Mudanza

Me marcho. Le cedo mi lugar al polvo y a la creciente densidad del tiempo. En verdad no sé adónde voy: quizá la tierra que me espera no me deje salir de ahí, entre tanta lombriz y tanto sapo hambriento, pero qué bonito es esfumarse, ¿no creen?

El miedo que siento es en verdad el suspiro de alivio de un corazón que se siente libre: la única forma de alcanzar la plena libertad consiste en tirar los muebles por la ventana. De este modo, puedes aparecer en la calle de cualquier ciudad con una sonrisa en la boca. A veces, saber que nadie te echará de menos, o creerlo así, es incluso consolador: todo cuanto te ate a tu vida pasada será un clavo más a desenganchar del jersey. Y si me paro a pensarlo - cosa que trato de evitar-, es mucho lo que dejo aquí tirado. Caminos, trasiegos, pensamientos, lágrimas, calvarios, calumnias, orgamos, amistades, bocados de ternura. Pero nadie me dice que no encontraré lo mismo en cualquier otro sitio.

Hogar... qué odiosa palabra. No quiero tener un hogar. No quiero encontrar un techo donde asentarme; un techo que me detenga, que me vegetalice... no. Son muchos miles de kilómetros los que aún no he visto; tantos, que buscar un lugar definitivo me parece una ingratitud por parte de nuestra raza. A veces, la misma solidez es una desventaja. A veces sueño con parecerme al vapor, para nunca quedarme quieto en la atmósfera y viajar hacia donde me guíe la corriente.

Si acaso, hay una sola cosa que me devuelve la cordura y me obliga a desmentir todo cuanto he dicho. Ella sabe quién es, y sabe que la amo. Ella es lo único por lo que vale la pena volver a ser un cuerpo.

Todo lo demás es etéreo, efímero, insostenible, como la lluvia en este país que nadie entiende. Todo lo demás carece de importancia. Carece de sustancia. Es relativo, y queda continuamente condicionado a las circunstancias. Empezando por mí mismo.

Debido a eso, haré las maletas. Hay un punto de luz rojizo, brillante, que cruza el vasto océano plomizo del cielo. Sopla una brisa apacible. Creo que son las dos de la tarde.





