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Santuario


Dejó la pinta sobre la barra y se limpió los labios con la manga del jersey. Ya no prestaba atención al escenario, sino a la chica. Estaba sentada en la esquina, y al igual que él, parecía haber venido al local sin compañía. Juraría haberla captado espiándole un par de veces con el rabillo del ojo, pero no estaba seguro.
- Parece bueno el tío éste, ¿no?
Ella se giró con una inmediata sonrisa, lo cual le reconfortó.
- Es la tercera vez que lo veo- respondió ella-. Iba a venir con mi ex, pero dice que está ocupado. No ha tardado mucho en olvidarme, así que ya ves.
Era castaña, más bien obesa, y llevaba dos pendientes con la figura de una libélula. También tenía un curioso fondo de soledad en la mirada, en la voz y en sus propios gestos. A Sergio, todo aquello le sugería un patrón de comportamiento que le recordaba a Laia.
- Entonces, tú y yo nos parecemos- dijo Sergio.

Son las dos de la madrugada y Sergio se levanta de la cama.
Se asoma por el balcón en calzoncillos. No se siente con frío, pero el denso tráfico que aún circula a esas horas le da dolor de cabeza.
Se sienta en el sofá del salón. Silencio absoluto, nada. El televisor, con la muda pantalla en negro, parece no haber funcionado jamás. Hay una libreta abierta a un lado de la mesita. La página está cubierta de aleatorias pintadas de colores, tal y como la dejó Daniel.
Enciende un cigarro y saca un lápiz del estuche.
“Se parece a Laia. Todo lo que hace, lo hace para quitarse la pinta de modosita que tiene. Es medio actriz, o eso dice. Cuando subimos al piso de arriba en el Kojibo, me dijo al oído que quería comerme la polla”.
La puerta del lavabo, al fondo del pasillo, vuelve a agitarse con la corriente de aire. Eso le hace pensar en Daniel. Daniel siempre llora por las noches cuando oye ese ruido: cree que hay alguien más en casa. Sergio llega a su cama y lo consuela. Lo cierto es que hace semanas que nadie entra en casa, salvo el propio Daniel. Ni siquiera Laia entra allí para dejar al niño.
“Anoche volvimos a quedar. No estaba seguro de querer volver a verla, pero ella insistió. Me tiró contra el sofá y me quitó los pantalones. Después de hacerlo, fumamos juntos y me dijo algo raro. Me dijo que Fernando, su ex marido, la putea con mensajitos en los que le habla de las tías a las que se tira. Juraría que en el Kojibo me dijo que se llamaba Francisco. Creo que miente en otras cosas. Creo que miente en muchas cosas.”
Levanta el bolígrafo del papel. Se lleva de nuevo el cigarro a los labios.


- Creía que lo habíamos hablado claro, Sandra. Yo no quiero hacerte daño, pero…
Al otro lado del auricular, algo se quebraba y se deshacía en pedazos. Sergio había comprobado cómo se podía bajar del paraíso al infierno en tan sólo dos semanas. Si por lo menos la chica se hubiera comportado en la cena del trabajo… pero verla llenando sin descanso la copa de vino, interviniendo repetidamente en conversaciones que no iban con ella y oírla decir que “en esta vida, la más puta se lleva el bote” había sido demasiado. Se sorprendió al advertir que no sentía la más mínima compasión por ella: la cuestión había pasado a preguntarse qué sucedía con su vida, en la que todo se torcía en una dirección imprevista sin que él se sintiera responsable de ello.
- Hemos hablado ya. No puedo estar contigo. Además, creo que necesitas ayuda, y seria. Creo que no te quieres nada.
De pronto, se detuvo. Con el móvil en el oído, frunció el ceño y permaneció inmóvil un segundo.
- ¿Cómo que en mi puerta?
Corrió hacia el recibidor. Se pegó a la mirilla de la puerta: el rellano permanecía en completa oscuridad, hasta que una luz azulada irrumpió de pronto junto a la puerta, revelando un perfil casi fantasmal sobre el cual corrían lágrimas. Los dientes, bañados en un azul polvoriento, dibujaban una sonrisa incoherente; sin lógica.


“A veces duermo en el cuarto de Daniel. Es una cama es muy pequeña, pero duermo bien. Es como un santuario. Allí no pienso en lo que no quiero pensar. En el sofá o en mi cama me acuerdo enseguida de Laia. Pienso en lo que no está. Pero cuando duermo en una cama de crío, y pienso como un crío, no pienso en nada. Todo está bien.”

Daniel corría hacia los columpios mientras él sacaba el paquete de tabaco. El niño se asió a las cadenas mientras rogaba a su padre con la mirada.
- Venga, Dani. Vamos a jugar, sí.
Empezó a empujar el columpio con una mano, mientras fumaba con la otra. Daniel reía y levantaba las piernas en el aire. El parque se inundaba con los gritos agudos y los pateos al balón. La reciente lluvia había formado charcos en el barro, bajo los balancines y en los extremos de los toboganes.
En los charcos, Sergio veía el reflejo de alguien que no reconocía del todo. La descuidada longitud del pelo y la densidad de la barba guardaban una relación directa con el aspecto de su casa, con la pica atestada de platos sin fregar y la mesa del salón repleta de ceniceros, botellas y libros a medio terminar. No siempre había sido así. Desde luego que no.
Una pelota cubierta de fango rodó hacia sus pies. Daniel bajó del columpio y la agarró de inmediato.
- Daniel, no se toca. No es tuyo. Caca.
Miró a su padre con esa mirada con la que los niños fingen no comprender. Otro niño, rubio y algo mayor que Dani, se puso frente a él.
- ¿Lo ves? Es suya. Dásela.
- Nah, que jueguen juntos, ¿no?
La voz venía de una mujer delgada y con una expresión risueña, más bien tímida. Sergio la miró. Parecía ser de su misma edad, pero tenía una mirada transparente. Y unas mejillas redondeadas. Como las de alguien que lleva una vida limpia y sana.
- Lo siento –dijo Sergio-. Es que lo tengo en la etapa de “lo quiero, lo quiero”.
- No pasa nada. El mío también. Y, viste, ahora estamos solos. Y me coge malos vicios.
Notó, más allá de la brevedad de palabras y el recatado acento, una precoz afinidad que escapaba de la dimensión de las palabras.
- No os había visto por aquí, ¿vivís lejos? – preguntó Sergio.
- Bueno, vivíamos. Me quedé con la custodia, recién nos mudamos hace una semana. Me gusta venir acá con el nene, me distrae de otras cosas.
Sergio no supo qué decir por unos segundos. “Ya veo”, creyó haber dicho, aunque ni él mismo estaba seguro. A pocos metros, Daniel y el niño rubio se lanzaban la pelota con las manos. Parecían haberse hecho amigos.


Muevan ficha


Muevan ficha...


Porque dentro de este extraño, masivo, caótico tablero de ajedrez en que cabalga la humanidad, cada uno ocupa su casilla, presuponiéndola más preciada que las demás.

Sin embargo, los colores no engañan: vistas desde arriba, todas parecen iguales. Es mucho más abajo donde hay que mirar. Lo cual supone un esfuerzo extra.

Por ello, enumeraré algunas cosas que particularmente me enamoran; y después, algunas cosas que me empujan a la náusea. Y mi única petición es que no comenten ustedes nada al respecto. Simplemente, respondan enumerando su lista particular.

Quiero asegurarme de que no todo son peones puestos en fila.


Lo que me hechiza:

- Los cielos, y sus distintos rostros. Los cambiantes guiños de las nubes. El poder sugestivo de ese tapiz celeste que todo lo envuelve y todo lo domina.

- Los detalles. Esa pequeña muesca en la esquina de la mesa. Ese pequeño lunar en el sótano del labio. Esa pequeña hormiga en la cresta de tus zapatos.

- Aquellas cosas que no sabemos explicar. Por qué Julia se enamoró de ti o de dónde salió ese tipo que años más tarde sigue siendo tu mejor amigo. Qué tenía Fédor Dostoyevski para representar de tan soberbia manera las emociones más oscuras y complejas. Por qué existen la suerte o la casualidad; y si no existen, por qué no.

- La imaginación. Esa privilegiada herramienta con la que podemos erigir ciudades y destruir vidas sin que suceda fuera de los muros de nuestra mente… aunque a nosotros nos parezca que ahí fuera también lo han notado. Nuestra capacidad de anticipación, de sugestión, de evocación. Los sueños, que a veces nos llevan a preguntarnos si acaso no habrá entidades impenetrables durmiendo dentro de nosotros, o ecos de fantasmas de vidas pasadas.


Lo que me embruja:

- La incomprensión. Lo torpes que resultamos en ocasiones a la hora de ponernos en la piel del prójimo. La increíble ligereza con la que nos damos el gusto de juzgar a los demás… o juzgar por los demás.

