Little Big Chronicles - Vol 5






William Faulkner (1897-1962)













Se dice que todo individuo es tan sólo el resultado de la interacción de su mente con el entorno. Faulkner no se limitó a interactuar: se dedicó a absorber. La crónica de su familia, la atmósfera y la historia de su condado natal y la observación de todos los personajes de carne y hueso que poblaron su vida terminaron por convertirse en la cámara embriónica de uno de los más brillantes talentos de la literatura del siglo XX. La prosa de Faulkner sigue sorprendiendo por su viveza y complejidad, su deslumbrante y poética fuerza visual, su empeño por adentrarse en lo más profundo de la psicología humana y, cómo no, su audacia en el experimentalismo, a posteriori tremendamente influyente. Cuesta imaginar que detrás de tan clarividentes novelas se esconda un perfil tan contradictorio, problemático y atormentado como el de William Faulkner.

El verdadero apellido de William (o “Bill”, si lo prefieren) era Falkner. Nacido en Mississippi, tierra de la que nunca fue capaz de desarraigarse y en la cual se sitúa la práctica totalidad de su producción literaria, Bill pudo desarrollar su imaginación y su voluntad artística gracias a su madre y a su abuela, espíritus sensibles en contraposición al voluble y tiránico carácter de su padre. De niño, William estuvo al cargo de una niñera de raza negra llamada Callie Barr. Ella influiría enormemente en la idiosincrasia de Faulkner, quien tomó de ella sus ideas sobre la sexualidad y la segregación racial, presentes en casi todos sus libros.








William no empezó con buen pie en ningún sentido. Aunque lector ávido y precoz, fue siempre un mediocre estudiante, objeto frecuente de burlas entre los demás niños a causa de su introversión, su torpeza en los deportes y su preferencia al trato con las chicas. Decepcionado con sus estudios universitarios y motivado por la búsqueda de aventura, abandonó la U. de Mississippi en 1918 para alistarse en el ejército estadounidense, el cual le rechazó por su estatura (apenas llegaba al metro sesenta y cinco). Bill decidió disfrazarse entonces de británico. Ensayó su nuevo acento durante semanas y añadió la famosa “u” a su apellido. El artificio surtió efecto, pero la guerra terminó antes de que pudiera entrar en combate. Por esta época logró publicar sus primeros poemas y relatos cortos en publicaciones de poca monta. También empezaron sus flirteos con el alcohol, flirteos que se mantendrían con menor o mayor intensidad por el resto de su vida.

Su regreso a la universidad fue convulso. Embriagado por sus primerizos éxitos literarios, sus compañeros le tuvieron pronto por arrogante y presumido. Su acento pseudobritánico y su refinado gusto para la ropa le ganaron el mote de “El Conde”. Una de sus únicas amistades en la facultad fue el joven poeta Phil Stone; de sus enseñanzas asumió la idea de que la universidad era un pérdida de tiempo y que todo cuanto necesitaba en la vida era libertad para desarrollar su inquietud artística. Dejó de nuevo los estudios y empezó a trabajar como auxiliar en el banco de su abuelo. Por las tardes se encerraba en casa para escribir, y por las noches bebía en solitario. Era el eterno borrachuzo marginal que todas las noches acaba orinando en una farola distinta. Esta etapa serviría más tarde de inspiración para la novela Sartoris, pero aún quedaba tiempo para llegar a esto.








Decidió cambiar de aires. Ya en Nueva York desarrolló una infalible habilidad para lograr que le despidieran de cuantos empleos probara. En la oficina de correos acostumbraba a leer la correspondencia privada de toda la ciudad. En la librería dedicaba más horas a escribir sus relatos que a ordenar los libros. Lo intentó como bombero, vendedor ambulante de refrescos, pintor de letreros y vigilante nocturno. Aunque holgazán para el trabajo, era todo un tour de force en el empleo literario, aprovechando todas las horas del día, libres o no, para escribir. Phil Stone, decepcionado por haber perdido el contacto con su amigo, le envió un telegrama. “¿Qué te ocurre, te has echado novia?”. Faulkner respondió: “Sí, y tiene 30.000 palabras de largo”. La paga de los soldados fue su primera novela, y aunque recibiría muy buenas críticas, estas no se verían acompañadas por el éxito comercial. Sucedió lo mismo con Banderas en el viento y Sartoris. Justo entonces regresó Estelle.

