Canet de Mar

La media hora de trayecto pertenece al azul. El del mediterráneo es un azul liso, sedante; electricidad constante e inquieta a los pies del horizonte. Por la mañana, el lugar desconcierta: se diría que los habitantes del pueblo han acordado reproducirse como locos, multiplicarse por diez y conseguir así hamacas y toallas suficientes como para cubrir la playa en su totalidad. Pasada la calle principal, lo que queda son partículas de desierto. No hay parejas jóvenes besándose en los bancos, ni adultos cerrando las persianas de los comercios (¿acaso esta gente da la impresión de vivir para el trabajo?), ni ancianos que le hagan compañía a la fuente de la plaza central. De hecho, la plaza central es anacrónica y por ende solitaria: un patio que antiguamente fuera remanso para los trabajadores de la industria textil que aún sigue en pie, como si toda su voluminosidad fuera un grito que pretende convencer al pueblo de que existe un orgullo en su pasado. Nada está en el sitio en el que debería estar: el movimiento, detenido en tumbonas sobre la arena, o en sillas de hierro oxidado sobre las que poder saborear una pinta veraniega o un helado de tres sabores. El sol, eso sí, imperturbable, y la brisa de mar, sigilosa y pertinaz, con esa generosidad tan propia (dicen) de la costa catalana.




Pero por la noche, las reglas dan una voltereta. La muchedumbre huye del mar y se lanza de cabeza a esas calles deliberadamente torcidas, amasijadas, hambrientas. Los artistas (cuatro locos a los que, como en Amanece que no es poco, la alcaldía ha concedido permiso para ejercer su estúpida vocación en el pueblo), exponen sus cuadros en la plaza. Las jóvenes, todas ellas de sangre mediterránea (¡¡no hay turistas!!), entran y salen de los garitos en lo que parece ser un dúo solitario, una pareja de consuelo que exhibe su hermosura, esperando a que un buen postor dé el paso adelante. Los muchachos echan mano de todos los caballos que pueden escupir sus motos, tesoro en vida, para quebrantar el silencio, y los niños bailan una sardana demente hasta las doce de la noche. Es un pueblo más, fermentado con su sagrada cotidianeidad; mas como todos los pueblos de más, su luz salpica ese tinte surrealista con el que está pintada (dicen) la vida misma.






No hay comentarios: