- ¿Y cuándo descubriste que podías hablar con los difuntos?
Su gruesa sombra se proyecta contra el aséptico muro gris del fondo. Todos creemos que hay un tiempo para cada cosa, pero Silvio considera que el momento y la hora empiezan por él, y todo lo demás debería esperarle. De ahí que prolongue tanto esas forzadas caladas a un cigarro que es ya casi un insostenible filtro de ceniza, y los forzados silencios que dibuja entre pregunta y respuesta. Los espejos a cada flanco de la sala multiplican, desdoblan esa impresión de tiempo eterno.
- Lo he sabío durante toda mi vida- el humo, al igual que su mirada, se pierde inexorablemente en la calamina blanca del techo-. Sólo que, no sé, d’tor, quizá me faltaban huevos para admitirlo. Oiga, ¿falta mucho pa’ terminar? No sabusté el hambre que tengo. Le digo, d’tor, que toy bien aquí, pero me muero de hambre.
- Tal vez si hubieras comido a las dos, junto con el resto de los internos… -le digo, sin poder evitar que el sarcasmo sofoque a la obviedad.
- Oh, ya sé cuánto les gustaría a ustés que todos comiéramos, meáramos y muriéramos a la misma hora pa’ rellenar sus partes y tirar pa’ casa, pero yo me he quitao el reloj, ¿sabe? Sienta mú bien tener la muñeca libre, ¿Qué no lo probó nunca?
Hubiera podido sobrevivir como artista circense en lugar de embaucador. El obtuso rectángulo de su cabeza, mal adherida al tonel que sostiene el resto de su cuerpo, recuerdan de inmediato al perfil exagerado de un bufón, un payaso tragaldabas. Hay mucha teatralidad en su voz y en sus ademanes, quizá demasiada. Todo encaja en una especie de maquinaria interpretativa que adora el tabaco negro y detesta las prisas. Cuando me hablaron de él, recordé de inmediato aquél pianista que apareció en una playa de Suiza sin recordar quién era ni cómo había llegado allí. Resultó ser todo un plan que el propio artista había diseñado para atraer la atención del público. El cuento funcionó lo suficientemente bien como para que los medios, tan aburridos como siempre, mordieran el anzuelo; ahora bien, esa clase de fama no se consume al ritmo con que arden los cigarros de mi nuevo paciente.
- Dime, Silvio. ¿Qué te dicen los muertos cuando hablas con ellos?
- ¿Qué me dicen? ¿Pero por qué puñetas iban a hablar? – la carcajada es estridente, caricaturesca; un retoño del vodevil siciliano-. Tan muertos, matasanos. No tién por qué decir ná.
- Entonces comprenderás que me resultará difícil creer que puedes hablar con ellos.
- Cosas más absurdas se han oío. Echo de menos los viejos tiempos, cuando a la mujer barbuda y al hombre de los tres huevos se les quería tan panchamente en sociedad… ah, pero crea usté lo que quiera. Por poder, pué usté hasta creer que estoy trastornao; muy conveniente pa’ apuntarlo en su libretita y luego cenar hígado de cerdo con habas en casa. Le pagan pa’ eso. Me comunico con los muertos, d’tor; me comunico, pero no m’hablo con ellos.
- Bien. ¿Podrías explicar en qué consiste esa ‘comunicación’?
Después de quitarse las gafas, las humedece con el aliento y procede a limpiarlas con una pizca de saliva, sin mirarme.
- Verá, d’tor. Los muertos no tien lengua. Ni cabeza. Lo mismo la tuvieron, pero eso da igual. No hablan, no piensan, pero yo, yo sé ande están y qué sienten. Y los amigos, los familiares, vienen a mí pa’ saber lo que valga la pena saber.
- No sería el primer paciente del que escucho algo parecido. Ni el primer farsante- esto no es tanto un ataque como un asalto práctico; un rasgo común en los pacientes esquizofrénicos es la agresividad, la constante actitud defensiva ante cualquier señal de duda que provenga del prójimo. Pero mirando a Silvio, se diría que sus gafas tienen más posibilidades de exasperarlo que mi ingenio.
- Por ejemplo, d’tor, ayer hablé con su madre. “Hablé”, ya sabe.
- ¿De veras? – apunto rápidamente a mi libreta con el bolígrafo, pues intuyo que lo que viene a continuación delatará rápidamente su condición de enfermo… o de fraude.
- ¿Sabía usté que ella escondió medio millón de liras abajol suelo la cocina?
Le miro por un instante, pero a mi mirada sólo responde una grotesca, divertida mueca de satisfacción.
- Hay que ver, d’tor, cómo le han brillao los ojos por un segundo- dice Silvio-. Pero ni se inmutó cuando nombré a su difunta madre. ¿Está seguro d’haber repartío bien los papeles? Si quiere, empezamos de nuevo. Yo haré de d’tor y usté de farsante. Dígame, ¿cuándo descubrió que podía hablar con los locos?
