Little Big Chronicles - Vol I

Con vuestro permiso, inauguro una mini-sección dedicada a historias auténticas que desde siempre me han provocado impacto y admiración. Los hombres o mujeres sobre los que aquí hablaré no siempre os serán conocidos, pero a todos ellos los une un componente de excepcionalidad y de misterio que considero digno de ser contado.


Werner Voss (13 de Abril de 1897- 23 de Septiembre de 1917)


Son aproximadamente las cinco de la tarde. Largos jirones de nube inundan un cielo cálido y ventoso. Werner, de diecinueve años, camina hacia su aeroplano. Se enfunda el uniforme de piloto, se coloca gafas y orejeras y despega del aeródromo de Marckebeke. Dentro de una hora protagonizará uno de los episodios más épicos y apasionantes de la historia del combate aéreo.

En la 1ª guerra mundial, el aeroplano ocupaba un lugar meritorio entre los más prodigiosos productos de la invención humana. Apenas habían transcurrido unos años desde los legendarios vuelos de Santos Dumont y los hermanos Wright. El avión de principios de siglo era poco más que un rudo prototipo de lo que sería después: fuselajes de hierro y madera, una única hélice en el morro del aparato y una limitadísima capacida de maniobra. Ni el bando aliado ni el de la Entente consideraron utilizarlo como instrumento bélico hasta finales de 1915, cuando Anthony Fokker diseñó el primer mecanismo que sincronizaba la ametralladora Spandau con la rotación de la hélice del avión. El aparato se manejaba mediante rudimentarios sistemas de palancas y pedales. En aquellos aviones, exentos de la modernidad electrónica de hoy en día, la acción física del piloto, su habilidad de pilotaje y su propia personalidad se convertían en un elemento más del vuelo del avión, expresión epitomizada por el aviador itaiano Francesco Baracca: "yo soy el avión, no el piloto".


Los combates eran arduos y duraderos. Derribar a un enemigo requería tiempo y paciencia. Los expertos promovían el aspecto táctico-estratégico del combate, empleando la astucia, la furtividad y la sorpresa como mejores armas. La superioridad numérica era así mismo vital: atacar a dos aviones se consideraba un riesgo innecesario. Atacar a tres, una locura. Atacar a cuatro, un suicidio.

El 23 de septiembre de 1917, Werner Voss se lanzó contra siete aviones del escuadrón 56, el más famoso y mortífero grupo aéreo del Imperio Británico.

Lo más curioso de Werner es que, pese a sus 48 victorias confirmadas y sus numerosas condecoraciones (incluyendo la orden "Pour le Mêrite", el más prestigioso galardón militar del Imperio Prusiano), no se le consideraba un piloto excepcional. Carecía de la consistencia y la meticulosidad que encumbraran a otros ases como Fonck o Von Ritchoffen (el temido Barón Rojo). Voss prefería el vuelo solitario, cruzando el espacio aéreo enemigo con su Fokker dr. I. Más que como combatiente modélico, se le tenía por valeroso y dotado para la acrobacia. Su entera habilidad sólo parecía mostrarse tal cual en una tesitura en la que Voss se sintiera plenamente confiado y motivado. Las inconstantes chispas de su talento se correspondían con la naturaleza de su carácter volube, inspiracional.

El alemán luchó contra siete oponentes en una inconmensurable demostración de coraje, pundonor y maestría acrobática. Desesperó a sus adversarios durante diez largos minutos, logrando infligir graves daños a todos ellos. Werner se mostró furioso, intratable. Finalmente, fue herido de gravedad y perdió la conciencia, momento que el teniente Rhys Davids aprovechó para colocarse a su cola y derribarlo.

El capitán James McCudden, líder del escuadrón 56 y a la postre uno de los ases más aclamados del bando aliado, escribiría después: "Su pilotaje era maravilloso, su coraje magnífico, y en mi opinión fue el más bravo piloto alemán con quien tuve la ocasión de combatir". Rhys Davids, verdugo de Voss, añadiría lo siguiente: "Ojalá no hubiera sido necesario matarle".