- La inestabilidad. Que seamos tan poco lineales, tan maleables, tan imperfectos. Que unas veces seamos de acero y otras de seda. Que pasemos de la claridad a la borrasca en lo que dura un suspiro. Que hagamos diana en el primer tiro y nos demos en el pie al siguiente. El no saber qué hacer con el volante cuando aparece un ciervo en el camino.

- Los árboles talados. Las flores aplastadas. Las pieles de foca colocadas en largas hileras, secándose al sol. Que la epidermis de un cocodrilo termine sirviendo de bolso para una puta damisela caprichosa. La falta de escrúpulos que hemos mostrado a la hora de agradecer el permiso de vivir en un lugar tan hermoso. Nuestra voracidad. La enfermiza, colérica, calamitosa e inexorable plaga que representamos.

- La ceguera. Que no seamos conscientes de lo que somos capaces de hacer. Que bajemos los brazos cuando aún no se ha acabado la contienda. Que seamos incapaces de ver más allá de lo que nuestros ojos o nuestra experiencia previa nos permitan. Nuestra esclavitud: la que nosotros mismos nos imponemos cuando no nos atrevemos a escapar de allí donde nos sentimos encarcelados o insatisfechos.



Basta. Ahora les toca a ustedes. Muevan ficha.

The Light Side of London


Amigos, esto es Trafalgar Square. A más de cincuenta metros, desde la cúspide del eje de Londres, las hazañas del almirante Nelson nos contemplan. Esas columnas romanas que parecen proteger un calabozo de reliquias y botines son el pórtico de la National Gallery. ¡Cuántas maravillas en lienzo, cuántos vestigios de pasión, talento y maestría se desnudan para nosotros desde la fría inmutabilidad de las paredes! Podría estar aquí desde la hora de apertura hasta la del cierre sin pensar siquiera en comer. Todo lo que se necesita en un día de vida se esconde en estas galerías.

Creo que el paseo de Whitehall se diseñó para una antigua raza de hombres de treinta pies de alto. Somos miniatura indigna de la piedra blanca que recoge siglos de tradición militar, el Almirantazgo y la Royal Navy a izquierda y a derecha… y monumentos en honor a George Prince y a las trabajadoras mujeres de la segunda guerra mundial en el mismo centro de la calzada. Es un extraño cóctel urbano. Lo mejor del ayer y del hoy se abrazan aquí, y si cortáramos de raíz el intempestivo tráfico, no sabríamos discernir en qué siglo estamos. Cuando el Big Ben y el sólido Parlamento aparecen al final de la vía, uno se encuentra desnudo y desprotegido. Ha de aceptar con brutal espontaneidad que todo es real. No es un esotérico panteón reservado para los señores de la pintura, la fotografía o el celuloide… está ahí, bajo una parda cúpula que huele a lluvia eterna, y que estirándose a lo largo de la línea de puentes que cruzan el Támesis, se lleva tu alma por delante.

Si aglomeráramos todo el poder comercial del mundo, sólo podría caber en Oxford Street. No es exactamente el lugar del que yo me enamoraría, pero sí es el amor platónico de todo turista ávido de recuerdos materiales. Los escaparates se suceden sin descanso, sin intersticios. No hay respiro. Miro a la invencible extensión de mostradores y siento una punzada de miedo… no quisiera que un día fueran todas las calles así. Pero lo cierto es que aquí está todo cuanto un hombre de a pie puede necesitar, y además, Oxford sabe ser permisiva. Mientras algunas etiquetas de precios resultan mareantes, otras mueven a la carcajada. Pero cuando el metro de Oxford Circus se satura, las almas forman una alfombra de paraguas que detiene incluso a las hileras de autobuses de dos pisos. Y tenemos, pues, una ilustración del talón de Aquiles de la ciudad: el barco es dantesco, pero si una sola juntura se rompe, los navegantes acabarán en el agua. Náufragos sobre el asfalto. ¿Hasta qué punto pudo colapsarse este gigante durante los atentados del 2005?

Más vale escindirse de esta supernova metropolitana y pedirle auxilio a la verde lengua de Hyde Park. Si los predicadores no están ejerciendo su labor dominical, uno puede colarse por Marble Arch y comprobar que a la ciudad, de pronto, la ha barrido el viento. Varias millas de césped y vegetación empujan a los edificios a un lado… y los patos, los cormoranes y las ardillas son tus nuevos compañeros de viaje. Es el mayor regalo que un monarca podría haber dejado a su ciudad: un refugio perfumado para ponerse a salvo de la batalla nuclear que se está librando ahí fuera. Las piernas reclaman su espacio de vida terrenal: nuestro presupuesto es muy ajustado, y de ahora en adelante, cambiaremos las mesas del Pret-a-Manger por el césped del parque. Puede que incluso pasemos aquí la noche. Dejarse cientos de libras en una cama caliente empieza a parecer una estafa cuando con un saco y unas mantas puedes dormir en un palacio de clorofila…

Por la mañana, siempre podemos dar un paseo por Chelsea y Notting Hill, y reírnos de las bandejas de plata y las suites de invitados con que los ricos estropean sus casas.

Amaneceres

Yo no supe qué era la luz hasta pasados los tres años de edad. Les explico.

Mi pijama era grueso, de lana granate; se estaba calentito ahí dentro. Mis rodillas se hundían en la gran alfombra negra que cubría el suelo de la habitación. Mis manos cabían en los desagües de la cocina y a veces tropezaba al caminar.

La principal preocupación de mis progenitores era mi ritmo biológico de sueño, insoportablemente anárquico aun teniendo en cuenta mi edad. Mi padre, harto de batallar contra un enemigo aplastantemente superior en recursos energéticos - y acústicos -, tuvo la ocurrencia de contarme un cuento antes de acostarme.Me gustó tanto que le pedí otro para la noche siguiente... y para todas las siguientes de la siguiente. A pesar de contar con un narrador notablemente culto y amante de la lectura, no había manera humana de conocer cuentos suficientes como para dejarme satisfecho. Me hago cargo de la tortura que padeció este hombre, absolutamente hastiado de narrar una y otra vez la gastrectomía del lobo feroz o el desalojo doméstico de los tres cerditos.

Cierta noche llegó armado. Colocó un peso considerable a los pies de mi cama: 366 y más cuentos, se llamaba. "A partir de ahora, podré leerte un cuento distinto cada día". ¡Albricias! ¡Un cuento para cada día del año! ¡Habíamos descubierto América! Sí, era real: un libro cuya valiosa fuente de maná resultaba inagotable; no como mi padre, que con su obsequio pudo despedirse de unas ojeras que ya comenzaban a estigmatizarlo.

Pero entonces me doy cuenta de que soy un niño, y como tal, noto cómo ciertos rasgos inherentes al ser humano despiertan en mí con un coraje y un apetito exentos de autocontrol. Rasgos como la curiosidad. Porque toda vez que estoy aburrido de repasar las ilustraciones de Simbad, Ali-Babá o Aladino, me da por empezar a prestar más atención a esos símbolos, esas manchitas de tinta que las acompañan. Me enfurece tanto no comprender esos símbolos que estoy dispuesto a realizar un salto lunar en medio de la Tierra.

Ahora bien... nuestro lenguaje es insuficiente para describir el verdadero modus operandi del aprendizaje inconsciente, de la fantasía evolutiva, del milagro. Mucho menos cuando éstas tres se dan la mano. Simplemente, buscaba una gema... y excavé. Excavé con punzón, con picos y palas, con piolets, con uñas y con dientes de leche. Y vi cómo aquella tozuda capa de cal iba cediendo. Capa tras capa. De la cosa al símbolo, del símbolo a la letra, de la letra a la palabra, de la palabra a la oración, de la oración a la luz.

El niño grita emocionado, papá y mamá corren incrédulos al cuarto. Suspiran de puro alivio: "ahora sí que no le quedan excusas para retenernos por las noches". Pero hay que ver, el niño está a punto de estallar. El niño ha reflotado la Atlántida, ha sofocado el incendio de Roma, ha sacado a Diógenes del barril. Lo imposible se derrite entre sus dedos... y ni siquiera es plenamente consciente de lo que acaba de conseguir.

Porque, damas y caballeros, acaban de asistir ustedes al descubrimiento del Amor. Así es. El chiquillo se ha enamorado. Y ya se sabe que el primer amor no muere jamás.

Y suerte que sea así, porque no todos conocen este sentimiento a tan tierna edad. De hecho, los hay que jamás lo hacen. Los hay que se empeñan en alimentarse de odio y terminan intoxicados. No hablamos de amor carnal, claro, pero lo que importa aquí no es el objeto del sentimiento, sino el sentimiento en sí. Por algo la pasión es ciega. No se ama la joya, sino cómo la joya encaja en nuestro dedo. No se ama al amado, sino a la ilusión de una vida junto a él. No se vive del papel, sino de las maravillas de tinta que flotan en su superficie.

