Canto ególatra (que no se repita) por un aniversario

Escribir es un método para disfrazarse velozmente.

No tengo nada en contra de los cueros con los que grácil y desvergonzadamente vine al mundo, pero verlos reflejados en el espejo todos los días de la semana, trescientos sesenta y cinco días al año, es demasiado para mi cabeza.

Así pues, no miro al espejo. Lo que hago es agachar la cabeza, desenfundar el bolígrafo y derramar mis pasiones, sueños y pesadillas en una superficie que no siempre refleja lo que uno cree ser. Es este un atajo personal con el que intento aproximarme al aislamiento del meditador; y en el camino, uno se topa a menudo con espléndidos compañeros como el gozo, la revelación, la ira desatada y la valentía inconsciente.

Mientras tanto el papel se cubre de hallazgos, secretos destapados, ideas que nunca creímos tener, fantasías que derivan de una aterradora sinceridad; y uno descubre de pronto que su fuero interno se ha desgajado en un millón de almas que conviven dentro de una sola. Ya lo anunció Walt Whitman: quien escribe lucha no por ser un hombre, sino todos los hombres a la vez.

El papel, en su indiferente blancura, no exige ni espera nada. No tiene voz ni voto. Yace desnudo y aterrado a la espera de un navajazo que lo desfigure. Grabé a fuego las reveladoras palabras que escupió Van Gogh cuando le preguntaron si no le asustaba el momento de enfrentarse contra un lienzo en blanco. El holandés arrugó el ceño: "debería ser el lienzo quien me temiera a mí".

Procuro que el lápiz sufra de lo lindo cuando lo agarro. Quiero que se cerciore de que no tiene lugar adonde huir, salvo quizá el que dicte la mano del loco que lo blande. Digamos que estoy emprendiendo una marcha y un conjunto de bifurcaciones se abre ante mí, pero hasta que no lleve unos cuantos pasos sueltos no decidiré qué senda voy a tomar. A veces puede ser cuestión de puro capricho: unos días escogeré el camino del romántico (regreso al refulgiente y sereno hechizo del mar, donde los sueños se esconden tras un horizonte que despierta con su vestido de cinabrio, bermellón y anaranjado); otros, el del cuentacuentos (Eliodoro se despertó aquella mañana sabiendo que iba a morir, así que recogió el morral y se dispuso a recorrer las cien millas que, entre líneas de cocoteros y lagunas atestadas de caimanes, lo separaban de la ciudad de Cuyamano, donde le diría a José Norberto: "hermano, no me esperes para Nochevieja"), o el del pordiosero Henrymilleriano (Y de pronto la atroz implosión de una náusea que empieza bajo el costillar pero termina alcanzando la superficie, donde salpica la interminable marea de hombres y mujeres que encaran las vías del tren, como vacas y borregos esperando la señal del pastor. Me dan ganas de arrojarme desnudo sobre los raíles y gritar: ¿hay alguien mínimamente despierto entre vosotros, hatajo de inútiles?). Y si me pierdo, sé que al día siguiente tendré, gracias al cielo, al menos uno o dos caminos más para escoger.

Debería pediros verdón por todas esas veces en las que me hago un tremendo lío con mi armario de disfraces, con lo que termina desfilando por la pasarela un texto que no sabe qué quiere, ni de dónde viene, ni hacia dónde va. Disculpad los excesos, las pretensiones, las torpezas, las trastadas literarias, las patadas a la inteligencia. Disculpad las incontables sartas de tonterías que he dejado a mi paso, así como las que aún están por venir. Pero os aseguro que uno se esfuerza con toda el alma que tiene para que, al menos de vez en cuando, algunas palabras- sólo algunas- rompan la barrera del sonido, de la distancia y de la sordera, hasta que a cientos de kilómetros de distancia alguien crea haberlas comprendido y, por ende, se sienta identificado con ese esperpéntico disfraz que ha ido mutando tras la pantalla a lo largo de ya más de dos años francamente largos.


