Memorándum

Me gusta Davinia porque huele a lavanda, y con su cuerpo bajito y su pelo corto y castaño parece un árbol pequeño en otoño. Me trae el desayuno todas las mañanas y se queda un ratito a charlar conmigo. El caso es que yo nunca he sido mucho de hablar, pero eso ella lo ha sabido ver desde el primer día, y además no le importa. Me hace sentir bien. Un día me dejó un cuaderno y me pidió que lo usara para explicar por qué creo que estoy aquí, y eso intento, pero es difícil saber por dónde hay que empezar.

Yo pienso en la distancia de mi padre, en la forma con la que mi madre hablaba de mi hermana, siempre tan orgullosa, y en cambio procuraba no mencionarme a mí; pienso en los chicos que me restregaban la cara con mi bocadillo de chorizo mientras todos los del patio formaban un corro alrededor. A veces he llegado a preguntarme para qué me dejan vivir cuando con un desperdicio lo suyo es tirarlo a la papelera y empezar de cero. Eso es lo que debí pensar el sábado justo antes de coger el cuchillo, porque la única esperanza que he tenido en muchos días de mi vida ha sido la de acostarme confiando en que a la mañana siguiente me despertaría siendo una persona diferente. O a veces pienso que el problema no está en mí, que es la crueldad. La crueldad es un sentimiento bonito, o me lo parece. No es que yo sepa mucho de ella, pero siempre se han empeñado en restregármela por la cara.

Se llamaba Alicia. Hablo de ella en pasado porque, como dice Alberto, que creo que es el único amigo que tengo, hay que pasar página. Ella no tuvo la culpa de nada: soy yo, que me enamoro de toda mujer que me dirija más de tres palabras seguidas. Mirándome al espejo pienso que yo tampoco me dirigiría más de tres palabras, la verdad, y además tengo una mirada de esas que incomodan, porque la mayoría de las veces me parece que la gente habla como con segundas intenciones, de modo que me quedo un rato parado a ver si consigo entender lo que quieren decir. No soy muy listo, aunque Alicia me encontraba gracioso. Incluso conseguía que me salieran las ocurrencias que sólo me vienen cuando estoy a solas, y no cuando quiero que las oigan las demás, para que vean de una vez por todas que tengo mi astucia y eso. En clase de gimnasia me caí al suelo cuando intentaba agarrar la pelota que habían bateado los del otro equipo, y al incorporarme vi cómo Alicia hacía el ademán de levantarse del banco para ayudarme. Vamos, Adrián, gritaba. Qué rojo me puse, y eso que no quería. Raúl y los gilipollas estos se dieron cuenta y dijeron que seguramente me había corrido del gusto, por eso me pasé el resto del partido sin fuerzas y como cabizbajo. Eso me pasa cuando doy el día por perdido. Pero después Alicia se me acercaba con su sonrisa de siempre, y con eso yo entendía que seguía estando de mi lado. La chica que me gustaba en segundo, Cristina, no actuaba así: debió pensar que ser amiga mía la haría perder popularidad. Alicia tenía mucha más personalidad, y dentro de lo que cabe, creo que yo le gustaba tal y como soy. Por eso saqué fuerzas. La noche anterior, como casi no había podido dormir, me había pasado mucho rato enfrente del espejito que tengo. El marco lo componen cuatro dragones que se muerden la cola. En él me veo como si jugara una partida de rol y pudiera ser el personaje que yo quiera. Tenía más o menos las palabras, que eran las más sencillas, porque cuanto más me esforzaba en parecer sorprendente u original menos sabía lo que estaba diciendo. A veces pierdo el hilo de mi propia conversación, por los nervios, y por eso en fiestas me pongo a beber muy rápido para que se me pasen. Casi siempre funciona, aunque el verano pasado no funcionó y acabé sentado cuatro horas junto a las vías del tren hasta que Alberto me encontró allí y me llevó a casa.

