Mosaico de Dublín


Antes de entrar en el avión, suelta la maleta en la cima de la escalerilla y mira a sus espaldas. La pista del aeropuerto duerme bajo una constelación de nubes inmóviles. La Irlanda que se inmortaliza para él no es la auténtica, sino la que engendra su subconsciente. El ronroneo de los motores se impacienta segundo a segundo. Al fondo, los arreboles parecen cobrar vida: bajo lejanos estratocúmulos, los ralos destellos rojizos señalan el camino por el que la invisible, pertinaz lluvia se posa sobre Dublín.


Los mendigos del puente O'Connell hacen sonar sus vasos tan pronto ambos amigos caminan ante ellos. A sus espaldas, el reluciente apéndice de The Spire señala la cúspide de la ciudad. Tras regalar un par de monedas a una sin techo que no viste como tal, Neil se aproxima a su amigo. Está apoyado en la baranda de piedra y contempla el silencioso fluir del río Liffey. "¿Y si nos quedamos aquí de por vida, Neil?". Siente una mano cálida y familiar descansando en su hombro. Los ojos de Neil están hechos ahora del mismo material que las oscuras aguas a sus pies.

"Podéis sentaros aquí, si queréis". Las chicas acceden, complacientes, y acercan sendos taburetes a la mesa de roble. Veinte metros al frente, los músicos se despiden y el escenario queda vacío por unos minutos. Por encima del crujido de las copas y cubiertos, "¿so you are from the chech republic?", las voces a duras penas se alcanzan unas a otras, "it's a big advantadge, studying in the university". El grupo de danza salta a la tarima, los vestidos rojos en forma de cono, las manos ceñidas a la cintura; los pies comienzan a martillear diestramente la madera. El chico siente una voz confundida bajo el estruendo de los violines, "tanta belleza irlandesa, y nosotros montándonoslo con dos checas de erasmus", pero él solo tiene ojos para los trajes carmesí que cruzan el escenario de este a oeste. Decenas de manos palmean al ritmo de la música. "Life could end tomorrow, lad", le dice Neil.

Lo primero que ven al penetrar en el gigantesco parque Phoenix es una casita en cuya entrada se lee: MDCCCXII. La vereda desciende al abrigo de las encinas y, a lo lejos, bajo un cielo extrañamente plomizo, se alza una verdadera mansión que desafía la mano del tiempo. Está hablándole a Neil sobre la única persona que añora en ese momento. "Terminarás casándote con esa chica", le dice su amigo, arrojando pedacitos de pan a los patos que picotean en el omnipresente césped. La llanura de clorofila esconde la ciudad que había unos pasos atrás: es un nuevo mundo. Los patitos muestran unas pinceladas violáceas en la parte posterior de la cabeza, dispersas entre las manchas negras, glaucas, azuladas. La lluvia es eterna pero débil, como si la tierra absorbiera una fina lámina de coral. Los cisnes cruzan señorialmente el estanque. El tiempo pierde su sentido dentro de la inmutabilidad del paisaje.

Un imponente entramado de luz anaranjada. El muchacho es una mota dentro de la abierta magnitud de los pasillos de la National Gallery. Ante él, el movimiento mundano ha quedado excluído de cuanto alberga el marco: el cabello rizado, la mirada rosada tras de los quevedos: se enamora del retrato de W.B. Yeats. Pinceladas de varios siglos de historia lo contemplan a su alrededor.

Fuma en calma, sentado en un pequeño pedestal de piedra frente la entrada de Atocha. Apenas ha dormido en las últimas cuarenta y ocho horas, y los momentos previos parecen brasas brillantes escapando de una fogata. Relucen por un momento, y después agonizan en el aire, desapareciendo. Tratando de evocar una única imagen de Irlanda, se encuentra siempre con esos arreboles coronando el aeropuerto. Los chubascos lejanos, bañados en rojo, parecen más cercanos que todos esos cuerpos arrastrando sus maletas sobre el asfalto madrileño, camino a un nuevo destino; camino al hogar.



