Amaneceres

Yo no supe qué era la luz hasta pasados los tres años de edad. Les explico.

Mi pijama era grueso, de lana granate; se estaba calentito ahí dentro. Mis rodillas se hundían en la gran alfombra negra que cubría el suelo de la habitación. Mis manos cabían en los desagües de la cocina y a veces tropezaba al caminar.

La principal preocupación de mis progenitores era mi ritmo biológico de sueño, insoportablemente anárquico aun teniendo en cuenta mi edad. Mi padre, harto de batallar contra un enemigo aplastantemente superior en recursos energéticos - y acústicos -, tuvo la ocurrencia de contarme un cuento antes de acostarme.Me gustó tanto que le pedí otro para la noche siguiente... y para todas las siguientes de la siguiente. A pesar de contar con un narrador notablemente culto y amante de la lectura, no había manera humana de conocer cuentos suficientes como para dejarme satisfecho. Me hago cargo de la tortura que padeció este hombre, absolutamente hastiado de narrar una y otra vez la gastrectomía del lobo feroz o el desalojo doméstico de los tres cerditos.

Cierta noche llegó armado. Colocó un peso considerable a los pies de mi cama: 366 y más cuentos, se llamaba. "A partir de ahora, podré leerte un cuento distinto cada día". ¡Albricias! ¡Un cuento para cada día del año! ¡Habíamos descubierto América! Sí, era real: un libro cuya valiosa fuente de maná resultaba inagotable; no como mi padre, que con su obsequio pudo despedirse de unas ojeras que ya comenzaban a estigmatizarlo.

Pero entonces me doy cuenta de que soy un niño, y como tal, noto cómo ciertos rasgos inherentes al ser humano despiertan en mí con un coraje y un apetito exentos de autocontrol. Rasgos como la curiosidad. Porque toda vez que estoy aburrido de repasar las ilustraciones de Simbad, Ali-Babá o Aladino, me da por empezar a prestar más atención a esos símbolos, esas manchitas de tinta que las acompañan. Me enfurece tanto no comprender esos símbolos que estoy dispuesto a realizar un salto lunar en medio de la Tierra.

Ahora bien... nuestro lenguaje es insuficiente para describir el verdadero modus operandi del aprendizaje inconsciente, de la fantasía evolutiva, del milagro. Mucho menos cuando éstas tres se dan la mano. Simplemente, buscaba una gema... y excavé. Excavé con punzón, con picos y palas, con piolets, con uñas y con dientes de leche. Y vi cómo aquella tozuda capa de cal iba cediendo. Capa tras capa. De la cosa al símbolo, del símbolo a la letra, de la letra a la palabra, de la palabra a la oración, de la oración a la luz.

El niño grita emocionado, papá y mamá corren incrédulos al cuarto. Suspiran de puro alivio: "ahora sí que no le quedan excusas para retenernos por las noches". Pero hay que ver, el niño está a punto de estallar. El niño ha reflotado la Atlántida, ha sofocado el incendio de Roma, ha sacado a Diógenes del barril. Lo imposible se derrite entre sus dedos... y ni siquiera es plenamente consciente de lo que acaba de conseguir.

Porque, damas y caballeros, acaban de asistir ustedes al descubrimiento del Amor. Así es. El chiquillo se ha enamorado. Y ya se sabe que el primer amor no muere jamás.

Y suerte que sea así, porque no todos conocen este sentimiento a tan tierna edad. De hecho, los hay que jamás lo hacen. Los hay que se empeñan en alimentarse de odio y terminan intoxicados. No hablamos de amor carnal, claro, pero lo que importa aquí no es el objeto del sentimiento, sino el sentimiento en sí. Por algo la pasión es ciega. No se ama la joya, sino cómo la joya encaja en nuestro dedo. No se ama al amado, sino a la ilusión de una vida junto a él. No se vive del papel, sino de las maravillas de tinta que flotan en su superficie.