Estelle Oldham había sido el gran amor de Faulkner en el instituto. Habían salido juntos durante muchos años, y aunque Estelle le fue infiel en numerosas ocasiones, estaban decididos a casarse. Sin embargo, presionada por la familia, Estelle terminaría pasando por la vicaría con Cornell Franklin, estudiante mucho más rico y prometedor que Faulkner. Estelle se divorció de Cornell en 1929; apenas dos meses más tarde, se casó de nuevo con Bill. Juntos se embarcaron en un matrimonio inestable y empapado de alcohol por ambas partes. Su hija Jill le rogó en cierto punto que dejara de beber; si no por él mismo, al menos por ella. ”Nadie recuerda a los hijos de Shakespeare”, respondió crípticamente Faulkner. Estelle llegaría a intentar suicidarse. Esta espiral autodestructiva no impidió que Bill produjera un total de 13 novelas, a cada cual más extensa y compleja, en un periodo de apenas 20 años. A esta etapa pertenecen sus más aclamados títulos: El Ruido y la Furia, Mientras agonizo, Luz de agosto y ¡Absalom, Absalom! Fue una lástima que todas ellas coincidieran con la Gran Depresión. América experimentaba un lento resurgimiento en el que muy pocos estaban interesados en comprar novelas profundas y experimentales. Faulkner debería esperar hasta la década de los 40 para alcanzar el éxito verdadero.







Hollywood llamó a su puerta. Howard Hawks, el Spielberg de la época, se enamoró de su ingenio y su efervescencia creativa. Faulkner desarrollaría una prolífica carrera como guionista y revisor, obteniendo los créditos por En Tierra de faraones, El sueño eterno (adaptación de la archiconocida novela de Raymond Chandler) y Tener y no tener (otra adaptación, esta vez de su enemigo estilístico, Ernest Hemingway). Pero Faulkner en Hollywood era como un pez fuera del agua. Obligado a aprender el oficio de forma autodidacta, tenía tendencia a “romantizar” en exceso sus guiones, así como a incluir en ellos tremendas parrafadas de diálogo (“¿¿Todo eso se supone que debo memorizar??” le dijo una vez el mismísimo Humphrey Bogart). De hecho, William odiaba Hollywood. El cheque era lo único que le retenía allí. En cierta ocasión le dijo a H. Hawks que estaba teniendo problemas para concentrarse y que le gustaría volver a casa, en lugar de escribir en las oficinas de la productora. Hawks aceptó. Pasaron los días sin que el director tuviera noticias de su guionista. Al llamar al hotel en el que Faulkner se alojaba, descubrió que éste se había marchado indefinidamente a Mississippi. Parece que aquello de “volver a casa” tenía un sentido de lo más literal. Las peripecias del escritor en Hollywood, incluyendo vergonzosos percances con el alcohol y un romance secreto con Meta Carpenter, joven secretaria de Hawks, serían satirizados varias décadas después por los hermanos Coen en la película Barton Fink.







Curiosamente, fue otro affair amoroso el que terminó de ponerle en el mapa. Else Jonsson, viuda del periodista Thorsten Jonsson, fue la principal responsable de que sus novelas se tradujeran al sueco, lo que eventualmente resultaría en la concesión del premio Nobel de literatura. Parece que Bill detestó de inmediato la atención que suscitó tamaño reconocimiento literario, hasta el punto de mantenerlo ferozmente en secreto. Su hija Jill, por entonces de 17 años, sólo supo que su padre había ganado el Nobel cuando lo anunciaron por la megafonía del instituto. William destinó buena parte del premio en metálico a la creación de un concurso literario para jóvenes creadores, así como a ayudas a familias afroamericanas que no podían pagar la matrícula escolar de sus hijos. Se hartó de recoger premios durante los últimos años de su vida, pero debería esperar hasta su muerte para ganarse de verdad al público de su propio país. En Europa, en cambio, era “un Dios entre los jóvenes lectores” en palabras de Jean-Paul Sartre. Murió en 1962 tras caerse de un caballo. Su larga vida de excesos, en cualquier caso, ya le había debilitado considerablemente en salud.

Pese a todas sus arrogancias (“el buen artista cree que nadie es lo suficientemente bueno como para instruirle”), sus problemas con la bebida (“si estoy borracho, nunca escribo… aunque a veces se me ocurren ideas geniales”), las penurias económicas y demás dificultades, William Faulkner completó una producción prosística de insuperable calidad. Yoknapatawpha, el ficticio condado en el que situó varias de sus novelas, es todo un ejemplo de virtuosismo imaginativo que serviría más tarde de inspiración a Gabriel García Márquez y su fantástica región de Macondo. Además del propio Márquez, innumerables escritores han reconocido la influencia de Faulkner en su obra, incluyendo a Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa. El novelista italiano Alberto Moravia afirmó que la huella de Faulkner podía encontrarse en cualquier libro contemporáneo; a veces visible y a veces no. En su fabuloso discurso de aceptación del premio Nobel, Faulkner dejó unas palabras que, aunque referidas al hombre universal, bien podrían decorar su propio epitafio: “creo que el hombre no sólo sobrevivirá, sino que prevalecerá. Es inmortal, no sólo por ser la única criatura con una voz inagotable: también por tener un alma, un espíritu capaz de alcanzar la compasión, el sacrificio y la resistencia. (…) La voz del poeta no tiene por qué ser únicamente el registro del hombre: puede ser también su basamento, el pilar necesario para que sobreviva y perdure”.




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