Trueque

Han pasado unos días, pero las paredes siguen sofocadas por la misma blancura recia. El mismo ángulo amarillento -un sol vencido por el invierno-penetra en la estancia una vez se apartan las cortinas negras del ventanal. Marta está sentada frente al lienzo: un pequeño taburete hace las veces de soporte para la paleta y los pinceles, y sobre el pequeño desván de la esquina, la cesta de la fruta se cubre de frío y de polvo.
Concha entra en el salón. Las arrugas que rodean sus ojos se han acentuado en el transcurso de los últimos días, y entre dichas corolas fláccidas se adivina una mirada deslánguida concentrada en su hija, que de espaldas a la madre continúa enfrascada en sus lentas y apáticas pinceladas.
- ¿Cómo estás hoy?
La mano prosigue con sus giros y sus trazos. Un breve sonido, apenas más fuerte que el lento tictac del reloj de la pared, deja entrever un escueto "bien" como única respuesta.
Concha aproxima una silla al lienzo y se sienta junto a su hija. Observa su trabajo: el pincel afila unas líneas azuladas en torno a una anárquica conjunción de curvas y colores, dentro de la cual se adivina un rostro impreciso y deliberadamente borroso. Todos los movimientos de Marta -el brazo, las pestañas, las ventanas de la nariz- van al ritmo del melancólico trazar del pincel, sobre el que parece pesar una abyecta carga de desánimo y melancolía.
- Aún no hemos decidido lo que vamos a hacer con tu hermano.
Marta suspira y, sin girarse, deja el pincel sobre el borde del marco. El cabello, de un rojo extrañamente oscuro como si el paso de los años lo hubiera erosionado, le cae densadamente por los flancos de la cara, formando casi un velo del que asoma poco más que una tímida nariz chata. Mueve apenas la cabeza para mirar a su madre un segundo; un huidizo instante en el que la esmeralda de sus ojos brilla para desfallecer enseguida, regresando al sereno refugio de su perfil.
- Creo que es hora de decírselo- dice finalmente, con ese fino filamento de voz que no quiere perturbar al silencio.
Gabriel irrumpe entonces en el salón. El avión de juguete es lo único que lo encuadra en la infancia, porque todo lo demás desmiente los ocho años que tiene. La mirada dormida, orgullosa, instaurada en dos óvalos negros que lo contemplan todo desde una tranquila distancia. El flaco pecho erguido, casi inclinado hacia adelante, imponiéndose sobre el aburrido mundo de los mayores. Incluso el ángulo cerrado que le forma la melena en la frente le confiere un porte clásico, una imagen de seriedad y circunspección. El avioncito, que construyó él mismo con su padre a base de mondadientes y envoltorios de yogur, planea anclado en su mano por la estancia, trazando curvas temerarias en el aire al son del zumbido que simula con los labios, hasta aterrizar suavemente en el borde del marco. Se sienta entonces en el regazo de su madre, que lo ha esperado con los brazos abiertos desde que entró por la puerta.
- ¿Has terminado los deberes? - pregunta Concha.
- Mates y lengua - contesta Gabriel, la mirada fija en el suelo: pocas cosas le llaman la atención más que cuanto se gesta en el lúgubre mundo de su imaginación.
Concha aprueba con la cabeza y le besa la melena. Marta esta cada vez más inquieta: sabe que la ternura de la escena está artimañada y además se dispone a terminar con un golpe de tragedia. Se le va la vista al cesto de las frutas: esas gruesas naranjas las colocó allí su padre apenas unos días antes. Todo está tal y como lo dejó la última tarde: las llaves del coche sobre la mesita, la cazadora colgada del perchero, incluso la hendidura en la butaca, que mantiene la silueta del ancho cuerpo del padre.
Concha hace girar un poco a su hijo para mirarlo cara a cara. Marta está agitada. Siente puñaladas de oxígeno huyendo de ella, como ya sucedió al entrar en la habitación del hospital. Trata de hacerse una idea de la fortaleza a la que debe estar apelando su madre para poder hablar, y de pronto se siente liviana; insustancial como un golpe de viento.
- Gabriel, cielo - Concha algodonea sus palabras, las mima, como si con ella pudiera paliar el estrago que se avecina-. Tu hermana y yo tenemos que contarte algo.
Gabriel, plácido, la mira mientras una distraída sonrisa redondea sus labios.
- ¿Vamos a ir al campo este fin de semana, verdad?
Concha se mantiene serena. "No, no vamos a ir al campo", parece decir con su paciente suspiro. Le acaricia el cuello. Y cuando está a punto de empezar a hablar, Gabriel la interrumpe de nuevo.
- Es que como papá ya no está, he pensado que podríamos ir... si no, se van a secar las flores.
Las miradas de madre e hija se encuentran. Las mandíbulas caídas, los labios semiabiertos en un abismo de sorpresa y desconcierto. El silencio se adueña de la estancia mientras Gabriel, rígido y concentrado en el cielo que se vislumbra por la terraza, imita de nuevo el rugido del avión que ya no vuela.
- Llamando a torre de control. Permiso p'aterrizar...
Marta lo contempla asombrada. Su madre tampoco sabe qué decir. El oxígeno ha vuelto de pronto, inundando los pulmones, alivianando la piel. Se aparta la espesura de los cabellos para mirar mejor a su hermano.
Gabriel se estira las mangas del jersey, hasta cubrirse totalmente las manos.

La nochebuena del año anterior, Gabriel entraba en su cuarto para encontrarse con un paquete envuelto en papel de regalo. El frío navideño que irrumpía a través de la ventana, abierta de par en par, arrebataba el espíritu de la estancia: de pronto parecía un lugar olvidado y silente. Sobre el paquete, la firma de Papá Noel quedaba ilustrada en una tarjetita: "para Gabriel". Lo desenvolvió. En su interior encontró lo que esperaba. La emoción se encarnó en su rostro al principio, pero de pronto dejó el regalo en el suelo y restó en silencio unos instantes, severo y taciturno. Era mejor no decirles a mamá y a papá lo que en verdad había descubierto hacía ya dos años, porque cada vez que le hablaban de Papá Noel sonreían como si les hiciera más ilusión hacerle regalos que a él recibirlos. Si mantenía esa apariencia de ingenuidad, las navidades seguirían siendo lo que habían sido hasta entonces. Quería que fuera siempre así. Que nada cambiara. El silencio era bueno.




