Distancia


Tuve que pasar la tarde de Festivalidad con Oscar, mi sobrino. Recalco lo de "tuve": no se trataba en absoluto de una visita voluntaria. Mi hermana debía llevar el DVC a mantenimiento; supuestamente no llevaría más de hora y media. El chico había cumplido los catorce el pasado marzo, pero mi hermana insistía en que no se le podía dejar solo.
Me encontré su cuarto completamente a oscuras, excepto por la luz que desprendía la tripantalla del ordenador. Palmeé y los focos de pared se encendieron. Mi sobrino me dio la bienvenida con su habitual y apresurada ceremonia, girando un poco el cuello-lo justo para verme entrar sin perder de vista la pantalla lateral derecha-, moviendo de manera autómata las cejas y, tras confirmar que no se le necesitaba, concentrándose de nuevo en la Tri. Me senté en la butaca blanca del fondo, desde donde podía ver la rígida nuca de mi sobrino formando un perfecto e inamovible pilar entre aquellos tres monitores que le mantenían sumergido en la vista panorámica de su paisaje virtual. Mantenía la mano derecha fija en el mando, haciendo gala de una cadencia digital que me era imposible seguir.
Aquí me encontraba con el reto de iniciar una conversación. Desde que Oscar había aprendido a hacer uso de sus facultades verbales, yo -y a decir verdad, toda la familia- había contemplado cómo toda tentativa de comunicación se desintegraba en una mente remota que obviamente no compartía ninguno de mis intereses. La Tri mostraba una llanura grisácea en la que delgados filamentos multicolor parpadeaban indiscriminadamente en puntos aleatorios del suelo. El grácil animal alado que debía ser el avatar de Oscar empuñaba una ballesta en unas muy humanoides extremidades.
"Estás con un juego nuevo?" me animé a preguntarle.
Contestó primero con un escueto murmullo de negación.
"Salió hace ya diez días. No es nuevo."
"Bueno, en mis tiempos diez días no eran nada."
" Pasado mañana sale el Realm Conquerors IV" respondió.
Me rasqué la cabeza. No me era nueva la sensación de que Oscar hablaba en venusiano, lo cual no me movía a pensar que las nuevas generaciones mostraban una preocupante selección de aficiones y de vocablos, sino que las no tan nuevas, como la mía, empezaban a quedarse prematuramente anticuadas. Por otra parte, Oscar me acababa de dedicar más palabras en unos segundos que cuantas le había oído decir en los meses previos.
"Entonces... ¿ese de ahí eres tú?" proseguí.
"Yo soy un Chart'har. Muy poca gente se coge esa raza porque, como casi no tienen skills, has de hacerlo todo con mana points. A mí me gusta así porque pierdo menos tiempo con los level ups".
Discerní una repentina -breve, pero palpable- jovialidad en su voz. Incluso parecía pronunciar con claridad, en lugar de mostrar su habitual pereza de dicción. Decidí darle más cuerda.
"He conseguido entrar en el clan Luxus", continuó, "y eso que estaba difícil. Mis antiguos buddys se enfadaron un poco. Quisieron entrar en mi home world para quitarme la leech gun, pero como soy especialista de seguridad en nivel seis no pudieron cogerla, ¿sabes?"
Paulatinamente, y para mi sorpresa, su discurso fue ganando en ritmo y en animosidad. Incluso creí ver una sonrisa reflejada en el plexiglás el altavoz superior.
"Hace poco hicimos una instance, había que infiltrarse en la guarida de los Rybkas y paralizar al Topo Mayor. Es de lo más chungo, no veas, pero lo hicimos, ¡y con un sólo respawn! Ahora somos portadores de la silver badge y tenemos inmunidad contra los ataques eléctricos. No pudimos conseguir el bonus de vitalidad porque pedían demasiada munición. El Major del clan, Eviled, ha dicho que si ganamos la guerra contra los Nostrome me ascenderá de rango. Los Nostrome son subnormales o algo así, tío, se creen los mejores por ser Mothmas. Una vez vinieron tres en la jungla de Ktcha' Kragh y me intentaron hacer un desintegrate, pero yo les lancé un divine retribution y tuvieron que resetear. ¡Ja! Para haberlo visto, ¡fue la hostia!".
Se había asentado ya en un estado de ánimo que daba gusto ver. Incluso de vez en cuando apartaba la vista de la Tri y me miraba para acompañar su exultante narración con alguna mueca. Me sentí contento y, aprovechando que por fin había descubierto un método para romper esa distancia, pasé a otros temas.
"¿Y por lo demás qué, Oscar? ¿Vas por ahí con tus compis? ¿Has sacado buenas notas y eso? ¿Cómo va todo?"
Hubo un instante mudo y su cuello regresó a la posición de columna frente a los monitores.
"Bueno", dijo. "Bien".