Yo estaba muy confiado, de verdad, pero esperaba otra cosa de Alicia. Si hubiera estado más pendiente de mí, igual habría sido distinto. Me pasé como dos horas parado en una esquina, fijándome en lo que hablaba con sus amigas para ver si decía algo de mí. Olga, la prepotente esa que parece una cigüeña y lleva un moño horrible, me echaba miraditas; pero con esas cosas nunca se sabe. El caso es que yo estaba a punto de invitar a Alicia a un cubata cuando apareció Raúl. En los vestuarios ya había oído algo en plan: a Alicia me la casco yo estas fiestas, ya veréis, pero como es un imbécil y ella no se junta con gente así, pues no le di mucha importancia. Pero pasaba el tiempo y ellos dos cada vez se juntaban más. Empezaron a reírse juntos y a bailar pegados. Yo ya iba por el séptimo cubata, o el octavo, no lo sé: también había bebido mucha cerveza. De pronto los miré y estaban besándose. La gente se acercaba y decía uuuuh, uuuuh, como silbando. Yo miré a Alberto y le pregunté si tenía un cigarro. Me dijo que no, de modo que terminé de beber y volví a casa. Me puse un vaso de agua y me asomé por la ventana de la cocina. En el patio de vecinos apenas se veía nada con la oscuridad. Me puse a hablar conmigo mismo, y hasta me reía yo solo. La señora Concha se asomó para gritar qué hacía despierto a esas horas, y yo la mandé callar por cerda e hipócrita. Le compra a su hijo todo lo que le pide, aunque no sepa escribir ni su nombre y venda porros en el parque. Grité: que os follen a todos, hijos de puta, yo voy a hacerme una paja y acostarme, pero en vez de eso agarré el cuchillo grande de la carne y me rajé con fuerza en la muñeca. Recuerdo que se me fue la vista a la pared, y joder, menudo chorro salía. A pesar de eso yo seguía riéndome, creo recordar. Mi hermana pequeña apareció de pronto en la puerta. Se conoce que yo estaba en el suelo, medio desmayado; lo siento por ella y por lo que vio. Sólo tiene cinco años.

La verdad es que no vi túneles, ni luces blancas, ni nada por el estilo. Eso es para los pusilánimes religiosos. Yo sólo sé que me desvanecí, y al abrir los ojos estaba en esta misma cama. Mis padres y mi hermana vienen a verme aunque en el fondo aquí se está bien: cada día me sirven la comida y me cambian las sábanas, y también me dan medicamentos y me ponen alguna que otra inyección. Una tipa gordísima viene de vez en cuando a hacerme preguntas. Se la ve muy convencida de poder ayudarme, y dice que yo no tengo nada de raro como persona, que sólo necesito moldear mis valores y la opinión que tengo de mí mismo. En verdad creo que no tiene ni idea de lo que dice, y además se ultra-perfuma como si con eso quisiera dar imagen de éxito y sólo consigue parecer un cubo de pintura con patas. No tiene nada que ver con Davinia. Davinia sabe escucharme, sonríe siempre y no para de decir que soy un chico majísimo. No le ha hecho falta estudiar psicología para entenderme. Me llama la atención que los médicos me dijeran que no hay en el centro ninguna enfermera llamada así, pero debe ser porque es nueva. En fin, tal vez con el tiempo lleguemos a conocernos mejor, y quién sabe si en el futuro llegaremos a algo más serio. Cogernos de la mano, besarnos, vivir en un piso, tener niños; esas cosas. Estoy convencido de que podemos. Pero tampoco quiero precipitarme. Tengo que hacer las cosas con calma y pensar bien en lo que le voy a decir. No quisiera llevarme un palo y acabar haciendo alguna locura.



