Por entonces, Cataluña no había adquirido aún esa férrea identidad por la que se la reconoce ahora. Los cuarteles del ejército español formaban parte de las calles y su tráfico; uno compraba un boleto de lotería y, al girarse, un soldado firme como una estaca se cuadraba y saludaba. No daban las seis de la mañana y la churrería, un pequeño kiosco frente a la piscina municipal, ya estaba abierto; y era así siempre, los siete días de la semana, los trescientos sesenta y cinco del año. Todos sabíamos ya que el churrero era inmortal. Un perfume azucarado salpicaba así las calles y los rostros de los viandantes; rostros que por algún motivo me parecen más verdaderos, más incontestablemente ciertos que los de hoy. Había una granja, La Granja, un diminuto bar lleno de espejos en el que se citaban, todas las mañanas, obreros y carteros adictos al croissant y el café con leche. Y también a un cierto tipo de tabaco, el tabaco de antes, que no era nocivo ni tampoco producto de lujo. El colegio al que yo iba llevaba abierto desde la década de los 40 y se caía a pedazos. Un día, en el aula de música, se desprendió un pedazo del techo. El pedrusco cayó sobre el pupitre de mi amigo Javi, a apenas cinco centímetros de su cara. Aún recuerdo esa risita emocionada, esa inconsciente y airada respuesta a los dedos de la muerte, que acababan de acariciarle. Quince años después murió bajo las ruedas de un autobús.



Cuando el ejército quedó vetado en Cataluña, el barrio quedó repleto de agujeros que pronto provocarían sueños húmedos entre los soberanos del negocio inmobiliario. Nosotros éramos sólo críos; fantaseábamos con crecer, con llegar al instituto y vernos convertidos en adultos de la noche a la mañana, con amasar fortunas que cubrieran las espaldas de nuestro futuro matrimonio, un tranquilo y feliz matrimonio. Carles fue el primero en hacerse una paja. Raúl, que la tenía enorme, solía masturbarse en clase de inglés ante la mirada escandalizada -pero atentísima- de las chicas. Al salir de clase, nos colábamos en los cuarteles abandonados a través de todas las verjas que caían bajo las tenazas de Oscar, robadas del taller de su padre. Los chicos encontraban allí pequeños tesoros, casquillos intactos de bala, pistoleras, botas de campaña; objetos de leyenda cuyo valor se veía revalorizado durante la hora del recreo, pues valían varios bocadillos y hasta algún que otro cigarro. Había un pequeño torreón desde lo alto del cual se contemplaba todo Sant Andreu y parte de los barrios limítrofes, como Santa Coloma o Trinitat Vella. Dejábamos que anocheciera, allí tumbados boca arriba, como si aquél rascacielos de piedra fuera la punta de un sistema piramidal que de pronto gobernábamos. En ese mismo lugar, Javi y Lolo levantarían su pequeña base de operaciones para la venta de costo y bicicletas robadas. "Si se lo contáis a alguien, os matamos", decían, pero respondíamos a esas amenazas con una callada sonrisa. No había nada más preciado que un secreto.



Abrieron ese lugar, La Maquinista -el centro comercial al aire libre más grande de Europa-, y aquello fue el fin de todo. La lechería, la papelería de Juna, el Zampa; todos los comercios familiares cayeron uno a uno y fueron reemplazados por su equivalente multinacional. Había un color, un color de barrio, un tono sepia como la textura de un café en taza o un bollo de crema; el color de un amanecer sacramental, español, granulado como el celuloide de las películas que ya han cumplido varias décadas. Ese color se perdió, y ahora ocupa su lugar otro mucho más violento, transparente, más parecido por contra al de las pantallas de cine moderno; un color dividido en diez salas, sazonado con palomitas y regalices, con opción al 3-D. Las aceras no tienen hoyos ni grietas. El colegio se derrumbó: en su lugar hay ahora un parque de diseño moderno, de puro cemento, y parece imposible que antaño allí hubiera algo parecido a un árbol o un pedazo de hierba. Andreu y yo solíamos recorrer ese parque, pero dejamos de hacerlo porque sólo veíamos fantasmas. En lugar de una pista de skate o una cancha de baloncesto, vemos el antiguo comedor o el edificio que albergaba el seminario de los profesores. Es igual por las calles. No vemos lo que se supone que debería haber, lo que desde siempre ha habido, al menos desde la primera vez que recordamos haber recordado. No hay Granja, ni soldados, ni lechería. En una esquina de la calle Palomar, sin embargo, un hombre sigue abriendo a las seis de lamañana sin que le crezca una sola cana. Andreu sí tiene alguna, a sus veintisiete. Y su rostro ha cambiado, también. Hay una especie de peso que se acumula sobre su piel cada vez que sonríe. Se le forman en las comisuras de los labios unos pliegues muy característicos, unas hermosas arruguitas.

1 comentario:

S dijo...

catalunya, one day you will show me this unique, almost surreal place? ;)