¿Qué motivos impulsaron a Voss para embarcarse en tan desesperada refriega? Mi lado racional piensa que tal vez no consideró viable la opción de fuga, y plantó cara como cualquiera hubiera esperado de él. Mi lado romántico trata de ponerse en su piel, sentado en la cabina, lanzándole una dentellada al destino mientras la escuadrilla británica carga contra su avión. Disfrazándome de Voss, hombre considerado solitario y taciturno, me parece sentir ese incandescente destello inspiracional que le definía; esa oportunidad de demostrar a los ingleses, a él mismo, al mundo, quién era realmente y de qué era capaz. Veo a Werner dudando apenas medio segundo antes de izar su triplano y lanzar una ráfaga directa al escenario de su muerte; probablemente, el funeral que él mismo soñó en el ardor de su propia incomprensión, en el fondo de su carácter evasivo, de su naturaleza imprevisible.



Le doux cauchemar



Un aroma a fruta podrida salpica las aceras. El asfalto entero está cubierto por una alfombra de currículums, informes laborales y recortes de periódico con demandas de empleo. Las amas de casa caminan con el Playboy entre las manos, ocultando tras él el ejemplar de Sueños de Parado. Los jefes se tiran por la ventana y los conserjes montan orgías sobre la mesa del director, rociando con lejía y alcohol de limpiar los pezones de las mujeres de la limpieza. Vuestro narrador cruza el arco del triunfo, sube por una montaña de escombros y se pregunta si habrá ganado el Deportivo o el Hércules. Atraviesa la Vía Laietana hasta toparse con el oscuro espacio de la muralla romana, donde numerosos grupos de jóvenes sacan sus jeringuillas y follan sin condón mientras pintan graffitis obscenos sobre la piedra secular. Un tipo vestido de traje, corbata y una camisa Lacoste cuyos botones están a punto de saltar ante el poderoso volumen del barrigón se planta frente a él. "Enséñeme su factura del teléfono... yo podría hacer maravillas por usted" proclama, enarcando las cejas y agitando ante sus ojos un maletín repleto de monedas. Un camión de basura se detiene; el conductor, con un puro entre los labios y una recortada en la mano, abre la puerta y lo fríe a balazos. "Aquí va otro, Lucas" le dice a su compañero, que lleva la licenciatura de Ciencias Políticas pegada a la espalda. Agarran al vendedor, lo cargan en la parte trasera y arrancan.

Vuestro narrador gira a la derecha y atraviesa la callejuela bajo el arco románico. En el campus universitario, los estudiantes orinan sobre el césped y las muchachas rocían con cerveza sus camisetas ajustadas. "Quién da más, quién da más" gritan. "Somos el futuro, muchachos". Bajo la estatua de Epicuro, los catedráticos hunden la cabeza en las manos y gimotean. Los ministros les secan las lágrimas con papel higiénico. El narrador divisa a James Joyce caminando bajo los porches junto a otras dos personas. Corre hasta alcanzarlos. "Señor Joyce" jadea, quitándose el sombrero. Joyce frunce el ceño, examina al muchacho de arriba a abajo, se quita las aparatosas lentes. "¿Qué le hace pensar que es usted mejor que los demás, joven?". Vuestro narrador trata de reconocer a sus acompañantes, pero los rostros permanecen oculto bajo las sombras. "Sólo necesito un consejo, señor Joyce". "¿Sobre qué?". El irlandés gruñe, refunfuña, desenvuelve un bocadillo de mortadela. "Me gustaría ser como usted, señor Joyce". Un rayo de luz permite ahora distinguir a las otras dos figuras. Hemingway y Kennedy Toole permanencen quietos, con la mirada grave. A Hemingway le cae un río de sangre por el boquete del cráneo. Toole tiene la piel violácea, rugosa, como si hubiera estado expuesto al gas durante veinte años. Joyce es ahora Kafka y contempla al narrador con ojos respetuosos, indiferentes. "Renuncie" dice su voz, aunque sus labios no se mueven. "Renuncie". Rimbaud aparece con una pipa de opio. Vuestro narrador dice que no. Rimbaud aspira y le echa el humo a la cara.

Vuestro narrador cierra ahora los ojos. Imagina una llanura desierta en los bajos de Jalisco. Sueña con un páramo luminoso, infértil, donde los pueblos se cobijan entre ineficaces colinas. Allí se sienta. Coge un puñado de arena con la mano. La deja caer muy lentamente.




XV.



Éramos niños y

nos habíamos perdido
en el bosque.

Alguien nos había dicho
que entre esos árboles
rondaba
algo
maligno, sobrenatural.
Ya se sabe
cómo son
los niños:
no se creen nada, pero
quieren creérselo.

De modo que andamos
haciendo crujir
las hojas,
deseando
que no aparecieran jamás
las linternas
de los monitores.