De hecho, aquí me tienen. Enamorado tan bobamente como en ese primer día. Y no creo que vaya a cansarme nunca. Si ustedes no están seguros de haber encontrado su amor, nunca es tarde para hacer un poco de espeleología. No tengan ninguna prisa. A veces la capa de cal se resiste... pero a mí siempre me sobra una mano.




Insignificance

Oye, perdona que te interrumpa. Párate un momento.

Será sólo un minuto, pero atiéndeme. No hables y fíjate en esto. Ahí, justo encima de ti. ¿Lo ves?

Es increíble lo que tenemos ahí arriba.

Es una imagen onírica hecha realidad. Un sueño volando sobre nuestras cabezas. Una representación mundanal de lo mágico.

Una cúpula decorada con lienzos de algodón, brasas que relucen a años luz de distancia, cuerpos ultraterrenos que aparecen y desaparecen.

Este manto inamovible puede ser cálido o gélido. Puede arrojar líquido, condensarlo, solidificarlo. Y es el más talentoso de los artistas. Juega a la baraja con nuestro estado de ánimo, sea cual sea su variedad.

Porque, de hecho, nos domina. Dependemos de él. Respiramos por él. Soñamos bajo él. Lloramos por él.

A veces, sin motivo, lo contemplo durante varios minutos. En absoluto silencio. Y me parece que una verdad absoluta, un sentimiento demasiado profundo como para que yo llegue a comprenderlo, se esconde detrás de esos arreboles y esos trazos móviles de nieve.

Me recuerda lo pequeño que fui y que seguiré siendo. Me hace pensar en los millones de cielos que jamás conoceré. Me pone en la situación de la hormiga que está a punto de morir aplastada bajo la gigantesca sombra de mi pie.

Me recuerda lo insignificantes que somos.

Así que tan sólo lo miro.

Y después de ese largo silencio, sigo por mi camino.

Ahora, dime. ¿De qué me estabas hablando?






T.J.E. - Vol. 7

Esta vida está construida en base a sorprendentes jugadas, y unas de las más fascinantes son los cambios. Los cambios y todo cuanto éstos implican. Las cosas que ganamos, las que dejamos atrás, las que no se han movido de sitio aunque no nos hayamos dado cuenta... todas fluyen a la vez en esa liviana brisa que nos azota la piel durante el camino sonámbulo de la transición.

Mi generación tiene un problema. Se nos ha hecho crecer menospreciando muchos valores de nuestros antepasados, como si hubiéramos nacido sin sus defectos. Mal que lo neguemos, nos hemos criado en un entorno muy poco humano: estamos más cerca de Telecinco y de la Play Station que de Dios y de la paz interior. De modo que apenas nos conocemos. Y cuando pensamos en dar un giro empezamos por pensar en el peinado, en reformar los muebles, en modernizar el vestuario. Como mucho, en cambiar de hábitos supuestamente más saludables, aunque en el fondo la mayoría de las veces damos palos de ciego y sólo estamos ocupando la mente con nuevas ideas y planes... sin saber muy bien a dónde queremos llegar.

Más allá de eso no se atreve uno a mirar. Quizá lo que uno necesite para conocer realmente sus fantasmas sean tres años de retiro en un templo budista o hacer voto de silencio por media década; pero eso implica mirar más allá de la piel. Y además suena raro. Y además da miedo incluso empezar porque irrumpe la sensación de que, se vaya donde se vaya, se haga lo que se haga, acabaremos encontrando un pequeño rastro de lo que fuimos en el pasado. Como un hijo repudiado al que no queremos reconocer pero que, empero, nos incrusta la idea de que no se puede huir de uno mismo.

Metrópoli, Babilonia de acero, laberinto urbano: llama a esta celda como quieras. Barrote a barrote, está concebida para que uno no pueda acostarse siendo una persona y despertarse siendo otra totalmente diferente. Y escapar de ella implica escapar de uno mismo, lo que definitivamente parece durísimo; casi masoquista. Al final, todos esos "quisiera cambiar de vida", "me gustaría dar un giro de 360 a todo esto" se quedan en la puntica de la lengua y se terminan por tragar y digerir. O lo que es peor: se recorren miles de kilómetros con la maleta a cuestas para terminar visitando las mismas tiendas, tomando copas en bares idénticos, trabajando en una réplica del oficio que quedó atrás. ¿Dónde estaba ese cambio, pues?

Va siendo hora de que alguien rompa esos grilletes. Yo, desde luego, lo voy a intentar. De todos modos, esta ciudad tuvo el descaro de hacerme crecer y luego dejar el trabajo a medias. He perdido la cuenta de lo que me debe por todos esos latigazos de vida que se quedaron a medias entre mi carne y sus calles.

Pero que no me espere con los brazos abiertos: yo no quiero volver a ser yo.




Barcelona. Las Ramblas.

T.J.E. - Vol. 5

Sí, la vida va a continuar y además será extremadamente larga. Aunque tal vez no tendrás conciencia de esa longitud hasta que te llegue el momento. Sólo hay algo que puedas hacer: crear las suficientes vivencias y memorias como para que, en la hora de tu muerte -cuando las recuerdes una a una -,la cadena de imágenes sea eterna. De este modo podrías no marcharte nunca.

Recuerdo tu voluntad de escalar una montaña y hacer puenting. No la cumpliste. Tampoco aprendiste a tocar el piano. No viajaste a Tailandia ni viste la aurora boreal. No conquistaste un amor loco en la república checa ni comprobaste si eras capaz de resistir un trago largo de mezcal. ¿Qué fue del sueño de llegar a la luna? ¿Y de pisar Marte? No te decidiste con esos cursos de yoga, y te ausentaste de aquellas clases de interpretación porque creíste no estar a la altura. ¿Qué fue del niño que soñaba despierto?

La cantidad de cosas que tenemos al alcance de la mano es tremenda. Sólo pueden compararse con lo tremendo de la comodidad que supone renunciar a ellas.

Si no tuvieras derecho a ocupar tu lugar en el mundo ni siquiera habrías nacido. De modo que todo se resume en anclar bien esos pies en la tierra. Ser un contestatario. Puedes coger la tablilla en la que se inscribieron las leyes del universo y darle la vuelta. Ahórrate el deseo de reescribirlas: que se pongan a tus pies.

Para coger esta batuta y dirigir la orquesta no te pedirán currículums, masters, diplomas ni pollas en vinagre. Lo único que se requiere es proponérselo. Recuerda que todo cuanto deseas ya ha sido logrado - y superado - por alguno de tus predecesores en la historia. La palabra "imposible" está enterrada sin epitafio.

Aquel que ha dejado de soñar capituló hace mucho tiempo.



Aníbal cruzando los Alpes, William Turner (1812).

Amis et lumières




Probemos a llevar un amigo bajo el brazo. No debería ser tan difícil: yo lo hago de continuo, y de hecho soy incapaz de dar un solo paso sin él. Podéis concebirlo como un oportuno faro en vuestra mano, proyectando una hambrienta lumbre sobre el camino nocturno.

Porque, de hecho, ahí fuera está oscuro. Hace frío y las hienas pastan a sus anchas. Y no todo en el desierto son buenos samaritanos. Tal vez seáis de esos espíritus indomables, romos e inflexibles como el acero, que tienen suficiente con una sola función que cumplir y no malgastan el tiempo contemplando cuestiones y puntos de vista poco prácticos. Si es así, entiendo que estas líneas no os digan nada.

Por otra parte estamos nosotros, para quienes cada día puede ser una odisea de infinitos capítulos y sensaciones. Serán residuos de una educación sentimental o consecuencias de haber nacido con el gen del cristal, pero lo cierto es que nos quebramos con facilidad. Las dotes de mando no se cuentan entre nuestras virtudes. Nos abren brechas hasta con golpes flojos, y la regeneración puede resultar una tarea lenta y delicada. Quizá alguna vez hayamos intentado cambiar, pero con ello sólo hemos logrado expandir la herida: no es nada sabio atentar contra una misma naturaleza. De modo que nos ponemos en marcha con nuestras jaquecas y nuestras palabras dóciles, y que el destino decida si nos conviene ver el oro lloviendo o caer de bruces en la jaula de los leones.

Y así es como debe ser, aunque persiste el dilema: por delante nos aguarda una terrible extensión de malas tierras y no siempre estamos seguros de poder cruzarlas. Por muy colmados que estemos de buenos compañeros, siempre habrá momentos en los que no podremos contar con ellos. Nuestros peores miedos son aquellos que no se manifiestan cuando estamos preparados: nos sorprenden desnudos. En ocasiones me siento desnudo y ni siquiera hay icebergs a proa: una fea masa de cuerpos arremolinados en el autobús, o una incómoda sucesión de ojos al cruzar el semáforo bastan para que el solemne peso me acorrale un poco más.