De hecho, aquí me tienen. Enamorado tan bobamente como en ese primer día. Y no creo que vaya a cansarme nunca. Si ustedes no están seguros de haber encontrado su amor, nunca es tarde para hacer un poco de espeleología. No tengan ninguna prisa. A veces la capa de cal se resiste... pero a mí siempre me sobra una mano.




Le ley de la trayectoria urbana

Ana, pelirroja, regordeta y de manos extremadamente pequeñas y delicadas, camina hacia Talbot Street, donde una mañana más preparará y servirá el desayuno a los residentes del Days Inn. Su jefe, no obstante, le reserva una bienvenida poco menos que desalentadora: la dirección del hotel se ha visto obligada a reducir la plantilla, y dado que ella es la empleada más reciente, le ha tocado la pajita más corta. La dura respuesta verbal de Ana no se hace esperar. Kieran, de recia frente irlandesa y espalda profusamente encorvada, se hace cargo de la situación de la joven y no le toma en cuenta la salida de tono. Una vasija con leche hirviendo se escurre de las inquietas manos de la española, derramando su contenido directamente sobre las manos del irlandés, que pronto cobran el aspecto de haber sido diezmadas por una hueste de avispas.

Kieran conduce de camino al médico mientra una fina llovizna salpica las aceras de la ciudad. Algo se estrella contra el cristal delantero, dejando un repentino salpicón carmesí. El volantazo le lleva a estrellarse contra una farola en pleno cruce de Lower Abbey con Malborough. El primer grupo de testigos se apelotona junto la quebrada capota del auto; un joven afroamericano, embutido en un grueso anorak naranja, le pregunta si se ha lastimado. "Tendrá que llamar a la grúa, no parece que pueda arrancar por ahora". Kieran rebusca en su abrigo de piel, pero pronto cae en la cuenta de que, con las prisas, se ha dejado la cartera y el móvil en el trabajo. "No se preocupe", le tranquiliza el joven, "yo llamaré por usted".

Este joven se llama Salomon. Poco más tarde entrará en un Tesco para comprar café, leche y algo de queso suizo. Nota que cada día le pesan menos los bolsillos. No recuerda haberse visto tan necesitado dinero en sus cinco años en Europa. "El verano pasado sí que estuvo bien, ¿verdad?" le dice una voz a su espalda, y se gira para toparse con una nariz aquilina y una sonrisa roída que detesta a horrores. Necesito una ciudad más grande para librarme de tumores como tú, Françoise. "Oye, zurullo marfileño, si me haces un favor hasta pasaré por alto lo que acabas de decir". Salomon paga rápidamente sin devolverle la mirada al escuálido francés. "No me digas que pasas de eso, Salo, que nos conocemos. Sé que vas muy apretado últimamente. Y me debes un favor". Salomon sale con las bolsas sin mirar atrás. Lo único que te debo es una paliza, tío. "Bueno, sabes dónde encontarme y cuánto pago". El abultado anorak naranja desaparece del campo de visión de Françoise. "Nos vemos en unos días, Black & Decker", murmura. Su expresión se vuelve apacible al dirigirse a la dependiente. "¿Cómo va todo, Jana? No me gustan nada esas ojeras. No sé si te sienta demasiado bien la noche irlandesa". Desliza sutilmente una notita junto a las monedas. "Esta será mucho mejor que la anterior, ya lo verás. Cuídate mucho, pichón". Jana le devuelve la sonrisa y, merced a una curtida técnica de distracción, se guarda el papelito en un bolsillo del uniforme antes de que nadie llegue a verlo.