Aquello
surgió de repente.
Diría que andaba
a cuatro patas
aunque no parecía un animal,
y algo
-pelaje, inmundicia, oscuridad-
nos impedía verle
la cabeza.

Quince niños histéricos
huyeron en desbandada,
rociando meados
por todo el bosque.

Corrí por ahí
en cualquier dirección
y lo siguiente que
recuerdo
es encontrar una pendiente
y caer rodando
por ella,
y al alzar la cabeza
no ver más
que silencio,
quietas ramas,
mudos arbustos,
burbujas luminosas de
luciérnagas,
encendiéndose
apagándose
y nada más
que quietud.

Y sentí
una paz
inmensa,
una paz
que me ha atormentado
hasta hoy,
porque no he llegado
a comprenderla,
ni la he vuelto a sentir
nunca.

Son las cuatro de la mañana.
Levanto las sábanas,
doy la luz
y escupo esto
en la libreta.

No termino
de entender
qué ocurre,
pero estoy seguro
de que alguien
lo hará
por mí.


Carta de una víctima a su asesino

Qué decirle a usted que no sepa ya, joven. Si le ha llegado este mensaje es porque me echa de menos, o echa algo en falta. Comunicándome con usted no pretendo otra cosa que no sea inspirarle una sensación de alivio, porque quisiera darle la prueba de que no es usted un monstruo. Ignore lo que se publica en la prensa y lo que se grita en la calle: usted es, después de todo, mucho más persona que cuanto llegué yo a ser, y si me concede el favor, procederé a explicar todo esto con calma.

Remóntese conmigo al año 52 del pasado siglo. Por entonces yo rondaba aproximadamente la misma edad que tendrá usted ahora. Los tiempos, por entonces, eran muy distintos a los de hoy. A buen seguro que habrá oído usted esa expresión con anterioridad sin llegar a comprenderla del todo, y créame que no es culpa suya. Los ancianos nos empeñamos en demostrar a los mancebos el por qué de nuestras arrugas; nos sentimos decrépitos y somos conscientes de nuestra pérdida de lucidez - válgame la contradicción-, pero hemos sido testigos y supervivientes de una época en la que no existían las facilidades de ahora, lo cual supone un pequeño resquicio de orgullo para nosotros. Eran tiempos en los que era realmente difícil no adoptar una marcada postura ideológica, no como ahora, que la comodidad ha convertido la búsqueda de personalidad política en una empresa fútil e inmeritoria. Con sus conocimientos de historia, porque no me cabe la menor duda de que los posee, sabrá no pocas cosas acerca de los maquis: nosotros nos atrevimos a intentar la reconquista de España mediante la ayuda de Dios y de la acción guerrillera. La fallida entrada por el Vall d'Aran en el 44 ya marcó el principio del fin para nosotros, pero los hubo que resistieron hasta plena década de los 60, mientras el Generalísimo efectuaba un eficaz bloqueo informativo y nos tachaba de simples bandoleros, negando al conocimiento público las verdaderas causas de nuestra contienda. Yo no pude aguantar tanto porque, después de diversas pesquisas, una patrulla de la guardia civil me encontró en una granja cerca de Calatrava. Le hubiera gustado conocer las inmediaciones de Ciudad Real por aquellos tiempos: uno podía ir de pueblo en pueblo a través de tranquilas veredas abundantes en verdor, espigales y riachuelos. Los viajeros gustaban de campar por allí, mochila al hombro, pues no faltaba la hospitalidad aunque no tuvieran con qué pagar, y eso que a menudo tampoco se tenía con qué alimentarles, más allá de roscos de pan duro y sopa fría... y disculpe por esta digresión. Son cosas que vienen con la edad.