El pánico


Las lenguas incandescentes se elevaron en la noche. A Jesús le pareció que las llaman lamían las estrellas, viéndolas desde donde estaba, sentado a horcajadas sobre el follaje y cubriéndose la mano de tierra e insectos aplastados.
- El mar no perdona… inunda las calles… y los hombres abren sus ojos, espantados ante la ola eterna que los engulle…
Fran alzaba los brazos y cantaba, aderezando su ebrio discurso con algún que otro eructo. Jesús llevaba un tiempo viéndolo todo a través de un cristal furioso y deforme, como quien permanece frente a un libro que detesta pero que no puede dejar de leer. Odiaba el fuego, odiaba la noche y la cerveza sabía a hiel. Pero no podía mover un solo músculo.
Fran movió los brazos y arrojó algo a la hoguera.
- Feliz navidad- eructó de nuevo-. Sabes, el alcohol es el desayuno de los poetas. No ha habido genio que no haya gozado de su trabajo entre tragos.
La voz de Fran sonaba diferente de cuanto había oído en los diez años anteriores. Los separaba una especie de velada lejanía. Sus palabras también le sabían a mierda, pero por algún motivo sentía que entre ellas se escondía algo parecido a la reinvención; una catarsis que se aproximaba, inminente, como la oscuridad se acerca al moribundo.
- Adelante, Jesús. Tíralo.
Sacó la cartera de su bolsillo y la abrió. La fotografía de Eva frente a la noria estaba en el mismo lugar de siempre. Movidos por el viento, los cabellos tapaban parte del rostro de la chica; el brazo izquierdo no se veía al estar ella en escorzo, pero tras la espalda asomaba claramente la nube de algodón de azúcar.
- Hay que abrir un nuevo amanecer, hermano.
No quiso ver cómo se consumía aquél recuerdo. Pasó a rebuscar entre su pequeña mochila hasta sacar el ejemplar de “historia de una escalera”. La lumbre de la hoguera permitía, a duras penas, vislumbrar la atípica letra de Eva en la primera página: algo sobre la felicidad y el amor eterno, sobre motivos para sonreír y para amar la vida. Luego el nombre de ambos, y una fecha que databa de 1.994. Todo acabó en el fuego.
Fran aullaba bajo la noche como un indio Cherokee.
- ¡Se acaba un día y amanece otro!
Y daba vueltas, más vueltas sobre sí.
- ¡Libres!
La mochila entera voló hacia el resplandor anaranjado. Jesús miró un instante la botella de ron: pensó en beber, pero se sintió incapaz de hacerlo. Se aproximó a las llamas y vertió allí el contenido: la lengua de fuego crepitó con repentino estruendo y el grupo circundante de olmos pareció revelarse ante ellos para después apagarse de nuevo.
Fran se aproximó hacia él y lo abrazó. Sobre sus mejillas, por la espalda, por la cintura, las manos no se movían como un alivio sino como una horrible carga. Jesús pensó que había un depresivo tinte de locura en la situación. Después pensó en entrar él mismo en la hoguera.
- ¿Te das cuenta? – lloró Fran-. A kilómetros de aquí, la gente brinda en la mesa y escupe pepitas de uva… para celebrar nada. Se atañen a la excusa del calendario para reunirse con sus familias y fingir que son felices, y que los próximos 365 días serán mejores.
De pronto imaginó algo absurdo.
Vio a Eva abrazando a su padre, vestida con aquél jersey negro que compraron dos semanas antes de otro día que también estaría marcado en el calendario. Jesús nunca había estado seguro de haber estado consciente aquél día, entre el amasijo de hierros del coche y otro resplandor, más corto pero muchísimo más intenso, asomando por fuera de las ventanillas sin cristal. Sólo recordaba que el mundo se veía al revés desde donde estaba. La carretera era el cielo y las llamas caían desde él hacia las nubes blancas del suelo.
- Tú no necesitas nada de eso. Ni siquiera deberías creer en lo justo y lo injusto. Gocemos con lo que tenemos, hermano.
Se le quedó la voz en el pecho. Pensó en decir algo hermoso. Una única palabra que pudiera expresarlo todo.
- Eso es, hermano. Suéltalo todo.
Imaginaba las lejanas luces de la ciudad reflejando una insoportable inmundicia a lo largo de las paredes de las viviendas. Imaginó el universo replegándose sobre sí, devorando todo rastro de luz y de vida hasta arrasar su cuerpo.
De pronto, las manos de Fran le obligaron a mirarle mientras le decía que mañana sería un nuevo día. Y sintió que el pánico, al menos por unos segundos, enflaquecía.



