II



La victoria sabe al sudor de tus manos

sosteniendo un gemido en el pecho.

Desatar un enigma en tus labios;

es ver tu sombra vencida al ocaso

y poderla, por siempre, rememorar.


Presenciar una muerte deliciosa:

tú y yo, siluetas sinuosas

a las olas del tiempo rendidas.

Poder ver manchas de acuarela

donde antes bailaban las cortinas,


y tu llama cubrir de rojo el entorno.

El dulce veneno de oscuridad

rompe una tregua entre dos alientos;

caída al vacío en la que imploro

que nadie me quiera rescatar.


Es no saber qué tierra estarás pisando

después de acostar la última vela.

Es sentirse rey en celda de zángano.

Un instante en el que carne es carne,

y el ardor de tus memorias flamea

en un solo parpadeo.

Cristina



“Dentro del movimiento, hay un instante en el que los cuerpos permanecen en perfecto equilibrio”

Henry Cartier-Bresson, fotógrafo


Sucedió al igual que cuando una cámara capta el equilibrio perfecto del movimiento. Un chasquido, un fogonazo y la belleza del mundo ya es tuya.

El muchacho está sentado a corro con un grupo de buenos amigos. Las únicas luces provienen del imponente escenario, apenas cincuenta metros al frente. Todo lo demás es un confuso juego de sombras, formas de humo, y algún grito despeñado. Sólo huele a la clase de líquidos que terminan por abandonar el fondo del plástico.

Uno de esos vasos vuela desde ninguna parte y aterriza ante sus ojos. El muchacho jura escuchar un chasquido, ver un fogonazo. Es momento de mirar al cielo y recordar.

Lleva casi la mitad de su vida ansiando ver ese grupo en directo, y corear sus versos favoritos como si recitara las estrofas de su propia historia. Sería capaz de anclarse al suelo con uñas y dientes si cualquier viento tratara de arrastrarlo a otro lugar. Pero como el niño que suelta el globo sólo para ver cómo lo engulle la estratosfera, alza la mirada hacia las nubes y ante él aparece la imagen de Cristina.

Cristina, la que vio por primera vez en una fila de castigados en el instituto, bromeando y satirizando al frente de una fila de muchachos cabizbajos. La que más tarde comenzó a acompañarlo a todas las salidas de clase, descubriendo con mutuo asombro lo mucho que disfrutaban con su compañía. La que rechazó su petición de “salir juntos” porque ya con catorce años adivinó cuál era el verdadero valor de una amistad. Cristina, la que contempló como ese mismo muchacho la insultaba porque era lo que los demás querían ver; la que aceptó sus disculpas cuando él cayó definitivamente en la cuenta de que era idiota perdido.

La que, años más tarde, dijo: “Vente a mi ciudad a celebrar mi cumpleaños”. Y, según afirma, aún llora cuando recuerda todo lo que le deparó ese cumpleaños.

El muchacho advierte que ha dejado su raciocinio en manos de Dios desde que empezó el día. La máxima de estas situaciones, los conciertos soñados, es volverse pura energía y no pensar. Simplemente no pensar.

Pero piensa, por un segundo en el que las 60.000 almas que lo rodean parecen callarse, y el último vaso de cerveza rueda por el suelo para quedarse congelado en un perfecto equilibrio. Le da la cara al cielo nocturno de Madrid y le devuelve la sonrisa a su querida amiga.

Todo es tan espontáneo, tan perfecto, que el muchacho ha de apresurarse a limpiarse esa lágrima traicionera. Son los restos húmedos de un instante de paz en el salvaje océano. Ese instante en el que cien conversaciones se detienen al unísono y el espacio de aire que pende entre ellas se puede acariciar.

Sorbe algo de cerveza, si le queda, y se reincorpora al círculo. Tal vez nadie tenga más ganas de que empiece la función, pero el muchacho está mucho más calmado que la mayoría.

Sabe que, por hoy, ya ha vivido más que suficiente.




Nota al margen. Otro momento que me hubiera gustado compartir contigo: Rage Against the Machine termina de tocar “Bombtrack” y salen del escenario. Al fondo del mismo se ilumina una dantesca estrella roja de cinco puntas. Más de treinta mil almas alzan el puño izquierdo a la par que suena “La Internacional” a todo volumen.