Otros Dioses


Pese a que innumerables periodistas, bloggers y demás parásitos han dicho todo cuanto había que decir, no he podido resistirme: he de escribir algo acerca de Él.

Como lo mejor es empezar por el principio, resolveré: tengo en mente, fresco como un amanecer, el recuerdo de aquel salón en casa de mis abuelos donde de pronto me topé con los últimos segundos del videoclip de Black or White. Un rostro asiático se transformaba en uno afroamericano, para hacerse luego caucásico, latino o europeo merced a un efecto morphing nunca antes visto. Yo era niño y no estaba seguro de qué era exactamente Michael Jackson. Conocía el término "artista", pero diríase que se trataba de algo más: ningún otro hombre dominaba radio y televisión de tan apabullante manera. Sus iniciales le bastaban a cualquier ciudadano del mundo para evocar su rostro. Su fortaleza en el Olimpo musical parecía tan inexpugnable que cualquier otro músico quedaba condenado al eclipse incluso antes de acercarse al micrófono. Entonces, ¿qué era MJ? ¿Un superhombre, un mesías, un Dios travestido de humano?

Yo disfrutaba de su música, como hacía todo mortal. Pero más tarde comenzaron a sucederle cosas extrañas a ese Dios. No me quedaba claro por qué, si se empeñaba en contarnos en aquella canción que el color de la piel no le importaba, hacía tantos esfuerzos por cambiar la suya. La gente amaba sus bailes, pero empezaron a recelar de ciertos movimientos provocativos con mano y pelvis. Y que los niños rondaran constantemente a su lado se tornó con el tiempo en una sospecha tan obscenamente pérfida que daba miedo nombrarla. Al Todopoderoso se le amontonaban excentricidades, se le acumulaban juicios, naufragaba entre deudas y en última instancia se le caía la piel. La otrora estampa del artista definitivo, el que dominaba sin paliativos el panorama artístico, se reveló en el subconsciente popular como un retrato de la decadencia; la encarnación de una de las más consabidas moralejas de nuestro tiempo: el precio de la fama y el éxito desmesurado. Parecía que el verdadero Dios, arrepentido de bendecir a su propio producto con tanto talento, lo maldecía con toda su ira para que nadie osara volver a usurparle tantos millones de acólitos.

No quisiera en absoluto sonar cruel, pero tal vez al bueno de Michael le vino bien morir. Hace una semana, su apellido evocaba la imagen de un rascacielos derruido; nos despertaba lástima e incluso una mueca de disgusto en la nariz. Ahora que es inmortal, defenderemos a fuego y sangre los restos del trono que ocupó durante dos décadas y transmitiremos sus canciones a nuestros hijos y nietos. Creo que muy pocos seres humanos descansarán tan en paz en su muerte como lo hace ahora Michael, quien ya sin sufrir los tormentos de la vida, continúa entreteniendo y emocionando a millones de personas. Cuidemos de ahora en adelante a los de su raza, porque nos ayudan más que muchos de aquellos a quienes votamos para que gobiernen la nuestra. De hecho, no se rinden jamás: ni aun en el silencio de sus tumbas dejan de emocionarnos.