Time / Space Defragmentation 2


Nunca abre completamente los labios al sonreír, y la expresión de su felicidad queda reducida al arco de una tímida curva rosada, a la semicúpula de dos mejillas que engordan como carnosos globos. Se coloca a línea de mar, erguida: su busto es ahora un faro vestido de oscuro y los yates surcan el puerto sin luz de guía. Él sostiene la cámara apenas con las puntas de los dedos, ahora gírate a la derecha, no me mires, tuerce la cabeza, experimenta con una figura que es a la vez modelo forzosa, objeto de deseo, tejido de sueño en tierra firme, puente entre el pasado y el futuro. Observa cómo se sirve de una mano para sostener el vermut -los cubitos de hielo arañando el frágil cristal de la copa, flotando en un mundo ambarino del que no hay salida posible-, y con la otra aproxima el cigarro a los labios. Hay un viento levantino que sólo existe para que puedan bailar las infinitas líneas castañas de su cabello; la falda de mechones movida por los divertidos dedos de la corriente.

Contempla, abstrae, suspira. La vida sabe a victoria; y si las circunstancias han colocado a uno y otro amante a kilómetros de distancia, entonces vale la pena dejar que los dedos ardan al zarandear ese tronco, hasta que el fruto caiga en las manos. Abre la boca, y el aire corre a refugiarse detrás de sus dientes. Levanta una pierna, y el mundo se dispone a seguir el ritmo de sus pasos. Un dedo índice cabalga por encima del otro. Los amantes construyen un mundo en el que un pequeño detalle tiene más valor que millones de palabras; una breve pero poderosa cadena de imágenes que arden en la memoria como arden los instantes que han de dar cuerpo y sentido a la existencia.


Alegoría

Aquél año vendría un grupo que combinaría la interpretación musical con el guiñol; "jóvenes dinámicos, con talento, cuyo espíritu artístico encaja a la perfección con la simpatía de nuestra festividad", habría dicho el alcalde, satisfecho de verse en el cargo por octava legislatura consecutiva. Frente a la tarima de madera, apuntalada contra el muro sur de la iglesia a modo de escenario, representantes de tres y hasta cuatro generaciones distintas tomarían asiento. El niño de la gorra azul, con la piruleta encajada en la boca, balancearía las piernas preguntándose cómo sería su mundo si las tuviera lo suficientemente largas como para tocar suelo, y sus amigos seguirían tejiendo, sobre el doloroso mundo real, un fantástico tapiz que reuniría a personajes de dibujos animados, paisajes cinematográficos y escenas violentas de videojuegos. El padre le cogería la mano a su esposa y se atrevería finalmente a preguntarle si se estaba aburriendo, pues el paso por las fiestas del pueblo se habría convertido ya en una forzosa escala en la que hay que combinar el obligado agradecimiento hacia la anciana madre, que no quiere ser olvidada, y la preocupante falta de emoción en una vida que en ocasiones parece quedar estática, sin avanzar ni retroceder en dirección alguna. Esta segunda generación sería quizá la más desarraigada en el ambiente, obligada a componer un cómico nexo entre el ajetreo despreocupado de los niños y el arcaico costumbrismo de los miembros de la tercera edad. Ocuparían estos últimos las filas traseras, donde don Ramiro se empeñaría en compartir su pasión por la filatelia y doña Remedios aprovecharía una nueva ocasión para lamentar la subida de los precios, el calvario de la artritis, el sinsentido de la sociedad y su ritmo loco y frenético. Los ancianos, no obstante, se mostrarían especialmente emocionados por la llegada de los jóvenes artistas: el contexto de la función, en compañía de los compañeros de siempre, rodeados por el ocre infinito del agreste paisaje valenciano, se dibujaría en sus mentes como algo semejante a la imagen que conservan del pasado, con esa quietud y esa sencillez, con esa tranquilidad que ya no puede encontrarse en un presente que ya no les tiene en cuenta.

