Una sorpresa más


De las calles vacías a mi alrededor se desprende un rumor de vientre de animal. Los semáforos parpadean sobre aceras desérticas sin que ningún coche dé sentido a su función. Aún la tengo asida de la mano mientras ella, con un pie dentro del zaguán, no se decide a subir.
- No te rindes fácilmente - dice sin perder su sonrisa-. ¿No te das cuenta de que terminaré haciéndote daño?
Me he propuesto quebrantar su poder. Porque nadie sabe como yo que bajo ese orgulloso disfraz parpadea una verdad tierna, una voluntad tan flexible y necesitada de cariño como yo. Las campanas de la iglesia, apenas dos calles al fondo, parecen dar las seis. Así que oprimo la mano con más fuerza y lo suelto todo.
- No está mal. Pero creo que puedes hacerlo mejor, niño bueno.
Arrastra todo un fin de semana en sus caderas: apenas se tiene en pie, y sólo mi mano impide que se tambale contra el muro de ladrillos. Rastreo por un baúl con todas las frases hechas, todos los recursos de desarme que creo recordar. Confío en encontrar la palabra mágica entre todo un surtido de halagos que, no me cabe duda, mañana perderán todo su encanto.
De pronto la sobriedad parece renacer en sus ojos. He dado con su punto flaco, quizás. Tendré mi beso antes de soñar con los angelitos.
- ¿Porqué todo esto? ¿Porqué a mí y precisamente aquí, ahora? ¿Adónde quieres llegar, Javi?
El pulso de su muñeca comienza a delatar su límite de resistencia. Hago acopio de toda la memoria que me queda, porque éste va a ser un momento que jamás olvidaré. Puedo percibir esa flaqueza enfriándola de pies a cabeza mientras cierro los ojos. Sólo dos palabras más, y podré irme a dormir. Antes le acaricio los labios con el dedo, como hago siempre en mis primeros besos. Sólo quiero darle las buenas noches de la manera que mejor sé. El calor de su aliento se acerca peligrosamente.
Es entonces cuando mueve los labios, y lo que sale de ellos es como una onda expansiva. Camino hacia atrás sobre mis propios pasos, rechazado por una única y escueta oración. Busco alguna seña de explicación en su faz, ahora triste, alicaída, pero sólo me topo con un "lo siento" y unos párpados que se cierran.
Transcurre un denso espacio de tiempo hasta que advierto que estoy de nuevo a solas con los semáforos, el rumor del vientre, la indiferente puerta cerrada del zaguán. Pienso en recoger mis añicos, desperdigados por el suelo, pero prefieren quedarse donde están.
Regreso a casa por el camino más largo. La gelidez de la noche se vuelve un azote constante del que no deseo desprenderme. Al atravesar una pequeña zona de chalets me llega el rastro de una sinfonía lejana. Las luces de la planta baja están encendidas, con lo que el pequeño jardín queda parcialmente bañado por una tenue crema anaranjada. Esa pareja aún está despierta y sus siluetas bailan, tiernamente abrazadas, al son de las variaciones Goldberg.
Estoy aferrado a la verja oscura de la entrada cuando las luces se apagan. El frío crece por momentos, al tiempo que amanece. Las manos hundidas en los bolsillos: no encuentro una razón para moverme de aquí. Creo que es aquí y ahora cuando empieza la paz. Algo se quiebra en la alfombra grisácea de nubes, ahí arriba. Parece que va a llover.






Seducción

Siempre soñando. Sentado, sereno, siguiendo el suave siseo del sauce al socaire, suspirando por Susana, mi sílfide, soterrada en el sombrío silencio de de mis sienes. Suspiro, sabiendo de su sempiterno sarcasmo, su sacrílega santurronería; sutiles suplicios que sobrecargan mi sistema, sesgan mi suerte, soterran mi substrato. Sobresaltado, siento la sístole. Sobreviene la somnolencia senil, el sudor y la sangre silueteando mi sino. Una siniestro sufisma se sugestiona como la salida, la santa salvación: el simbólico salto del suicidio. ¡Sacrilegio!