XII.



Lejana,
como lo es la claridad
a la noche, me miras.
Y aún tal letanía resiste
este indomable peso de amar.

Desde aquí, creo en tu estela,
como en el desierto los peces
apuestan al milagro del agua.

El alba que nace a lo lejos,
allá en el monte, es tu espalda.
Se alza para sólo contarme
cuan lejos cantas.
No soy yo quien por ti corre;
es esta promesa con que el tiempo
da voz a los sentidos,
para vencer mil terrenos,
para abrazar el sueño del agua.

XI


Mi infancia
fue un tanto triste,
sabes.
No me sentía identificado
con nadie
de quien me rodeaba.
Así que el mundo, para mí
estaba podrido
por dentro,
pues tenía la convicción
de que no había nadie más
como yo
o mejor dicho:
nadie real
como yo.

Cómo lo recuerdo todo.
Recuerdo a ese niño
como si estuviera
aquí, sentado conmigo.
Toda la imaginación
que poseo
es consecuencia
de esa época:
no hacía más que ver
seres, objetos, mundos
que no estaban allí.
De no haber creado
todo eso,
no habría sobrevivido.

Sí, recuerdo muchas cosas felices,
también.
Recuerdo besitos con chicas,
carreras con mis amigos en bata,
el papel de plata de
nuestro almuerzo,
las partidas de fútbol
sobre el lodo del patio,
y recuerdo con claridad
mi primer día de guardería,
aquél niño rubio
que se sentó a mi lado
seguiría siendo amigo
veinte años después.
Y aquél día,
cuando paré un penalty
que valía un título,
y aquél otro
cuando unas gaviotas
aterrizaron en el patio
y después se fueron.

Recuerdo
la voz de la maestra,
las plantas de la escuela,
las libélulas,
el vaivén de los columpios;
niños sentados
en círculo,
jugando a las prendas,
soltando la peonza,
chocando las canicas.
Riendo.

Pero, por encima de todo,
recuerdo esa puta
sensación
de no sentirme parte
de todo aquello,
y preguntarme si, algún día,
esa puta sensación
dejaría de estar
ahí.

Cécité



Se despertaba muy temprano para realizar sus series de ejercicio matutino, ducharse a conciencia y aplicarse sus cremas exfoliantes. Ya de traje y corbata en la oficina, tras saludar cortésmente al director y a sus compañeros., se apresuraba a iniciar su jornada laboral. Era más bien reservado. Se le tenía por una persona discreta, amanerada en sus gestos y con un tonito infantil, gracioso, en la voz. En los almuerzos escuchaba con atención sin solerse animar a meter baza en la charla. A menudo almorzaba sólo, alegando que no había tenido mucha suerte con los contratos y prefería no perder tiempo. "Revisé su fichero. El tío hizo más firmas ayer que todos nosotros juntos", cuchicheaba Gonzalo. Algunos sospechaban que podía tratarse de uno de esos tipos obsesos de la eficiencia y el compromiso laboral. "Te quitará el puesto de subdirector, Gonzalo", bromeaban. "Olvidas que el señor Román es del sur de Italia", replicaba éste. ¿Y qué tenía eso que ver? "Pues que ése es un ambiente muy conservador. No admitiría a un tipo así como subdirector". Los demás no terminaban de entender, hasta que Gonzalo dejó caer la mano en un aspaviento afeminado; un giro de muñeca cargado de malicia. Las carcajadas llegaron hasta las mesas del fondo, y después se extenderían como una plaga a través de los módulos de la oficina, silenciándose en callada camaradería toda vez que el interfecto hacía acto de presencia. Él notaba las sonrisitas, pero prefería no darse por aludido. Salía de escena y volvían a asomar las miradas cómplices, las mejillas se redondeaban, divertidas con la evidencia . "Maricón", decían.