Varios instrumentos de naturaleza inclasificable yacerían sobre el escenario, así como las enormes torres negras -que algo tendrían que ver con la difusión sónica, sin duda-, pero ¿dónde estaba el mostrador? No podía haber guiñoles sin mostrador. Los muchachos subirían entonces al escenario y los ancianos se preguntarían cómo pueden mantenerse de una pieza con esa oscura y pesada vestimenta. Un mozo espigadísimo se plantaría en la parte frontal del escenario y levantaría dos brazos terminados en marionetas adheridas a las manos. Los muñecos mostrarían unos rostros huraños, casi deformes; una conjunción de pliegues, arrugas y dientes rotos que componen una faz cercana a lo profano, y la voz del joven desgarraría el relajado marco del panorama: "¡Dios se cae!". Entonces, como si una entidad burlona se hubiera apoderado del devenir del pueblo, resonaría vigorosamente la campana de la iglesia. El tenso "dong" dejaría su eco levitando sobre las cabezas de los asistentes y de los propios artistas, que por unos segundos parecerían dudar y mirarse entre ellos con los ojos como platos. Y es que si sus vestimentas y la propia naturaleza de su función ya resultarían ofensivas e incluso impías a ojos de una mente conservadora, no sería de mucha ayuda que el campanero de la iglesia, cumpliendo puntualmente su labor de tocar las dos de la tarde, regale al siniestro monólogo del intérprete un plus de espectacularidad con el inocente repiquetear de las campanas. El intérprete, sin embargo, debería continuar; y dando un paso adelante gritaría: "¡se cae AQUÍ MISMO!", tras lo cual vendría otro rimbombante y desafortunado gong. Algo semejante al pánico azotaría a la muchedumbre, y el alcalde, de pie tras la última fila, empezaría a buscar la forma de evitar que niños y ancianos presencien esa ceremonia tan impura como comprometedora de cara a su futura vigencia en el cargo. La música, que en sí sería una mezcla de clasicismo y modernidad, pronto daría fe del incuestionable talento de los jóvenes y suavizaría un tanto el impacto causado por el preludio, pero el incómodo silencio reinaría hasta el final, cuando el grupo abandone el escenario bajo el confuso aplauso de unas manos que se mueven más por educación que por voluntad. Algunos ancianos, incluido el alcalde, se acercarían al joven titiritero para estrecharle la mano mientras se musita algo como "felicidades, joven, ha... ha sido impresionante, no tenemos palabras", pero si bien todos habrían reconocido la monumentalidad de la actuación, nadie sabría decir una sola palabra coherente acerca del significado o el propósito de la misma. Todos estarían seguros de haber visto algo pero nadie sabría explicar exactamente el qué, y la llegada de esos jóvenes prometedores no habría servido más que para constatar el sinstentido que rige en la modernidad, en la que nada puede identificarse y mucho menos comprenderse, en la que los muchachos hablan un idioma extraño y no respetan a nada más de lo que respetan a sus propios intereses, en la que el ser humano se ha disgregado hasta conseguir que el valor de la semejanza y la familiaridad se olvide para siempre.

Y por su parte, de regreso a la ciudad, los jóvenes artistas observarían cómo la tercera edad juega a la petanca, se aglomera desapasionadamente en el inserso y contempla las obras durante horas, y se preguntarían constantemente: "¿por qué harán todo eso?".




Dedicado a Picó y a los miembros de"Títere",
responsables de un inolvidable (y fascinante) revuelo en cierta aldea valenciana.