En este sofocante silbido de lo surreal, las sílabas suavizan los sarpullidos del sufrimiento. Yo soy servidor de sensaciones, secuaz del sentimentalismo, sátrapa. Sacudo semillas del subconsciente, sustrayendo sartas de sandeces sin saciar mi sed de soñar. Siempre soñar.







Al-Andalus

Traspasar las fronteras de Andalucía -una vez que se empieza a caminar sobre el mosaico ocre-verdoso, salpicado de olivares- es parecido a abordar un velero muerto en un océano de niebla. El suelo está resbaladizo de sangre y grasa, como sucede siempre que se pretende remover una tumba de ancestros, un nido de fantasmas.

Es fácil imbuirse en la fauna local. La herencia musulmana afila las miradas y esculpe las fachadas de los edificios; por su parte, el sol no tiene rival en su territorio y dora la piel tanto como carga el acento local de un peso salivado. Hay callejones en Osuna en los que el tiempo dejó de existir hace mucho. Las ventanas se pierden en el abrazo de las telas de araña, el blanco de los muros luce arrugas en el rostro, los suelos de piedra protestan bajo los zapatos. Una vez, este panorama se creyó inmortal; loco de calor y de olvido, no termina de aceptar su derrota.

Llegamos a la casa que ocupó mi familia durante seis décadas. Varias generaciones de mi propia sangre se esconden ahí dentro. Estamos ante el umbral de un vientre en el que no tienen voz ni voto los destellos del sol. Mi novia me aprieta el brazo; está aterrada. Qué pretendes demostrar, me grita. En el interior, dada la oscuridad, sólo pueden intuirse los aullidos. Son como latigazos de voces, ecos que vuelan, ahora y siempre, condenados al estrecho territorio con que los muros de yeso enclaustran su agonía.

Vine a este nido de fantasmas para encontrarme a mí mismo, y lo hallé vacío. Igual que si un hombre sin ojos ni rostro tratara de verse reflejado en un charco. Las voces de mis ancestros se detienen un instante y se escabullen por los huecos de los ratones. Todo cuanto hubo se fue. Todo rastro se marchita al son de mis pasos. Luisa está agazapada en el vano de la puerta: "¿Qué estás buscando?". Y me doy cuenta de que, algún día, ella también será nada más que un eco, trémolo y asustado, en algún caserío abandonado.

Un retour


Cincuenta metros arriba, la luz se enredaba en el complejo entramado de ventanales y aterrizaba en ondas ralas sobre las cabezas de los asistentes. Una cinta de velcro los separaba de la portezuela de metal, allí donde todas las miradas se fijaban con ansia tras la enésima consulta al cartel electrónico: la señal del vuelo 345 parpadeaba de
sde hacía quince minutos, pero nada se movía más allá de la compuerta grisácea.

Alrededor de Silvia, los comentarios oscilaban de la impaciencia al humor inquieto, de los comentarios anodinos a los rumores improvisados: "habrán tenido algún problema en el aterrizaje", ella apretó con ternura y devoción la manita de Tristán, "me han dicho que van a salir en orden alfabético" y suspiró, amoscada. El pequeño estaba a su izquierda enredado en una cerrada masa de piernas, su mirada distraída buscando sin éxito alguna salida hasta reencontrarse con los ojos de su madre. Silvia hubiera gustado idear alguna forma de entretenerlo, lo que era complicado porque aún trataba de aplacar la miríada de sentimientos: el punto y final a seis meses de cruda espera le mordisqueaba las piernas, ahora frágiles y resentidas. "Me haces daño, mamá", oyó, y le aflojó un poco la mano a Tristán sin pasar por alto una herencia muy particular en aquella sosegada forma de expresarse, en la atención que irradiaban los ojos marrones y castaños, los primeros detalles de una voz y un carácter propios en los que muchos ya habían reconocido al padre.