Little Big Chronicles - Vol III

George Gordon Byron
(Lord Byron)

22 de Enero de 1788 - 19 de Abril de 1824




Deberíamos empezar, como él habría hecho, con una pregunta de tintes románticos. ¿Quién puso tamañas alas a la literatura? ¿Cómo el arte de la palabra escrita ha podido evolucionar hasta llegar a adquirir el poder necesario para, en ocasiones, vencer a pulso al mismo ser humano que lo engendró?

George Gordon Byron supone la personificación definitiva del héroe romántico: el perfecto libertino, idealista, revolucionario, que no dudó en vivir bajo riesgo de sacudir las convenciones sociales o de desafiar los límites que su época estableció para lo ético y lo moral. Byron paladeó los placeres del exceso hasta verse devorado por el modelo de héroe que él mismo ideara a golpe de tinta: el sofisticado, misterioso, magnético y autodestructivo héroe byroniano.

La complejidad de su figura parece establecer su origen antes incluso de su nacimiento. Su padre, John 'Mad Jack' Byron, fue un pendenciero capitán de la Guardia Británica que abandonó a su segunda esposa, Catherine Gordon, poco después de obtener de ella el dinero suficiente para cubrir sus deudas. Catherine adquirió desde entonces un carácter inestable y propenso a los altibajos emocionales. John moriría pocos años después, presumiblemente de leucemia, aunque su hijo siempre sospechó que sus constantes deudas le habían empujado al suicidio.



Quien innegablemente sí se suicidó fue George Gordon de Gight, abuelo paterno del pequeño Byron, legando a su nieto el título nobiliario por el que lo conocemos ahora. Lord Byron mostró, ya a muy temprana edad, signos de una personalidad inclasificable. Fue un muchacho travieso, desobediente, desafiante, resentido, enamorado del mar y del peligro, capaz de disparar a su cocinera con un mosquete tras habérsele negado su plato favorito o de golpear en el cráneo con una concha a Lord Portsmouth, amigo de la infancia, después de que éste le agarrara por la oreja. En Harrow, escuela en la que ingresó en 1801, declaró que no continuaría con sus estudios si no se reemplazaba a cierto maestro que le desagradaba. Sus tutores se quejaban de su temperamento, pero, al mismo tiempo, reconocían su talento. Hanson, abogado de la familia, escribiría: "se pasaba toda la mañana en el sofá, absorbido por un libro; pero después, jugando, era el más activo de todos los niños, y siempre sobresalía en los deportes". Escribió sus primeros poemas a los catorce años. El rol del amor y la pasión en sus versos, ardiente y libre de prejuicios, causaría escándalo tanto entre sus rectores como en los críticos, a los que él -siempre desafiante- respondería más tarde con obras satíricas como Bardos Ingleses y Críticos Escoceses (1809).

Ese amor candente, casi desvergonzado, tenía su génesis en las mismas pasiones de su preadolescencia. Byron recordaría por siempre cómo de niño, estando aún en Escocia, la gobernadora Mary Gray se colaba en su cama por las noches para "juguetear conmigo. Eso despertó la melancolía en mi forma de pensar: el tener una vida anticipadamente madura". Sus primeros amores fueron sus primas lejanas Mary Duff y Margaret Parker, mientras que en Harrow se enamoraría locamente de una muchacha llamada Mary Chaworth. "No tiene debilidad alguna, salvo el amor", escribiría su madre. Más tarde, a los veinticuatro años, mantendría un affair con Lady Caroline Lamb, escritora perteneciente a la aristocracia inglesa que ya estaba casada. El asunto conmocionaría a la sociedad inglesa y Byron se vería obligado a abandonarla, aunque Caroline le perseguiría hasta la muerte, llegando a disfrazarse de sirvienta para poder entrar en su casa y escribir: "¡recuérdame!" en uno de sus cuadernos.