Por eso conviene guardar una lámpara. La humanísima necesidad de creer en un alma gemela gesta sus milagrosos frutos: recuerdo que, un día como el de hoy, paseaba con mi amigo Neil por el epicentro de la ciudad más desquiciada sin que nada nos afectara. El aire sucio resbalaba como si un caparazón cristalino nos protegiera. El mundo tenía sus gotas justas de amargura y no había razón para vivir con miedo.

Ese Neil deja hoy de ser un amigo para convertirse en abstracción. No lo tendré siempre a mi lado, pero me regala por siempre la vehemente magia de su luz. Una luz poderosa y envolvente que se deja acariciar por mi mano mientras el camino venidero se cubre con el baño de su creciente lengua dorada. Entonces deja de hacer tanto frío. Y puedo sentirme aún más reconfortado imaginándome como una luz abstracta en la mano de Neil, cuando acaso es él quien se siente desamparado y le parece que la noche durará para siempre.

Definición de belleza



Contén el aliento, porque podría pasar la eternidad frente a tu fotografía. Cuando ésta aparece, estalla el silencio: las risas, el llanto, las palabras mismas dejan de tener sentido en cuanto tu rostro tiembla en mis manos y me recuerda cómo me llamo, dónde estoy y por qué te deseo. Podría decirse que es una especie de cáncer voluntario: cuanto más contemplo lo que no eres tú, sino una captación de lo que durante una milésima de segundo fuiste tú - como si atrapáramos el vuelo de un colibrí con la palma de la mano-, más lo siento dentro de nuevo: la furiosa marea que me vacía el cuerpo; el temblor de tierra que yo, y sólo yo, puedo sentir. Y eso es lo que te convierte en hermosa.

Tengo la sensación de que te hiciste la fotografía sólo para convertirme en piedra. Es un legado más de ese reino intangible, inalcanzable, en el que sólo tú puedes ser la emperatriz. Veo esa horrible inteligencia que te late bajo los ojos y no la relaciono con el mundo de los vivos: debe haberse fugado de un sueño, o de mi calenturienta imaginación. Eso podría explicar por qué nadie ve lo que yo veo en tu retrato.

Es-te-fa-ní-a. La carrera por pronunciar tu nombre se convierte en un desbocado galope que parece no tener fin. Tu cara forma un óvalo: nívea, delicadamente salvaje, con líneas trazadas en una imperfecta curva arrogante. Es de noche, y esta cobarde oscuridad que me cobija hace que me pregunte cuántas cosas espeja tu mirada, eternamente anclada y al mismo tiempo a la deriva. Cuántos miedos sacarán a flote y cuántos más se ahogarán en la senil agonía de un deseo que no te alcanza. Cuánto tiempo podría repetir tus agotadoras sílabas sin cansarme, y cuán agradecido puedo llegar a estar por esa burda idea que engendraras un día como hoy, hace un año: Considero que deberías abrir un café.

Ahora imagina que ese día es hoy, y mis labios te hacen el amor sin cruzar la superficie de tu piel. Y después se retiran.

Algo me dice que debería dejarlo ya, antes de que esa definición de belleza que cristaliza en tu óvalo se vuelva definitivamente en mi contra. Ya puedes respirar.



Gambito



Siempre me atraen más aquellos que sufren que quienes disfrutan. Decidme porqué. Lo común es pensar que estamos aquí para gozar, no para lamentarnos; y ésta suele ser la última carta a jugar en las peores etapas. Si esta esperanza se desvanece, todo termina. Es ahí cuando algunos deciden poner punto y final a su camino.

Y en el fondo yo nunca me he desvestido del sufrimiento. Ha estado siempre presente en algún atril del estómago. Me gusta pensar en ello como algo que emerge del mismo epicentro del cuerpo, y no del cerebro; un golpe crudo que estalla en los riñones y supura alguna mucosidad negra por todo el sistema. El cáncer que devora hasta la última de las glándulas y las convierte en hambrientos retoños de la parálisis.

A veces necesito escribir sobre cierta mujer, llamémosla Claudia. En un universo surrealista, Claudia sería sin duda esa Delia Añara que preparaba bombones con insectos en aquél relato de Cortázar. Pongamos por caso que veo una viuda negra tejiendo por varios siglos una red empalagosa, hasta que no queda rincón libre de la viscosidad de su tela. Claudia es desde hace tiempo ese alivio que echa a correr cuando estás a punto de alcanzarlo. La miro mientras se sienta junto a una pila de leña ardiendo y las llamas caprichosas le bailan sombras en el rostro. Es hermoso mirar en silencio su expresión infantil al fuego. Casi me siento culpable por echar un trago de cerveza o fumar mientras la contemplo. Estos son momentos hechos para el abrazo, la total entrega de la razón a la caricia de un instante: el insomnio de los sentidos.

Es obvio que ésto, en toda su inevitable belleza, representa para mí lo más cercano al sufrimiento. Pero quizá sea más curioso que, cuando es Claudia quien sufre, yo desespere aún más por estar junto a ella; porque percibo un camino para expiar un dolor propio apaciguando uno ajeno. Y eso me lleva a pensar que me enamora el sufrimiento de los demás porque siempre veo la posibilidad de erradicarlo. Así pues, estoy comprometido con el dolor. Incluso cuando éste es ingobernable: quiero quedarme sentado junto a la leña y que el dolor se quede también ahí donde está, para que al menos no se le olvide que ando pisándole los talones.

Debe existir siempre un modo de combatir contra ésto, porque él es una sola fuerza y nosotros una legión. Debemos ser capaces de colocar nuestro granito de arena para aliviar las miserias de los demás. Porque colocar un cimiento, en materia de espíritu, no requiere ningún esfuerzo y sin embargo, compensa. El instinto de ayuda, de alimentar el ánimo, está por siempre presente en todos nosotros y de hecho despierta nuestro pesar si lo dejamos encerrado en el sótano. Así que no nos miremos tanto al espejo, antes bien desdoblémoslo; que refleje alguna otra incandescencia, como esa que está sentada en una frontera entre la sombra y la lumbre de la leña ardiendo. Tal vez nos demos cuenta de lo hermosa que es, por un minuto. Tal vez recordemos por ella qué es una sonrisa.

Segundo Movimiento

Cuánto me gustaría realizar un homenaje, si no fuera por esta desafortunada enzima con la que nací. La mayor jaqueca para alguien como yo, incapacitado para la organización, iletrado en planificación, negado en arquitectura del pensamiento, es que jamás podrá culminar ninguna meta que se proponga. Es, será un esclavo de la improvisación.

Tan sólo podría resignarme a alzar la batuta, y que la orquesta ría, gimotee o parta en dos sus instrumentos si le viene en gana. Es la principal ventaja que otorga la ausencia de público. Se apagan las luces, se corre el telón y yo mismo puedo aplaudirme o hacerme sangrar la cabeza con una botella si fuera pertinente.

Para ti, Estefanía, canto. Tenía intención de hacerlo un par de meses más tarde, llegado Mayo, aprovechando el primer aniversario de la apertura de puertas de este café que tú abalaste en su tiempo con una simple mirada distante. Pero has querido aparecer antes de lo acordado; no te sorprendas, pues, si mis sueños persiguen tu inmaculada estela más rápido de lo que tú seas capaz de correr.

Deberían lavarle la cara a todos los enigmas y comprobar que ninguno de ellos esconde una sóla pepita de oro que valga la pena. En cambio tú, constelación en decadencia, veneno inyectado, te bastas con tu simple apariencia para que algunos dediquemos toda una vida a desentrañar tus misterios, a deslindar tu anatomía. Porque el verdadero hálito de la vida y su energía sólo buscan el abrigo de unos pocos afortunados, y me parece que tú formas legítima parte de ellos. Porque el amor no respeta ningún convenio, se burla de las fronteras y se limpia el culo con los estatutos. A veces, ese caos químico termina por verterse en manifiestos del todo deplorables; alegatos que buscan comida en la basura y no miran atrás cuando cruzan la calle, como éste.

No, vamos, no me hagas eso. Ni se te ocurra tomarme tan en serio. Tan sólo sigue caminando, ahora que te has tomado tus cinco minutos aquí. Ya te he tocado una vez más. Tu jirón de carne y tus historias se quedan aquí conmigo. Ahora, calladita.

M

Perseguirla hasta el lugar más imposible. Si quiere refugiarse en una llama, arderé con ella.

No contaba con su magia. Atravesando una bruma espesa como la muerte, fui a dar con mis huesos a una especie de bosque desangelado. No había vida en esos árboles, ni correteaban animales por el lugar. La hojarasca bajo mis pies producía un crujido extrañamente raso, un eco que tan pronto crecía como de súbito expiraba.

- Fíjate - dijo a mis espaldas -. Aquí el cielo es verde.