La cuestión es que a mí también me encarcelaron, como a usted; e igual que en su caso, mi confinamiento se debió a la osadía política. Digo osadía porque, cuando uno está dispuesto a entregar más de un cuarto de su vida en favor de un ideal, se enfrenta a menudo a un ramal de consecuencias que ni había previsto ni está en condiciones de soportar. Yo tenía mujer e hijos, ahí donde lo ve, y también una madre que mucho lloró al otro lado de los barrotes, y mucho empapó con lágrimas las cartas que servidor le escribía devotamente tras los barrotes. Yo podía soportar todo eso y mucho más, y créame si le digo que, en tiempos como aquellos, los trabajos forzados de los presos políticos poco tienen que ver con los de ahora, pero no podía soportar a los guardias y celadores. No soy morboso, de modo que evitaré descripciones acerca de las injurias, vejaciones y afrentas corporales que por su parte tuvimos que aguantar, pero sepa usted que jamás en mi vida llegué a sentir tal odio, tal torbellino de violencia en la sangre como el que sentí soportando las calumnias de aquellos tipos que se mofaban de nuestra causa y, a su vez, defendían la que nosotros luchábamos por destruir. Era una impotencia de lo más desesperante, bien lo sabe Dios. Recuerdo haber barajado más de una vez, en los comedores de Aranjuez, la posibilidad de arremeter contra ellos con cuchillo, tenedor o cuanto tuviera a mano. Tenía sed de sangre y de venganza, y no era simple cuestión de odio, sino que también me movia la convicción de que con dicha acción lograría una pizca de justicia en un sentido social y amplio; la posibilidad de un orden mayor. Pero nunca moví ni un músculo.

Opté por tragarme el odio y el orgullo durante veinticinco años sin interrupción, y aunque no creo haberme arrepentido de aguantar así tanto tiempo, nunca pude olvidar al jovenzuelo frustrado que se revolvía de rabia en el catre de su celda. Un trauma que usted nunca tendrá, porque usted no sólo ha sido valiente, sino que no le ha temblado el pulso a la hora de asumir toda clase de daños colaterales, como lo que yo y otros muchos inocentes representamos en su atentado. La catastrófica magnitud de las consecuencias que antes mencionaba no le detuvo a usted ni a su conciencia. ¡Bravo! Puede usted decir que está donde está por valentía, y no por lo contrario, que es cuanto me llevé a la tumba sin que nadie reparara en ello, porque todos estaban demasiado ocupados en proclamar la injusticia de mi muerte, en preponderar el significado de la sangre inocente y en condenar el nombre de mi asesino, ese enérgico y osado joven al que ningún recato ni flaqueza le frenó en sus acciones. Creo que deberían haber convertido mi velatorio en un homenaje en su honor; en honor del hombre que luchó, mató y se hizo encarcelar en favor de sus convicciones y su sentimiento independentista. Usted representa un espíritu al que muchos hemos querido apelar, fracasando por culpa de nuestras conmiseraciones morales y nuestras terrenales flaquezas.

Usted, por encima de todo, es un alma libre: un hombre que ha hecho cuanto ha querido y, por supuesto, ha terminado como ha pedido. He aquí servidor inclina el sombrero en su honor. Concédame el favor, ahora que tiene todo el tiempo del mundo para hacerlo, de pensar y reflexionar en torno a todo lo que le acabo de decir. Y no olvide nunca que a los difuntos siempre hay que leerlos entre líneas: si dijéramos lo que debemos decirles de una sentada y sin sarcasmos, correríamos el riesgo de asustarles demasiado.




Disección del proceso creativo


"Hay en cada ser humano una vocación que lo impulsa a conocer, experimentar, interrogarse, sentir y expresarse. (...) El proceso creativo es un tránsito de la realidad al espacio íntimo de la subjetividad y el retorno al mundo en forma de expresión creadora. Este movimiento adopta las más diversas formas en cada uno de los artistas. "

Teresa Martín Taffarel, Caminos de escritura



La idea, sin previo aviso, surge. Al principio parece un hilo perdido de los sueños; un contorno sutil, impreciso y delicioso, en el que se arremolinan infinitas muestras de luz, color y sentimiento. Este es el punto en el que el arte cobra su aspecto más inocentemente hermoso, al presentarse con perfecta pulcritud en lo que aún es una mera elucubración, un irrealizado anhelo del hombre.

Como uno no puede lanzarse a la piscina sin templar antes el cuerpo, hay que realizar un planteamiento previo al ulterior trabajo. Se debe elaborar un mínimo cálculo o bosquejo de la estatua a esculpir, aunque aceptemos la idea de que la obra irá cambiando a medida que se construye. Este es el punto en el que el arte cobra su aspecto más sereno y metódico, lo cual supone una tortura para el creador porque siempre ha sido un ser impaciente, una ardilla que quiere subir al árbol tan rápido como pueda, un mago frustrado que quisiera convertir lo abstracto en concreto con un chasqueo de dedos.

