas ocasiones, estaban decididos a casarse. Sin embargo, presionada por la familia, Estelle terminaría pasando por la vicaría con Cornell Franklin, estudiante mucho más rico y prometedor que Faulkner. Estelle se divorció de Cornell en 1929; apenas dos meses más tarde, se casó de nuevo con Bill. Juntos se embarcaron en un matrimonio inestable y empapado de alcohol por ambas partes. Su hija Jill le rogó en cierto punto que dejara de beber; si no por él mismo, al menos por ella. ”Nadie recuerda a los hijos de Shakespeare”, respondió crípticamente Faulkner. Estelle llegaría a intentar suicidarse. Esta espiral autodestructiva no impidió que Bill produjera un total de 13 novelas, a cada cual más extensa y compleja, en un periodo de apenas 20 años. A esta etapa pertenecen sus más aclamados títulos: El Ruido y la Furia, Mientras agonizo, Luz de agosto y ¡Absalom, Absalom! Fue una lástima que todas ellas coincidieran con la Gran Depresión. América experimentaba un lento resurgimiento en el que muy pocos estaban interesados en comprar novelas profundas y experimentales. Faulkner debería esperar hasta la década de los 40 para alcanzar el éxito verdadero.







Hollywood llamó a su puerta. Howard Hawks, el Spielberg de la época, se enamoró de su ingenio y su efervescencia creativa. Faulkner desarrollaría una prolífica carrera como guionista y revisor, obteniendo los créditos por En Tierra de faraones, El sueño eterno (adaptación de la archiconocida novela de Raymond Chandler) y Tener y no tener (otra adaptación, esta vez de su enemigo estilístico, Ernest Hemingway). Pero Faulkner en Hollywood era como un pez fuera del agua. Obligado a aprender el oficio de forma autodidacta, tenía tendencia a “romantizar” en exceso sus guiones, así como a incluir en ellos tremendas parrafadas de diálogo (“¿¿Todo eso se supone que debo memorizar??” le dijo una vez el mismísimo Humphrey Bogart). De hecho, William odiaba Hollywood. El cheque era lo único que le retenía allí. En cierta ocasión le dijo a H. Hawks que estaba teniendo problemas para concentrarse y que le gustaría volver a casa, en lugar de escribir en las oficinas de la productora. Hawks aceptó. Pasaron los días sin que el director tuviera noticias de su guionista. Al llamar al hotel en el que Faulkner se alojaba, descubrió que éste se había marchado indefinidamente a Mississippi. Parece que aquello de “volver a casa” tenía un sentido de lo más literal. Las peripecias del escritor en Hollywood, incluyendo vergonzosos percances con el alcohol y un romance secreto con Meta Carpenter, joven secretaria de Hawks, serían satirizados varias décadas después por los hermanos Coen en la película Barton Fink.







Curiosamente, fue otro affair amoroso el que terminó de ponerle en el mapa. Else Jonsson, viuda del periodista Thorsten Jonsson, fue la principal responsable de que sus novelas se tradujeran al sueco, lo que eventualmente resultaría en la concesión del premio Nobel de literatura. Parece que Bill detestó de inmediato la atención que suscitó tamaño reconocimiento literario, hasta el punto de mantenerlo ferozmente en secreto. Su hija Jill, por entonces de 17 años, sólo supo que su padre había ganado el Nobel cuando lo anunciaron por la megafonía del instituto. William destinó buena parte del premio en metálico a la creación de un concurso literario para jóvenes creadores, así como a ayudas a familias afroamericanas que no podían pagar la matrícula escolar de sus hijos. Se hartó de recoger premios durante los últimos años de su vida, pero debería esperar hasta su muerte para ganarse de verdad al público de su propio país. En Europa, en cambio, era “un Dios entre los jóvenes lectores” en palabras de Jean-Paul Sartre. Murió en 1962 tras caerse de un caballo. Su larga vida de excesos, en cualquier caso, ya le había debilitado considerablemente en salud.

Pese a todas sus arrogancias (“el buen artista cree que nadie es lo suficientemente bueno como para instruirle”), sus problemas con la bebida (“si estoy borracho, nunca escribo… aunque a veces se me ocurren ideas geniales”), las penurias económicas y demás dificultades, William Faulkner completó una producción prosística de insuperable calidad. Yoknapatawpha, el ficticio condado en el que situó varias de sus novelas, es todo un ejemplo de virtuosismo imaginativo que serviría más tarde de inspiración a Gabriel García Márquez y su fantástica región de Macondo. Además del propio Márquez, innumerables escritores han reconocido la influencia de Faulkner en su obra, incluyendo a Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa. El novelista italiano Alberto Moravia afirmó que la huella de Faulkner podía encontrarse en cualquier libro contemporáneo; a veces visible y a veces no. En su fabuloso discurso de aceptación del premio Nobel, Faulkner dejó unas palabras que, aunque referidas al hombre universal, bien podrían decorar su propio epitafio: “creo que el hombre no sólo sobrevivirá, sino que prevalecerá. Es inmortal, no sólo por ser la única criatura con una voz inagotable: también por tener un alma, un espíritu capaz de alcanzar la compasión, el sacrificio y la resistencia. (…) La voz del poeta no tiene por qué ser únicamente el registro del hombre: puede ser también su basamento, el pilar necesario para que sobreviva y perdure”.




A true story


Sí, es una historia totalmente verídica.

Viviana nunca se habría ido a vivir a Valencia. De hecho, si hubiera podido elegir un lugar al que marcharse, habría sido cualquier otro. Pero conoció a Luisma. Eso, claro, lo cambió todo. Hizo las maletas, se despidió de amigos, de familiares y de una tierra de la que jamás había salido. Era consciente de que la apuesta era arriesgada: el titulo de magistrada en educación musical no le abriría demasiadas puertas laborales, pero la suerte le guiñó el ojo. A las pocas semanas consiguió una entrevista de trabajo en la CEAC. Nunca había trabajado de comercial, pero el empleo le pareció lo suficientemente sencillo como para intentarlo. Se sentía plena de confianza. Y ese desparpajo tan común entre quienes se han criado en las Canarias se convirtió en la cualidad más oportuna para convencer al tipo que la entrevistó.

Empezaría la jornada a las nueve de la mañana y terminaría a las siete de la tarde. Su misión era la venta fría; casa por casa, puerta por puerta, y una carpeta repleta de ofertas bajo el brazo. El trabajo de comercial puede ser bastante duro y especialmente ingrato; a ello había que añadir los objetivos. Necesitaría asegurar un mínimo de quince contratos al mes para asegurar su renovación. En principio le pareció sencillo. Cada cierto número de puertas – o millas- encontraba a alguien que, milagrosamente, parecía interesado en un curso a distancia aun sin haberse planteado jamás estudiar uno. Siguiendo las normas de la empresa, Viviana mostraba las ofertas, apuntaba los datos del posible cliente y le comunicaba que le llamaría al cabo de unos días para confirmar la inscripción. Como solía hacer horas extra, tuvo la idea de llevarse los datos de los clientes para llamarles desde su propio domicilio; sin embargo, Marta y Lorea, dos veteranas de la empresa, le explicaron que las leyes de protección de datos prohibían a los comerciales hacerlo así. Los números de teléfono de todos los interesados debían permanecer en la oficina.