M estaba allí, intacta, terrenal, absoluta. Aún con los brazos caídos, con esa poderosa señal de abatimiento en la nuca, se la veía dueña de su entorno. Incluso orgullosa. Era cierto que el firmamento y las nubes se mecían en un océano de clorofila. El paisaje inundado por un destello de esmeralda glauca. Congestionado, bello al mismo tiempo.


Le pregunté de qué color debería verse. De alguna forma, con aquella sonrisa, sugirió que la respuesta era
obvia para ella pero no para mí. Azul, dijo. Y el glauco se hizo cerúleo. Por unos instantes aquel bosque, retoño de su subconsciente, se hizo puro y auténtico. La transformación era obra y regalo de M, pero ella ni siquiera había pestañeado. De hecho su pecho no seguía ritmo alguno de respiración. Era la efigie de la quietud: una autoridad bufona y hermosamente inteligente. Dame más milagros, M, le dije. Haz más magia. Te seguiría a cualquier parte.

Esta vez sí se movió. Se encaró levemente hacia mí, tal vez sólo para mostrarme que podía hacerlo. Que suyo era el terreno por la seducción de sus dedos. Se movieron, corazón y pulgar, hasta cobijar entre ellos un suspiro en el aire. Chasquearon, y con ello se desató la tormenta: fue un relámpago fugaz tras el cual se desvaneció la silueta de M.

Cerré los ojos y dejé que los párpados recibieran el goteo de la lluvia.
Simplemente, comprendía. Aprendía de su mundo cautivador: estaba en la tela de una araña capaz de incubar paradigmas o pesadillas, y devorar los mirlos que se enredaran allí. La altisonante, discordante plaga desatada por el índice de una alquimista que me enamoraba, que me engullía con su rastro de sodio y permanganato. Si su garganta exhalaba ríos de polvo púrpura, por así intentar definir su voz, yo querría cubrirme de ellos. Bailé bajo la lluvia. Parecía tibia. Una suerte de abrazo húmedo que me hacía perder el suelo bajo los pies, mientras mi cabeza giraba como una enfermedad. Me despojé de la camisa y la hojarasca la engulló igual que hacen las arenas movedizas.

Reía como un poseso. ¿Para qué necesito ropa en tu mundo, M? ¿Para qué? Y continuaba haciendo trizas mi propio eje. Hermanándome con la náusea. Tengo de sobra contigo. Me
basta con tu gorro de hechicera, y con que te abras de piernas una vez más como aquella tarde a orillas del mediterráneo. Haz más magia para mí, M. ¡Haz más!

No sé cuanto tiempo tuvo que pasar hasta que quise aceptarlo: hacía un buen rato, quizá días, desde que M se había esfumado. Algo tras la cortina plateada me advirtió de que no volvería. Para cuando comprendí aquello también noté que el agua comenzaba a estar terriblemente fría. No encontraba mi camisa. Un vapor tenue llegaba desde lo remoto; algo que arrastraba consigo algún calor indescifrable, visceral, que M me hacía llegar a su voluntad. Podía verla encendiendo una cerilla en una oscuridad infinita, muy lejos de la frontera del tiempo y el espacio. Creo q
ue sonreía, sólo un segundo, antes de apagar el fósforo y desvanecerse en la negrura.






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Babilonia y el moho


"La gente cree que el vacío es la nada, pero no lo es. El vacío es una plenitud discordante, un mundo atestado de fantasmas en el que el alma hace un reconocimiento".


Henry Miller, Trópico de Capricornio


Es lo que se siente en las noches de San Antonio de Benagéber, bajo esa luna como único punto brillante en el desolado páramo. Los jardines y las terrazas escupen eructos de buenas comidas, tenedores de plata, papel higiénico de terciopelo perfumado. Las estrellas difunden, sobre la superficie de las piscinas dormidas, el reflejo de un brillo solitario y suicida; nadie las atiende. Canto para ti y despierto a toda la comunidad, que pretende acallar al piojoso intérprete lanzándole sus trastos viejos y sus hijas fracasadas para que se tomen un baño con él.

¿Buscáis un texto con fondo filosófico, humano? Pasad página. Para vosotros no tengo más que un cubo lleno de vómitos. Los días se suceden en una insufrible conspiración llamada a roerme los huesos. Veo pasar inútiles con sus perros a cuestas; creen que los están sacando a pasear, pero son los perros quienes les calzan correas a ellos. A veces me pierdo por esta Babilonia mugrienta de urbanizaciones; cerca de un claro se extiende una pequeña masía que parece una torre de observación. Tintineo de llaves: una mirada perdida, una corza en el rebaño equivocado. Es castaña, delgada, lleva una edición de bolsillo de Saramago bajo el brazo. La riñen por haber llegado tarde. Ella escupe sobre las rosas, las pisotea, las embadurna con una bilis sangrante y no quiere contener la hemorragia. La gacela quiere huir de este rebaño pero no la dejan: creen que la calle la destrozaría. Si no fuera hija única, hace años que la hubieran dado por perdida.

Hay una brecha en la fortaleza: el flanco noroeste del muro no tiene verja. Un hijoputa como yo la podría saltar al instante. El azar entra por el túnel de lavado y se cubre el rostro con jabón: un robusto naranjo está erguido y cruzado de piernas al costado de la única ventana que reluce en el segundo piso. De pronto soy felino y tengo la luna mucho más cerca: reluce por el lado que nadie limpia, así que el pueblo no está iluminado, sino que lo abriga una especie de aura mohosa, olor a calcio roído. Salto al batiente, dos golpes al cristal. La cortina se desliza y ella casi se muere del susto.

Pero, amor, ¿no ves que no es necesario explicarte quién puñetas soy y qué diantres hago aquí? El tiempo y el espacio me han permitido llegar hasta aquí, así que ábreme. Bajo la puerta de su cuarto se introduce una oscuridad desprevenida y el eco de unos ronquidos resuena por toda la villa. La habitación es esférica y yo soy el nuevo eje que dejará de sostenerla. Cuántos libros, chèrie. ¿Te gusta mucho Saramago? Ajá. ¿Qué me cuentas de ése que escondes bajo las faldas?

Toneladas y quintales de plomo ardiendo. Una lluvia de coral reflectante, una explosión de incienso, y finalmente el ruido de una ola rompiendo contra la presa. Ella encaja perfectamente entre mis brazos y, además, posee una gran conversación... hasta que se apaga lentamente como una batería y cae rendida. Mañana por la mañana tendré tiempo de salir y observaré que la luna muestra su otra espalda. Me encanta limpiarle las telarañas a las familias bien.

Tempus Fugit


Mis discupas por la más que caótica digresión de aquí abajo: éstas son la clase de cosas que nos suceden a aquellos que escribimos sin mucho mirar atrás. No ha sido la primera vez y, mucho me temo, está lejos de ser la última.


Igual que Henry Miller, me tomaré la libertad de dedicárselo

a ella.


Acabo de desenterrar unas cuantas perlas del pasado. Ignoraba que pudieran estar ahí, pero así era. Las muy putas no hacían ruido alguno, como si pretendieran tomarme por dormido. Hoy me siento aguerrido, estoico; así que no intenten sedarme. En este bolígrafo hay tanta, tanta energía; el viejo de Bruce Lee en un día de furia sonreiría. Tal como él dijo, somos o debiéramos ser agua; convertirnos en taza si viajamos a la taza, o botijo si viajamos al botijo. El camino no debería ser pedregoso, sino que pedregosos deberíamos volvernos también. Siempre sin olvidar nuestro pequeño punto de cocción: que nos golpeen no debería ser sinónimo de devolver el puñetazo, pero tampoco busques con calma el lugar adonde escupes la sangre. Vuelves a esconderte y ya no dejas siquiera cartas lastimeras de despedida... no te extrañe, pues, encontrarte un charco de sangre en la misma puerta de tu casa. Aquí se trata de poner el cronómetro y no huir despavorido cuando pueda detonar. Vamos, sabes de largo que estoy ahí, junto a cualquier gemido del viento, montado en la parte trasera de cualquier orgasmo, silueteándome tras los ladrillos de tu cuarto cuando crees estar sola con tus deditos. Hasta puedo notar que no te desagrada ser perseguida. Tú alimentas esos pájaros. Sé que gran parte de las ínfimas visitas que recibe este espacio son tuyas, porque la gran mayoría no podría entender estos textos ni con un manual de instrucciones adjunto.