Sensual Stream of Conciousness

La atraviesa un corpóreo estruendo de hormigón. En su postura horizontal, deja fluir un sobresalto que recuerda a la súplica de los desamparados. Lánguido, sacramental, el gemido decae en un arpegio que retrocede de la laringe al vientre. Algo despierta entre la maleza aterciopelada que ahora forman las sábanas: un puño se aferra al ángulo del camastro, como el de quien está a punto de caer por la borda; pero la agitada marea del Pacífico no espera debajo, sino encima. La húmeda y ovoide profundidad de unos labios abiertos se cierne sobre su hombro, donde la carne abandona la atmósfera para sumergirse en una burbuja salivada y termal. La melodía olvida su estribillo, se libera de su estructura y se desquebraja en una atolondrada fanfarria en la que saltan las cuerdas y vuelan los arcos de los violines. La medida racional del tiempo y del espacio queda subyugada al poder de una comunión que, por fanática y dopamínica, desgaja la percepción de la materia y domina el sentido secuencial: el instante se distorsiona y no parece acabar nunca. Y cuando la espuma rompe finalmente contra la presa, abriendo una fuga de agua gélida, los dos amantes se dejan caer en el vacío de su propio abatimiento y respiran hondo, sintiendo cómo el eco de esa vibrante corchea huye del calor de sus cuerpos y se confunde entre la humana atmósfera de la habitación.



René Magritte, Les Amants (1928 -National Gallery of Australia).

XIV


Veo cómo un lento contorno
se perfila. Sombras de tinta
que dan forma a tus ojos.
La tierna curva que afila
en la nariz un ángulo ansioso.
Veo una acera en la que darías
cuerpo a un mero esbozo,
voz y rostro a la sinfonía.

Y puestos a soñar, veo:
una mano sobre la mía,
dos andares que en paralelo
pisan la ciudad con malicia.
Bajo la llama, ese deseo
que una casta mirada cobija,
y un amanecer en el negro
del café que espeja tu sonrisa.

Pero si del papel alzo la vista,
descubro el frío y el silencio.
Un espejo en la pared vacía
responde al hombre que ahora veo:
ese loco de las poesías
ve cómo se le escapa un sueño.

Tedio


Cerró despacio la puerta del dormitorio, con el cepillo de dientes en la boca. Alberto seguía recostado contra el cabezal de la cama: tras de las lentes, su calmosa mirada permanecía fija en el libro.
- ¿Sigues con Freud? – preguntó ella, con las vocales diluidas entre la pasta de dientes.
Alberto asintió con un murmullo. La saliva y la pasta cayeron en la pica del aseo.
- Fíjate cómo se ha puesto la niña – dijo María, retomando el tema anterior-. Y todo porque le hemos dicho que irse a vivir Valencia es una chiquillada. ¿Tú te has dado cuenta de lo poco que tolera los consejos? Y cada vez menos… hay que ver.
Retiró la toalla de la cara. No adivinaba de dónde había salido ese cúmulo de arrugas que se reflejaba en el espejo, ni por qué aquella apagada sobriedad permanecía bajo los párpados incluso por las mañanas.
- Alberto.
Sobre la cubierta del libro, los ojos se elevaron apenas un milímetro.
- ¿Tú crees que la estamos perdiendo?
Alberto la observó, enarcando las cejas. Si no le hubiera llamado por su nombre, habría pensado que la pregunta iba dirigida al propio espejo.
- Mujer… - cerró el libro y se quitó las lentes con una mano-. ¿No estarás siendo un poco drástica? Davinia cumple diecinueve dentro de un mes. Ya no es una niña, por mucho que la sigamos llamando así. Empieza a tener ideas, eh, planes, pues que… pues que no se corresponden con los tuyos. Tarde o temprano lo vas a tener que aceptar, pichurri.
En el espejo, los ojos emblanquecieron. María se aproximó a su lado de la cama.
- Ya estás con esas- refunfuñó-. Como si fuera yo la única que está encima de él. Tú también te las traes cuando vuelve a casa a las tantas o cuando se tira hora y pico al teléfono con el tal Patxi, menudo ése… ¡y quiere irse a vivir con él! Dios quiera que se le pase la tontería pronto.
Alberto miró a su esposa mientras se metía en la cama y se cubría con la manta hasta la cintura con movimientos bruscos.
- Cariño, yo quiero lo mejor para ella –dijo él-. Igual que tú.
- Ajá. Pues si no fuera porque de vez en cuando te toma el pelo como quiere y eso te pone negro, nadie lo diría. Estás todo el día ahí con tus libritos y tus informes, y al final soy yo la que carga con todos los follones de la casa. Dicen que los tiempos han cambiado, pero yo me sigo sintiendo un ama de casa. Qué barbaridad.
Él dejó el libro sobre la mesita y apagó la luz.
- María, descansa un rato, que te hace falta.
María se había quedado apoyada contra el respaldo con los ojos muy abiertos, anclados en las imágenes sin sonido que proyectaba el televisor sobre la cómoda, al fondo del dormitorio.
- ¿Habrán llegado a estar en la cama?- dijo, con un hilo de pudor en la voz.
Algo se oyó revolviéndose en la oscuridad.
- ¿Davinia y Patxi? – dijo Alberto.
María asintió sin palabras.
- Pues es posible, cielito.
La pantalla mostraba a los jóvenes protagonistas de aquél reality deambulando por la casa sin hacer nada en concreto. Había una pareja tumbada en un sofá: un joven de cuerpo fibroso rodeaba con el brazo a una chica que no tendría más años que la propia Davinia. El joven besuqueaba sus hombros desnudos.
- Pichurrín, si estás pensando en algo… que te conozco- dijo la voz cansada de Alberto, bajo la manta.
María suspiró, y después trazó una débil sonrisa.
- Qué suerte tienen, ¿verdad?
La habitación era la zona más silenciosa del hogar a cualquier hora. Por la noche no se oía un susurro.
- Tú y yo también nos divertíamos a veces, ¿eh, Albertín? Me acuerdo de aquella vez, en el motelucho de Cádiz…
Continuaba sin despegar los ojos de la pantalla. Mirando a través de ella. Sonriendo.
- … qué locuras. Pero qué bien sentaba hacerlas. Tú también te defendías. Me lo hacías la mar de bien…
Un estruendo grave creció en la penumbra. Alberto roncaba bajo la manta.
- … claro que ya hace mucho de eso.
Cerró los ojos y se estiró sobre la colcha. Se tapó hasta los hombros y respiró profundamente, colocándose de lado a espaldas de su marido. El televisor permaneció encendido. Los jóvenes seguían besándose sobre el sofá.