Pronto quedó claro que algo no cuadraba. Llegaba agotada a casa todas las noches, pero siempre lograba encontrar al menos a uno o dos interesados. A la mañana siguiente, al poco de haber entrado en la oficina, bien Marta o Lorea se lo decían. Ese cliente que captaste ayer ha llamado. Dice que ha cambiado de opinión, que no quiere inscribirse. Y con esto, Viviana se veía obligada a volver a empezar. El primer mes le resultó imposible cumplir con el número de objetivos. Sucedió lo mismo al segundo, aunque su jefe decidió darle una nueva y última oportunidad. Nada cambió: misteriosamente, todos los clientes potenciales sufrían un ataque de dudas y decidían no inscribirse. Las demás compañeras le aseguraron que era normal, que siguiera intentándolo. Hasta que un día decidió probar algo. Desobedeciendo las normas de la empresa, se llevó a casa el número de teléfono de una mujer que había dicho estar interesada en un curso semestral de dietética. En cuanto Marta le comunicó que aquella mujer había llamado para borrarse finalmente de la inscripción, Viviana la llamó a casa. “Hola, soy Viviana, del CEAC. Disculpe que le pregunte, pero… ¿por qué ha decidido no inscribirse después de todo?”. La mujer le contestó: “¿Cómo que por qué no me he inscrito? ¡Sí me he inscrito! El mismo día en que pasó usted por mi casa, por la noche, me llamó una compañera suya desde la oficina. Marta, me dijo que se llamaba. Dijo que en adelante sería ella quien se ocuparía del tema… incluso me dio su número de móvil. Y el de otra chica, Lorea, me parece. Dijo que no llamara a la oficina si cambiaba de idea. Que llamara personalmente a cualquiera de las dos. Me pareció pelín raro, pero…”.

Al oír aquello, Viviana llamó de inmediato al trabajo para comunicar su renuncia. Apenas podía creer lo que había sucedido, pero no había otra solución. Marta y Lorea llevaban ya trece años en la empresa. Sería su palabra contra la suya. No tenía forma de demostrar al jefe que ambas habían estado robándole sus propios contratos. Quién sabría cuánto tiempo llevarían haciéndolo, a cuantas otras personas habrían puesto en la calle. Le pregunté a Viviana por qué lo dejó estar. No me cabía en la cabeza que no intentara hacer algo al respecto, demandarlas, tenderles una trampa, lo que fuera. "No pienso hacer nada", contestó. "Esas dos personas son más que conscientes de lo que han hecho. Lo mismo lo negarían aun con una pistola en la boca, pero sé que saben que han hecho mal, que merecen cualquier castigo que les llegue. Y sé que saben que les llegará. Mañana, al otro, quién sabe”. Viviana es una de las personas más felices que conozco.

Il vecchio stile, il moderno stile



- ¿Y cuándo descubriste que podías hablar con los difuntos?
Su gruesa sombra se proyecta contra el aséptico muro gris del fondo. Todos creemos que hay un tiempo para cada cosa, pero Silvio considera que el momento y la hora empiezan por él, y todo lo demás debería esperarle. De ahí que prolongue tanto esas forzadas caladas a un cigarro que es ya casi un insostenible filtro de ceniza, y los forzados silencios que dibuja entre pregunta y respuesta. Los espejos a cada flanco de la sala multiplican, desdoblan esa impresión de tiempo eterno.
- Lo he sabío durante toda mi vida- el humo, al igual que su mirada, se pierde inexorablemente en la calamina blanca del techo-. Sólo que, no sé, d’tor, quizá me faltaban huevos para admitirlo. Oiga, ¿falta mucho pa’ terminar? No sabusté el hambre que tengo. Le digo, d’tor, que toy bien aquí, pero me muero de hambre.
- Tal vez si hubieras comido a las dos, junto con el resto de los internos… -le digo, sin poder evitar que el sarcasmo sofoque a la obviedad.
- Oh, ya sé cuánto les gustaría a ustés que todos comiéramos, meáramos y muriéramos a la misma hora pa’ rellenar sus partes y tirar pa’ casa, pero yo me he quitao el reloj, ¿sabe? Sienta mú bien tener la muñeca libre, ¿Qué no lo probó nunca?
Hubiera podido sobrevivir como artista circense en lugar de embaucador. El obtuso rectángulo de su cabeza, mal adherida al tonel que sostiene el resto de su cuerpo, recuerdan de inmediato al perfil exagerado de un bufón, un payaso tragaldabas. Hay mucha teatralidad en su voz y en sus ademanes, quizá demasiada. Todo encaja en una especie de maquinaria interpretativa que adora el tabaco negro y detesta las prisas. Cuando me hablaron de él, recordé de inmediato aquél pianista que apareció en una playa de Suiza sin recordar quién era ni cómo había llegado allí. Resultó ser todo un plan que el propio artista había diseñado para atraer la atención del público. El cuento funcionó lo suficientemente bien como para que los medios, tan aburridos como siempre, mordieran el anzuelo; ahora bien, esa clase de fama no se consume al ritmo con que arden los cigarros de mi nuevo paciente.
- Dime, Silvio. ¿Qué te dicen los muertos cuando hablas con ellos?
- ¿Qué me dicen? ¿Pero por qué puñetas iban a hablar? – la carcajada es estridente, caricaturesca; un retoño del vodevil siciliano-. Tan muertos, matasanos. No tién por qué decir ná.
- Entonces comprenderás que me resultará difícil creer que puedes hablar con ellos.
- Cosas más absurdas se han oío. Echo de menos los viejos tiempos, cuando a la mujer barbuda y al hombre de los tres huevos se les quería tan panchamente en sociedad… ah, pero crea usté lo que quiera. Por poder, pué usté hasta creer que estoy trastornao; muy conveniente pa’ apuntarlo en su libretita y luego cenar hígado de cerdo con habas en casa. Le pagan pa’ eso. Me comunico con los muertos, d’tor; me comunico, pero no m’hablo con ellos.
- Bien. ¿Podrías explicar en qué consiste esa ‘comunicación’?
Después de quitarse las gafas, las humedece con el aliento y procede a limpiarlas con una pizca de saliva, sin mirarme.
- Verá, d’tor. Los muertos no tien lengua. Ni cabeza. Lo mismo la tuvieron, pero eso da igual. No hablan, no piensan, pero yo, yo sé ande están y qué sienten. Y los amigos, los familiares, vienen a mí pa’ saber lo que valga la pena saber.
- No sería el primer paciente del que escucho algo parecido. Ni el primer farsante- esto no es tanto un ataque como un asalto práctico; un rasgo común en los pacientes esquizofrénicos es la agresividad, la constante actitud defensiva ante cualquier señal de duda que provenga del prójimo. Pero mirando a Silvio, se diría que sus gafas tienen más posibilidades de exasperarlo que mi ingenio.
- Por ejemplo, d’tor, ayer hablé con su madre. “Hablé”, ya sabe.
- ¿De veras? – apunto rápidamente a mi libreta con el bolígrafo, pues intuyo que lo que viene a continuación delatará rápidamente su condición de enfermo… o de fraude.
- ¿Sabía usté que ella escondió medio millón de liras abajol suelo la cocina?
Le miro por un instante, pero a mi mirada sólo responde una grotesca, divertida mueca de satisfacción.
- Hay que ver, d’tor, cómo le han brillao los ojos por un segundo- dice Silvio-. Pero ni se inmutó cuando nombré a su difunta madre. ¿Está seguro d’haber repartío bien los papeles? Si quiere, empezamos de nuevo. Yo haré de d’tor y usté de farsante. Dígame, ¿cuándo descubrió que podía hablar con los locos?