Pudiera ser un problema inmerso en las raíces de la juventud contemporánea: a nuestro alrededor se nos colocan surtidores de regalos, carromatos repletos de esperanzas hueras y futuros coloreados sobre un papel en blanco y negro; y con la tontería, con el tráfago del dinero, con el desencanto vertiéndose en el fondo bancario, el fondo artístico (hoy en día cualquiera se cree con derecho a pintar, escribir o cantar como si el genio se construyera en un par de horas) o en el fondo de la botella, terminamos resultando un espantapájaros con los bolsillos tan vacíos como el cerebro. En el pecho sí albergamos muchas cosas, por supuesto; pero para entonces nos han agitado y despistado tanto que ya ni sabemos identificarlas. Creemos estar enfurecidos y anhelar batalla cuando sólo estamos confusos y buscamos comprensión. Nos da la impresión de estar tristes y necesitar consuelo, y es entonces cuando estamos de verdad enfurecidos y necesitamos un polvo salvaje. No creo que sean sólo las hormonas masculinas las que se sientan identificadas con este rasgón de dopamina: ¿no os estoy diciendo que se nos ha maquillado un cardenal de esperanzas hasta el punto de no darnos a conocer a nosotros mismos? Podría hacer una larguísima, interminable, ridícula enumeración de todo cuanto puede descentrarnos; pareciera haber una comitiva de desalmados al frente de todo este cotarro. No se me ocurre mejor sigilo para una invasión alienígena: una succión cerebral tan paulatina y furtiva, que los propios terrestres terminen pagando y disfrutando de sus lobotomías. Debe ser una lobotomía pasarse tres horas de la tarde charlando sobre los romances del Duque Nosoynadie cuando países enteros están hechos de hambre y enfermedad. Debe ser una lobotomía gastarse una décima parte del sueldo en un círculo electrónico que te postre sobre la silla por todo el día, y es que en la calle ya hay poco que ver porque todos han conectado sus neuronas a Internet y las tienen ahí, estructuradas en terabytes hasta que empiezan a oler a quemado y ya no saben retirar el enchufe. Este mundo gira, sí, pero gira en torno al eje podrido que describió Bukowski. Gira en torno a un atronador silencio, un blanco infinito, un óleo de cicuta engarzada con sabor a cereza. En el núcleo de la Tierra ni siquiera hay dolor; todo eso está reservado a los mortales de la periferia, que invierten su mayor parte del tiempo tratando de burlar al dolor y la tristeza como si fueran algo inorgánico, ajeno a su destino. Por mi parte, si el balón cae en una pista embarrada no me importa ensuciarme las botas. Las compré para eso, no para decir que me las he comprado y qué bonitas son, joder no. Hago del dolor un bálsamo para sí mismo. No trato de arrancármelo; más bien parto la flecha por la mitad. Igual que quien recoge un alambre del vertedero municipal y lo convierte en manillar de bici. Ahí le hemos dado: juguemos a ser Mcguiver's del dolor, que para eso hemos sido bendecidos con él. Yo recojo todas esas larvas y las alimento con mis propias escamas para aprender más viva y verazmente que de cualquier otra forma, por ejemplo viendo la puta televisión.

Podrías estar pensando en mí, en este preciso momento; y yo sin darme cuenta. Seguro que estás mordiéndote los labios mientras yo me limpio los dientes con un palillo. Pretendes abordar otro galeón y no te has dado cuenta de lo mal aparcada que está tu fragata... tan mal aparcada que yo mismo la he tomado y me he vuelto loco preguntando y degollando a la tripulación hasta que escupen tu actual paradero. Busca una buena y guarecida posada y no pierdas de vista un segundo tus espaldas, porque ahí voy a estar yo suplantando a tu sombra. Vamos, tengo más pies que tú; y brazos más largos por si acaso llegas al fin del mundo y no tienes donde agarrarte. Soy todo garras y cepos y dentelladas. La alarma que te empuja de la cama quince minutos antes. Puedo ir muy lejos y sentirme como si estuviera yendo a por pan, así que no puede costarme mucho preguntar en Beijing por tu nombre. Sabes mejor que nadie la de maravillas que hacemos juntos en cualquier lugar, remando a la deriva de noche sin que haya cosa más especial o profunda que podamos hacer, más que charlar y desafiar al infinito, charlar tajando el césped, charlar junto a la catedral del mar, charlar en un viaje de alfombra mágica, charlar por el legado de Rimbaud o Baudelaire, charlar y después charlar y mutilarnos a charlar. Lo demás es historia. Y la nuestra siempre ha sido una no-compañía. Adónde leches vas, pues. Revisa todos tus pasos porque creo que te has dejado algo y son las manos cortadas de un servidor, que exige se las devuelvas o tendrá que pasar noches y noches reescribiendo charlas. Así que quieres saber qué te diré cuando te tenga en mis manos. Puedo decirte: no perdamos más el tiempo y sudemos un rato en el corral. No te persigo porque crea que algo pueda valer la pena. Te persigo porque sé cuanto vale la pena. Lo sabemos. Hemos captado olores magnánimos infiltrados en nuestras cartas y lo sabemos muy bien. ¿Te he hablado de cómo hacían el amor en la antigua Grecia? Pongamos que yo soy Dioniso y tú la Dafne más escurridiza... y que te quiero por igual.