La pasión de Byron, sin embargo, escondía capítulos mucho más escandalosos. En Harrow trabó algo más que amistad con otro chico, John FitzGibbon. Durante su etapa universitaria en el Trinity College ( que también fuera cuna académica de Bertrand Russell e Isaac Newton, entre otros) conocería a un estudiante llamado John Eddleston: "con su voz despertó mi atención, con su semblante la atrapó, y con sus modales la usurpó para siempre". Se sabe hoy que John Murray, agente editorial de Byron, hubo de ocultar numerosas cartas que revelaban la bisexualidad del poeta.

Byron no podía vivir sin riesgo. Entre 1809 y 1811, siguiendo una práctica habitual en la aristocracia de la época, realizó el Grand-Tour, un peregrinaje por Europa que se consideraba imprescindible para todo aspirante a viajero consumado. Mantuvo diversas relaciones con miembros de uno y otro género en su paso por Albania, Bélgica, Francia y España. En Atenas se enamoró de una chica de doce años llamada Teresa Mukri y ofreció, infructuosamente, quinientas libras a su familia por dejarla marchar con él.


Su único matrimonio, con el que también daría a luz a su único hijo (al menos, el único reconocido) tardaría apenas un año en desintegrarse. Tras ello Byron abandonaría nuevamente Inglaterra, esta vez para siempre. Atravesó Bélgica a través del Rin y llegó a la señoría de Villa Diodati, en Cologny (Suiza). Allí conocería al escritor Percy Bryce Shelley y a su mujer, Mary. Debemos, a la incesante lluvia que durante tres días cubrió el lugar sin descanso, la gestación de una de las obras cumbre en la historia de la literatura universal.

Marchó después a Venecia donde, además de iniciarse en el activismo político y escribir los primeros cantos de su Don Juan, entraría en contacto con la Orden Merikhatista, una congregación de monjes benedictinos de la Iglesia Católica Armenia. Byron, siempre buscando nuevas pasiones, estudió con devoción la lengua y la cultura armenia y escribió varios tratados de gramática, además de traducir numerosos libros a su lengua materna.

Pero a medida que pasaban los años, el desencanto y el aburrimiento ante una vida que no aparentaba estar encaminada en dirección alguna comenzaron a hacer mella en el poeta. Se uniría al movimiento militar por la independencia de Grecia, por entonces perteneciente al Imperio Otomano, llegando a invertir buena parte de su fortuna en reparar la flota. Alrededor de Febrero de 1824 partió hacia Naupactur con el objetivo de asaltar una fortaleza. Byron, pese a carecer de experiencia militar, había recibido el mando de la flota. Súbitamente cayó enfermo, y las deficientes técnicas médicas de por entonces (era frecuente la práctica de la sangría o "hemorragia inducida") no hicieron sino debilitarle. Dejó de respirar el 19 de Abril de ese mismo año. Se dice que, de haber sobrevivido a la guerra, Byron podría haber sido nombrado rey de Grecia.

Haciendo una síntesis de su rocambolesco periplo vital, es difícil creer que estemos hablando de un hombre que habitó en el mismo mundo en que vivimos nosotros. Su historia de angustia infantil, precocidad sexual, temprana orfandad, rebeldía adolesscente, inestabilidad conyugal, pasión viajera, bisexualidad, adulterio, incesto y muerte guerrera (además de en alta mar) compone la memoria, más que de un mortal, de un imposible héroe de ficción. Y yendo aún más allá, de una de sus propias creaciones literarias. La imagen de Lord Byron retratada por Thomas Philips perdura en el subconsciente popular como la indiscutible, eterna personificación del perfecto romántico. Ciertamente, su biografía parece corresponder no a la un ser humano, sino a la de un ideal: a la glorificación del amor demente, a la beatificación del exceso y el idealismo, al vivo retrato del libertinaje impávido. Su obra poética y el misterio de su figura inspiran hoy una admiración artística sin parangón. El recuerdo de Lord Byron perdura como admirable monumento a la ficción; una ficción que, con más frecuencia de la que advertimos, queda superada por la maravillosa milagrería presente en historias como la suya. Historias asombrosas, magníficas, epopeicas; pero por encima de todo, reales.