Horas más tarde, Jana cruzará el Penny Bridge mientras la superficie del Liffey espeja la creciente oscuridad en que se sumerge la cúpula de la ciudad. La notita indica una calle en las afueras de la ciudad como dirección, y las dos de la madrugada como hora del evento. Jana se siente momentáneamente aturdida. No queda nada de aquella deleitosa, casi embriagadora codicia, que le llevaba a sobrevivir el espacio de tiempo entre el lunes y el viernes ansiando repetir la experiencia del fin de semana previo. Todo aquello había sido vencido por una marea de realidad: la sensación de saberse esclavizada, degradada al nivel de herramienta lúdica para una masa de acaudalados turistas sedientos de erotismo. Junto a la puerta del Oliver St John's Pub, el viejo Ian le saluda con una leve inclinación de cabeza, y pronto esa voz a medio camino entre el arañazo y el soplo de una gaita comienza a cantar Whiskey in the Jar. "Siempre consigues animarme, Ian", sentencia Jana. "¿Animarte? A las chicas como tú habría que pagarlas sólo por verlas sonreir". Varias monedas caen en el estuche de la guitarra, y la sabia felicidad de Ian asoma un poco más por entre la profunidad de su pálida barba. "¡Que Dios te bendiga!".

Extrañamente, el callejón está menos abarrotado que de costumbre... pero el estuche reúne muchas más monedas de lo habitual. Un último tintineo hace que el anciano alce la cabeza: Frente a él, una pelirroja rechoncha le contempla cruzada de brazos. En su rostro, definitivamente extranjero, Ian adivina la momentánea relajación de un alma insatisfecha; el pasajero libertino que se escinde por unos instantes de la sobria rutina de su tránsito. "Buenas noches tenga usted, señorita", y se quita el sombrero. "Me pregunto si podría volver a tocar esa canción... me gusta tanto cómo la interpreta...". Ian se mesa la barba y sonríe. "Tan guapa, y sola un viernes por la tarde... ¿de dónde sale usted, hermosura?". Ana baja la cabeza, más halagada que avergonzada. "Creo que de España, aunque ya ni lo recuerdo", contesta. El anciano deja que suenen unos acordes al azar, a modo de preámbulo. "¿Sabe una cosa, joven? Hay una aventura en cada uno de nuestros días. Y lo mejor es que no podemos hablar de protagonistas ni secundarios... todos son protagonistas. Menos yo, que como espectador torpe y bobalicón, no sé hacer otra cosa que tocar canciones como ésta". Los arpegios inundan el paseo, mientras alrededor de Ana se entrecruzan miles de trayectorias humanas que marchan entre sueños hacia a la siguiente aventura en el húmedo mosaico de la ciudad de Dublín.





La voz de lo irresponsable

Jorge. Jorge es lo más importante, no te olvides de él. Sacarlo de aquí antes de que sea demasiado tarde... ¿No lo es ya? Me lo prometerá una vez más... "voy a cambiar, cielito, te juro que voy a cambiar... esta es la última vez...". Por qué valdrán tan poco las palabras. No hablo ya de que sea responsable con su vida, con sus actos, sino con sus promesas... y pensar que, al principio, era divertido y todo. Verle volver a casa a las tantas, cayéndose por el suelo y tirándome contra el sofá para hacérmelo, y sí, no había mañana... pensar que lo has tenido en tus manos, la oportunidad de parar todo esto en tus manos por favor que te clave ese cuchillo si quiere, pero sobretodo no te olvides de Jorge, Jorgito, ya oigo tus llantos desde aquí, nadie mejor que un recién nacido para saber que lo peor está a punto de llegar...

Rosa mantenía una mano apoyada en la pared de la cocina y otra sobre el pecho del que era su esposo desde hacía tres meses. Aparte de la hoja del cuchillo, todo lo que había ante sus ojos eran figuras. Figuras de palabras, de promesas incumplidas, de advertencias ignoradas tú permítele estas cosas y ya verás como pronto deja de hacerte gracia, Rosita, te lo digo yo que soy tu amiga, de señales inadvertidas Rosa, cariño, perdón por haberte dicho eso... tú sabes que no soy así, la sombra de una fantasmagórica construcción que homenajeaba a la fatalidad del destino y que, después de manifestarse solapadamante en incontables ocasiones, ahora cobraba forma definida ante ella con una síntesis de desespero y odio en los ojos y un cuchillo de cocina en la mano. "¿Crees que me gusta hacer esto, hija de puta? Si estoy así es por tu culpa, a ti te gusta pensar que soy una miseria y una desgracia, de lo contrario lo habrías impedido..." Y Rosa se daba cuenta de que, por primera vez, se producía aquel ansiado triunfo del instinto y la adrenalina que le permitiría pensar con claridad.