Labrar la arena

La inspiración no existe. Incendiemos ese mito de una vez por todas. Sirve de poco quedarse sentado hasta que una providencial visita de las musas nos ilumine el camino. Ya sea el motivo de nuestro trabajo un texto, un cuadro, una canción o el diseño de una lámpara, no nos será de gran ayuda aguardar a la reverberación de una nota adecuada. Si uno quiere realizar una idea ha de perseguirla, porque las ideas pueden venir ocasionalmente a por nosotros, pero tienden a ser de lo más veleidosas e impuntuales. Sólo se ablandan ante quien las quiere de verdad.

Aquellos a quienes consideramos hoy los grandes creadores de la humanidad han expresado, a su manera particular, su rechazo hacia el arquetipo cómodo y romántico del artista. Algunos, como Camilo José Cela, han sido tajantes y diáfanos: “la inspiración es una bobada. A mí, además, me cuesta horrores escribir. Yo creo en el trabajo duro”. Otros, como Ray Bradbury, han insistido en una teoría de la que los más pedantes suelen recelar: la necesidad de combinar ese agresivo componente de esfuerzo y trabajo con uno más humano y pasional: el gozo y la ilusión. “Miren ustedes las elongaciones de El Greco y díganme, si pueden, que su trabajo no lo hacía feliz. ¿De veras pretenderán que el Dios creando a los animales del universo de Tintoretto se basa algo menos que “diversión” en el sentido más amplio y verdaderamente comprometido?”.

Porque, ciertamente, crear no es algo fácil. Relean ese soneto que compusieron en treinta minutos y díganme: ¿están plenamente satisfechos de él? Si no es así, muy probablemente sea porque son ustedes exigentes y guardan intenciones honestas en cuanto a sus creaciones. La corrección suele ser el aspecto más tortuoso: cuesta horrores volver sobre lo andado. Pero si continúan adelante es porque aún mantienen esa llama que les guió en la tenebrosidad desde el principio: tienen ilusión en conseguir un trabajo bien hecho. Esto nos devuelve al elemento del gozo, al que yo considero que hay que llevar por bandera. De algunos artistas, como Van Gogh, Bécquer o John Keats, tenemos una visión un tanto simplona: la del hombre que utilizó el dolor y el sufrimiento como leit motiv de sus creaciones. Pero si Van Gogh se esforzaba con sus cuadros, ¿no sería porque el acto de pintarlos lo exorcizaba de su dolor? David Lynch expone lo siguiente en su maravilloso libro Catching the Big Fish: “cuanto más sufra un artista, menos creativo será. Es de sentido común: es menos probable que disfrute de su trabajo si sufre, y más probable que esté dispuesto a producir obras de verdadera calidad si disfruta”.