Dos minutos


Mira detenidamente el flanco de su cabeza. Hay un fulgor anaranjado que palpita en la oscura ondulación de sus mechones, como si la lumbre del fuego procediera de su cabello en lugar de reflejarse en él.
Y la muchacha continúa mirándole.
- Tu amigo dice que eres muy buen tío.
Fran decide que no preguntará dónde está su amigo. Luis se ha perdido de vista ya antes del instante en el que el cuerpo de la chica se tamizara por el cedazo de cuerpos. Antes de que el resplandor de las hogueras dibujara un nítido perfil del ensueño, y viera por primera vez esa magnitud eléctrica vibrando bajo las largas pestañas.
Azul oscuro, de tormenta. El vaso de whisky sigue en su mano. El zumbido del helicóptero, perdido en la humedad del firmamento, le obliga a hablar en voz alta.
Mi amigo siempre habla bien de todo el mundo, dice.
Quiero hacértelo ahora mismo, piensa.
En la plaza ha dejado de funcionar el tiempo. Los cuerpos y las palabras han quedado fuera de la burbuja de hielo que mantiene enclaustrados a ambos: muchacho, muchacha, y un vaso de whisky como eje torcido. Fuera de ese marco, una perfecta melodía parece abrirse paso entre el caos imperante, y él piensa que el encuentro con ella es precisamente lógico. Una lógica consecuencia de la desarmonía urbana. Con el licor canario entreteniéndose aún entre sus labios, el régimen de la sintaxis pierde fuerza en pro de las sensaciones (y si la beso ahora mismo, un paso adelante y un dedito bajo el tanga). La boca de la muchacha se aproxima a su oído. Su sombra se alarga.
- Lo mismo un día de éstos...
Y entonces un rumor de pasos atolondrados crece, desfiguradamente, como un acordeón oxidado, hasta convertirse en estruendo. La sombra de la muchacha queda tapada por la multitud de cuerpos corriendo en dirección contraria. Raúl no ve, pero imagina los primeros uniformes oscuros; los premonitorios golpes de porra contra el rectángulo de termoplástico.
Y echa a correr.


Atrás va quedando la plaza, aunque cada zancada es una zancada enturbiada y Fran no sabe si faltan veinte, cien, doscientos metros; de vez en cuando (una finta) esquiva un cuerpo que se interpone en la huida desesperada hacia quiénsabedónde (el vaso de whisky hecho añicos), el cinturaje mal amarrado de la mochila se convierte en un cilicio adherido a los riñones; los brillos anaranjados de las hogueras caen bajo los resplandores azules que invaden la humeante noche desde el sur, y las sirenas de la policía colman el centro de la ciudad con sus aullantes notas, entre sordos golpes de disparos; ve figuras de humo formarse aquí y allá, y alborotados grupos de personas atravesando ese cortinaje bulboso y gris, y algún que otro desafortunado tendido bocabajo en el suelo; la multitud, que minutos atrás era una fiera indomable, es ahora un conjunto de gotas expulsadas por un aspersor; gotas aterradas, ciegas, que se fracturan en racimos por las distintas callejuelas de la zona hasta encontrar un lugar oscuro y resguardado en el que poder recuperar el aliento.


