El hacedor de ritmos

Un - dos - tres - cuatro
Un - dos - tres - cuatro.

Para ti, eso es el sonido del limpiaparabrisas de un coche bajo la lluvia. Para mí es un ritmo.

Percibir, detectar, ver ritmos allí donde los demás sólo ven mecánica. A eso me dedico forzosamente cada día. Te diré que las gotas de la lluvia siguen su propia cadencia: una partitura de cuatro-seis en escala cromática que, aunque en improvisación constante, se ciñen siempre al mismo patrón. Los semáforos, lo sé por el clic que acompaña cada uno de sus destellos, van a un tempo allegro de 120 golpes por minuto. Es así, al menos en esta ciudad: imagino una Nueva York furiosa, rebosante de ritmos escurridizos; la clase de ritmo que deriva de la prisa, de una mentalidad que procura dominar el tiempo en lugar de comprenderlo. Imagino a una Lisboa en la que ocurre todo lo contrario; un estrecho laberinto de sonidos que acaban de salir de la siesta.

Y tú también tienes un ritmo, por cierto. El que siguen tus pies al chocar contra la acera izquierda derecha, el que dibuja tu voz al hablar. Y ese ritmo te define y te aísla del resto de ritmos, todos definidos y aislados a su vez, todos finitos. Supongo que es lógico que yo lo distinga y tú no. El color, la forma, la luz: nada de eso regresará jamás. El sonido es toda la luz que puede haber para mí.

Pero supongo, también, que no encuentras motivos para sorprenderte por lo que te cuento. Supongo que vislumbras esa inyección grisácea en mis ojos, esa ausencia de vida y propósito, y comprendes que lo que yo llamo ritmo no es más que la lógica interpretación que le doy a lo que tú llamas cuerpo o sonido. Lo que quizá sí te sorprenda es saber que todos los ritmos acaban siendo el mismo.

Ocurre de forma constante, inevitable. La melodía de tu voz se funde con la cadencia de mis pasos. El tic del semáforo se sincroniza con el tac del limpiaparabrisas. La pelota que bota el niño sobre la acera se alinea con el resto de la percusión mundana: la respiración del deportista un-dos, los goples sordos contra el fondo del contenedor un-dos-tres, los pasos del gentío un-dos-tres-cuatro, el chapoteo pertinaz como acompañamiento. Los callejones húmedos destilan una canción que participa de todo y de todos. Sin que nadie se dé cuenta. Sin que nadie sospeche. Miles de almas participando en una única actividad, colaborando en la misma orquesta sin saberlo.

Algunos ritmos son insoportablemente tristes.

Y otros son inaudibles. Escapan de labios apagados, gimotean en las entrañas y mueren en la mente antes de llegar a lo que tú llamas luz. Ritmos que la gente convierte en herméticos. Y esa protección los convierte en dolorosos y bellos al mismo tiempo. Pero incluso esos forman parte de la misma partitura escrita por todo lo demás. Incluso esos participan en la Gran Orquesta. Y me encantaría poder explicárselo a todos. Que aprendieran a verlo. Me encantaría explicártelo a ti, para que comprendas que no hay forma de estar solo. Eso es lo que te contaría. Si pudiera hablar.

Dado que no puedo, tendrás que conformarte con seguir mi ritmo.

Un - dos - tres - cuatro,
Un - dos - tres - cuatro.



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