Llega el momento de utilizar las manos, de mover el esqueleto, de verter a la luz ese conjunto de especulaciones que hasta ahora habían permanecido dormidos en el filo de la mente. El artista coloca los primeros ladrillos y empieza a erigir, lenta pero constantemente, su templo de los sueños. Este es el punto en el que el arte cobra su aspecto más rudo y tortuoso, porque los grandes edificios no se levantan de la noche a la mañana y el arquitecto ha de vencer con frecuencia a sus peores fantasmas, tales como la pereza, la lenidad, el desánimo, la incertidumbre o incluso la derrota - a veces, una retirada a tiempo es también una victoria-. Es el punto en el que el arte cobra el aspecto puro de un reto, en el que la idea se hace valer o no, en el que el artista expone su mayor fortaleza o no.

Et voilà. La estatua se termina. El sueño se corporeiza. De pronto, se escribe un punto y resulta ser un final. Se traza una pincelada y resulta ser la definitiva. Al principio, uno siempre se queda un tanto desconcertado con ese bebé que sostiene entre los brazos... ¿Era esto con lo que habíamos soñado? ¿Era esto lo que queríamos conseguir? De hecho... ¿lo hemos conseguido? A lo largo de todos los procesos anteriores, la criatura ha ido creciendo por cuenta propia y se ha alejado bastante de los planes que su padre tenía para él. Curiosamente, esto suele resultar positivo: este es un edificio cuya concepción cambia con el tiempo, y por ello no tiene sentido construirlo de manera forzada, ni obligar a que toda pieza original encaje. No es lo mismo adornar un lienzo que destrozarlo a brochazos. Durante todo este tiempo, nosotros hemos crecido. La idea también. Así las cosas, hemos dado a luz un híbrido, algo genuino y natural que ha terminado siendo una conjunción no sólo de ilusiones, sino también de fantasmas, sudores, jaquecas y faltas.

Lo que más me fascina de estas cuatro etapas es su irregularidad, su insustancialidad. Servidor las ha nombrado e identificado porque, dentro de un amplísimo marco de métodos y variables, suelen ser las más comunes; pero nunca se presentan tal cual. Las etapas se confunden y ofuscan entre sí. Uno nunca sabe cuándo ha empezado, y ¡pobre de aquél que dice saber cuándo ha terminado! Es imposible hacer una disección del proceso creativo porque, en cierto sentido, es el proceso creativo el que nos disecciona a nosotros. Termina siendo un engendro que desafía a su creador y lo anula y empequeñece, excediendo sus expectativas para bien o para mal. Este es el punto en el que el arte cobra su aspecto verdadero: el de una enigmática combinación de elementos que nunca podrán ser descubiertos, y que el artista no se llevará a la tumba porque ni el artista mismo sabría explicarlos con precisión. Es el punto en el que el arte demuestra por qué es arte, y no ciencia ni industria pesada: porque no existe estudio, tesis o autopsia capaz de explicar cómo se convierte el instante en cuadro o la sensación en poema. Porque el arte es un retoño del alma, un engendro del pensamiento; el producto de innumerables mecanismos humanos que dependen y dependerán por siempre del misterio.