Siempre recuerdo a cierto hombre que conocí en Sevilla. Regentaba una tienda de modelismo, una de las pocas que quedan a día de hoy. En la trastienda guardaba una enorme maqueta que representaba una estación ferroviaria de la posguerra. Entre la familia y el empleo apenas tenía tiempo para dedicarse a ella, pero después de quince años la maqueta era una auténtica maravilla que se extendía a lo largo de varios metros de pared, rebosante de colorido y detalles. El hombre había diseñado, montado, pintado y modelado la mayor parte de los elementos. Había creado su Capilla Sixtina particular. “Transportad cada día un granito de arena y haréis una montaña”, dijo Confucio.

Es una tarea de pescadores. Armarse de paciencia frente a la laguna, manteniendo las manos firmes sobre la caña y estar constantemente preparado para el momento de tirar del sedal. Y creo que la mayor parte de cuanto hacemos en la vida debería parecerse a eso: aceptando que habrá dificultades en el camino, y enfrentándose a ellas sin correr demasiado ni tampoco pararse del todo. Es un principio retroactivo: la ilusión alimenta a la constancia, y la constancia sirve a la ilusión. Personalmente, no voy al trabajo pensando que el día vaya a ser magnífico; pero si no magnifico yo al día, sé que en el fondo no trabajaré nada. Y eso es, precisamente, lo que más tengo en cuenta mientras escribo estas líneas. Punto y final.

Santuario


Dejó la pinta sobre la barra y se limpió los labios con la manga del jersey. Ya no prestaba atención al escenario, sino a la chica. Estaba sentada en la esquina, y al igual que él, parecía haber venido al local sin compañía. Juraría haberla captado espiándole un par de veces con el rabillo del ojo, pero no estaba seguro.
- Parece bueno el tío éste, ¿no?
Ella se giró con una inmediata sonrisa, lo cual le reconfortó.
- Es la tercera vez que lo veo- respondió ella-. Iba a venir con mi ex, pero dice que está ocupado. No ha tardado mucho en olvidarme, así que ya ves.
Era castaña, más bien obesa, y llevaba dos pendientes con la figura de una libélula. También tenía un curioso fondo de soledad en la mirada, en la voz y en sus propios gestos. A Sergio, todo aquello le sugería un patrón de comportamiento que le recordaba a Laia.
- Entonces, tú y yo nos parecemos- dijo Sergio.

Son las dos de la madrugada y Sergio se levanta de la cama.
Se asoma por el balcón en calzoncillos. No se siente con frío, pero el denso tráfico que aún circula a esas horas le da dolor de cabeza.
Se sienta en el sofá del salón. Silencio absoluto, nada. El televisor, con la muda pantalla en negro, parece no haber funcionado jamás. Hay una libreta abierta a un lado de la mesita. La página está cubierta de aleatorias pintadas de colores, tal y como la dejó Daniel.
Enciende un cigarro y saca un lápiz del estuche.
“Se parece a Laia. Todo lo que hace, lo hace para quitarse la pinta de modosita que tiene. Es medio actriz, o eso dice. Cuando subimos al piso de arriba en el Kojibo, me dijo al oído que quería comerme la polla”.
La puerta del lavabo, al fondo del pasillo, vuelve a agitarse con la corriente de aire. Eso le hace pensar en Daniel. Daniel siempre llora por las noches cuando oye ese ruido: cree que hay alguien más en casa. Sergio llega a su cama y lo consuela. Lo cierto es que hace semanas que nadie entra en casa, salvo el propio Daniel. Ni siquiera Laia entra allí para dejar al niño.
“Anoche volvimos a quedar. No estaba seguro de querer volver a verla, pero ella insistió. Me tiró contra el sofá y me quitó los pantalones. Después de hacerlo, fumamos juntos y me dijo algo raro. Me dijo que Fernando, su ex marido, la putea con mensajitos en los que le habla de las tías a las que se tira. Juraría que en el Kojibo me dijo que se llamaba Francisco. Creo que miente en otras cosas. Creo que miente en muchas cosas.”
Levanta el bolígrafo del papel. Se lleva de nuevo el cigarro a los labios.