La imperfecta frontera de la mente

La mente humana quiere asimilar, aprehender, aceptar; pero siempre ha tenido que pugnar con los límites de una sólida e inesperada frontera. Los golpes imprevistos, aquellos que jamás creímos que pudieran sucedernos, nos devuelven a nuestra condición de pequeñez e insignificancia; a nosotros, insectos de hormiguero iconscientes de nuestra incapacidad para decidir sobre nuestro destino, incapaces de comprender el funcionamiento de las superiores, extrapersonales leyes del infortunio, la muerte o la tragedia.
Nuestra impotente respuesta ante dichos reveses parece poco más que resignación: impotentes ante la autoridad de la desdicha y el azar, seguimos transportando nuestro trigo y nuestro pan sin poder rebelarnos contra lo que no puede combatirse. Perdemos un ser querido y todo cuanto podemos hacer es proseguir con lo que hemos hecho hasta ahora, cuando nunca nos habíamos planteado cómo sería el ahora sin él. Parece que en adelante nos hayan obligado en una condición de desamparo y desprotección para la que no tenemos respuesta. Entra en juego la relación entre la voluntad y los límites del intelecto: se quiere, pero no se puede.
Echemos pues un vistazo a estos desconcertantes límites. Porque también ellos se rigen por sus leyes.
Lo que portamos sobre los hombros, ese prodigioso mecanismo en el que se arraiga nuestro entero proceso intelectual, actúa a veces con personalidad propia. Es la versión perfeccionada de un largo proceso de selección natural y está preparado para responder ante multitud de situaciones. Si el objetivo esencial de todo organismo es la supervivencia, nosotros somos en verdad los legítimos triunfadores en tal categoría.
Puesto que nuestro caudal intelectual es más ancho, procesamos un sinfín de información no relacionada con nuestro primario instinto supervivencialista. Vivimos siempre de detalles. Todo día en la vida de un hombre está lleno de momentos tan insignificantes como irrepetibles; nimiedades que, en ocasiones, son precisamente las que nos infunden esa difícilmente olvidable pasión por la vida que nos ha llevado hasta donde estamos. Se ve a una niña leyendo carteles por la calle: la vida sigue. Se encuentra un bolso abandonado en un banco: la vida interactúa. Se escucha un chiste o una ocurrencia inesperada: la vida recompensa (incluso cuando el chiste en cuestión es definitivamente horrendo). Cada día percibimos millones de detalles que podrían hacernos mucho más felices sin saberlo y que, concentrados en otros asuntos, pasamos por alto. Nunca debería menospreciarse el poder de estos detalles, la verdadera densidad de un grano de arena. La importancia real de un asunto es un concepto muy relativo, pero siempre los ordenamos en relación a una prioridad que nunca cambia: uno mismo. El individuo. El propósito de nuestras vidas siempre empieza y termina por uno mismo: el desarrollo individual, la consumación de los objetivos, el bienestar, el buen provecho del tiempo que se nos ha dado, y mantener hasta el final las ganas de hacer, de aprender, de caminar.
Si gozamos pues de un cerebro capaz de aprender y procesar mucha más información que el de cualquier otra especie conocida, sus fronteras se expandirán irremediablemente. Lo que antes nos parecía incomestible va entrando poco a poco en el estómago. Aquello que considerábamos insuperable pasa a convertirse en una muesca más en la cinta métrica de nuestra trayectoria. Aunque una tragedia puede modificar nuestra perspectiva, ninguna puede dominar al individuo. Ni siquiera la peor. No, porque siempre aprendemos a levantarnos de nuevo aun cuando las piernas no nos responden. Porque procesamos constantemente información nueva; la analizamos, la desmenuzamos, la engullimos, y luego pedimos otra ración para no saciar nunca esa sed. Porque, sin llegar a comprenderlo, formamos parte de un complejo juego de equilibrio con el resto de los seres vivos, y lo que se nos quita en un momento dado se nos devuelve más tarde, aunque sea en cantidad y forma diferentes. Esta ley de compensación siempre ha existido y siempre existirá, y si no somos capaces de entenderlo es debido a ese mismo modus operandi con que opera nuestro cerebro. Esa persistencia supervivencialista que en más de una ocasión nos salva, ¡ay! es precisamente la misma que nos impide contemplar nuestro alrededor desde una perspectiva que no nos sitúe a nosotros mismos como el epicentro.
Las fronteras pueden expandirse, pero sólo si uno está dispuesto a explorar nuevos territorios. De vez en cuando toca reeducarse a uno mismo, cosa que no se conseguirá por arte de magia, pero sí a base de paciencia y, sobretodo, de una virtud que es la semilla de todo triunfo realizable para el hombre: la constancia. La tristeza o la soledad arrebatan muchas cosas, pero nunca se las quedan para siempre. Y nosotros también podemos pagarles con otra moneda: la nuestra.