Dios sabe que le quiero y por eso voy a dejarle. Que baje el cuchillo, es lo único de lo que has de convencerle por ahora, y bajar a la calle, la excusa que sea pero bajar a la calle y llamar a un taxi y llegar a casa de Marga, y después la denuncia y la nueva vida y el olvido, y que se termine de una vez... pero por favor, Jorgito. No te olvides de Jorge. Corres a su habitación, la cuna, la manta y bajas rápido a la calle, es de madrugada y no se atreverá a perseguirte con ese cuchillo despertando a todos los vecinos, ¿verdad? Tu problema no era ser boba, era el miedo a actuar, eso lo dijo Susana, porque mientras no actúes todo seguirá igual y mientras todo siga igual David seguirá siendo David y magulladuras y cortes en la cara, y luego...

Los lejanos llantos del bebé se convirtieron de pronto en el único sonido audible en la estancia. El cuchillo había caído al suelo con un perentorio tintineo, y David, en cuclillas, se aferraba ahora a las piernas de Rosa y hundía la cabeza entre ellas. Los lloros del hijo se confundían con los del padre, y entre ambos, Rosa se debatía bajo una miríada de voces conspirando en su coleto; la visión de un sinfín de puertas ante ella, y la necesidad de abrir una de ellas sabiendo que no habría posibilidad de volver atrás.
- No sé por qué
lo hago, mi amor... - sollozaba una ronca voz hundida contra su estómago- Este no soy yo. Se acabó. Ni una vez más, te lo juro por mi vida.
Y las manos de Rosa, más por magnetismo que por voluntad, acariciaban ahora los rizados cabellos negros de David. Podía entenderle. Podía comprender, mejor que nadie, el enorme peso que su marido debía soportar día a día. No era la primera vez que sucedía todo aquello, pero podría ser la última. Podría. Lo bueno le llega a quienes saben esperar. Eso se lo decía su abuela todas las noches, luego de recordarle que había que rezar antes de dormirse. David, cariño, por qué me haces esto. Yo te quiero, tu hijo te quiere. Eso lo sabes. Confiamos en ti. Más que en nadie. Y lo sabes.