WB




"He who desires but acts not, breeds pestilence.
The cut worm forgives the plow."

- William Blake,
Proverbs from Hell









Toda la verdad


Se sabe que es de día únicamente por las quebradas ráfagas de luz que traspasan las rendijas de la persiana cerrada. En la penumbra, su cuerpo no es más que un bulto redondo que crece, brota desde el sofá.
“¿Cuándo vas a ponerme la crema, hijo?”
Antes incluso de colocarle ambas piernas sobre el cesto, ya existe en mi interior una imagen palpable de todas y cada una de las hinchazones que recorren sus piernas. Estoy tranquilo mientras paso la crema exfoliante por ellas. Todo parece desvanecerse. Mojo mis manos con la crema, blanca y espesa como espuma de afeitar, y todo cuanto estaba un segundo atrás en mi cabeza se deshace poco a poco entre la autopista de bultos e hinchazones. Si ahora abriera la ventana, la mataría. Ella nunca dice nada. No tiene por qué abrir la boca en toda la mañana. Sólo cuando se le reseca la boca, o se le rebela la vejiga, reúne todo su empeño en una primera inspiración antes de decir:
“Hijo, ¿me llevas al servicio?”
Aunque no soy su hijo. Al principio me rompía el corazón: mi suegra se autoasignaba el papel de mi fallecida madre, la que nunca me quiso, y yo llegaba a pensar por algún motivo que no se trataba de un acto involuntario. Mi mujer pasa toda la mañana fuera, mientras yo cuido de lo que queda de su madre y finjo buscar algún trabajo por Internet. En ocasiones, mientras le aplico la crema, o cuando le inclino la cabeza y le abro los párpados para echar las gotitas dilatadoras, me da la sensación de que ya está muerta. Y, no sé por qué, cuando se me ocurre eso siento quererla un poco más.
“Hijo, ¿me cortas una naranja?”
Lo que me lleva a pensar en la atmósfera que se respira últimamente en mi dormitorio. Si no fuera porque de vez en cuando pasa de página, o estornuda, o gruñe sin más, me parecería no estar compartiendo cama con Claudia, sino con un cadáver. Y en este caso, no hay oportunas emociones compasivas, si es que es realmente compasión, que reaviven mi amor por ella. A veces creo que Claudia no tardará en olvidar mi nombre: empezará a llamarme “hijo”, “cariño”, y entonces yo tendré que levantarle la falda y aplicar la crema sobre dos piernas que ya han perdido su utilidad, al igual que casi todo cuanto hay sobre ellas.
“¿Cuándo vas a ponerme la crema?”
Lo normal es que tenga que repetírselo siete u ocho veces cada mañana. Ya le he puesto la crema. Se la he puesto hace dos minutos, señora Deme. La oscuridad es lo que impide entonces discernir cómo reacciona su rostro, si acaso reacciona, pero la torpeza que vibra en su voz es de una inocencia tal que uno llega a despreciarse. A sentir que el verdadero inútil es uno mismo. Y llega al punto de aplicar la crema una vez y otra, y otra, y otra, hasta que las patas de elefante resbalan como la brea y desprenden un casi salvaje olor a menta. Y durante cinco minutos más, sentir que todo, absolutamente todo empequeñece, se agazapa hasta confundirse con esa oscuridad de claustro que identifica a la habitación. Y solo de vez en cuando ocurre. De improviso, como por arte de magia, recuerda mi nombre; me pregunta si he tenido suerte con el trabajo, cómo lleva Jorge los estudios, a qué hora vuelve Claudia de la consulta. Es entonces cuando me asusto.


XXVI

Sí, es posible amaestrar la memoria.
Se puede: no es madura ni salvaje,
y a golpes y presentes –palo y zanahoria-,
hacerla obediente, doncella y paje.

Es posible: olvidar para siempre el equipaje,
la inmortal palabra, el termal gemido,
convertir la lenta angustia en fugaz carruaje,
que no queden sombras ni sentidos,

tan solo un dulce aroma a vacío
- pues nada hubo: el pasado es solo un cuerpo
y ningún cuerpo flota sobre el río-
o acaso, el triste eco de un recuerdo

que ya palidece, ya se sabe enfermo.
Bien puede ser domada, instruida,
hasta que no sean más que legítimo cuento
los nombres por los que mataste un día.

De las sombras

Decir nunca más

será como querer que la huida se detenga

o despertar

con la flor del paraíso entre las manos.


No sabríamos qué hacer con tanta perfección.

Llevaríamos encendida la frente y radiantes los ojos.


A lo lejos,
sombras quemadas en un rostro que huye.




- Teresa Martín Taffarel,


Del tiempo y las sombras


Estabilidad

En toda mi vida he conocido a tres o cuatro parejas estables; no más. Si hay en estos binomios algún patrón proverbial que se repite, es el siguiente: respetan su mutua soledad.


Saben, comprenden que están juntos y solos a la vez. Se aman con intensidad, pero con la clase de intensidad que sólo la serenidad puede alumbrar. Acarician el terreno del otro sin invadirlo. No reclaman su derecho a participar en los sentimientos del otro, porque no hay nada en el otro que sea de su propiedad. Ni remotamente. Aceptan, en cierto sentido, que su condición de enamorados es una broma, una acorde desafinado que en cualquier momento puede callar por completo. Comparten una convivencia de lo más solitaria. Y lo hacen con tranquilidad.