- Creía que lo habíamos hablado claro, Sandra. Yo no quiero hacerte daño, pero…
Al otro lado del auricular, algo se quebraba y se deshacía en pedazos. Sergio había comprobado cómo se podía bajar del paraíso al infierno en tan sólo dos semanas. Si por lo menos la chica se hubiera comportado en la cena del trabajo… pero verla llenando sin descanso la copa de vino, interviniendo repetidamente en conversaciones que no iban con ella y oírla decir que “en esta vida, la más puta se lleva el bote” había sido demasiado. Se sorprendió al advertir que no sentía la más mínima compasión por ella: la cuestión había pasado a preguntarse qué sucedía con su vida, en la que todo se torcía en una dirección imprevista sin que él se sintiera responsable de ello.
- Hemos hablado ya. No puedo estar contigo. Además, creo que necesitas ayuda, y seria. Creo que no te quieres nada.
De pronto, se detuvo. Con el móvil en el oído, frunció el ceño y permaneció inmóvil un segundo.
- ¿Cómo que en mi puerta?
Corrió hacia el recibidor. Se pegó a la mirilla de la puerta: el rellano permanecía en completa oscuridad, hasta que una luz azulada irrumpió de pronto junto a la puerta, revelando un perfil casi fantasmal sobre el cual corrían lágrimas. Los dientes, bañados en un azul polvoriento, dibujaban una sonrisa incoherente; sin lógica.


“A veces duermo en el cuarto de Daniel. Es una cama es muy pequeña, pero duermo bien. Es como un santuario. Allí no pienso en lo que no quiero pensar. En el sofá o en mi cama me acuerdo enseguida de Laia. Pienso en lo que no está. Pero cuando duermo en una cama de crío, y pienso como un crío, no pienso en nada. Todo está bien.”

Daniel corría hacia los columpios mientras él sacaba el paquete de tabaco. El niño se asió a las cadenas mientras rogaba a su padre con la mirada.
- Venga, Dani. Vamos a jugar, sí.
Empezó a empujar el columpio con una mano, mientras fumaba con la otra. Daniel reía y levantaba las piernas en el aire. El parque se inundaba con los gritos agudos y los pateos al balón. La reciente lluvia había formado charcos en el barro, bajo los balancines y en los extremos de los toboganes.
En los charcos, Sergio veía el reflejo de alguien que no reconocía del todo. La descuidada longitud del pelo y la densidad de la barba guardaban una relación directa con el aspecto de su casa, con la pica atestada de platos sin fregar y la mesa del salón repleta de ceniceros, botellas y libros a medio terminar. No siempre había sido así. Desde luego que no.
Una pelota cubierta de fango rodó hacia sus pies. Daniel bajó del columpio y la agarró de inmediato.
- Daniel, no se toca. No es tuyo. Caca.
Miró a su padre con esa mirada con la que los niños fingen no comprender. Otro niño, rubio y algo mayor que Dani, se puso frente a él.
- ¿Lo ves? Es suya. Dásela.
- Nah, que jueguen juntos, ¿no?
La voz venía de una mujer delgada y con una expresión risueña, más bien tímida. Sergio la miró. Parecía ser de su misma edad, pero tenía una mirada transparente. Y unas mejillas redondeadas. Como las de alguien que lleva una vida limpia y sana.
- Lo siento –dijo Sergio-. Es que lo tengo en la etapa de “lo quiero, lo quiero”.
- No pasa nada. El mío también. Y, viste, ahora estamos solos. Y me coge malos vicios.
Notó, más allá de la brevedad de palabras y el recatado acento, una precoz afinidad que escapaba de la dimensión de las palabras.
- No os había visto por aquí, ¿vivís lejos? – preguntó Sergio.
- Bueno, vivíamos. Me quedé con la custodia, recién nos mudamos hace una semana. Me gusta venir acá con el nene, me distrae de otras cosas.
Sergio no supo qué decir por unos segundos. “Ya veo”, creyó haber dicho, aunque ni él mismo estaba seguro. A pocos metros, Daniel y el niño rubio se lanzaban la pelota con las manos. Parecían haberse hecho amigos.