La voix de l'inespéré


Había alzado la cabeza, y la imagen de su dominante calvicie se convirtió en la de unos ojos que despertaban de un pesado letargo. Se pasó el dedo índice por los labios sin dejar de escrutarme.
- Libros sobre psicopatías... - murmuró, repitiendo mis últimas tres palabras. Ni siquiera echó un vistazo al estante atiborrado de enciclopedias y tratados médicos a su izquierda: mi pregunta más bien parecía haberle dado la excusa perfecta para rebañar entre sus mejores raciones de sabiduría.
- ¿Sabes qué sucede, chico? - prosiguió-. Somos muchos los que escribimos, pero siempre escogemos los temas más crudos y extraños. Siempre buscamos apoyo en los pilares más negros de la vida, como si eso pudiera acercarnos a una visión más reveladora o interesante de las cosas...
Se reclinó en la butaca, cruzando las manos tras de la nuca. Ahora parecía un anciano asediado por un dulce embate de nostalgia.
- ¿Sabes qué se encuentra uno cuando abre el periódico o enciende el televisor? Crisis. Violencia doméstica. Rebeldía adolescente. Homicidios, raptos, desapariciones, violaciones.
El grueso cuero de su butaca crujió, y su voz sonó un par de centímetros más adelante.
- Yo creo que estamos todos un poco hastiados de eso.
De pronto me di cuenta de que la sala y la escena se estaban despersonalizando. Ya no estaba en una consulta médica. Yo no era un paciente, y él tampoco era ya un doctor. La gruesa cola que se estaba formando tras la puerta de caoba desaparecía como si siguiera el curso elemental del tiempo, igual que desaparece el follaje de los árboles en invierno. El paisaje había perdido todo elemento de formalidad o cotidianidad; se había despojado de sus factores predecibles, preestablecidos, para adquirir un traje espontáneo, gracioso y humano.
- Yo soy un ávido lector desde hace mucho tiempo. Y también escritor, aunque por supuesto no he publicado nada... a veces leo historias en las que, después de quinientas páginas y doscientas vueltas de tuerca, sólo queda una solemne tragedia que recordar. Una tragedia pura, sin concesiones. Y siento que no he leído nada. Siento que he visto lo mismo que anunciaban los titulares de la prensa o las cabeceras de los noticiarios por la mañana.
Tras los ángulos rectos de sus lentes parpadeaba una fina inteligencia, que palabra a palabra, deseaba dibujar una forma definida de limpidez. La voz de la claridad hablando bajo la piel de un médico de cabecera en la clínica de un pueblo perdido de la mano de Dios.
- El arte no es el oficio de los inútiles, chico. Los artistas siempre han tenido una gran responsabilidad entre las manos. Han allanado el camino hacia las respuestas para muchas de nuestras preguntas. Han mirado en nuestros interiores, han metido la mano y han extraído, para nuestros ojos, una versión igualmente imperfecta... pero mucho más transparente de nosotros. Nos han ayudado a conocernos. Nos han ayudado a crecer.
El reloj de la pared marcaba: las doce menos un minuto.
- Yo creo que lo que necesitamos hoy por hoy es un mensaje de optimismo. De optimismo y responsabilidad. De progreso. Porque, pase lo que pase, por muy jodido que haya sido el día, la semana, el año... al final, casi siempre, uno termina bien.
Marcó las doce en punto, y entonces los labios del médico trazaron un lento semicírculo entre las mejillas y me tendió la mano para estrechármela.
- No olvides tomártelas cada ocho horas, muchacho. Espero volver a verte pronto.
Salí de la consulta. Me pareció que el sol de mediodía y la pausada brisa de septiembre me devolvían a un mundo sobrio, estable, donde los semáforos se ponen regularmente en rojo y las campanas de la iglesia repican a su hora. Me pregunté si una conversación en el lugar más inesperado, en la situación más anodina, puede llegar a cambiarle la vida a uno.
Llegó un susurro a mis oídos. Al principio pensé que provenía de algún balcón, pero tuve un presentimiento y me di la vuelta. El doctor estaba en la puerta de la clínica, con su camisa de cuadros y sus pantalones de pana. Me di cuenta de que era realmente bajito y escuálido. Reconocí lo que recitaba entre dientes. Eran versos de Calderón de la Barca. Tenía los brazos cruzados tras la espalda y contemplaba la calle como si quisiera comprobar que el mundo seguía ahí fuera.


The voice of nonsense

Valencia. Los estratocúmulos gruñen y se revuelven en el lecho: la calurosa hibernación llega a su fin. Rechinan los engranajes del mundo, el océano de aluminio pierde gotas de combustible. Aún entre migrañas, la desorganizada hueste plateada lanza su dormida embestida contra la frontera de la piel.