Un desafío:


Ten ahora los cojones de decirme que lo estás pasando mal.

Canet de Mar

La media hora de trayecto pertenece al azul. El del mediterráneo es un azul liso, sedante; electricidad constante e inquieta a los pies del horizonte. Por la mañana, el lugar desconcierta: se diría que los habitantes del pueblo han acordado reproducirse como locos, multiplicarse por diez y conseguir así hamacas y toallas suficientes como para cubrir la playa en su totalidad. Pasada la calle principal, lo que queda son partículas de desierto. No hay parejas jóvenes besándose en los bancos, ni adultos cerrando las persianas de los comercios (¿acaso esta gente da la impresión de vivir para el trabajo?), ni ancianos que le hagan compañía a la fuente de la plaza central. De hecho, la plaza central es anacrónica y por ende solitaria: un patio que antiguamente fuera remanso para los trabajadores de la industria textil que aún sigue en pie, como si toda su voluminosidad fuera un grito que pretende convencer al pueblo de que existe un orgullo en su pasado. Nada está en el sitio en el que debería estar: el movimiento, detenido en tumbonas sobre la arena, o en sillas de hierro oxidado sobre las que poder saborear una pinta veraniega o un helado de tres sabores. El sol, eso sí, imperturbable, y la brisa de mar, sigilosa y pertinaz, con esa generosidad tan propia (dicen) de la costa catalana.




Pero por la noche, las reglas dan una voltereta. La muchedumbre huye del mar y se lanza de cabeza a esas calles deliberadamente torcidas, amasijadas, hambrientas. Los artistas (cuatro locos a los que, como en Amanece que no es poco, la alcaldía ha concedido permiso para ejercer su estúpida vocación en el pueblo), exponen sus cuadros en la plaza. Las jóvenes, todas ellas de sangre mediterránea (¡¡no hay turistas!!), entran y salen de los garitos en lo que parece ser un dúo solitario, una pareja de consuelo que exhibe su hermosura, esperando a que un buen postor dé el paso adelante. Los muchachos echan mano de todos los caballos que pueden escupir sus motos, tesoro en vida, para quebrantar el silencio, y los niños bailan una sardana demente hasta las doce de la noche. Es un pueblo más, fermentado con su sagrada cotidianeidad; mas como todos los pueblos de más, su luz salpica ese tinte surrealista con el que está pintada (dicen) la vida misma.






Terciopelo azul

"¿Y por qué comemos hoy en el salón, mamá?" es lo primero que pregunta. El doble mantel color crema - sólo lo había visto una vez antes, en navidades- cubre la totalidad de la mesa de mármol. Una gran fuente en el centro deja entrever ese blanco y rojo salteado, milagroso, del arroz a la cubana. Pero hay más. Pequeños platos azules en los que parecen dibujarse sueños en comida. Raciones de queso y jamón serrano, taquitos de paté y mermelada de fresa, porciones rectangulares de la tarta de manzana que Ella siempre preparaba los sábados. Es decir, que siempre preparaba antes. Deja caer la mandíbula, y en la boca surge la misma obertura silenciosa y extasiada que se forma en sus ojos. Me quieren. Me quieren mucho. Esta era la sorpresa. Mamá y Papá me quieren mucho. Ella le apremia a sentarse en la silla, desde donde se lanza impaciente a por el primer pedazo de tarta.
- Hemos pensado que podríamos celebrar una comida muy especial -dice ahora Ella-, aprovechando que Papá ha vuelto.
Por favor, come. Come y olvida. Haz como si no hubieras vivido nada de esto. Come y bórralo todo de tu mente. Ayúdanos a olvidar, piensa la madre.
Él alcanza el cucharón y empieza a verter generosas montañas de arroz en su plato. Nota que Él está sonriendo, pero no sonríe como Él suele hacer. Él siempre ha sido muy serio. Al fin y al cabo es quien debe cuidar de todos, protegerlos, aislarlos del peligro con su Poder (ese Poder que sabe que tiene) y su voz de gigante macizo. Pero Él está sonriendo, quizá como si fuese la primera vez que se ven, o la primera vez que se cena arroz a la cubana. Cuando entró en casa, después de tanto tiempo sin verle, Él y Ella se abrazaban con una fuerza extraña (¿les dolía algo?), enterrados el uno en el cuerpo del otro, aferrándose a los brazos como quien se agarra a la cornisa que sostiene su última oportunidad de sobrevivir.
Quizá solo sea cuestión de tiempo. Puedo olvidar a Sandra; a un hombre se le ha visto olvidar cosas mucho más terribles, y si no se es capaz de olvidar, no se es capaz de nada. Olvidar ese ardiente olor a carne joven, a sexo húmedo, a traición deliciosa (con un toquecito de carmín y pintalabios), porque Somos Una Familia. No se trata de hacerlo porque soy un adulto, porque soy un hombre, sino porque Somos Una Familia, piensa el padre.
El banquete empieza a vaciarse en los platos, saciar su insaciable estómago; viendo el mundo entero a su disposición, come con esa especie de pasión desinteresada propia de los niños felices. Pero hay ciertas preguntas, cierto temblor; siluetas cuya luz parpadea ocasionalmente, entre bocado y bocado. Sólo ocasionalmente.
- Pero papá... - se detiene y alcanza la servilleta: Él se enfada si se habla con la boca llena- ¿Dónde has estado todo este tiempo?
Y ve que Ella abre la boca como si quisiera responder por Él. Ignora qué fuerza misterisa termina por arrebatarle las palabras y reducirlas a un soplo de aire. Quizá sea ese Poder inquebrantable, el que sabe que Él tiene.
Que salga él del atolladero. Que le explique la verdad si es que es capaz. Al menos que sea original. Que le diga algo que él pueda comprender, aceptar, masticar. Pero de eso tampoco será capaz, piensa la madre.
- Ya sabes que papá tiene un trabajo muy duro. A veces mi jefe me manda a trabajar fuera, a otra ciudad, y tengo que hacerlo para que vosotros estéis bien. Pero eso ya se ha acabado, ya estoy de vuelta, ¿no?
Quizá dentro de unas semanas, cuando todo esté más calmado, volver a llamarla. Hacerlo esta vez distinto, con más cuidado, se puede hacer sin que esto tenga por qué salpicar a nadie. Llamarla solo cuando no haya nadie en casa, cuando esté en la calle, cuando la excusa sea irrebatible, piensa el padre.
El helado de chocolate es otro fugaz regalo que aceptar al instante. Ahora los mira: parece como si no hubieran probado bocado, como si hubieran permanecido esos treinta minutos sin hacer otra cosa que observar cada uno de esos bocados. Como si fueran figuras de cartón -iguales que las que recorta en clase de plástica- cuyas sonrisas, al no ser humanas, tienen algo de atroz y de homicida. No es miedo lo que siente; debe ser otra cosa. ¿Me habrán envenenado? pero lo descarta, lo rechaza al instante porque debe seguir comiendo, porque Papá y Mamá me quieren mucho. Distingue ahora un movimiento que le llama la atención, pero no sabe por qué: la enorme mano de Él se ha movido hasta colocarse sobre la de Ella. Pero no sonríen.
Coger la puta comida y tirártela a la cara, llamarle cerdo, cabrón y todo lo que eres, ponerte en evidencia para que ni tu propio hijo te respete, eso sí que te jodería - pero tranquila, a ver, cálmate, él se ha disculpado, él te dijo que estaba arrepentido, son cosas por las que hay que pasar, piensa la madre.
Quizá una habitación en algún hostal en las afueras, donde no haya forma de cruzarse otra vez con algún conocido, cena de empresa, reunión con viejos amigos, trabajo extra, mirar muebles. Tumbarme junto a Sandra y deslizar fuera esas bragas con el dedo índice, mirarla a los ojos, hundirme. Solo una vez más, piensa el padre.
El niño dormirá en paz esa noche porque es mentira que haya notado nada extraño. Es mentira que le quieran envenenar, que existan las sonrisas de cartón, que algo ajeno e incomprensible se escondiera detrás de todo cuanto ha estado viendo los últimos días. Mentira, como el fantasma que le espera todas las noches detrás del armario. Es mentira. Nunca puede ocurrir nada malo. Papá y Mamá me quieren mucho. Tardará veinte años en enterarse.