Las últimas tardes habían sido, en esencia, idénticas. Tan pronto llegaba a casa y se dejaba lamer por Sultán, marcaba el mismo número de teléfono y aguadaba, siempre aguardaba. Al principio se animaba a dejar algún mensaje en el contestador, pero terminaba por hundirse no bien escuchaba la voz de la operadora. El cine, las novelas y los crucigramas sólo lo distraían en contadas ocasiones. Finalmente, cierta tarde sonó el teléfono y, al reconocer la voz, sintió que le estallaba el pecho y que todos esos discursos largamente ensayados enflaquecían. "Mira, deja de llamarme todos los días. No voy a contestarte, y espero no volver a verte nunca más, ¿comprendes?". Después sólo oyó el fatal zumbido telefónico. No se despegó del aparato en un buen rato, apropiándose de aquél sonido hasta convertirlo en una nota eterna. Se agachó y hundió la cabeza entre sus rodillas. Sultán gemía y le acariciaba con el hocico, pero el amo no respondía.

Los viernes por la noche llegaba al barrio del Carmen y se fundía en un abrazo con Ana en el Djibouti. "¿Qué tal la semana, Paco?" Y él contestaba: "La semana, para mí, acaba de empezar, querida". Era la sexta camarera que veía allí desde que empezara a trabajar como animador en el local, tres años atrás; sin duda se habían cogido un gran cariño mútuo. A pesar de que ella se sintira muy agusto allí, "sobretodo porque no hay moscones, como en los demás sitios", tarde o temprano encontraría un trabajo mejor pagado y se marcharía. "En cualquier caso, yo seguiré aquí", pensaba él mientras en el lavabo nacían las pestañas postizas, las medias, los pintalabios, el carmín, el maquillaje; vástagos que permanecían aletargados hasta que los viernes se conjugaban en su juego de evasión y lo arrojaban a las calles del Carmen, ahora cobijado en la silueta de un nombre artístico. Solía cruzarse con los mismos niñatos ebrios que lo aburrían con sus habituales chanzas poco inspiradas, "Hey, Purpurina, se te ha caído una pluma, tío", pero estaba donde quería. Y como quería.

Los domingos solía ir a cenar con mamá. Recientemente la había encontrado muy delgada. "Te conozco lo suficiente como para saber que no te cuidas, madre. Y come un poco más entre semana, en vez de hacer comida para cuatro cada vez que vengo". Y ella, negándose a mostrarse abatida, asentía y "claro, hijo, claro. Te doy mi palabra. Pero dime, ¿qué has hecho esta semana?". Terminaban por reírse y hablar de música, de tal o cual serie de televisión, del horrendo peinado que acababa de estrenar su vecina, de cómo iba el mundo.

"Y de tu padre, ¿sabes algo?". Él se servía agua y bajaba un poco la mirada. "Yo ya me he acostumbrado a estar sin él", mentía ella, "pero, no sé, lo vuestro es más reciente... en fin, cambiemos de tema". Mas la curiosidad la vencía, a menudo. "Escucha. Soy tu madre. No hay cosa que más pueda dolerme que ver que mi hijo no confía en mí. ¿Por qué no me lo cuentas todo de una vez? ¿Es que tengo que morirme sin saber qué pasó para que tu padre no quisiera volver a verte? Dime, ¿sigues llamándole por teléfono, al menos?". Él mira el contorno del plato y recuerda que mañana es lunes. Se ve obligado a cerrar los ojos un segundo. "Cómete las judías, mamá". Y hunde el tenedor en el plato.



Hace tiempo

Cómo me alegro de verte. Tienes la misma cara que de niño, ¿sabes? Aunque claro, ahora más hombre. La última vez que te vi aún andabas con éstos en el parque con vuestros porros. Sí que es noticia verte por la ciudad, ¿qué tal por allá? ¿Ya llegas a fin de mes, entre tanto catalán?