Entre mis sábanas, veo un desconchado aliento gris mordiendo al mundo. Me parece que el hormigueo de mi propia mente, sin dormir del todo, sin despertar, danza sobre hilos celestes al borde de la ventana. Y si tirara de ellos, tal vez podría despertar. Pero prefiero caminar sobre esta vía de cobre esmaltado por la que avanzo ahora, confiando en que mi confidente me espere en ese apeadero del que me hablaron. Dicen: es una terminal abandonada, donde las hormigas levantan un imperio bajo los cascotes del tejado derruido, donde una dama vestida de negro balancea su paragüas junto al andén, trazando "oes" en el lienzo del aire. Dicen que más allá del apeadero está La Curva: un espejo de adamianto en el que todas las ecuaciones del futuro se manifiestan a través de miles de pedacitos rotos de un espejo. Como si viéramos nuestro futuro en una casita de muñecas, piso por piso, cuarto por cuarto; yo, junto a una mecedora de mimbre, soy una mota en un grano de arroz.

Pero la llovizna sigue desperezándose en Valencia, y las gotas exhiben su ballet sobre las nucas de los viandantes. Son pequeñas y frágiles, pero esas lágrimas mundanas gozan de un poder silencioso sobre los cuerpos. Permean sus ilusiones, empañan sus visiones de futuro, soterran sus espíritus en un baño tibio. Hinchan el vientre de sus viejos colchones hasta que no les queda más remedio que - en fin - despertar de un mal sueño.






... elle a été ici


Y ahora qué haces, le pregunta, y ¿no lo ves? Pongo mi nombre y el tuyo aquí, en la pared, y pa qué, tía, pues porque así ha de ser. La punta de la navaja se tizna de gris, apenas consigue perforar el yeso, pero laboriosamente se van trazando unas firmes y delgadas iniciales. Laura saca el tercer cigarro y pronto el interior del lavabo se entierra bajo la densidad del humo.
- ¿Y qué? ¿Qué te ha contado la Ogro?
Eva sostiene ahora la navaja con ambas manos. La lengua le juguetea alrededor del piercing de los labios.
- Esa tía es la psicóloga menos psicóloga que he visto en mi vida.
Laura frunce el ceño. Sabe que Eva acostumbra a decir cosas sin mucho sentido, o bien es que ella no la entiende muy bien; aún no está del todo segura. Por algo Eva tiene fama de rarita, ¿no? Rarita pero con mucha cabeza, y se encoge de hombros mientras comprueba el color de sus labios y la altura de sus tetas frente al espejo.
- Se enteró el otro día de mis dibujos- prosigue Eva, enzarzada en una meticulosa batalla contra la pared-. Ya sabes, lo de que dibujo y eso. Dice que tengo mucho potencial.
- Mola- dice Laura, sin dejar de contemplarse.
- Dios, no jodas, ¿potencial de qué?- un proyectil de saliva cae justo bajo sus pies-. Que no se haga crítica de arte, porque se muere de hambre. Me estuvo haciendo comentarios sobre las ilustraciones, y no se enteraba de nada.
- ¿Crítica de arte? ¿Se puede vivir de eso?
- Lo que más me jode- continúa Eva-, es que en el fondo tiene menos idea de qué hacer conmigo que yo misma. Me sonríe como si estuviera encantadísima de ayudarme, pero luego a los profesores les cuenta que no avanzo en las sesiones, que no "progreso adecuadamente". ¿Alguna vez te has parado a pensar en eso?
- Mira, tía- el cigarro descansa ahora sobre la pila del lavamanos mientras se repasa los labios. De un bolsillo de la cazadora, Laura extrae un pequeño cubo de madera oscura-. Esto me lo viendieron en los moros, el jueves, mira cómo queda.
- "Progresa adecuadamente". O sea, es como si hubiera una línea preestablecida para cada paso que das, y todo cuanto se salga de ahí es sospechoso. Yo, por ejemplo. Las cateo todas y siempre las recupero en el último trimestre. Y saben que siempre lo hago. Le echo mucha cara, vale, pero hago lo que tengo que hacer. Ahora a los putos profes les da por decir que soy una mala influencia y que no puedo seguir aquí. Eso es orgullo, tía. Se dan cuenta de que me las apaño bien sin ellos. Les hago sentirse inútiles. ¿Y lo de las faltas de asistencia, y lo de romper la puerta de clase? Una excusa. No nos quieren aquí, y punto.
El trazo negruzco, preciso, se dibuja en torno a unos ojos caprichosos y ausentes. Más abajo, los labios de Laura se mueven: "me dice Toni que, igual, con un par de kilos menos..."
- Este colegio es una payasada. Los profesores no se aclaran y el director hace siglos que tendría que estar en el asilo. La falsedad, tía, eso es lo que no soporto. A veces me da que nos están enseñando a ser tan gilipollas como ellos. ¿Sabes a lo que me refiero, Lauri?
- Eva, tú sabes que el año pasado me violaron, verdad.
El chirrido de la navaja se detiene. Un segundo, dos, tres: en la estancia no hay más que dos miradas. El grifo del lavamanos marca con sus pérdidas la pauta del silencio. Una gota, dos, tres.
- ¿Eso es verdad?
- No.
Una gota, dos, y la sonrisa de Laura hace olvidar a Eva dónde está y cómo ha llegado allí.
- Pero a veces no hay quien te haga callar, sabes.
El abrazo se vuelve paciente, familiar. Eva ya sabe qué viene a continuación: Laura se morderá el labio inferior, después se le moverán las ventanas de la nariz y al final, Laurita, cariñete, se le escapará alguna que otra lágrima, ven aquí y no me llores porque no nos dejamos nada, y se marcharán del instituto para siempre sin mirar atrás, aún nos queda mucho tiempo por delante.
- ¿Tú crees que ha servido de algo? - dice Laura-. ¿Crees que hemos estado aquí por algo?
- No lo sé. Pero hemos estado. Eso lo sé.
Con la campana de las cinco, el cigarro cae en el agua y las botas de cuero dejan sus últimas huellas en el suelo húmedo del aseo. Laura piensa que, antes de salir, estaría bien echarle un último vistazo a la estancia. Eso es lo que hace uno con los lugares que ama cuando sabe que no los volverá a ver, ¿no? Pero Eva le adelanta el paso y ya corretea por el pasillo en dirección a la salida, y ella la sigue, dejando atrás el último eco de sus carcajadas y la navaja en el suelo, junto al último ladrillo del muro. L.M.y E.S. -1999- Y A MUCHA HONRA.