Finalmente, la silueta de Luis aparece tras los matorrales. El silbido le hace detenerse.
- Me cago en la puta, Fran, no sabía dónde buscarte ya.
Fran, con la mochila a la espalda, sale de la línea de matorrales y deja el parque atrás. Se planta rápidamente ante Luis y distingue el riachuelo de carmesí oscuro descendiendo por el brazo de su compañero.
- Tuve que salir corriendo - Fran comprueba los ojos de Luis: confuso, no aturdido. La sangre podría no ser suya-. ¿Qué ha pasado?
- Una masacre es lo que ha pasado. He visto a quince heridos, lo menos. -Luis extiende un brazo-. Dame la cámara. Esto hay que grabarlo.
Entonces él se descuelga la pesada mochila, y Luis percibe una mirada lejana, sombría, mientras en el interior de la mochila las manos de su compañero se mueven perezosamente, como si no quisieran encontrar realmente nada.
La pequeña cámara digital llega finalmente a sus manos.
- Rápido. Tenemos que ser los primeros.
Pero ninguno de los dos se mueve.
- Oye. ¿Seguro que estás bien?
Fran se sienta en la acera, aún resollando. Tras las rectangulares sombras de los edificios, todavía llega algún lejano eco de la batalla campal. Un resplandeciente ojo de buey planea sobre la ciudad, entre nubes de ceniza.
- Luis, escucha. Lo mismo he conocido al amor de mi vida. Hace un momento. ¿Y sabes cuanto tiempo he tardado en perderlo? Dos minutos. Se me ha olvidado qué hago aquí. Y la verdad, ya no me importa un cojón- saca el paquete de tabaco y se coloca un cigarro entre los labios-. Dame fuego.




Réquiem por un suicida feliz

Y el hombre, siempre inconsciente de la repercusión de sus propias acciones, siempre desconocedor del verdadero alcance de sus virtudes e incluso de cuales son estas, siempre ignorante respecto a la verdadera función por la que pudo venir a parar a este mundo, siempre comportándose cual tierno infante a su biberón apegado o cual bogabante que se muerde la cola, siempre castigándose a sí mismo con invenciones que en un principio deben servir para cubrir una necesidad pero que siempre terminan por subproducir necesidades y caprichos adicionales, siempre procurando darle la espalda a la realidad y olvidarse de los verdaderos problemas presentes en su entorno y en él mismo, siempre aferrado a la necesidad de sostener algo con la mano izquierda mientras trabaja con la derecha, siempre empeñado en perfeccionar un signo distintivo que reafirme un muy superficial magnetismo, siempre obligado a justificar con vanas excusas su incapacidad para desarrollar el pleno potencial de su cuerpo y de su mente, siempre apropiándose sin contemplaciones de todo recurso que la naturaleza dispuso en sabiduría, siempre fácilmente complacido con su diario instante de esparcimiento en el que reposa sus extremidades traseras sobre la mesa y decide dedicar unos minutos para su entera y gozosa abstracción, giró la ruedecilla del mechero y dedicó unos minutos adicionales al inefable placer de matarse.



El dibujo proviene de una verídica campaña publicitaria que Lucky Strike lanzó en navidades de 1930.

La colmena barcelonesa

La mujercita que apura su café con leche (en realidad un trifásico, pero que no se diga en voz alta) se llama Lorea. Empezó la carrera de Bellas Artes con muchas expectativas e ilusiones, de las cuales ninguna perdura ya. Había entretejido, poco antes de abandonar Teruel, un colorido tapiz imaginario en el que el campus de la Universidad Autónoma de Barcelona aparecía como imponente escenario. En los claros del paisaje, rodeada por un verde absoluto, ella haría vida junto a una clase de gente que en su coleto se mostraba con un perfil muy definido: seres hambrientos de cultura y de conocimiento artístico, rebosantes de inquietudes, con vitalidad filosófica; grandes amigos que convertirían los años de convivencia en la facultad en una memorable experiencia.
Y esa es precisamente la gente que no ha encontrado. Lorea se encuentra en el momento clave de una encrucijada interior que, en el fondo, ha estado ahí durante toda su vida: ¿vale la pena ser tan idealista? Poder, se puede cambiar; hay tiempo. ¿Pero no sería eso una suerte de derrota? Su padre (1959-2005, impulsor involuntario de las campañas en favor de la revisión de maquinaria laboral, descanse en paz) decía que uno ha de mantenerse firme, porque la vida ya se encarga de moldearnos poco a poco, sin que nos demos cuenta.

