Partida


- Ay. Ahí vamos otra vez.
Había dicho eso sin dejar de mirar sus cartas ni quitarse el cigarrillo de la boca. Los demás parecieron imitar su rostro en fría sintonía, detenidos en la enésima ronda mientras la invisible existencia de Jorge atravesaba el salón entre sollozos y balbuceos. Aun estando en la cocina se le seguía oyendo. Javi, inclinándose hacia atrás, se despejó la melena para beber de la botella; luego llego su turno y jugó con una pareja de jotas.
- En serio, alguien va a tener que hablar con él- dijo.
- Pues ale – musitó Alex-, ahí lo tienes. Si te hace feliz…
- Aquí hay un solo infeliz – Dita había apartado la vista del portátil unos segundos, pero no miraba a Jorge, sino a un patrón aburrido, un hijo caprichoso con el que papá no sabe qué hacer-. Y está llenando la cocina de mocos.
Tampoco yo me aparté de la partida. No se podía hacer mucho. “Se le pasará, es un tío fuerte, saldrá de esta”; todas esas cosas ya las habíamos dicho cinco meses atrás. Lo único que se podía hacer, habíamos resuelto, era seguir jugando a las cartas y esperar.
- No es apoyo lo que le falta. Tiene que espabilarse. Las castañas te las sacas tú mismo del fuego, ¿oyes eso, Jorge?
Hubo un silencio entre tintineos, entre vasos que caen una y otra vez bajo el agua caliente; vasos que se llenan de espuma, se aclaran y luego regresan al agua caliente. Vasos que matan un tiempo inmortal. Después, un estallido. Ahora sí lloraba de verdad.
- Esto ya se sale de madre – dijo Javi.
La ventana de la cocina estaba abierta, con lo que todo el vecindario estaba plácidamente expuesto al recital húmedo de Jorge. Es más, lo habían aprendido. Pero por qué a mí, la quería la quería, no lo entiendo, es injusto y repetimos estribillo. Un estribillo tan cotidiano que no me habría sorprendido que algún vecino nos preguntara si teníamos loro en casa.
- Vas a tener que hablar tú, Jimmy.
- ¿Yo, por qué? – Messi acababa de marcar el tercero; lo celebré de alguna forma, cuidando de no revelar mis cartas, y continué-. No va a cambiar nada. Esto es cosa de él, tú mismo lo has dicho.
- Habla con él, Jim – insistió Dita, desubicada entre las cartas, el fútbol y la matrícula de la universidad-. Anda.
Vislumbré una sucesión de miradas que suplicaban desde un triste abismo de aburrimiento. Pedí que esperaran a mi turno para continuar; después me levanté.
Apoyado en la repisa con ambas manos, me daba la espalda sin dejar de mirar por la ventana.
- Jorge.
Hay algo incómodo en ver a un hombre en ese estado. Algo que inspira rechazo, que huele a enfermedad contagiosa. Es inconsciente, automático: retrocedemos un par de pasos al ver a alguien así, incluso aunque le queramos. Y no estoy seguro de que aquél fuera el caso.
- Jorge, tienes que pasar página. No hay más. Entiérrala como puedas y sigue con tus movidas.
En el suelo había, además de restos de no una sino varias comidas, un vaso roto y una pincelada roja. No sé si no se había apercibido del corte o si sencillamente le faltaban fuerzas para limpiarse. Le cogí suavemente por los hombros, que temblaban como sonajeros, y le obligué a que me mirara.
- Es una putada, no te voy a decir que no, pero no soy yo el que pone las reglas. Tienes que poner de tu parte. Reaccionar, ¿comprendes? Fuego con fuego. Y tú lo puedes hacer.
No se distinguía nada. Era un océano vacío, un mapa arrugado en el que se confundían colores, cicatrices, atisbos de expresión que se desvanecen antes de concretarse. Pero de alguna forma logró calmar su respiración. Sus sollozos decayeron a favor del zumbido eléctrico del frigorífico.
- Entierra ya a esa mujer. Conviértela en pasado. Haz que desaparezca.
Le tomé de las mejillas. En sus ojos no había nada capaz de quedarse inmóvil.
- Esto sólo lo puedes conseguir tú. Y sólo lo vas a hacer tú. ¿Me entiendes?
Y finalmente, aunque por un momento creí que no hablaría jamás, gimoteó:
- Te entiendo.
Entonces se secó las lágrimas con la manga del jersey y salió de la cocina sin añadir nada más. Escuché sus pasos a través del pasillo. La partida en el salón no se había detenido en ningún momento, pero todos alzaron la cabeza al oír el portazo.
- Bueno, ¿y adónde coño va ahora?
Javi pareció disponerse a contestar, pero en lugar de eso estiró el brazo hasta alcanzar el paquete de Cutter’s Choice. Los veinte minutos siguientes transcurrieron de igual forma: se había levantado un velo que desmantelaba nuestras palabras antes incluso de que pudieran llegar a oírse. La partida se reanudó con una especie de tensa pereza.
- Mierda – escupió de pronto Dita-. Ha ido a hablar con ella, seguro.
- ¿Dices que...? – Alex escupió una hebra de tabaco antes de continuar-. Nah, tía, vale que Jorge es un animalito, pero hasta él tiene su orgullo. No se le ocurrirá intentarlo.
- A mí me dijo el otro día que todavía pensaba en llamarla. Que todavía tenía esperanzas. Este no se da por aludido, Alex, te dijo que ha ido a hablar con ella. Jim, ve a buscarlo antes de que haga alguna gilipollez.
- Yo me voy a quedar aquí rascándome los cojones, ¿qué te parece? Resulta que ahora tengo que ir persiguiendo a la gente. Mira, ni siquiera sabemos con certeza…
- Lo va a hacer – ahora era Javi el que se sumaba al comité-. Conozco a ese pavo y te digo que lo va a hacer. O peor, buscará un puente y se tirará. Tío, ve a buscarlo, anda.
- ¿A qué vienen esas alarmas? Si el chaval quiere salir, sale y punto. Ninguno de nosotros sabe qué…
En ese momento se abrió la puerta de la calle. Fue aquí cuando la partida se detuvo completa y definitivamente. El humo, las bocas y hasta la imagen del televisor interrumpieron su actividad para mirar de frente al cuerpo enjuto y pálido que aguardaba de pie frente al sofá. A él y a las salpicaduras de sangre que cubrían la totalidad de su ropa, su rostro, y en especial sus manos. Esta es la imagen más nítida que conservo del momento: la sangre en sus manos.
- Ya está – dijo Jorge-. Asunto cerrado. Ha desaparecido.
Luego entró en su habitación.






Ciencia de las posibilidades

Es mentira que mañana vayamos a estar allí. Es falso que los objetivos se cumplan. Nunca llegará ese momento en el que nos sintamos saciados de vida: no nos han diseñado para que nos detengamos, sino para que anhelemos. No hay por qué seguir una línea recta cuando podemos probar múltiples caminos a la vez. Hay momentos, incluso, en los que quizá necesitemos sacrificar nuestros propios ideales, esas pequeñas parcelas de pensamiento que consideramos que nos representan y definen, para aproximarnos a una posibilidad no contemplada, a un afluente quién sabe si benigno. El día exige que experimentemos, no que nos ciñamos a nuestra idea fija de día. Nada tolera que le corten las alas. Salir de uno mismo es posible. Escindirse. Dispersarse. Multiespejarse. Convertirse en la derivación cuántica de uno mismo. Claro que es posible.

Aunque quizá lo mejor para ti sea que estés calladito y en tu sitio.