Decisiones, consecuencias, desenlaces

- Hay que irse ya - Cristina apila la ropa en la maleta, guarda monedas y billetes en el bolsillo-. Como me pillen ahora mismo, mierda, es que me da algo.
- No puedo creer que vayas a hacerlo- Sandra le pasa más ropa, apila enseres en más bolsas-. No me lo creo y punto.
- Como si tuviera algún remedio- Cristina ordena el equipaje sin miramientos, coge libretas y documentos, echa una ojeada rápida a la habitación vacía-. ¿Vas a ayudarme o no?
- Espero no arrepentirme de camino- Sandra pone los ojos en blanco, los cierra, agita las llaves del coche-. Sigo pensando que te estás tirando a la basura, tía. Ni siquiera la conoces bien.
- Soy mayorcita. Sé lo que me hago - Cristina cierra la maleta, la alza y apoya en el suelo.
- Sí, sí, como siempre. Estarás muy enamorada, pero para mí, esa tipa no deja de ser alguien que apareció en un puto tren - Sandra abre la puerta de la calle.
- No fue así como así, tía - Cristina arrastra la maleta por el pasillo-. Te digo que es alguien especial, Sandra. Desde el primer minuto parecía conocerme de toda la vida.
- Así que eres de Salou- Laya la mira casi de perfil, la sonrisa tenebrosa, la mirada cómplice-. ¿Y qué te trae a Sevilla, pues? Un maromo, seguro.
- Chica, lo adivinas todo- Cristina deja la boca semiabierta, la expresión asombrada-. No serás mi vecina, o algo.
- No me importaría - Laya gira la cabeza un instante hacia la ventanilla, otro Alaris pasa a toda velocidad en la vía contigua, el vagón se sacude-. Pero qué va, todo es cuestión de costumbres. En mi empresa te pasas la vida en trenes y aviones. Llega un momento en que lo adivinas todo a base de pequeñas pistas. Acaba cansando un poco, la verdad.
- A mí me encanta viajar- Cristina se mesa el cabello, se frota los ojos, se pregunta qué demonios está sintiendo-. Si tuviera más dinero, me escaparía todo el rato.
- Escápate conmigo- Laya profundiza la voz, congela la sonrisa-. Nunca es tarde.
- ¿Cómo que no vas a venir? - Francisco estruja el teléfono, aprieta los dientes, enrojece-. Hace unas horas me habías dicho que estabas subiendo al tren, ¡coño!
- Fran, es complicado y no me lo vas a perdonar en la vida... - Cristina deja escapar una sonrisa demente, la mirada en el suelo, se tapa un lado de la cara con la mano y el otro con el móvil-. Ha aparecido otra persona, Fran. Lo siento.
- ¿Cuanto hace de esto?- Francisco da vueltas en círculo como un poseso, mira a su alrededor, busca cámaras ocultas-. Cris, cariño, escúchame, perdona por gritarte. Podemos hablarlo, no sé. Deja que lo hablemos al menos, cielo, ¿no?
- Debo estar loca por hacerte caso - Sandra trata de seguir el ritmo de su amiga, escaleras abajo -. Como alguien se entere de esto, te mato, Cris.
- La menos perjudicada serías tú- Cristina sostiene la maleta con ambas manos, baja los escalones de dos en dos, resopla-. No sabes cómo se pusieron mis padres cuando se lo conté.
- Yo me pensaba que habías superado esas tonterías hace tiempo- Alfonso clava unos ojos punzantes en su hija, infla la panza, se muerde la lengua-. ¿Vas a centrarte algún día o qué?
- Papá, hay otros motivos, son muchas cosas... - Cristina gesticula, trata de recomponerse-. Fran es muy buen chico, pero hace ya tiempo que no siento...
- Como le dejes, lo vas a sentir en el alma- Alfonso no disimula el tono de amenaza-. Y a ver cómo le explicas esto a tus tías, a tu hermana pequeña.
- Cariño, tratamos de comprenderte- Mari Ángeles se limpia las lágrimas-. Pero todo esto es... no sé qué pasa por tu cabeza, hija.
- ¿Y qué lo que te digan? - Laya la sostiene por los hombros, le besa la mejilla-. Tú ya no eres una niña. Eres tú quien reconoce tus sentimientos, no ellos.
- Pero tienen razón, Laya- Cristina se pega a ella, hunde la cabeza en su pecho, le acaricia la espalda-. Todo esto es una locura, en el fondo. En mi familia han tenido la cabeza muy cuadrada desde siempre. Yo quiero que me comprendan, pero no... no sé. No creo que vuelvan a mirarme de la misma forma que antes. Y no creo que mi padre me deje seguir en la asesoría. Dice que se pone del hígado con sólo mirarme.
- ¿Sabes cómo se llama eso, cariño? - Laya la separa, la mira fijamente a los ojos-. Se llama manipulación. Ellos saben de qué pie cojeas, y vaya si lo utilizan. ¿Crees que mis padres reaccionaron bien cuando les presenté a mi primera novia?
- A Francisco no le dejas- Alfonso tira el cojín al sofá-. Y menos ahora que lo han ascendido y podréis compraros un piso. Esa Laya me parece un peligro, que tenga los cojones a venir aquí si tanto te quiere.
- Alfonso, por favor- Mari Ángeles mueve una mano para taparse la boca, mueve la otra para tranquilizar a su marido sin saber cómo.
- Ni por favor ni leches- Alfonso habla ahora con perentoriedad-. Mañana llamas a esa tipa y le dices que se olvide de ti. Y luego llamas a Fran y le pides disculpas. Y nada más que hablar.
- Gracias, Sandra- Cristina lanza el equipaje al maletero y corre al asiento de copiloto-. Gracias, de corazón. Si no fuera por ti...
- Si no fuera por mí, estarías tomando la decisión correcta- Sandra cierra la puerta y arranca el coche-. Eso es lo que me jode. Esta es la última locura...
- Gracias- Cristina se enjuaga las lágrimas.
- Llámame cuando llegues allí- Sandra mete primera y pisa el acelerador-. Y ándate con mucho ojo, ¿me oyes?
- No sé, se ha llevado la mitad de su ropa y nos faltan un par de maletas- Alfonso mantiene el tipo como puede, abre cajones, remueve papeles-. Mari Ángeles está destrozada, yo no me lo creo.
- Voy a intentar localizarla como pueda- Francisco repasa su agenda telefónica, oprime botones frenéticamente con el pulgar-. Sandra es la única que se me ocurre que pueda haberla ayudado, pero tampoco me lo coge.
- Quiero creer que se arrepentirá- Alfonso se inclina hacia atrás, reposa la cabeza sobre el respaldo del sofá-. Tú no te preocupes, Fran, que me huelo que va a volver. Y por mí como si se ha ido hasta el fin del mundo; sabes que tengo amigos en la policía y al final la vamos a encontrar.
- Contra todo pronóstico, ¿no?- Laya sonríe extrañamente, se apoya en la barandilla con los codos, contempla el romper de las olas-. En verdad, yo también he aprendido unas cuantas cositas de todo esto.
- No serán cositas sucias- Cristina rodea su cintura con el brazo, la besa en el hombro-. Me llevas ahí siglos de ventaja.
- No, pero todo esto podría haberte salido francamente mal- Laya deja que la mirada se pierda hasta el fondo del Pacífico-. Y sólo ahora me doy cuenta de la responsabilidad que eso implicaría por mi parte.
- Siéntete responsable de hacerme feliz- Cristina la pellizca en el vientre, le da una patadita bajo la rodilla-. Al menos por ahora.
- Cristina, chata, ojalá que vuelvas pronto- Sandra termina de escribir su poema, intenta aplacar el temblor de su labio inferior-. Se está muy sola sin ti, te lo juro.