Asfalto

Nadie hubiera dicho que Joaquín fuera un tipo que se prodigara mucho en palabras, así que es lógico que me impresionara que de pronto le diera por explicarme su interpretación de la vida. Cuando le vi en la plaza, donde habíamos acordado reunirnos, me sentí inmediatamente asqueado por su presencia. Existe una imagen común entre quienes acaban de divorciarse, pero una barba de varias semanas, un conjunto de lo más andrajoso y el olor característico de alguien que lleva varios días encerrado en su cuarto superaban aquella imagen. Las palomas de la plaza, atendiendo maquinalmente a la pitanza distribuida por la tercera edad, desprendían más humanidad que él. Es cierto que Joaquín atravesaba un momento terrible, pero su actitud, en líneas generales, confundía. No daba la impresión de querer recnciliarse con la vida, sino más bien la de pretender liarse a golpes con ella y perder asalto tras asalto. Ignoro por qué me llamó aquél día. De todos los que una vez fueron sus amigos yo era el único que no le evitaba, pero no había en él nada que manifestara ninguna clase de agradecimiento por ello. De todos modos, cuando le vi entrar en una licorería y salir un minuto después armado con una botella de ron que empezó a consumir en el acto, decidí que no volvería a verle.
- Me he pasado la vida siguiendo reglas - dijo en un momento dado-. De niño crees que eso cambiará con el tiempo, que de mayor las reglas las pones tú, pero no es así. Casarse, conseguir un trabajo, comprar una casa, tener críos. Todavía nadie me ha sabido explicar por qué coño hay que hacer eso. A ver, Miguel, ponme al día. ¿Tú eres feliz?
Rompió a reir antes incluso de que yo pudiera molestarme en contestar. Dedicó los siguientes minutos a plantearme todo tipo de preguntas relacionadas con mi situación vital, mi supuesto bienestar y lo que él consideraba un status social inservible, todo a un volumen cada vez más alto y más empapado en alcohol. Luego empezó a insultar a su ex mujer, a sus antiguos amigos, a sus viejos profesores de la escuela; cuando hubo repasado todo el listín, empezó conmigo, poniendo en duda esa "hipócrita impresión de felicidad" que, según él, se manifestaba tanto en mí como en el resto de los seres despreciables que le rodeaban. No hace falta decir que todo el mundo se volvía para mirarnos según caminábamos. En un momento dado, al detenernos ante un semáforo en rojo, empezó a bajarse la bragueta mientras señalaba con la mano, más bien con la botella, a la comisaría de policía que se veía al otro lado de la calle. "Es un buen lugar para mearse", dijo, y con ello quebrantó la poca paciencia que me quedaba. Le dije que podía hacer lo que quisiera, pero que yo pensaba volver a casa. Y le dije, también, que tenía un problema y que en ese estado no inspiraba otra cosa que no fuera lástima. Respondió con un bufido y, echando un nuevo trago de la botella, que empuñaba como si fuera la prolongación del cuello de su ex mujer, empezó a cruzar la acera sin dejar de mirarme.
- Igual que todos los demás - exclamó-. Un muermo, un inútil sin voluntad, como todos los demás. Te crees superior a mí sólo porque tienes más dinero que gastar en ropa y perfumes, porque tienes una familia con la que morirte de aburrimiento los domingos, porque te pasas el día en una oficina que detestas, por muy bien que te paguen. Ajá, ¿eso es ser superior? No, eso es ser un esclavo, un sherpa más en esta mierda de cordillera con aceras y semáforos y edificios de treinta plantas. Lo que pasa es que te han educado así. Te dijeron de niño: "fíjate en ese tipo, ese que va cruzando la calle con una botella vacía en la mano y la polla fuera, ¡así es como no tienes que acabar!". Mierda, Miguel, todo es una mierda, ¿tú crees que...?
El enorme autobús de treinta toneladas, o más concretamente el conductor despistado que lo manejaba, no le permitió acabar. Un bocinazo y un golpe seco fue todo lo que se oyó antes de que algunos viandantes empezaran a gritar. Todos los problemas de mi amigo, su ebria perorata, sus recuerdos, sus frustraciones y su tardía rebelión contra el sistema quedaron reducidos a pequeños trozos esparcidos a lo largo de la carretera y parte del morro del autobús. Salvo su madre, no recuerdo ver a nadie llorando en el entierro. Fue como si todo estuviera más que previsto, incluso planeado; como si el accidente no hubiera sido siquiera un accidente. Alguna vez he tenido la impresión de que, si en ese mismo momento Joaquín se hubiera alzado de su tumba, lo habría hecho sólo para poder decir: "al menos me terminé esa botella". Lo que más me impresionó, sin embargo, fue que nadie dijo una sola mala palabra de él hasta que no abandonamos el cementerio. El cementerio, con sus somnolientos escaparates en los que no se exhibía más que silencio y ausencia de vida, era una especie de santuario que nos colocaba a todos, a los vivos y a los muertos, en un mismo nivel. Pero ya fuera, en la calle, a nadie le acobardaba seguir echando pestes del difunto. Se volvía a la vida, y la vida era un alegre operación en la que todos podían reanudar sus labores sin temor a convertirse en un nuevo Joaquín. Meses más tarde vi una película en la que un grupo de cirujanos reían, contaban chistes y cantaban hits de los años ochenta mientras operaban a un paciente a corazón abierto. Y esa actitud me resultó tremendamente familiar.