Observe la vida que yace a su alrededor. No hay mañana gemela, ni noche sin encanto. No se conforme con lo que hay, o con lo que se puede ver: contribuya, porque no hay mejor momento para hacerlo que ahora. Cualquier parte del mundo está llena de situaciones en las que se le necesita, por su experiencia, por su imaginación, por su temple, por su benevolencia. Si le parece que la ley del equilibrio ha sido injusta con usted, trate de equilibrársela a los demás en la medida que le sea posible. Esta es la única forma de llevar una vida completa: creer en lo que se hace, moverse deprisa sin correr, alimentar bien a sus pasiones e inquietudes y gozar siempre de los pequeños detalles. Poco a poco notará que esas opresivas fronteras se relajan, y hasta en ocasiones le parecerá que es otro el que sonríe o conversa por usted. Usted es su propio dueño y, por ende, quien mejor puede juzgar si ha conseguido lo que se había propuesto. Tal vez llegue un momento en el que pueda alzar la vista hacia ese arrebolado horizonte y, rememorando las pérdidas de tiempos pasados, se dará cuenta de que finalmente ha sido usted quien ha vencido.


Peter Pauwel Rubens, La asunción de la Virgen María (1620).

Abstracción

Leticia cruza el puente envuelta en la caricia de los copos de nieve. Tras ella quedan las agudas siluetas de la catedral y los edificios del casco antiguo de la ciudad, recortadas frente a un firmamento recogido en su propia suciedad. Se pregunta a sí misma mientras mira más allá de las puntas de sus zapatos oscuros de cuero: ¿cuanto tiempo llevas persiguiéndote? En esa cuestión irresuelta, asoma un sutil placer que deriva sin embargo de la angustia. Para ella, encontrarse a sí misma nunca ha sido una ilusión, sino un miedo.

Hay un escarabajo. El insecto avanza por la baranda del puente, aproximándose a un parte desgastada en la que la piedra traza un ángulo peligroso en dirección al río. Coloca una mano sobre la grieta. El insecto no varía su recorrido, sino que cosquillea sobre la mano como si formara parte de la misma estructura del puente. Leticia se pregunta si acaso no existen seres de mayor tamaño controlando su existencia; entes de naturaleza superior que no puede ver o no está preparada para comprender, así como le sucede al escarabajo con el ser humano, y que con un sencillo movimiento de la mano pueden aplastarla o ayudarla a superar un obstáculo. Nunca ha tenido la sensación de decidir por ella: siempre ha actuado en función a las oportunidades del momento, sin tener en mente un objetivo definido. Este modus operandi le ha reportado resultados dispares, pero tiene la sensación de haber salido mucho mejor parada que aquellos que aseguran poseer control sobre su propio destino. Sus mismos paseos nocturnos son producto de una llamada externa, una pauta fisiológica ante la cual no se plantea motivos ni utilidades. Responde a esa llamada igual que bebe cuando tiene sed o come cuando tiene hambre. De pronto asciende desde la cálida profundidad a la que la arrastra el pensamiento, y se encuentra apoyada en la baranda de un puente, con las manos y el rostro endurecidos bajo el frío arañazo de diciembre.

El río fluye bajo los arcos del puente. Su curso es una silenciosa analogía de lo que es su destino: un avance paciente pero constante hacia una única dirección, hacia un ineludible desenlace en el que el movimiento no cesará, sino que se transformará en algo diferente, igual que las aguas del río se vierten en la vasta eternidad del océano. Piensa que la aguarda una atmósfera cuyas leyes escapan de los límites de su propia capacidad de aprehensión. La noche se revuelve ahora en sus entrañas y se siente como un infante que no termina de conciliar el sueño. A pesar de sentirse en una época en la que por fin se considera dueña de sus acciones, en la que finalmente tiene la sensación de hacer cuanto quería hacer, Leticia sigue remordida por miles de inquietudes. Inquietudes que atañen a las amigas, a los compañeros de universidad, a la madre y a las hermanas, a su difunto padre. Más de dos décadas de vida no la han enseñado a pensar como el resto: lo primero que ve en una pecera de cristal, en el tronco de un árbol o en el portal de un edificio, es una sílaba temblorosa que procede directamente de un silbido de la Lástima. Y el aspecto presente en las calles, con sus decoraciones navideñas y sus capas de nieve cayendo de los tejados, no ayuda a cambiar la situación.