Y mucho más lejos



Phoenix. Le recordaba al legendario pájaro que renacía en una pira aromática, y sabía que las gentes de allí eran también seres inmortales cuyo aroma se perpetuaba por siglos merced a la magia de sus propias cenizas. Había viajado allí muchas veces, pero le bastaba un fugaz pensamiento para saltar miles de kilómetros y plantarse en La Habana. Los amigables cubanos le recibían con abrazos y le invitaban a copas de ron para unirse al festejo de su recién adquirida independencia. El sabor de la libertad fermentaba tras viajar miles de millas para verla de cerca. ¿Pero acaso eran esas islas oblongas el final del recorrido? Ni mucho menos. Habida cuenta de conocer todo rincón desde Oregón a Florida, comenzó a buscar nuevos retos para sus ojos. Con la ligereza del viento se plantó bien pronto en Ushuaia, la ciudad más austral del mundo; donde más allá todo es una magna constelación de témpanos de hielo sobre el océano, y quién sabía si en las entrañas de la Atlántida se esconderían aquellas ciudades ancestrales de las que hablaban científicos y escritores. Podría haber llegado hasta allí y mucho más lejos, pero se le antojó cruzar el infinito espejo azulado del Atlántico hasta desembarcar en Puerto de Santa María, donde Pedro Martín le descubría la faz del verdadero arte flamenco y lo llevaba a la plaza de toros de Talavera de la Reina para que viera cómo Joselito convertía la técnica de matar a un toro en una estampa de la perfección. No conocía más tierra que la que se recatara tras de los Pirineos, pero era cuestión de tiempo. Deambularía pronto sobre el bohemio pavimento de París y atravesaría el Ponte Vecchio en Florencia con las manos en los bolsillos, mientras la rústica fragancia del mediterráneo le besaba el rostro. Adentrándose luego en las estepas bajo el crudo invierno ruso, llegaría mucho más allá de cuanto alcanzó Napoleón; y una vez vencida la extensión del más grande de los países, torcería hacia el sur y se adentraría en esas tierras de las que solo se hablaban maravillas bañadas en oro y diamante; donde los nativos de ojos rasgados vestían majestuosos trajes de seda y terciopelo y los edificios derrotaban al poder del ojo humano. Subiría esas torres y, ya por encima del esponjoso tapiz de las nubes, ya confirmado su ascenso al mismo trono de Dios, gritaría con la fuerza de mil hombres que por fin había encontrado la inmortalidad. Y no habría fuerza en el mundo capaz de arrancársela. Cerrando los ojos podía imaginarse el olor de esa cúspide como un estallido anaranjado de millones de esencias de flores; argento líquido, perfumes de lirios y claveles, y un rancio olor escapando de la cazoleta de una pipa hormigueó por las ventanas de su nariz y enrareció la atmósfera hasta que abrió los ojos.
- Caspey- dijo la voz a su espalda.
Se dio la vuelta con un respingo. El señor Falls se apoyaba en el quicio de la puerta y su pipa pendía por bajo de unos ojos que, exentos de emoción o pasión alguna, lo contemplaban en esa incierta frontera entre la indiferencia y el menosprecio que John Falls enarbolaba al mirarlo.
- Caspey, ve a ensillar a Doodle. He de ir a la ciudad.
El chico agitó la cabeza en una desesperada retahíla de fugaces asentimientos y dejó el libro en el suelo. Apagó de un soplo la lámpara de gas, recogió el sombrero que descansaba en el gancho de la pared y salió como una centella del granero. Falls lo siguió con la mirada hasta el último segundo, y aun cuando el chico hubo salido de la estancia continuó con la mirada vuelta hacia el soleado exterior, como si quisiera perseguir su estela. Haciendo humar la pipa, se aproximó al rincón en el que había sorprendido a Caspey. El heno revelaba la marca que un cuerpo menudo e inquieto había dejado tras estar allí sentado durante horas. Un gran tomo encuadernado en piel descansaba entre la paja. Lo recogió, apartando las dispersas hebras con la mano y lo ojeó. No encontró más que una confusa sucesión de mapas, dibujos topográficos y nombres de lugares de los que jamás había oído hablar. Permaneció unos segundos ante el mapa de la región de Richmond, Virginia. Su abuelo se había criado allí, y allí había muerto defendiendo sus ideales en el ocaso de la guerra civil. La mayoría de las páginas estaban atiborradas de señales y apuntes del propio Caspey, pero esa en concreto restaba inmaculada.
- Cateto negro del demonio, más vago que una mula – masculló, y tras soltar el libro salió del granero.

Llamémoslo Arte

Terminas de comer y esas cosas ruidosas que hacen zuuuuum pasan a lo lejos de un lado a otro. Tus Semejantes están cerca y el bípode que te da de comer trae más agua. Como siempre están esos puntitos que hacen pssssst que no paran de posarse en tus orejas y ojos y nariz y entonces ves que al lado de la línea-que-no-se-puede cruzar hay más bípodes. Nunca los habías visto antes pero ellos te miran y te miran y a lo lejos más cosas que hacen zuuuum. Uno de esos bípodes tiene una cosa ROJA en la pata, ROJA de verdad. No te gusta. Quieres echarlo de ahí pero entonces el bípode que trae la comida saca la cosa-que-pincha y mejor volver atrás. Luego se hace oscuro y deja de hacer calor y te duermes.

Cuando vuelve a verse claro viene el bípode que trae la comida y quita la línea-que-no-se-puede-cruzar. ¿Querrá que te marches para siempre? ¿No más comida? Pero te das cuenta de que te lleva a ti y a Tus Semejantes a una de esas cosas que zuuuum. Una muy muy muy grande. O no tan grande porque tú y todos Tus Semejantes muy apretados ahí dentro, los cuernos enredándose. La tierra se mueve de lado y pasan cerca muchas cosas que hacen zuuuum y tienes sed y hambre.

Estás en un sitio donde no hace claro ni oscuro, ni hace calor ni frío. Estás ahí No sabes por qué y no ves ningún Semejante. Entran varios bípodes que te hacen daño y quieres defenderte pero hay unas líneas grises que van de tus patas al suelo y es como si tuvieras las patas pegadas ahí. Te pegan Ahí Abajo y por todas partes y como a lo lejos se oye un ruido de muchos muchos muchos bípodes aullando a la vez. Todo se hace oscuro y entonces te sientes libre y echas a trotar hacia adelante.