No, ni hablar. Después de todo es por los tópicos que uno sabe dónde está cada sitio en el mapa. Yo fui una vez allí, cuando estaba con Javier. Me has recordado lo mucho que le gustaba la playa. Alguien debería escribir su biografía. Sí, él fue el primero. A los catorce. Tardé mucho en contárselo a alguien. Temía que en casa fueran a enterarse y me echaran. Bueno, sí, pero eran otros tiempos. Piénsalo bien.

Es curioso, él pensaba al contrario que tú. Vivía de reinventarse. Una tenía que comprobar cada mañana que era la misma persona del día anterior. No se le podía recordar un error. ¿Conservas esa memoria de elefante, no? Seguro que recuerdas el famoso incidente en clase de matemáticas. En verdad sólo trataba de llamar la atención. Esa que le faltaba por parte de la madre que nunca tuvo, y del padre que le tocó aguantar. Por aquí aún se habla de él a menudo. Sí, claro, yo también. Te contaré un secreto: sí sabía llorar. Aunque puede que sólo lo hiciera delante mío. Y te diré algo: no se sabe qué es la tristeza hasta que se ve algo así.

Lo mío es distinto, no me hagas reír. Cualquiera me ha visto llorar. Claro que no todos me comprendían como tú. ¿Cambiar? Sí, mucho, aunque ya sabes que nadie se libra de sus peores males. Pero sí que me voy planteando muchas cosas. Buena culpa de ello la tiene mi paso por Londres. También allí, también. ¿Para qué se vive si no? Javi me enseñó a adorar el riesgo. Ahora bien, si a la vida le da por pegarte, lo hace con la mano bien abierta. Por poco no salgo de allí. En el fondo la culpa es mía: Nunca aprenderé a no fiarme de cualquiera. Hay que decir que tampoco se duerme mal en el césped de Hyde Park. Mucho mejor que en varios pisos en los que estuve. Juanjo tiene ya el suyo, ¿sabías? Ahí por Aluche, y bien majo, para lo que él y su novia se pueden permitir. No puede quejarse de lo que tiene.

Yo creía tenerlo todo. Acababa de cumplir diecinueve. Mi trabajo, mi coche, mi Javier. Es curioso que perdiera prácticamente las tres cosas a la vez. Se tardan años en descubrir dónde te has equivocado, y después se tardan muchos más en descubrir que no tienes excusa. Pero no quiero hablar de eso. Estamos aquí, hoy, ahora, y hacía mucho que no te veía. Siempre estuve segura de que tú serías una de esas personas a las que, finalmente, todo les va bien. Va a resultar que la vida es justa, solo que esa justicia no se da ninguna prisa. Mírame a mí, de un lado para otro. De hecho, casi es casualidad que me hayas encontrado aquí. Al menos aquí se puede vivir del estado. En Buenos Aires hacía lo que fuera por algo de plata. No preguntes.

¿Conoces Lisboa? Todo el mundo me cuenta maravillas. No hay mucho jaleo, se vive bien, se come de puta madre, ¿qué más?. Sólo falta ahorrar lo mínimo, y conseguir que algún portugués compasivo me acoja en su casa. Sí, tal como estás pensando. Ahora no te me hagas el sorprendido. Tú has estado conmigo. Sabes cómo me funcionan los engranajes desde pequeña. ¿O se te ha olvidado cómo me las apañaba para que los demás hicieran los deberes por mí? Qué se te va a olvidar. Tú eras el primero que se prestaba voluntario. También Javier, aunque por entonces nadie se imaginaba... he recordado otra cosa viéndote. Él también se pedía dos sobres de azúcar. Y la leche, siempre del tiempo. Pobre del camarero que se le olvidara. Era el azote de la hostelería. ¿Lo ves? Ya estamos por el suelo sólo de acordarnos. Oye, qué curioso. Cuando te ríes cierras los ojos con fuerza, igual que hacía él. Nunca me había fijado. Podrías pedir algo para que brindemos por él. Seguro que nos está escuchando. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Lisboa. Tienes la misma cara que de niño. No sé si te lo he dicho ya.