Los visionarios

Circundado por los restos de varios bolsas de ganchitos, el mando averiado de la Wii y un plato impregnado de una sustancia viscosa que no logré identificar yacía Alex en una postura ilustrativa de lo que habían sido nuestras últimas semanas. "Ves moviendo el pandero, primo, que puede que tengamos trabajo". Le comenté la jugada de camino a nuestro flamante bólido. Cierto es que el Seat seguía desprendiendo gases a preocupante nivel medioambiental, pero no menos cierto que por una vez teníamos una excusa para no demorarnos en visitas al taller.
- Habrás oído la última de Gica - le dije.
- Ah, genial. ¿Qué ofrece ahora? ¿Cinco mil? Sarasa de los huevos. No se rendirá nunca.
Tuve que recordarle a mi compañero y muy a mi pesar amigo la utilidad de no hablar hasta cuando toca, porque en esta ocasión teníamos un motivo para aproximarnos al rumano en lugar de evitarlo. La Ramona me había contado cómo marchó la última partida de póker de Don Rafael, en la que Gica, impulsado por el éxtasis de sus recientes ganancias, terminó apostando más dinero del que podía pagar, con perogrullescos resultados. El negocio de las motos ya iba cuesta abajo, eso no era ninguna novedad. Apretarle las tuercas al mamón podía ser nuestra oportunidad para obtener un valioso perdón. Podría decirse que aquello estaba chupado, pero los consabidos acosos sexuales a los que Gica nos tenía acostumbrados propiciarían el chiste fácil.
- Mis cojones, fácil - intercedió Alex-. Se me ocurre una buena: le pegamos un tiro y le contamos a Rafael que el rumano se había puesto farruco y no quería pagar. Así matamos dos pájaros de un tiro. ¿Hecho?
- Brillante, Alex. Sí señor, una idea cojonuda.
- Te dije que estaba hecho todo un visionario- sonrió con avaricioso orgullo.
- Serás gilpollas -no poco me costó reprimirme; era una lástima que aquél cabezabuque llevara viviendo conmigo el tiempo suficiente como para terminar sintiendo aprecio por su integridad física-. Rafael lo prefiere de una pieza por razones obvias, joder. ¿Cómo crees que consiguió una licencia de negocio en un local tan de puta madre? Todo eso viene del Papa Rafael, y al Papa se le pagan bien por sus favores.
- Ay, Señor, ¡qué habré hecho para que nunca confíes en mí! ¿Sabes por qué aún vivimos como unos miserables? Porque a Rafael le gusta la gente con iniciativa, gente que no espera a preguntar qué es lo que hay que hacer. Hay que cargarse al marica, apropiarse de su negocio y traspasárselo al Papa para que nos perdone la deuda de una vez. Todo esto hecho con discreción, claro, que parezca un accidente y todo el rollo, y que la gente crea que Gica nos traspasó el negocio por acuerdos comerciales. Mi colega Roman, el abogado, ¿recuerdas? Nos puede echar una mano con el papeleo. Respecto al cadáver, tengo unos colegas en Blanes, acaban de montar una granja de cerdos....
Alex siempre tenía mil contactos dispuestos a echarle mil cables con planes que nunca terminaban de cuajar, incluyendo en las maquinaciones cantidades por miles de euros que nunca llegaban a ninguna parte. No tuve más remedio que advertirle que esta vez no saldría en su defensa si volvía a jugar a ser Tony Montana, y por supuesto, no volvería a dejar que se comiera mis phoskitos.
Entramos por la parte trasera del local. Alex informó a Malena de que requeríamos la presencia del ilustre gilipollas del dueño y no dejó pasar la oportunidad de flirtear con ella de manera efectiva, o efectivamente torpe.
- El jefe se ha ido de vacaciones, muchachos.
- ¿Cómo que de vacaciones? -exclamó Alex-. Tendrá huevos el tío, con el montón de pasta q...
Gracias a Dios que captó el sentido del puntapié. Nuestra principal ventaja consistía en que lo de la partida de póker era aún un asunto encubierto: cuanta menos gente estuviera al tanto de las deudas de Gica, mejor.