Insignificance

Oye, perdona que te interrumpa. Párate un momento.

Será sólo un minuto, pero atiéndeme. No hables y fíjate en esto. Ahí, justo encima de ti. ¿Lo ves?

Es increíble lo que tenemos ahí arriba.

Es una imagen onírica hecha realidad. Un sueño volando sobre nuestras cabezas. Una representación mundanal de lo mágico.

Una cúpula decorada con lienzos de algodón, brasas que relucen a años luz de distancia, cuerpos ultraterrenos que aparecen y desaparecen.

Este manto inamovible puede ser cálido o gélido. Puede arrojar líquido, condensarlo, solidificarlo. Y es el más talentoso de los artistas. Juega a la baraja con nuestro estado de ánimo, sea cual sea su variedad.

Porque, de hecho, nos domina. Dependemos de él. Respiramos por él. Soñamos bajo él. Lloramos por él.

A veces, sin motivo, lo contemplo durante varios minutos. En absoluto silencio. Y me parece que una verdad absoluta, un sentimiento demasiado profundo como para que yo llegue a comprenderlo, se esconde detrás de esos arreboles y esos trazos móviles de nieve.

Me recuerda lo pequeño que fui y que seguiré siendo. Me hace pensar en los millones de cielos que jamás conoceré. Me pone en la situación de la hormiga que está a punto de morir aplastada bajo la gigantesca sombra de mi pie.

Me recuerda lo insignificantes que somos.

Así que tan sólo lo miro.

Y después de ese largo silencio, sigo por mi camino.

Ahora, dime. ¿De qué me estabas hablando?