Su gruesa sombra se proyecta contra el aséptico muro gris del fondo. Todos creemos que hay un tiempo para cada cosa, pero Silvio considera que el momento y la hora empiezan por él, y todo lo demás debería esperarle. De ahí que prolongue tanto esas forzadas caladas a un cigarro que es ya casi un insostenible filtro de ceniza, y los forzados silencios que dibuja entre pregunta y respuesta. Los espejos a cada flanco de la sala multiplican, desdoblan esa impresión de tiempo eterno.
- Lo he sabío durante toda mi vida- el humo, al igual que su mirada, se pierde inexorablemente en la calamina blanca del techo-. Sólo que, no sé, d’tor, quizá me faltaban huevos para admitirlo. Oiga, ¿falta mucho pa’ terminar? No sabusté el hambre que tengo. Le digo, d’tor, que toy bien aquí, pero me muero de hambre.
- Tal vez si hubieras comido a las dos, junto con el resto de los internos… -le digo, sin poder evitar que el sarcasmo sofoque a la obviedad.
- Oh, ya sé cuánto les gustaría a ustés que todos comiéramos, meáramos y muriéramos a la misma hora pa’ rellenar sus partes y tirar pa’ casa, pero yo me he quitao el reloj, ¿sabe? Sienta mú bien tener la muñeca libre, ¿Qué no lo probó nunca?
Hubiera podido sobrevivir como artista circense en lugar de embaucador. El obtuso rectángulo de su cabeza, mal adherida al tonel que sostiene el resto de su cuerpo, recuerdan de inmediato al perfil exagerado de un bufón, un payaso tragaldabas. Hay mucha teatralidad en su voz y en sus ademanes, quizá demasiada. Todo encaja en una especie de maquinaria interpretativa que adora el tabaco negro y detesta las prisas. Cuando me hablaron de él, recordé de inmediato aquél pianista que apareció en una playa de Suiza sin recordar quién era ni cómo había llegado allí. Resultó ser todo un plan que el propio artista había diseñado para atraer la atención del público. El cuento funcionó lo suficientemente bien como para que los medios, tan aburridos como siempre, mordieran el anzuelo; ahora bien, esa clase de fama no se consume al ritmo con que arden los cigarros de mi nuevo paciente.
- Dime, Silvio. ¿Qué te dicen los muertos cuando hablas con ellos?
- ¿Qué me dicen? ¿Pero por qué puñetas iban a hablar? – la carcajada es estridente, caricaturesca; un retoño del vodevil siciliano-. Tan muertos, matasanos. No tién por qué decir ná.
- Entonces comprenderás que me resultará difícil creer que puedes hablar con ellos.
- Cosas más absurdas se han oío. Echo de menos los viejos tiempos, cuando a la mujer barbuda y al hombre de los tres huevos se les quería tan panchamente en sociedad… ah, pero crea usté lo que quiera. Por poder, pué usté hasta creer que estoy trastornao; muy conveniente pa’ apuntarlo en su libretita y luego cenar hígado de cerdo con habas en casa. Le pagan pa’ eso. Me comunico con los muertos, d’tor; me comunico, pero no m’hablo con ellos.
- Bien. ¿Podrías explicar en qué consiste esa ‘comunicación’?
Después de quitarse las gafas, las humedece con el aliento y procede a limpiarlas con una pizca de saliva, sin mirarme.
- Verá, d’tor. Los muertos no tien lengua. Ni cabeza. Lo mismo la tuvieron, pero eso da igual. No hablan, no piensan, pero yo, yo sé ande están y qué sienten. Y los amigos, los familiares, vienen a mí pa’ saber lo que valga la pena saber.
- No sería el primer paciente del que escucho algo parecido. Ni el primer farsante- esto no es tanto un ataque como un asalto práctico; un rasgo común en los pacientes esquizofrénicos es la agresividad, la constante actitud defensiva ante cualquier señal de duda que provenga del prójimo. Pero mirando a Silvio, se diría que sus gafas tienen más posibilidades de exasperarlo que mi ingenio.
- Por ejemplo, d’tor, ayer hablé con su madre. “Hablé”, ya sabe.
- ¿De veras? – apunto rápidamente a mi libreta con el bolígrafo, pues intuyo que lo que viene a continuación delatará rápidamente su condición de enfermo… o de fraude.
- ¿Sabía usté que ella escondió medio millón de liras abajol suelo la cocina?
Le miro por un instante, pero a mi mirada sólo responde una grotesca, divertida mueca de satisfacción.
- Hay que ver, d’tor, cómo le han brillao los ojos por un segundo- dice Silvio-. Pero ni se inmutó cuando nombré a su difunta madre. ¿Está seguro d’haber repartío bien los papeles? Si quiere, empezamos de nuevo. Yo haré de d’tor y usté de farsante. Dígame, ¿cuándo descubrió que podía hablar con los locos?
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