A Momentary Lapse of Reason

Al fin me ha sido revelada la identidad del misterioso angloparlante que campaba por este café. Y no puedo menos que llamarle hijo de puta. Merece ese calificativo por ser un gran y viejo camarada; uno de esos amigos inmortales, atemporales, de los que prevalecen "de la cuna a la tumba", como él gusta decir. Pero merece cosas mucho peores por señalarme el rumbo del que será nuestro próximo destino: Irlanda.

Los hay que viajan, y los que huyen. Yo me volatilizo. Conozco de sobra todos los humores de esta ciudad, tanto cuando el sol limpia el cielo o cuando la niebla vaga sobre las ventanas como un espeso potaje. Aquí sólo pueden sorprenderme de vez en cuando. A los cuatro años, los reyes magos me negaron los poderes de invisibilidad que por lógica sabía que podía reclamar. A falta de tan sencilla muestra de gratitud, aprendí a esfumarme sin su ayuda. Ahora Melchor y compañía tendrán que buscarme en las frías llanuras de Dublín. Ray Bradbury estuvo allí, y aprendió a amar y temer las tormentas, la niebla y los mendigos de Kilcock. Y se hartó de aprender nombres de taxistas y de escupir hojas de otoño en Killeshandra.

Yo propongo lo contrario: que sea Dublín quien se harte de mí. Que se empache de mi cuerpo hasta que le sea un alivio expulsarme de sus entrañas. Mi propuesta es un viaje con una ida tan ansiosa, tan impaciente, que los minutos sean siglos; y poder regresar tan extenuado que uno pueda dormir veinticuatro horas seguidas, mientras las huellas frescas de Irlanda se marchitan lentamente entre sueños. Me marcho para desmembarme en los campos y regar la vid con mi sangre, aparearme con la madera de las tabernas, abandonarme en los bancos en mitad de la calle. Mi alocado plan consiste en ser más irlandés en cuatro días que cuanto los propios irlandeses llegan a ser en toda una vida.

Y quién sabe si decido no regresar. Al fin y al cabo, es por casualidad que uno está donde está. Uno nace aquí o allá fruto de las partidas al dominó de los Dioses, cuando se divierten imaginando cómo emparejarán este alma con esta simiente. Me imagino de dublinés, mojándome los labios con una pinta en Swif's Row y soñando con ser español; pero me imagine donde me imagine, los barrotes y el ansia de fuga siempre están ahí. Es esta imaginación que nos condena a los humanos: conocemos el poder para vestirnos con otras pieles, para construir ínfulas y levantar castillos de arena. Hasta que abrimos los ojos y el mundo contrarresta nuestro hechizo, despertándonos.

Yo te propongo caminar por la calle con los ojos cerrados. Todos los invidentes lo hacen: uno llega a prescindir de la vista para entregarle las riendas a sentidos menos comunes. Así, uno percibe mejor el olor del agua que riega el césped por la mañana y reconoce los zapatos del ser querido antes de doblar la esquina. Se piensa que la vista es el sentido más útil e inmediato... hasta que se duerme.

Por ello vendréis conmigo a Irlanda, o a Perú, a Shangri-la o cualquier lugar que nos obligue a abrir bien los ojos: porque queremos caer en la cuenta de cuan ciegos estamos la mayor parte del tiempo. Porque tenemos derecho a abrir los ojos, aunque sea por una sola vez.





X.

Quise recordar contigo
cómo de pequeño
encontré mi Atlántida.

Y lloraste. Dijo tu boca:
"somos insignificantes".
De ahí tu fría tristeza,

Y por ello persiste
mi fábula:
No lo has pensado bien.

No ves lo que yo en tus labios
tras el sorbo de café,
ni comprendes que el espejo
no actúe hoy como ayer.

Está todo ahí, mas tú no lo ves.

Separas vida y muerte, alma
y mente. Pensar en mundos
que de nadie dependen
te estremece.

Pero mi Atlántida
no significa nada sin tu ciencia,
y viceversa.