Donde quiera que vaya, Leticia no deja de sentirse así. Y sospecha que en algún lugar hay alguien que la escucha, e incluso escribe sobre ella, describiéndola de una forma mucho más nítida que la que logra ella misma en sus pensamientos. Pero con la brumosa ciudad ante sus ojos, no piensa que deba hacer nada. Aguarda a un sonido, una señal, algo. A lo lejos resuena la ronca sirena de un barco. El río sigue fluyendo perezosamente y los destellos iridiscentes de la navidad se desdoblan difusamente sobre él.




El lenguaje del silencio

Las palabras nunca cumplen su objetivo. Están ahí para aproximarse, pero nunca para llegar. La magnitud de los sujetos y sus emociones, sus pasiones, sus sueños, sus inquietudes y sus divagaciones es demasiado grande como para que un código incompleto e impreciso las domine. La mayoría de las veces fracasamos a la hora de expresar justamente lo que pretendíamos, convirtiéndonos sin saberlo en seres enigmáticos, incomprendidos, y en el fondo limitados por nuestra soledad.

Todos hemos experimentado el placer de la conversación profunda, en la que de verdad nos parece que han logrado arañarnos el corazón sin demasiado esfuerzo. En estas situaciones, las oraciones suelen jugar un papel secundario, una función periférica en la búsqueda de la verdadera comprensión. Al fin y al cabo, las palabras no fueron obra de Dios, sino del hombre: tantean, rastrean y provocan sin terminar de sobrepasar la aplicación práctica para la que fueron concebidas. Sólo en contadas ocasiones, y bajo determinadas circunstancias, exceden su propia función gramatical para adquirir la categoría de símbolos, sobrepasando de manera casi independiente el poder que tienen en su aspecto formal y no retórico. En todo caso, la oratoria no deja de ser un largo preámbulo para la auténtica comunión espiritual que se produce cuando las palabras dejan de ser necesarias, cuando una mirada o una pausa transmiten lo que no cabe en cuatro horas de conversación. Es el regalo definitivo para el hombre que ha vencido finalmente a las limitaciones del lenguaje, consagrándose al único idioma que dice siempre la verdad: el del silencio.




La croisade


"Supongo que lo descubrí cuando fui al internado. Allí aprendí que el hombre es malo por naturaleza, y que hay que aprender a defenderse. Aprendí que hay que luchar todo el tiempo, sobre todo siendo niño. Estoy hablando de luchar, es decir, darse palizas, lucha física".


Michel Houellebecq



Llega una edad en la que, mansamente, se acepta la idea de la inconsistencia de la felicidad. Mansamente, porque en el fondo no existe otra opción, salvo quizá la de fingir que no la hemos aceptado. Es una rendición espiritual que, al adelantarse por mucho margen a la física, ejercemos de forma prematura. Nunca deja de asombrarme la habilidad con la que la gente niega haber capitulado espiritualmente, y prosigue su camino esperando a la felicidad no ya como estado definitivo y continuo, sino como estado efímero y oscilante: la breve recompensa para la angustia con la que hemos tenido que lidiar. Se busca un laurel de quince minutos de duración.

Muchos creen que conseguirán retener ese laurel en el momento de la expiración, pero esto no suele suceder. La mayoría de los seres humanos mueren con poca dignidad, negándose a retirarse silenciosamente; incapaces, sobre todo, de aceptar la idea de marcharse sin haber dejado huella. De por medio, queda un mosaico de vivencias y sensaciones -a menudo distorsionados por caprichos de la memoria- que no puede legarse a nadie. Suponiendo que ese será nuestro final más probable, lo lógico es preguntarse qué demonios hacemos aquí.

Pero no hay respuesta. Es la única pregunta que no la tiene, porque al igual que sucede con la felicidad, no existe un estado ni una respuesta definitiva, sino una respuesta constante; una revelación que empieza desde este preciso momento y se expande a cada paso, a cada pensamiento, a cada parpadeo. La razón de ser de la existencia no puede comprenderse en sentido unidireccional, sino en sentido absoluto. Se encuentra en la lectura de todo libro, en la escucha de toda canción, en el flujo de toda conversación, en la ira de toda discusión. La "gran respuesta" no se alcanza, sino que se posterga: de algún modo nos acompaña, aunque marche siempre unos metros por delante. Por eso los filósofos han atacado sin piedad a sus inquietudes y preguntas en lugar de encogerse de hombros. El porqué siempre representa un preludio para nuevas capas de información que poco a poco se van separando, revelando tras ellas todo un panal de preguntas que a su vez conducen a panales más anchos. Es abrumador saber que nunca terminarán las preguntas, pero alentador el saber que siempre habrán nuevas respuestas. Se vive para invadir la verdad, no para tantearla.