Finalmente, la compuerta se abrió y afloraron las primeras figuras en traje de campaña. Silvia rastreaba, descartaba los rostros uno a uno hasta hallar el único que tenía sentido y, olvidando a Tristán y las medidas de seguridad, saltó el cordón y se cobijó en unos brazos que parecían tejer un nuevo mundo a su alrededor. Un abrazo que cambiaba para ella el aspecto de aquella atroz mitad de año. Sólo ahora tomaba conciencia del tiempo transcurrido. Los aplausos y las risas le sonaban a un revoloteo lejano. Mario le enjuagó las lágrimas, qué preciosa estás, cariño, y la besó de nuevo.

Para Mario, los minutos en adelante caminarían veloces y confusos, como si acabara de despertar de un sueño interminable. La cafetería del aeropuerto se poblaba de trajes de camuflaje, cinturones y gorras verdes que se erguían como intrusos en las efusivas voces de las madres, las esposas, los hijos.

- Papi, ¿habían oasis? ¿Montaste en algún dromedario?

Pero claro, contestó, y conocí a los reyes magos. Me trajeron un regalo para ti, ¿sabías? Se esfumaban ya las horas de vigilancia bajo la gélida noche del desierto, el peso de un fusil a la espalda, el rodar de los vehículos de transporte, el azote arenoso del viento en los ojos. Todo se asemejaba a un letargo pesado, ahora que tenía a Silvia frente a sí y recogía sus manos con dulzura. Después desviaría la mirada. Había algo extraño, casi sospechoso, en la taza de café y el pastelito de crema que acababan de posarse sobre la mesa. Una distancia despiadada resoplaba entre él y los dedos de Tristán, furiosos sobre los botones de la consola portátil; su gorra de nylon, sus zapatillas, las gafas de sol de Silvia, sus pendientes. ¿Dónde estaba?






IX.



Sangra el cielo esta noche,
y al fragor de su roja espalda asoma
una mota; sombra de verdad eterna.

Aflora en truenos un cansado grito
que a nadie ensordece. Vuela así el tiempo,
sus pasos enmudecen. Nuestra raza,
una duda en sus eléctricos dedos.

Sangra el cielo esta noche; con nosotros
no se conforma, y mis faltas relucen
al batir de sus lágrimas.

Bañan las nubes, en sabia tutela,
el pecado de mis límites. Alba
que confronta, con su tenaz goteo,
un crepúsculo en las minas humanas.

A ciegas, sin luz propia, somos títere
bajo el yugo de su hemorragia. Sangra
hoy. Porqué no mañana.





Gambito



Siempre me atraen más aquellos que sufren que quienes disfrutan. Decidme porqué. Lo común es pensar que estamos aquí para gozar, no para lamentarnos; y ésta suele ser la última carta a jugar en las peores etapas. Si esta esperanza se desvanece, todo termina. Es ahí cuando algunos deciden poner punto y final a su camino.

Y en el fondo yo nunca me he desvestido del sufrimiento. Ha estado siempre presente en algún atril del estómago. Me gusta pensar en ello como algo que emerge del mismo epicentro del cuerpo, y no del cerebro; un golpe crudo que estalla en los riñones y supura alguna mucosidad negra por todo el sistema. El cáncer que devora hasta la última de las glándulas y las convierte en hambrientos retoños de la parálisis.

A veces necesito escribir sobre cierta mujer, llamémosla Claudia. En un universo surrealista, Claudia sería sin duda esa Delia Añara que preparaba bombones con insectos en aquél relato de Cortázar. Pongamos por caso que veo una viuda negra tejiendo por varios siglos una red empalagosa, hasta que no queda rincón libre de la viscosidad de su tela. Claudia es desde hace tiempo ese alivio que echa a correr cuando estás a punto de alcanzarlo. La miro mientras se sienta junto a una pila de leña ardiendo y las llamas caprichosas le bailan sombras en el rostro. Es hermoso mirar en silencio su expresión infantil al fuego. Casi me siento culpable por echar un trago de cerveza o fumar mientras la contemplo. Estos son momentos hechos para el abrazo, la total entrega de la razón a la caricia de un instante: el insomnio de los sentidos.