Conversación familiar, Edgar Hilaire Degas (1895). Yale University Art Gallery

Time / Space Defragmentation 1

El amor inminente planea en torno a cada gota de lluvia, el mundo aparece velado y encarcelado bajo el calor de la capucha de cuero; ya ve a los dos amigos desintegrándose en la febril niebla de la avenida, fundiéndose con el cuerpo de la bruma a medida que se alejan; todo pertenece a la tormenta, a los etéreos dedos de la atmósfera plomiza, y se llora o se sonríe porque así lo quiere el tiempo; juega con la imaginación para saltar de golpe quinientos kilómetros al sur, y allí adivina a los gorriones arremolinándose sobre el campo de olmos de la facultad, donde los fieles rayos de sol ajustician la corta vida de la nieve sobre los tejados; un pequeño óvalo de luz vuela como una girándula hasta morir lentamente sobre las vías del tren, donde el creciente chirrido avecina la llegada del coloso de hierro y plomo, la masa que aplasta las colillas y las bolsas de comida rápida; el tren dinamita el espacio, rasga el tiempo, cristaliza las formas de lluvia en sus ventanas y hurta cientos de almas para abandonarlas a su suerte en otra parte; el muchacho teme la personalidad de un abrazo, de una cadena de besos que le esperan al bajar del vagón, cuando se integre en la marea de maletas, salidas inmediatas, Qué tal el viaje, el billete en la mano, Por fin has llegado; ¿y si esos besos le hacen olvidar el pasajero que fue? ¿Y si el amor que se agazapa tras la silueta de la ciudad es más fuerte que su propia voluntad y le incita, finalmente, a abandonarse y no volver jamás?

El amor inminente planea en torno a cada gota de lluvia, el mundo aparece velado y encarcelado bajo el calor de la capucha de cuero...