...y poco más

Se guardó la tarjeta envuelta en sudor. La invitación había llegado con un misterio atrayente ahora convertido en cruel; un espejo que desdoblaba un camino bordado de tensiones. Habían dejado los postres, los puros con su cinta rosa y las conversaciones suspendidas en las mesas del salón, y ahora sacaban el mechero mientras se apretujaban en las americanas.
- Será la última vez que podamos hacerlo, ¿no? – sonrió Jorge-. Cada vez que te imagino en un altar…
‘Nandín, chacho, es como no verte a ti’, le había dicho. Le devolvió la sonrisa como quien devuelve un empellón. Con un gesto le instó a que se colocaran bajo la escalera de piedra, donde el viento no molestara a la llama ni a los dedos, deshaciendo sin prisa y sin pausa los grumos de marrón oscuro. El de Jorge tenía un tono un tanto más claro, y por algún motivo que Nando juzgó puramente estético, aparentaba saber mejor.
Sabía desde hacía varias horas que ya no podría escapar de la fatiga; a pesar de que Jorge seguía siendo Jorge – y eso en el fondo era bueno-, estaba deseando pasar lo que quedaba de boda en cámara rápida, como un rápido muestrario de fotos de un viaje fallido; comprimir el cóctel y el embarazo del tradicional baile de los novios. Volver a casa lo antes posible.
Pensó que tocaba hablar por hablar.
- ¿Qué tal está la cosa por Extremadura? – y señaló con la frente lo que Jorge tenía entre las manos. Éste ya se desenvolvía con la lámina de papel.
- Jodida, como en todas partes. Ésta es del Mario, le llaman el Mercachifle, ¿sabes?. No sufras, ahora haremos un exchange.
Para colmo, los zapatos nuevos, ‘en los probadores no apretaban’… y la gruesa americana, y la camisa de franela parecían escasos ante la creciente brisa helada. Las temperaturas habían acogido su regreso a la ciudad con el despecho de costumbre, manifestado en el viento que sondaba la profundidad del patio, a través de los frisos de mármol y el saludo de los leones petrificados a la entrada. A pocos metros se extendía la alfombra roja, y las velas apostadas a la entrada del mesón permitían a ese carmesí pronunciarse por encima de la seriedad de una noche sin estrellas.
El humo pronto marcó un trazo rectilíneo, de los labios al claroscuro del patio. Llegó el manto cálido y a la vez nulo a los párpados y a los músculos.
- Me ha gustado eso que me has dicho antes.
Jorge cerraba los ojos y atendía a otra cosa.
- Yo también me hubiera aburrido lo mío de no haber estado aquí Carlos y tú – prosiguió.
Le contestó una sonrisa perdida en la neblina.
- No me canso de decírtelo, tío – no, Jorge no se cansaba, era cierto -. Tengo muchos primos, todos en el barrio los conocen, pero al que no conocen es al mejor.
Nando miró con algo de extraño recelo ese brazo que se le cernía sobre los hombros.
- Aparte que es verdad – siguió Jorge -. Carlos no quería venir. Si no llegas a estar aquí… descarado. La leche, necesitaba yo verte.
Recordaba las fallidas explicaciones, dejando el pastel de chocolate a medio terminar; se incomodaba. Ciertos temores y deseos persistían, pero todo lo demás se expelía cómodamente contra los antiguos muros de piedra.
- Me gustaría pedirte un favor.
‘Oh, sí, claro’ contestó un apurado Jorge; y sus manos intercambiaron lo que llevaban.
- No me refería a eso – ‘éste Jorge, más despistado y lo llamarían genio’ -. Estaba pensando, sabes, en un favor estúpido; más que este. Y no acepto un no por respuesta.
Y se lo pidió, pero lo hizo en términos incompletos, como si quisiera disfrutar con esos segundos necesarios para comprender. Jorge se había sentado en una rampa que escapaba de la farola más próxima, quedando tan sólo iluminado de vientre para abajo. Sus piernas dejaron de balancearse.
- Entiendo.
Pensó que ese instante no podría repetirse, no podría escribirse, no debía borrarse. Ah, la tía Macarena se había llevado la cámara digital.
- Entiendo, entiendo, la madre que te trajo, ¡Nandito! ¡No me lo puedo creer!
Tuvo que aceptar el abrazo, que llegó más rápido de lo que esperaba: Jorge siempre había sido más ágil que él. Ahora sí veía la descarada blancura de los dientes, y sus manos lo apresaban entre los hombros.
- Has de comprender – le dijo con calma -, que todo esto no debe saberse. Sí, tu creerás que es el momento ideal, pero…
- ¿Pero qué? Ahora mismo montarías la guinda que le falta a todo esto. Un verdadero vendaval, ya lo creo. Además, ¿tú has visto cómo están la abuela y el tío Benito? Lo que necesitan oír algo así…
Un empuje de origen incierto pedía a Nando que confesara no haber pensado en nadie más que en él mismo al contar su pequeño secreto. Pero optó por tomar otro ignorarlo, mientras analizaba el desagradable contenido que ‘vendaval’ tenía en aquél momento.
- Y lo oirán, primo. Pero ahora no, no quiero. Y Paula tampoco quiere, cosas… cosas suyas, entiéndelo.
Porque ‘entiéndelo’ era un estoque que desarmaba siempre a Jorge, que relajó los brazos y asintió con seriedad. Rápidamente esgrimió de nuevo su sonrisa de bufón.
- Qué bárbaro – se llevó ambos dedos a los labios y aspiró-. Y qué grande estás. De aquí a poquito, casado y con hijos. No pinta mal tu día de mañana. Chato, nunca pensé que alguien pudiera quererme como padrino… puedes contar conmigo, ya lo creo.
La brisa levantó una pequeña polvareda que provenía de los campos circundantes.
- Cuídala, porque se lo merece. Es una tía estupenda – dijo Jorge.
Lo era. Y Nando sólo hubiera pedido estar con ella. Con su brazo al lado, la seriedad obligada en ciertas convenciones se volvía un tanto más soportable. Pero en cambio no podría haberse escabullido con Jorge. Paula sabía lo que venían a decir esos ojos enrojecidos; de inmediato, una mirada censora, y la noche se hubiera desteñido con la incomodidad que se disimula torpemente por educación. Sin Paula, con Paula. Sin hijos, con hijos. Un abismo vacío dos pasos atrás y una comitiva de espadas dos pasos al frente. Siempre pisando un terreno húmedo en el que los pies sólo habían dejado de patinar al reunirse con Jorge; un primo al que querer pero que también dejaba abiertos muchos interrogantes. ¿Qué eres tú, Jorge? Tan camaleónico, brillante unos días y hermético unos otros. ¿Un solterón sin remedio? ¿Un carismático trastorno bipolar? ¿Una desdeñosa e irónica respuesta a las esperanzas de la familia?
Fue una vez para él algo más. Por muchos años, un mentor; un profesor de danza caído de otro siglo, que le enseñó a no caerse en la lactancia, le descubrió nuevos pasos de baile en la adolescencia, le abrió las puertas al gran escenario en la juventud, hasta que de pronto se acabó la función. Y sólo quedaban ecos fuera de compás.
Aquél sería el último momento de esparcimiento que podría compartir con él. Al menos, con él y aquel denso frío de humo. Al tiempo que aceptaba esa idea, la enfilaba ante sus ojos; como si lo que quisiera hacer no correspondiera con lo que estaba haciendo. De nuevo el barranco y la espada, de nuevo la encrucijada. Pasaron dos camareros de camino a la bodega. El haz de la farola hizo relucir algo que llevaban en las manos, muy probablemente las bandejas plateadas con las que habían repartido puros y presentes. Nando les sonrió, escondiendo la mano. Se llevaban de nuevo las bandejas a algún almacén perdido y sombrío, hasta que llegara la hora de blandirlos de nuevo en el magno salón donde las paredes sonreían de azul celeste y todo eran promesas, pajaritas al cuello, cubertería fina, difusos reflejos en las cristaleras; tintineos.
- Todo en general me tiene acojonado – dijo al fin.
No tiene porqué ser el final de nada. Ni tampoco el principio de algo. Fíjate.
Nando, espeso, se había detenido a pensar en si no estaba más guapo con la boca cerrada. Pero pronto vio un dedo que se le ponía al frente para insistir en lo que debía captar su atención.
En el segundo caserío, los dos camareros, ahora con pañuelos blancos en vez de bandejas, se habían plantado en el otro extremo de la alfombra roja. Nando vio claramente cómo a la entrada se recortaba una tercera silueta – portero, maestro de ceremonias; un extra más en el extenso reparto de los servidores nupciales – y le entregaba a uno de los camareros lo que parecía un traje de frac negro envuelto en plástico.
Aún tratando de exprimir la deducción más rebuscada, Nando no terminaba de comprender. ‘Y ahora éste dará su golpe de gracia y dará un discurso desatinado sobre lo que realmente quería decir… ‘
- Ese tipo – masculló su primo, escupiendo hebras de tabaco -. Nos ha estado sirviendo esa sopa y ese pollo tan ricos ahí dentro, pero aún no se puede ir a casa. No. Le queda otra cláusula en el contrato, ja, ja. En esa casa es donde Julia y Tristán bailarán a Sabina, y el padre de la novia se sentará con los ancianos mientras tú, yo y los demás invitados arrasamos las reservas de vodka y JB.
"Será algo grandioso, ¿cómo decíamos tú y yo en los partidos? Tremebundo. Casi tanto como lo que ha sucedido hace un par de horas en el altar. Casi tanto como ese discurso que el novio no quería leer, seguro que por eso le ha quedado precioso."
"Pero míralo, míralo bien cómo se lleva el traje. Para este tipo, la cosa es así, y poco más. Camisa blanca por frac negro, servir el champán y todo eso, como manda la casa. Seguro que en verdad acaba de recordar dónde ha dejado las llaves de su coche. Pensará: ¿qué habrá últimamente para ver en el cine? O contará las horas que faltan para volver a casa y tirarse a su novia."
"Entre tanto, la gente que pide canciones pasadas de siglo, se va a llorar, alguno dirá que no se sentía así en mucho tiempo. O en toda la vida."
Pasaron unos segundos. Con su aspirar, Jorge reavivó una pequeña lumbre a uno o dos dedos de su boca. ‘Y ahora tratará de desliar todo el nudo con una rápida frase…’.
- Aquí estamos, primo, fumando manteca fina a la luz de la luna. Y no hay nada más. No habrá nada más.
Las tres figuras desaparecieron en el interior del caserío, dejando a Nando y a Jorge totalmente sólos en el patio. Más allá de la verja blanca, pasaron dos conos de luz: era el primer automóvil que veían en toda la noche. Una altiplanicie de hierro y ladrillo, velada por el humo y la niebla de Octubre, exponía los límites de una Madrid desnuda de su tráfago interno. En la lejanía se mostraba más suya, más vasta y misteriosa.
Solemnemente, todo se desvanecía. Los minutos anteriores no contaban y era como si el rostro de Jorge fuera uno de los que se ven al despertar. Tenía los pómulos al rojo vivo, a pesar del frío.
- Por cierto – irrumpió Jorge -. Patricia sabe escogerse las amigas. Son de toma pan y moja.
Nando le empujó con eso que no era sino cariño. En otro tiempo, hubiera pensado de su primo: qué vulgar, soez, rompebragas; siempre igual. Pero ese siempre igual era el colofón perfecto para quererlo, y para abrazarlo; cosa que si no hizo fue porque pensó en el baile, donde habrían momentos de sobra para ver llover besos, abrazos y hasta algún principio neurótico.
Será mejor que volvamos o sospecharán. Eso lo acordaron sin abrir la boca, como tantas otras cosas. Una calada final, y los círculos brillantes rodaron cuesta abajo por la rampa hasta que el viento los redujo al color de la noche. Regresaban al salón cuando vieron a todo un río de familiares e invitados que atravesaba la alfombra, en olas ordenadas por apellidos y costumbres en común.
- Se acabaron los postres. Creo que se nos ha ido la olla un poco aquí.
El brazo de Jorge ya no le parecía molesto.
- Pero esto no ha hecho más que empezar, primo. Vamos al baile a que nos den las diez…
- Y las once, y las doce, y las…
- Jorge, pórtate bien – le palmeó un par de veces la barriga -, y quizá me lo piense y te ayude con esas niñas de toma pan y moja.
- Eh, me pido la castaña. Te regalo esa tan sofisticadilla, toda para ti. Quiero verte pegadito a ella.
Tú lo que quieres es que me crucifiquen, ¿no?
- Bah. Dentro de unos meses, eres tú el que va a estar en el centro de la pista. Esta será la última vez, primo. ¡La última!
El portero que minutos antes era camarero les saludó y cedió paso al interior del caserío. Su sonrisa era la misma, pero los ademanes habían tomado una faz distinta. Tras ellos se mezclaban varias generaciones de voces enredadas, y el viento de Getafe arreció un poco más.