- Si queréis encontrarlo estará difícil, porque no tengo ni idea de cuando volverá. Por cierto, antes de marcharse... me dijo que os diera esto si pasábais por aquí. Y quítame las manos de encima, palurdo.
Nos tendió un sobre en el que para nuestro asombro hallamos varios billetes de quinientos euros, dos billetes de avión para Cancún y una nota que rezaba: "tengo oferta para vosotros. Veinte mil por adelantado. Discreción".
- Ahora no digas que no has pensado lo mismo que yo- dijo Alex, iluminado-. Le decimos al Papa que éste se ha ido a cualquier sitio, pongamos que Australia. Volamos a Cancún, cogemos su dinero, le pegamos un tiro y nos quedamos allí a vivir. Pegamos el gran golpe y Rafael no nos vuelve a ver el pelo. ¿Necesitas una colleja, socio? Hay que pensar más rápido...
Nos pegamos, obviamente, una fiesta a la altura de la copiosa vida caribeña que nos aguardaba, invirtiendo buena parte de la cantidad del sobre en servir convenientemente a nuestra masculinidad (cortesía de Mareira y sus señoritas) y en acostumbrar a nuestro paladar al regusto de nuestra futura condición social (descubriendo que el marisco del mesón Txistu sabía bastante raro). Ya al bajar del avión nos encontramos con Miguel, liliputiense con patillas de metro y medio que debía ponernos en contacto con Gica. Nos hizo subir a un taxi y nos comentó:
- El señor Munteanu trata muy bien a sus amigos, ¿verdad que sí? Me habló fantásticamente de ustedes. De usted me dijo que es una persona seria, con determinación, y de Don Alex aseguró que es un tipo muy avispado; un auténtico visionario.
El codazo de mi compañero era inevitable: habían inflamado su orgullo. Se pasó buena parte del trayecto contemplándose en el espejo retrovisor.
El presunto escondite provisional de Gica era una cabaña cubierta con un tejado de hojas de palmera, a línea de playa pero bastante alejada de la ciudad. Miguel nos indicó que allí nos esperaba Gica, y se despidió para proseguir con su tarea de extorsionar a los vendedores de fruta. Nos plantamos en la entrada de la cabaña y, en medio del silencio que sólo rompían las serenas olas del mar, Alex respiró hondo.
- Prepárate para el momento más glorioso de tu vida, compi. Recuerda que no hay que precipitarse: síguele el rollo hasta que suelte la pasta.
Gica nos recibió en lo que parecía ser un despacho decorado con muebles de caoba y armaritos con vitrinas de cristal. Un enorme pez espada disecado coronaba la estancia, justo subre el sillón de felpa en el que el orgulloso rumano nos esperaba con una sonrisa rebosante de complicidad. "Oye, para estar aquí escondido se lo ha montado de puta madre", me susurró Alex.
- Ay, chicos... - Gica nos invitó a tomar asiento-. Agradezco ustedes vienen aquí desde tan lejos. Sé cuanto arriesgan con esto, pero yo pago bien por silencio. La vida está cara, ¿eh?
- La verdad es que nos ha costado decidirnos, pero creo que lo mejor era venir -afirmé.
- ¡Me alegra lo ves así! -exclamó Gica-. Vosotros dos no preocuparos: esto quedarse aquí, nadie saber nunca nada.
- ¡Confiamos plenamente en usted! - declaró Alex, con su particular dramatismo-. De ahora en adelante, cada vez que necesite usted un apaño, apareceremos al instante.
- No es que tengamos mucha experiencia en esto... -intervine, procurando apaciguar los ánimos de mi socio-. Pero podemos aprender con el tiempo...
- Nah, no seas modesto, hombre -pero a Alex no había quien le frenara ya-. Puede que al principio tengamos que ir poco a poco, agarrando el asunto con fuerza... pero después, iremos hasta el fondo.
Al principio no entendí por qué Gica recibía cada uno de nuestros desafortunados comentarios con una mueca semejante al placer orgásmico. Pero tuvimos muchas cosas de las que arrepentirnos cuando, toda vez quedamos en silencio, se levantó de la silla y comenzó a bajarse la bragueta.
- ¿Quién de los dos querer empezar? Vamos, no ser tímidos. Ustedes dos chicos listos.