Reina y zángano, Dios y hombre:
es todo un trueque
de mútua dependencia;
un empate sempiterno,
un pulso sin destino.

No lo has pensado bien.
Somos nada
y todo a la vez.
Abrázame y comprenderás.




Hojaldre




Niégate a pronunciar el nombre de tu enemigo y le asestarás un buen golpe. Rondará cerca, muy cerca; mejor tápate los oídos. Durante cinco años, el mío estuvo siempre un paso por delante de mí, tejiendo un bordado con mi propia flaqueza. Sabía que, en cuanto yo pronunciara las palabras mágicas -¡nunca más!-, me arrepentiría. No hay peor dependencia que aquella de la que uno no quiere desertar.

Empezó chapoteando en el agua tímidamente y, para cuando miré atrás, sus brazadas abarcaban el mar entero. No encontraba consejo, método, libro, ni tan siquiera milagro que me salvara del inminente naufragio. La fuerza debía nacer de mí mismo pero, amigos, esa fuerza se moría de hambre. Han sido muchos, demasiados, los días abnegados a la nulidad total, al cero a la izquierda, al salto al vacío, a la lenta guillotina. Claro que aquellas nubecitas de humo me proporcionaban sus buenos momentos. Pero era terrible caer en la cuenta de que había olvidado cuáles eran mis buenos momentos por naturaleza, el bienestar sin aditivos. Mis buenos ratos, aquellos para los que todo ser viviente tiene el derecho impreso en la partida de nacimiento, se atenían a la voluntad de una toxina; la sustancia y su coito con las entrañas de un cigarro deshecho.

No puedo caer en el error de declararme libre de culpa. No tiraré esa piedra. Las drogas no están en el bando del sheriff ni en el del bandido, y tampoco tienen suficiente iniciativa como para robarle el protagonismo a quien las apadrina. La decisión, el sí o el basta, pendió siempre de la punta de mi lengua. Y mi silencio decretó el principio de la partida.

Fue una larga tiniebla para la que no hubo luz hasta el quinto año. Exactamente cinco años después. Cumplí veintitrés y dejé de pensar. Acababa de mudarme y, en aquel piso huérfano de muebles, de espíritu, hasta de comida, tropecé con una vieja libreta. Eché un vistazo por el balcón: ni los grillos se prestaban a pasar. La noche había caído en mis brazos. Con un lápiz roído, empecé a escribir una historia acerca de un chiquillo a quien un pastelero convence para que se deje hacer un molde de hojaldre de su propio corazón. El niño lo divide en dos mitades, entregando una de ellas a su mejor amiga, pero dicha amiga termina marchándose a otro país.

Y el niño, después de sufrir lo indecible, descubre el verdadero valor de su pedazo roto. Todo lo incompleto que se quiera, sí, pero el hojaldre es suyo. No le ha abandonado; de hecho no tendría manera de hacerlo. El muchacho vive y verá ponerse un nuevo amanecer, y luego otro, y otro más.

Haced todas las locuras que os permitan. Quitadle la comida al domador y dádsela al tigre. Haced de croupiers con vuestra propia suerte. Tiraros por la borda aunque el barco no se hunda. Creeros dioses. Pero, os lo ruego, nunca penséis que estáis rotos aún cuando los más veteranos lo digan. Uno está entero porque puede respirar, porque huele los jazmines en verano y le escuece ese último latigazo. Si tratáis de convenceros de lo contrario, os daréis de bruces con ese alarido tan familiar, tan humano, que os atenaza por dentro.

Podéis meteros en mi piel. Esa noche, en el piso vacío, cerráis los ojos y de pronto resurge el alba. Con sus olés y sus alegrías o con su olor a vinagre, pero allí está. Después de cinco años la véis de nuevo. Qué diablos, cualquiera puede verla. Es increíble. Después de todo, ese pedazo de hojaldre no está tan insípido como parece. Es probable que no haya dicho su última palabra. Es probable, incluso, que sepa mejor que un molde puro.

Desde luego. Lo sé muy bien.