Acuario


- No- dijo él-. No querría hacerlo.
Se había estirado hasta que las piernas, antes enmarañadas entre las de ella, se volvieron paralelas. Ella sintió un roce gélido surcando las puntas de los dedos de sus pies, y cerró los ojos un instante.
Él había comenzado a hablar. Y por lo que se adivinaba, iba a decir algo totalmente inesperado. Retuvo la mirada un par de segundos más.
- No. Prefiero hacer esto.
Se inclinó con suavidad y pasó los labios por la frente desnuda.
- O esto.
Ladeó la cabeza para poder desgustarle el lóbulo de la oreja, que se escurrió como un pedazo de carne tierna por entre los los labios húmedos.
- O esto.
Y jugó por tercera vez con los labios, esta vez para acariciar el inferior de ella, tan despacio que tuvieron que cerrar los ojos para notarlo. Ahora se sentían nadar dentro de un acuario cálido.
- Pero nada más.
Las paredes eran de un color ambarino muy brillante. Si hubieran optado por un transcurso distinto esa noche, si hubieran permanecido en el restaurante para postergar la cena de negocios, si aún estuvieran moviendo piernas y caderas en la pista parpadeante, ¿qué hubiera sido de todo aquello?
A este pensamiento, él le añadió gotas de su inspirada cosecha. ‘Habrían pasado años hasta tener otra oportunidad para decirlo. Habría recorrido una noche larga y tortuosa en la intimidad de mi habitación, escribiendo una frase que quizá jamás hubiera llegado a pronunciarse’.
Ella miraba a su amigo, que ya no era tal sino un dúo alarmente de ojos grises que la arrastraban, sin pedir permiso, al fondo del acuario. Miraba a su amigo y se preguntaba porqué había de ser su amigo.
- Has crecido mucho últimamente, Marcos.
Él se adelantó. Entre sus brazos, ella giró el cuerpo y hundió la espalda contra él. Ahora ambos miraban en la misma dirección: la puerta de marrón antiguo no ahogaba un frenético ritmo de fiesta que provenía del sótano. A poco de que amaneciera, ella dudaba de que quisiera hacer cosa al día siguiente.
Sería domingo. ¿Porqué no quedarse en la cama, estirando las horas, hasta que tal vez él cambiara de opinión?
- Podrías apagar la luz. Es buen momento.
La lamparita murió de pronto y Marcos siguió haciéndole cosas que no hubiera hecho en ningún otro momento, sin llegar a hacerle lo que había deseado en todo momento.

Los labios


Comprendió que lo consideraban un viento perfecto para un campo imperfecto. Que él era la persona que ella bien podría necesitar.
Así interpretó las sonrisas confidentes, los espontáneos juegos y chistes a los que le empujaban todos aquellos rostros que surgían de las calles, asomaban por sus esquinas. Uno a uno, se fundían en una compañía cada vez más agradable. Cada minuto que pasaba se encontraba más a gusto y nada lo parecía impedir, como si los acontecimientos hubieran concordado en brindarle una noche inolvidable. Llegó a buscar su mano mientras caminaban al frente, rodeado por un grupo de extraños que bien pronto se convertirían en amigos.
Se había sorprendido al conocerla. La palidez de su cara. Los labios eran finos y purpúreos, un trazo de pintura de coral. Pero tan pronto rió él por primera vez, se unió ella, y el eco de las carcajadas surcó la ciudad; despertaron la plaga que avivaba el fuego de las calderas y brindaba nuevas amistades venidas de la nada.
Acabaron siendo unos nueve, diez. Y formaron un círculo cuando así lo ordenaron el disfraz de saltimbanqui, y la mujer de la vara de fuego que trazaba círculos anaranjados en la plaza desierta, bajo las estrellas; los acróbatas, payasos y forzudos desterrados.
Era una función circense que se había emplazado en medio de ‘su’ plazoleta, lugar en que cientos de historias que Ella vivió se retorcían ahora; despertaban bajo tierra. Los niños bailaban alrededor de los tristes payasos, se subían a las pesas de los forzudos, abrían la boca de admiración ante los poderes del mago. Él, ella y toda su troupe se adentraron en los destellos y los recuerdos conscientes. Quisieron sentirse niños de nuevo. Fue cuando el mago pidió a los presentes que formaran círculos, y que toda persona en ellos apoyara la mano derecha en el muslo izquierdo de quien tuvieran al lado.
Así sentirían, dijo el mago, una nube fría que los uniría por siempre jamás. Una corriente imparable de energía a través del círculo.
Nuestro protagonista se había despistado. A su lado no se había sentado ella, la de los labios morados, sino una de sus amigas; uno de los nuevos rostros. Todos se pusieron en cuclillas, dibujaron nerviosas sonrisas, movieron sus brazos.
Y entonces, el silencio se hizo dueño y señor de la plaza. Se velaba por millones de muertos. Las luces y las voces de los edificios se apagaron. Pendió una nueva clase de corriente.
“Cerrad los ojos”, dijo el mago, “notad la energía”. Y el chico lo notó. El goce de un cuello que se eriza como si lo acariciara un pez de espinas de hielo. Abrió los ojos, y encontró la mirada de ella frente a frente, como único grito verdadero en el eje de un hermoso silencio. El púrpura se había incendiado. Ahora era un carmesí radiante y húmedo.

Cristina



“Dentro del movimiento, hay un instante en el que los cuerpos permanecen en perfecto equilibrio”

Henry Cartier-Bresson, fotógrafo


Sucedió al igual que cuando una cámara capta el equilibrio perfecto del movimiento. Un chasquido, un fogonazo y la belleza del mundo ya es tuya.

El muchacho está sentado a corro con un grupo de buenos amigos. Las únicas luces provienen del imponente escenario, apenas cincuenta metros al frente. Todo lo demás es un confuso juego de sombras, formas de humo, y algún grito despeñado. Sólo huele a la clase de líquidos que terminan por abandonar el fondo del plástico.

Uno de esos vasos vuela desde ninguna parte y aterriza ante sus ojos. El muchacho jura escuchar un chasquido, ver un fogonazo. Es momento de mirar al cielo y recordar.

Lleva casi la mitad de su vida ansiando ver ese grupo en directo, y corear sus versos favoritos como si recitara las estrofas de su propia historia. Sería capaz de anclarse al suelo con uñas y dientes si cualquier viento tratara de arrastrarlo a otro lugar. Pero como el niño que suelta el globo sólo para ver cómo lo engulle la estratosfera, alza la mirada hacia las nubes y ante él aparece la imagen de Cristina.

Cristina, la que vio por primera vez en una fila de castigados en el instituto, bromeando y satirizando al frente de una fila de muchachos cabizbajos. La que más tarde comenzó a acompañarlo a todas las salidas de clase, descubriendo con mutuo asombro lo mucho que disfrutaban con su compañía. La que rechazó su petición de “salir juntos” porque ya con catorce años adivinó cuál era el verdadero valor de una amistad. Cristina, la que contempló como ese mismo muchacho la insultaba porque era lo que los demás querían ver; la que aceptó sus disculpas cuando él cayó definitivamente en la cuenta de que era idiota perdido.

La que, años más tarde, dijo: “Vente a mi ciudad a celebrar mi cumpleaños”. Y, según afirma, aún llora cuando recuerda todo lo que le deparó ese cumpleaños.

El muchacho advierte que ha dejado su raciocinio en manos de Dios desde que empezó el día. La máxima de estas situaciones, los conciertos soñados, es volverse pura energía y no pensar. Simplemente no pensar.

Pero piensa, por un segundo en el que las 60.000 almas que lo rodean parecen callarse, y el último vaso de cerveza rueda por el suelo para quedarse congelado en un perfecto equilibrio. Le da la cara al cielo nocturno de Madrid y le devuelve la sonrisa a su querida amiga.

Todo es tan espontáneo, tan perfecto, que el muchacho ha de apresurarse a limpiarse esa lágrima traicionera. Son los restos húmedos de un instante de paz en el salvaje océano. Ese instante en el que cien conversaciones se detienen al unísono y el espacio de aire que pende entre ellas se puede acariciar.

Sorbe algo de cerveza, si le queda, y se reincorpora al círculo. Tal vez nadie tenga más ganas de que empiece la función, pero el muchacho está mucho más calmado que la mayoría.

Sabe que, por hoy, ya ha vivido más que suficiente.




Nota al margen. Otro momento que me hubiera gustado compartir contigo: Rage Against the Machine termina de tocar “Bombtrack” y salen del escenario. Al fondo del mismo se ilumina una dantesca estrella roja de cinco puntas. Más de treinta mil almas alzan el puño izquierdo a la par que suena “La Internacional” a todo volumen.