Toda la verdad


Se sabe que es de día únicamente por las quebradas ráfagas de luz que traspasan las rendijas de la persiana cerrada. En la penumbra, su cuerpo no es más que un bulto redondo que crece, brota desde el sofá.
“¿Cuándo vas a ponerme la crema, hijo?”
Antes incluso de colocarle ambas piernas sobre el cesto, ya existe en mi interior una imagen palpable de todas y cada una de las hinchazones que recorren sus piernas. Estoy tranquilo mientras paso la crema exfoliante por ellas. Todo parece desvanecerse. Mojo mis manos con la crema, blanca y espesa como espuma de afeitar, y todo cuanto estaba un segundo atrás en mi cabeza se deshace poco a poco entre la autopista de bultos e hinchazones. Si ahora abriera la ventana, la mataría. Ella nunca dice nada. No tiene por qué abrir la boca en toda la mañana. Sólo cuando se le reseca la boca, o se le rebela la vejiga, reúne todo su empeño en una primera inspiración antes de decir:
“Hijo, ¿me llevas al servicio?”
Aunque no soy su hijo. Al principio me rompía el corazón: mi suegra se autoasignaba el papel de mi fallecida madre, la que nunca me quiso, y yo llegaba a pensar por algún motivo que no se trataba de un acto involuntario. Mi mujer pasa toda la mañana fuera, mientras yo cuido de lo que queda de su madre y finjo buscar algún trabajo por Internet. En ocasiones, mientras le aplico la crema, o cuando le inclino la cabeza y le abro los párpados para echar las gotitas dilatadoras, me da la sensación de que ya está muerta. Y, no sé por qué, cuando se me ocurre eso siento quererla un poco más.
“Hijo, ¿me cortas una naranja?”
Lo que me lleva a pensar en la atmósfera que se respira últimamente en mi dormitorio. Si no fuera porque de vez en cuando pasa de página, o estornuda, o gruñe sin más, me parecería no estar compartiendo cama con Claudia, sino con un cadáver. Y en este caso, no hay oportunas emociones compasivas, si es que es realmente compasión, que reaviven mi amor por ella. A veces creo que Claudia no tardará en olvidar mi nombre: empezará a llamarme “hijo”, “cariño”, y entonces yo tendré que levantarle la falda y aplicar la crema sobre dos piernas que ya han perdido su utilidad, al igual que casi todo cuanto hay sobre ellas.
“¿Cuándo vas a ponerme la crema?”
Lo normal es que tenga que repetírselo siete u ocho veces cada mañana. Ya le he puesto la crema. Se la he puesto hace dos minutos, señora Deme. La oscuridad es lo que impide entonces discernir cómo reacciona su rostro, si acaso reacciona, pero la torpeza que vibra en su voz es de una inocencia tal que uno llega a despreciarse. A sentir que el verdadero inútil es uno mismo. Y llega al punto de aplicar la crema una vez y otra, y otra, y otra, hasta que las patas de elefante resbalan como la brea y desprenden un casi salvaje olor a menta. Y durante cinco minutos más, sentir que todo, absolutamente todo empequeñece, se agazapa hasta confundirse con esa oscuridad de claustro que identifica a la habitación. Y solo de vez en cuando ocurre. De improviso, como por arte de magia, recuerda mi nombre; me pregunta si he tenido suerte con el trabajo, cómo lleva Jorge los estudios, a qué hora vuelve Claudia de la consulta. Es entonces cuando me asusto.


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