Nouvelle vague

- A ver por dónde iba, que no sé ni lo que digo ya.
“Lo de irte a Madrid en septiembre, decías, pero digo yo que para qué Madrid”.
Cariño, pídeme otra cerveza, y unas bravitas, anda.
Voy, hijo, voy.
- El tema es que, joder, estoy hasta aquí de contratos temporales, y esta ciudad está remuerta.
“Hombre, ahora que lo has dejado con Julia, pues lo mismo no es mal momento para hacerlo, pero no sé yo si…”
- A eso voy, que ya nada me ata aquí, y el cuerpo me pide cambios.
• Ea, a ponernos los cuernos otra vez. ¿Pero qué hemos hecho mal?
- Todo. Nah, Charly, nen, si os voy a echar mazo de menos y lo sabéis.
¿Ah, sí? Mira que yo estaba por que te fueras de una puta vez, ya iba siendo hora.
A ver, Pedro, tengo yo una preguntita.
- Dime.
¿Y esa cerveza?
Movés el culo, chato, y te la pedís tú, que parezco tu geisha.
“Hay amor argento ahí, ¿eh?”
Pues así cinco años. Me aguanta por la comida, ya tenseñaré yo mi puré de papas, el Ferran Adrià de Santaco.
Lo dice el que se quemó el brazo haciendo una pizza.
• Rebonica que eres.
- Venga esa preguntita, va, que se nos hace tarde y luego hay que moverse.
Vale, que… ¿no te estarás yendo un poco por miedo?
- Mmmm… no pillo.
Es que me recopó eso de que el cuerpo te pide cambios. O sea, a lo que voy es a que acá está tu familia, estamos tus amigos, sabés, hasta hace unos meses no te iba tan mal, ¿de dónde sale ese, ese…? ¿Me entendés?
- Sí, sí, claro, pero es que eso no me lo planteo. No está decidío, es cuestión de buscarse la vida, y aquí está complicao. Que son ya tres años así, Nuria, que es que estoy muy quemao.
• Hombre, estamos tos igual. Me cago en la puta, si es que somos una generación en blanco.
“Yo no estoy de acuerdo con eso”.
Ah-ah. Yo tampoco.
Siempre dejándome solo.
“A ver, no digo que nuestra generación no tenga sus problemas, pero siempre ha sido así, esto. Hace setenta años el tema era en con quién ibas a luchar en la guerra, y ahora es qué carrera vas a pillar. Que sí, sigue siendo cuestión de riesgo, pero hombre, digo yo que salimos ganando, ¿no?”

- No sé yo si será tan… así tan simple como… ¿sabes?
“Amos, no concibo yo que la generación de la información, que así nos llaman cuando conviene, sea una generación en blanco. Yo creo que eso lo decimos a veces como excusa.”
Dale, dale, ahí.

“Amás, en el fondo siempre ha sido lo mismo, hostia. La juventud se queja por deporte, que para eso es juventud, pero tú pregúntale a tu abuelo si le fue fácil ser joven.”
Seh, loco, vos sí que la clavás.
Hombre, a tu edad tu abuelo ya estaría casao, tendría su casa y su empleo, te daría el biberón ya.
No, no, no, el biberón la abuela, que era la que se quedaba en casa. Las cosas por su nombre, vieja.
“Mira, te doy la razón ahí, pero estamos en las mismas: a nuestros abuelos no les regalaron ná. Es más, para conseguir la mitad de lo que tenemos, ni te cuento lo que tendrían que haber sudao. Y bueno, aparte, si querían distraerse, pues no tenían Anatomía de Grey, ni Face, ni se podían fumar un peta, ni…
- A ver si va a ser ese el problema, demasiada libertad.
Seh, y dispersión, y dispersión. Yo lo que les digo siempre, si quieren dejar de quejarse, váyanse unos añitos a mi país. Pero si por algo nos dicen siempre que vivimos en abundancia, es que esto es abundancia.

• No, si lo que habrá que hacer es dar otro golpe de estao, me cago en Dios.
- ¡Quieto todo el mundo!
“¡Se sienten, coño!”
• Mira, lo cojas por donde las cojas, esto al final es complicao de hablar. Lo que hay que hacer es tirar palante y ya está.
Y hablar, Charlito, que te dieron boca para algo.

“Bueno, y eso es lo que estamos haciendo, ¿no?”
- Total, si al final siempre vamos a estar bien, al final siempre podremos sentarnos aquí a charlar y a reírnos y echar unas cerves.
Bueno, bueno, tú espera a que tagan con la priva lo mismo que con el tabaco.

- Pos mira, ya nos pasaremos a los chupa chups, entonces.

Qué trucho, la cuestión es engancharse a algo, ¿no?

· Tú a mí ya menganchas de sobra.
Sí, ¿y qué pensás hacer cuando yo te falte?

· Ir a una clínica.
“Anda, gente, por nosotros”.
- Eso, por nosotros.
Que viva la abundancia.
“Aunque no haya pasta pa comer.”
• Cariño, tráeme otra cervecita, va, te juro que la próxima la pago yo.

Aula de Silencio #1

Like a fire in winter that keeps you warm inside
I'm caught up in your capture, a rollercoaster ride


All these things remind me of you.

Stuart Zender al bajo.

Las palabras aquí ensucian.



Once upon a time in Memphis

INT. BB KING’S BLUES CLUB. NOCHE

El local de música jazz más célebre de Memphis. Luz tenue en la barra y la zona de las mesas: toda la atención recae sobre el escenario, donde Rahsaan Patterson interpreta su particular fusión de jazz y gospel en compañía de su banda.

En una de las mesas más apartadas encontramos a SUA. Aunque su silla está de cara al escenario, no parece prestar ninguna atención a la banda. Frente a ella, un vaso semivacío de Bourbon y un cenicero a punto de colmarse. También un cuaderno de bolsillo y un bolígrafo.

Un cuerpo entra en cuadro y nos tapa momentáneamente la línea de visión: el JOVEN lleva una camiseta a rayas horizontales y unos pantalones oscuros de pana.

JOVEN (off)
Sólo un tonto enamorado entraría aquí,
¿verdad?

SUA se levanta de pronto, rebosante de alegría. Ella y el joven, que no es otro que PABLO, se funden en un abrazo.

PABLO se sienta en la silla frente a Sua; Patterson y su banda quedan a su espalda. Le vemos ahora el rostro: veinticinco años, cabello corto y algo desaliñado, barba de varios días, ojos cansados y de alguna forma sumidos en una ensoñación ajena a todo cuanto le rodea. Su voz apenas registra cambios de tono, lo que le confiere una propiedad indiferente, relajante.