Y de hecho, esta es una magnífica manera de ocupar el tiempo, de vivir con el cerebro desengrasado. Me irritan las palabras -muy auto-propagandísticas, por cierto- de Houellebecq porque transmiten una pseudofilosofía confusa, alienada, según la cual el hombre debe vivir en posición de guardia, siempre dispuesto a reclamar su espacio vital. Pero lo cierto es que los puños sólo sirven para romper la mesa. Mientras la lucha física deforma la materia, la espiritual la separa parte por parte hasta comprender definitivamente la razón de ser del conjunto. Para todas las cuestiones que atañen tanto a la vida como a la muerte, esa es la única cruzada que vale la pena. La lucha física deja cicatrices y cardenales. La espiritual, arrugas y luces. Un sinfín de luces.


La meditación del filósofo (1632), de Rembrandt Van Rijn. Museo del Louvre, París.

Manual del buen cínico

Cuando algo te parezca demasiado bueno, táchalo de pretencioso. Cuando te parezca demasiado simple, desdéñalo con un resoplo. Analiza paso a paso la obra que planeas desgajar: repasa la construcción gramatical de toda frase, la estructura de toda canción y la extensión de todo dibujo hasta que des con esa mota de polvo que nadie más ha podido ver, y que a ti te basta para descalificar todo el conjunto. No tengas piedad con las modas y las tendencias, y defínelas como subproductos de un débil y pasional anhelo humano de complicidad.

Instrúyete en las artes de la retórica y el poseurismo: es tu deber emitir sentencias corrosivas que te sirvan para desprestigiar todo esfuerzo ajeno sin moverte del sillón. Debes transformar lo objetivo en subjetivo haciendo que parezca justo lo contrario: que tus afirmaciones no parezcan artificios, sino triunfos de la obviedad. Pergeña una excusa que sostenga que no eres lo que deseas ser, sino lo que la ignorancia del mundo te ha obligado a ser. Prepárate siempre para encubrir tu envidia con el vituperio y sugiere que, si no te esfuerzas en superar los logros ajenos, es porque tienes cosas mejores que hacer.




Desarmonía

Todo individuo se debate entre dos sujetos: el que es, y el que desea ser. Conviven en él un conformista y un soñador. El primero se ocupa de lo presente, mientras que el segundo persigue la realización de un mañana que sólo existe en un marco de cálculos, conjeturas y posibilidades. Conforme pasan los años, el sujeto soñador ve cómo su tiempo mengua irremediablemente, con lo que la balanza ilusioria se desequilibra en sentido inverso hasta que el peso de lo irrealizado se traslada al platillo inicial, convirtiéndose en la ilusión de lo que pudo ser y no fue. El individuo concentra entonces su amargura en un universo pretérito que considera pudo ser diferente: sueña con volver atrás, convencido de que una distinta elección de acciones o decisiones le habría premiado con el presente que ahora, viejo y cansado, echa en falta. Visualiza un yo alternativo que goza de los logros que él no alcanzó. Pero ese yo alternativo, aun habiendo realizado los sueños de su yo inicial, seguiría poseyendo un sujeto soñador que lo impulsaría hacia diferentes metas; probablemente, las mismas que su yo original sí consiguió.

Puede decirse que, en algún lugar del mundo, existe un alter ego que codicia en secreto lo que nosotros tenemos, cuando a su vez codiciamos nosotros lo que tiene él. Bajo este indigerible principio de contrapeso y descompensación, nuestra raza ha sobrevivido hasta el día de hoy, enfrascada en una perenne lucha de intereses, un conflicto atemporal en el que cada uno persigue el equilibrio de su balanza, generalmente inconsciente de que dicho equilibrio sólo es posible -en muchas ocasiones- a costa de un desequilibrio ajeno. Al final nos volvemos cenizas, y dejamos en manos de nuestros sucesores una atrofiada herencia para que la guerra desequilibrante se perpetúe, y de paso, no falte nunca un sentido para vivir.