En la mesa más alejada, bajo el televisor que proyecta la carrera de fórmula uno a todo volumen, tenemos a unos individuos de moral más bien laxa que gesticulan y hablan de manera airada, como quien se siente patrón del lugar. El chico del cabello puntiagudo, que hace chocar su anillo de oro contra la copa de cerveza, responde al nombre de Borja. Nadie advierte cómo bajo la mesa, con la otra mano, entrega un bultito envuelto en papel de plata a uno de sus camaradas. Si Borja sonríe satisfecho es por necesidad aparencial: el trapicheo no es lo que era desde que Toñito dejó de proveer únicamente a gente de confianza. A pesar de la competencia, Borja no puede permitirse el lloriquear en un negocio en el que el respeto y las apariencias son la base de todo.
Cáceres, Cáceres... lleva dos años con eso. En Cáceres hay un sol que sienta muy bien y el chocolate se vende como si de galletitas saladas se tratara. Y Míriam está conforme. Pero nadie sabe que precisamente Míriam es la razón de no haberse marchado todavía. No va a mudarse para darle a su mujer (porque es mi mujer, Charly, que no te olvides, si discutimos a grito pelao es por eso, porque nos queremos y no es bueno aburrirse) algo peor de lo que tiene aquí, en casa de su madre, con su televisión panorámica y su cuarto con moqueta gris. ¿Y en la fábrica, cómo va? Recorte de personal, fíjate lo que te digo, todo sería más fácil si el hijoputa de mi jefe no me la tuviera jurada, está chunga la cosa pa los jóvenes de hoy en día, putos abuelos. Ricardito, otra ronda.

Acaba de entrar un hombre de unos cincuenta años con papada prominente y un bombín rebosante de mugre. No le pregunten su nombre, porque para mantener sus actividades poco lícitas el Mago se siente resguardado únicamente si es bajo su mote. El sociable setter escocés que a todas partes lo acompaña rondará libremente por el bar, recibiendo caricias aquí y allá, mientras el Mago pide una caña que terminará irremisiblemente caliente y sin espuma mientras él se echa unas rondas en la máquina tragaperras (pero sólo unas pocas, él no es ningún adicto y todo el mundo lo sabe). Si entablan conversación con él, y les aseguro que vale la pena, podrán disfrutar de todo un muestrario de anécdotas relatas con un lirismo poco convencional, pero inmersivo. Después, el Mago rebuscará en su gabardina negra y mostrará una de sus gangas, pongamos por caso una cafetera. Por seis eurillos, siete cafés al día sin problema, está como recién salida de la tienda, mira pues, como me has caído majo te la dejo en cinco. No, eso no se dice, yo no encuentro ni robo nada, las cosas vienen a mí, me dicen Mago por algo.

- Teniendo el Zürich y el Rock Café a dos pasos y te vienes a almorzar aquí-dice Esther.
Bajos sus gafas chatas, Carles esboza una sonrisa concisa.
- Esto es lo mejor que hay. Dentro de diez años, todos los bares serán como el Zürich. Eso si se les sigue llamando "bares"... esa palabra suena hoy en día a horterada.
- Definitivamente, esto es muy cutre, cariño. Aquí no se puede ni hablar.
Él mantiene ambas manos rodeando la taza de café, sin decir nada.
- ¿En qué piensas ahora? -y Esther agita una mano ante sus ojos, como para despertarlo de un profundo letargo-. Habla claro, cabecita pensante.
- No dejo de ser el tío raro -musita-. De entre todos los clientes, debo ser el único que viene aquí por gusto.



La reproduction interdite





René Magritte, La reproduction interdite (1937). Museo Boijmans Van Beuningen, Rotterdam.