Es obvio que ésto, en toda su inevitable belleza, representa para mí lo más cercano al sufrimiento. Pero quizá sea más curioso que, cuando es Claudia quien sufre, yo desespere aún más por estar junto a ella; porque percibo un camino para expiar un dolor propio apaciguando uno ajeno. Y eso me lleva a pensar que me enamora el sufrimiento de los demás porque siempre veo la posibilidad de erradicarlo. Así pues, estoy comprometido con el dolor. Incluso cuando éste es ingobernable: quiero quedarme sentado junto a la leña y que el dolor se quede también ahí donde está, para que al menos no se le olvide que ando pisándole los talones.

Debe existir siempre un modo de combatir contra ésto, porque él es una sola fuerza y nosotros una legión. Debemos ser capaces de colocar nuestro granito de arena para aliviar las miserias de los demás. Porque colocar un cimiento, en materia de espíritu, no requiere ningún esfuerzo y sin embargo, compensa. El instinto de ayuda, de alimentar el ánimo, está por siempre presente en todos nosotros y de hecho despierta nuestro pesar si lo dejamos encerrado en el sótano. Así que no nos miremos tanto al espejo, antes bien desdoblémoslo; que refleje alguna otra incandescencia, como esa que está sentada en una frontera entre la sombra y la lumbre de la leña ardiendo. Tal vez nos demos cuenta de lo hermosa que es, por un minuto. Tal vez recordemos por ella qué es una sonrisa.

Segundo Movimiento

Cuánto me gustaría realizar un homenaje, si no fuera por esta desafortunada enzima con la que nací. La mayor jaqueca para alguien como yo, incapacitado para la organización, iletrado en planificación, negado en arquitectura del pensamiento, es que jamás podrá culminar ninguna meta que se proponga. Es, será un esclavo de la improvisación.

Tan sólo podría resignarme a alzar la batuta, y que la orquesta ría, gimotee o parta en dos sus instrumentos si le viene en gana. Es la principal ventaja que otorga la ausencia de público. Se apagan las luces, se corre el telón y yo mismo puedo aplaudirme o hacerme sangrar la cabeza con una botella si fuera pertinente.

Para ti, Estefanía, canto. Tenía intención de hacerlo un par de meses más tarde, llegado Mayo, aprovechando el primer aniversario de la apertura de puertas de este café que tú abalaste en su tiempo con una simple mirada distante. Pero has querido aparecer antes de lo acordado; no te sorprendas, pues, si mis sueños persiguen tu inmaculada estela más rápido de lo que tú seas capaz de correr.

Deberían lavarle la cara a todos los enigmas y comprobar que ninguno de ellos esconde una sóla pepita de oro que valga la pena. En cambio tú, constelación en decadencia, veneno inyectado, te bastas con tu simple apariencia para que algunos dediquemos toda una vida a desentrañar tus misterios, a deslindar tu anatomía. Porque el verdadero hálito de la vida y su energía sólo buscan el abrigo de unos pocos afortunados, y me parece que tú formas legítima parte de ellos. Porque el amor no respeta ningún convenio, se burla de las fronteras y se limpia el culo con los estatutos. A veces, ese caos químico termina por verterse en manifiestos del todo deplorables; alegatos que buscan comida en la basura y no miran atrás cuando cruzan la calle, como éste.

No, vamos, no me hagas eso. Ni se te ocurra tomarme tan en serio. Tan sólo sigue caminando, ahora que te has tomado tus cinco minutos aquí. Ya te he tocado una vez más. Tu jirón de carne y tus historias se quedan aquí conmigo. Ahora, calladita.