Recogiendo los intestinos de Barcelona (o "cómo pincelar una nueva vida")


Con un pitido intermitente, las puertas automáticas se cierran. La voz en catalán anuncia la próxima parada. El espacio me es conocido, y a la vez es insoportablemente extraño. En los rostros asiáticos que pueblan los asientos me parece encontrar las mismas expresiones que acabo de ver cruzando el paso de cebra o pagando el café. El crisol de lenguas y acentos adormece al inevitable castellano por el que se guían mis pensamientos. Se sienta a mi lado una pareja con aire de estar recién casada; sus esperanzadas miradas se concentran en el carrito de su bebé. A la plaza Orfila por la acera izquierda, al cruce de Fabra i Puig por la derecha. Los comercios plantaron sus semillas cuando yo era chico: ante mis ojos titila la definitiva germinación. Los decorados navideños sostienen un sobretecho, una buhardilla de neón bajo la bóveda nocturna. Ese restaurante ha encarado su equipo de música hacia el exterior, desterrando los compases de "Streets of Philadelpia" a una muy frenética y humana avenida, donde los deslucidos pasos dejan un rastro esquivo sobre el agua. La chica de enfrente lleva un gorro negro de lana y un abrigo de color beige. Da la impresión de estar sumergida en una canción diferente, una música que la aísla del resto de los viajeros. Se agacha para recoger la mariposa de algodón que se le ha caído al bebé. La acera llega a su fin. Un vasto espacio de llanura y tenebrosidad me arranca de mis cavilaciones. La lluvia ha convertido el patio adyacente al antiguo colegio en una piscina sin fondo. Tras el viejo muro de cemento y la verja, nada respira. Nada se mueve. Acelero el paso: me aterra pasar demasiado tiempo ante mi infancia. Me sorprende una sonrisa... será que me conozco de memoria cómo resuenan estos peldaños, cómo el segundo piso se dibuja de arriba a abajo a medida que se sube por las escaleras. La ventana del patio de vecinos deja entrever un rectángulo de luz, así que adivino que estarán en casa. La cetácea figura de Encarna tapa toda la luz del pasillo, por lo que me pierdo esa dulce transformación facial que va del desconcierto al estupor y se desenlaza con una renovada alegría. La decoración se ha renovado por completo, pero las cosas siguen igual en la casa: el mismo olor a barriles de ceniza, las mismas capas de polvo; hasta me parece que la sofocante nube de nicotina que llena los pasillos es la misma que dejé al venir aquí por última vez, hará ya seis años. Encarna me invita a tomar asiento y a una cerveza mientras me resume los últimos seis años de su hijo. "No me gusta la novia que se ha echado. ¡Es chilena! Que se saque los papeles y todo eso y hablamos. Es duro para un chaval de 24 años sentarse a comer con la familia de tus futuros suegros, y vamos, que la pregunta es típica: '¿y tú en qué trabajas?' Y tener que contestar: 'en nada'. Me es muy buen chaval desde siempre, pero con tanto pájaro en la cabeza... " En el cuarto de Eric, aun a oscuras, se percibe una tupida alfombra de piezas de ropa desperdigadas por el suelo y latas de Amstel a medio terminar. "Con la tontería, lleva dos años sin trabajar. Me ha dado una de disgustos... ahora, el día en que apareció con el brazo roto, ahí me dio algo. Y encima me dice: 'tranquila, mamá, que la sangre no es mía'. Regresión, reenganche, retorno. La trémula luz de la lechería junto al parque, el olor dulzón de la churrería en la esquina. Subamos hacia arriba... en este edificio vivía Cristina. Era un genio de chica, hasta que diversos novios y un sospechoso dolor de espalda la llevaron a abandonar los estudios. Después se enfrentó a su católica madre hasta que la echaron de casa. Me pregunto para qué sirven las etapas, si de algo sirven; y qué quedará de todo cuanto se aprendió en ellas. Cógete a mi cintura. Si quieres, te contaré más cosas. La mujer para la que trabajo se llama Teresa y tiene una colección de unos 3.000 libros en casa. Me dedico a ello seis horas al día y aun así necesitaría varias semanas para terminar de ordenarlos. Su acento es un distinguido y señorial argentino, y suele contestar las preguntas con un "mmmhmm" que lleva incorporado un ritmo casi musical. Los sentidos se me pierden entre las letras inmortales de los títulos y el aroma mohoso de las páginas. De Joyce a Cortázar, de Austen a José Cela, de Quevedo a Marco Aurelio, y los ancianos ojos del laberinto me persiguen de un lado a otro por los pasillos. A diez metros está la parada de autobús, de vuelta a mi refugio... bien, seguiremos caminando. Daremos un rodeo por las entrañas de la ciudad, y no volveremos hasta que las piernas exijan su descanso. Hay mucho espacio en la inmensidad del océano. Pronto me plantaré en el barrio gótico y dejaré que la vida fluya como una pluma abandonada al viento. Muévete, preciosa... qué delicia sobre la suciedad de tus calles.