SUA
(a lo Humphrey Bogart)
“De todos los tugurios de todas las
ciudades de todo el mundo…”

PABLO
…tuve que entrar en el tuyo, sí.

SUA
Nunca te das por vencido, mamón.

PABLO
Estoy doctorado en no cansarme. Y en no
casarme. ¿Cómo va ese libro de relatos?

SUA
(resopla; mira por un instante al cuaderno)
No hay forma. Sabes, tengo la sensación de que
esto es una puta estafa.

PABLO
¿Te refieres a tu obra?

SUA
Me refiero a todo. Dime de qué sirven una
mansión en Knoxville y un jet privado si nadie
me abraza por las noches.

Una fina sonrisa se dibuja en el rostro de PABLO…

PABLO
¿He oído bien?

SUA
Con la edad aceptas ciertas derrotas;
es inevitable.
(pausa; bebe de su Bourbon)
¿Te gustó mi reseña?

PABLO
Podrías haberlo hecho mejor. Hay críticos
que me la han chupado con menos descaro.

SUA
Pablo, ese es el poemario. Te dije que
algún día lo conseguirías.


PABLO
Ya veo que siempre aciertas.

SUA
Estoy doctorada en ello.

Se miran unos segundos en silencio. Detrás de Pablo, Patterson y compañía terminan la canción y el público les despide con un caluroso aplauso. Sube al escenario LARS, en frac y corbata: un atuendo nada apropiado para su enjuta figura. Se coloca ante el micrófono.

LARS
(en inglés, subtitulado)
Rahsaan Patterson, damas y caballeros. Si
esta es su primera noche en el BBK, han de saber
que aquí el blues nunca muere. Hubo una
maravillosa época llamada años 50; a la vuelta de
esta misma esquina, Elvis Presley y Johnny Cash
desenfundaban sus púas sin imaginar que la leyenda
les aguardaba…

SUA
(a PABLO)
A este tío nunca le entiendo. Es más blanco
que la cal, pero le chifla la música de negros.

PABLO
¿Cómo acabó de MC?

SUA
Es una especie de honoris causa. Se puede decir
que compró el local cuando escribió el guión de
Memphis, my love. Jodido vendido…

LARS
…el tiempo pasa, como todo debe pasar, pero
aquí en el BBK procuramos que no sea así. Las
leyendas siguen entrando y saliendo, entrando y
saliendo por la misma puerta que ustedes acaban
de cruzar. Y si no me creen, échenle un vistazo
a esa mesa.

… un enorme foco apunta directamente a la mesa de PABLO y SUA, que no pueden evitar taparse el rostro por un instante, visiblemente incómodos.

LARS
Vaya, vaya, vaya, ¿pero quién tenemos aquí?
¡Nada más y nada menos que a la señorita
Sua Miller y al señor Paul Nash! ¡Un fuerte
aplauso para nuestros hombres de letras!

El público reconoce a ambos artistas; el aplauso, acompañado de algunos silbidos, no se hace de esperar. PABLO sonríe y saluda a LARS, que le devuelve el gesto llevándose una mano al corazón.

LARS
Eh, ¿sabéis qué? Llamadme plasta, pero algún
día encontraré la forma de meteros en algún
guión infumable de los míos. Y seréis aún más
más guapos, más famosos y más encantadores.
¡Gracias por venir!

PABLO y SUA se miran disimuladamente.

SUA
Inútil.

PABLO
Y que lo digas.

Los dos beben de su vaso. Un nuevo grupo entra en escena: esta vez esa la Robert Crazy Band: los acordes de “playin’ with friends” inundan el abarrotado local.

CORTE A NEGRO.

Fruta







El declive de cada civilización se puede medir por la cantidad de fruta que se encuentra en su dieta habitual.




La fruta fue ofrenda una vez. Todo cuanto había que hacer era estirar el brazo; aprender a cultivarla fue cuestión de instinto y experimentación. Tras su crecimiento no había interés alguno, más allá del que el mundo natural mostraba por compartir su espacio con nosotros.

Ahora bien, al hombre nunca le ha gustado demasiado compartir. Pronto halló la forma de explotar el regalo incondicional que la naturaleza ofrecía en forma de alimento. Se desarrolló la moneda como solución al primitivo intercambio mercantil; el trueque cayó en favor del interés comercial y la gula adquisitiva. Con el tiempo, las necesidades más básicas de nuestra raza pasaron a formar parte de esta espiral: el hombre se olvidó incluso de cagar al aire libre: las empresas fabricantes de retretes se reservaron el derecho de permitirnos evacuar lo que por cuestión de genética siempre ha habido que evacuar. Al alimento le ocurrió lo mismo con la generosa contribución de la química, que tuvo a bien agregar sus aditivos, sus pesticidas, su bollería industrial y sus propiedades adictivas inducidas de forma artificial. La fruta, una vez manjar obligatorio, perdió su trono en favor de los derivados lácteos, las golosinas, las bolsas de patatas fritas y las bombas de azúcar. Y entonces el hombre hizo exactamente lo mismo que llevaba haciendo milenios: echar mano de lo primero que se tiene al alcance.

“Alimentarse” es un anacronismo. Ahora se trata de comer; comer a sorteo, comer hasta hartarse, comer por comer. Que no nos extrañe si en los siglos próximos se nos hace pagar por el oxígeno. O por vomitar. De todos modos, nuestro estómago debe estar deliberadamente sellado para que no sepamos qué ocurre ahí dentro, así que... qué más dará.

Estafetas (une petit blague)

I.

La acción erradica plagas
como no podría hacer
ni la mayor de las sabidurías.

II.

Un clavo saca a otro clavo, sí.
Pero también termina por destrozar el madero.

III.

Tus héroes están muertos.
Si buscas un modelo de referencia,
empieza por el espejo.

IV.

No hay forma de diferenciar
un pensamiento inútil
de uno provechoso,
mas cuando uno se sitúa un peldaño
por encima del bien y del mal,
poco hay que diferenciar.

V.

Lo auténtico, es decir lo bello,
se le resiste a la luz;
por ese motivo, lo protegemos
a la par que lo buscamos.
En medio de esa absurda terquedad
está eso que algunos llaman vida.

VI.

El olvido es hermoso:
ni siquiera recuerdo en qué pensaba
a principios de verso,
y de ahí ese descarado lujo
de sonreír sin motivos.

Danzad, danzad, malditos

Una vez te entregas, ya nada vuelve a ser igual. Con paciencia y sigilo merodeo por un océano de escamas; vibrantes, cálidas, las partículas de una piel que ya es tan tuya como mía extienden su lengua, y con ella me conducen a un agitado nido de avispas, a un temblor de carne en el que se aglomera el tiempo, vagabundo y a la vez inmóvil. Ahora eres llama (me inclino sobre ti y con un único empujón cierro tu termal herida); cinco minutos después eres témpano (que no falte la nicotina post-desastre, las sucias fórmulas de cortesía, los brazos abiertos como falso refugio), y para cuando abandonas el cuarto, eres aún más enigma que ayer, porque he memorizado esas autopistas supracutáneas que son tus tatuajes, y he descifrado el alma que palpita tras esas pupilas que se dilataban, y he grabado a fuego las altisonantes olas que dibujaban tus gemidos; pero el miedo no cesa, pues uno sigue preguntándose qué es lo que realmente ha dejado la noche tras de sí.


What remains to be seen

Pregunté a Carlos y a Paula si conocían de algo a aquella chica. Pregunté por todo el campus, y cuando en el campus no quedó nadie a quien interrogar, pregunté por todas partes. En segundo año llegó un tipo de Salamanca llamado Ricardo. Fuimos una tarde a la cafetería de la facultad para tomarnos una ensalada y quizá alguna cerveza. Sin saber bien por qué, traté de describirle a la chica; de pronto se me quedó mirando, aún con el tenedor en la boca. Lo soltó, se limpió con una servilleta y me dijo: “podría ser una coincidencia, pero hace unos años conocí a una tipa igual. Una tipa a la que tampoco volví a ver. Te preguntaría qué puede tener una mujer a la que sólo has visto una vez en la vida para buscarla con tanto ahínco, pero creo que te entiendo.”
Se sienta sobre el césped junto a mí después de extender cuidadosamente su mantel. La manzana, de un brillante carmesí –recuerdo sobretodo lo brillante que era- descansa entre sus dientes y con unos mordiscos insultantemente suaves, casi ingrávidos, empieza a desaparecer en su boca.
- A los estudiantes de cada facultad se les puede reconocer por un signo en concreto, un aspecto de su personalidad o de su físico que siempre, invariablemente, se repite. Los de economía son obstinados por naturaleza, depredadores natos de las matemáticas prácticas. Los de psicología desconfían hasta de su vecino, aunque por lo general son bienintencionados, y acostumbran a tener sueños raros que siempre apuntan en una libreta. Con los de traducción me ha costado, pero finalmente he dado con la clave. Sé qué es lo que os vincula y lo que eventualmente os conduce a vuestra Meca particular.
- Será el amor por los idiomas – sugerí.
Arrancó otro pedacito de manzana con los dientes y después, sólo después, me miró a los ojos.
- No. Es el oído.

“Uno no se enamora a primera vista a no ser que sea preocupantemente vulnerable, pero algo queda después de un encuentro así, ¿verdad? Creo que la mejor forma de convertirte en leyenda, en un cuento de hadas, es no dejarte ver ni una sola vez más. Con un encuentro basta. La terquedad y el capricho de la memoria hará el resto”.
- A unos os gusta escribir y otros sois maestros de la comunicación, pero vuestro leit motiv es el oído. Siempre. Os veis obligados a remover entre las entrañas de la voz, como si os desesperara no entender hasta la última implicación del tono y el timbre de cada palabra que escucháis. La gente acostumbra a pronunciar sus palabras de una u otra forma con un fin concreto, y sois de los pocos que lo perciben. Muchos seríais más felices si fuerais ciegos, aunque no lo sepáis.
Ricardo ya se había olvidado de mí y, con el cigarro consumiéndose entre dos dedos, miraba al horizonte mientras se perdía voluntariamente entre la mística de su propio discurso. “Cuesta creer que exista alguien así. Nuestra naturaleza nos obliga a buscar personas, lugares y momentos a los que adherirnos. Pero creo que el verdadero ser superior, el hombre o la mujer que represente el siguiente salto en la escala evolutiva –puedes leer a Nietzsche para comprenderme-, será aquél que no sólo sea consciente de esta costumbre, sino que además sea capaz de liberarse de ella”.
- Lo puedo notar en vuestra mirada. Cuando os hablan, vuestra retina se mueve simultáneamente en mil direcciones; no sois capaces de concentraros en una parte concreta del rostro, sino que buscáis inconscientemente los doscientos mil fragmentos de voz que se esparcen poco a poco en el aire. Buscáis allí la verdad de lo que se os dice. Tenéis un pie en la materia y otro en el espacio. Ya sin conocerte puedo decirte qué música y qué cine te gusta. No pretendo impresionarte; sólo comparto contigo lo que he aprendido a lo largo de mi vida. Lo cual no es decir mucho.
“Alguien cuya moral haya evolucionado hasta el punto de comprender que no sólo uno debe ser completamente libre, sino que su libertad no puede ni debe contaminar la libertad de los demás. Alguien que camine por este mundo sin compañía y sin la menor intención de conseguirla, que no intente forzar ninguna situación, que se entregue dócilmente a las leyes de la casualidad, de la trayectoria humana; un esclavo del destino, si así lo quieres llamar. Algo parecido a un animal”. Cerró los ojos y rió para sí mismo. “Un animal muy felino”.
- Hasta puedo decirte de antemano que te pasarás un buen tiempo buscándome, que le hablarás sobre mí a tus amigos y tus no tan amigos y escribirás sobre mí. No puedo disuadirte para que obres de otra forma, así que si quieres un beso, más te vale que me lo pidas rápido.
“Fuiste valiente. Yo no me atreví a pedírselo. Mis padres me educaron para ser un caballero y eso me convierte en un capullo con guisantes en lugar de testículos”. No nos dimos cuenta de que la cafetería se había vaciado casi por completo. Ignoro qué hora sería; sé que era tarde, lo suficientemente tarde como para que los empleados empezaran a recoger el estropicio que los estudiantes se empeñan en dejar día tras día y dirigirnos miradas no muy discretas con las que nos urgían a marcharnos. Pero por algún motivo no recuerdo la luz. Sólo recuerdo la voz de Ricardo. “¿Qué? ¿Crees que volverás a verla?”. Lo que creía era que sería más feliz convenciéndome de que sólo fue un sueño. “Ah, eso está bien”, afirmó Ricardo, “pero sería como afirmar que la vida misma es un sueño, y eso no sé si es del todo correcto. Parece más bien la clase de pensamiento que tendrían los de humanismo. Creo que ya sé cómo impresionar a una chica de esa facultad si alguna vez conozco a una. Claro que, conociéndome, sólo quedaría en ridículo”. Apagó el cigarro y le acompañé a la salida. Al día siguiente seguiría pensando en aquella chica, pero esta vez su figura se había vuelto distante, definitivamente inalcanzable. Quizá comprendí de una vez por todas que no tenía por qué volver a verla.