Estás ahí No sabes por qué, nunca habías visto Esto. Ahí arriba hay como muchas caras de bípodes por todas partes y el sitio es grande grande y ahí delante hay un bípode con una cosa ROJA delante. Es de lo más ROJO que has visto nunca y se mueve se mueve se mueve. Estás enfadado así que trotas a la cosa ROJA pero entonces es como si atravesaras esa cosa ROJA y ahora está detrás de ti, y el bípode sigue ahí también y mueve la cosa ROJA pero no llegas nunca. Cansancio y las cosas giran alrededor. Viene otro bípode con unas cosas en las manos que se parecen a las cosas que pinchan, viene a por ti Intentas alcanzarlo pero ya estás cansado y el bípode trota mucho más. Sientes Mucho mucho Daño Ahí Arriba y el bípode ya no tiene las cosas en las manos. Más Ruido. Viene un ser Nunca lo habías visto antes: Cuadrúpedo, pero con una cosa que se parece a un bípedo arriba que está pegada al cuadrúpedo, y viene hacia ti. Daño Mucho más Daño, y te defiendes pero más bípodes con cosas que pinchan en la mano y Mucho mucho mucho mas Daño, y ves mucho ROJO pero te das cuenta de que lo tienes pegado a ti y sale de ti.

El bípode tiene ahora una cosa larguísima en la pata. Te mira. La cosa ROJA se mueve. Ahora no vas a fallar, pero entonces Daño Tan Grande que caes al suelo. Quieres levantarte mueves la cabeza pero las patas no pueden o no están. Casi se te cierran los ojos, ese ROJO que sale de ti está por todas partes y también en el suelo. El bípode se aleja y otros bípodes lo cogen y lo levantan. Y entonces piensas que a lo mejor tú eres su comida, y el bípode que te trae la comida te lleva ahí ahora para que tú seas su comida, pero ahí nadie viene a morderte sólo Daño mucho Daño, y entonces todo se hace Negro. Muy muy Negro.




Ceux qui souffrent



Soñé algo extraño anoche. Estaba en la habitación de un hospital: mi abuelo yacía tumbado en la cama de al lado. Murió hace dos años, y en el sueño continuaba sin vida. Se apagaban las luces y veía la luna ponerse tras las ventanas. Me despertaba un sonido durante la noche: no un sonido cualquiera, sino unos alaridos balbuceantes, unas súplicas sin consonantes que rasgaban la oscuridad y luego se apagaban para al poco empezar de nuevo. Mi abuelo se revolvía en la cama y los miembros se agitaban en el aire cada vez que gemía. Su carne parecía extrañamente gelatinosa, como si el proceso de descomposición postmortem se hubiera sustituido por una flaccidez animal. Entran la enfermera, mi madre, mi abuela: "todavía tiene reacciones". Los consabidos impulsos que a veces persisten en un cuerpo ya sin vida. Mientras mi abuelo exhala esos horribles aullidos, constantes pero sin espíritu, se me ocurre estirar el brazo y tocarle. Un hormigueo, intenso hasta llegar al dolor, se extiende por mi brazo como si el aura de los exánimes quisiera continuar en mí. Por unos segundos siento que no existe mi brazo. Ya no tiene sangre, ni masa: no hay brazo. Después se recupera, y yo le pido a la enfermera que me cambie de habitación.


Os hablaré de mi abuelo. Como tantísimos españoles, su historia da un vuelco a partir de la guerra civil. De camino a Oviedo, al frente de una interminable hilera de exiliados, una bomba de aviación cae a diez metros de él. No explota. Poco despúes, en mitad del campo, una patrulla franquista acampa a su lado. Él y su esposa permanecen toda una noche ocultos entre la hierba. Mi tía, recién nacida, está con ellos. No llora ni gime en toda la noche. Cuando la guerra ofrezca al fin un vencedor, nacerán tres hijos más: dos niños y una niña, a cuyos porvenires les aguarda una fortuna dispar. A principios de los 90 le diagnosticarán cáncer de pulmón, él tirará los informes médicos en una papelera y se someterá a la intervención sin que nadie en la familia sepa nada al respecto hasta quince años después, cuando una parálisis cerebral resucite su historial clínico. Los médicos salvarán parte de su capacidad motriz, y los logopedas lograrán con esfuerzo que no pierda completamente el habla; pero con los años perderá los ánimos y terminará postrado en el sofá comunicándose mediante gestos y balbuceos. Su salud empeorará hasta alcanzar su punto crítico el 24 de Julio del 2005: dicen que, tras horas de inconsciencia en su lecho de muerte, recobró el aliento por unos segundos cuando mi madre llegó al hospital tras quinientos kilómetros de carretera. "Papi, estoy aquí". La voz de la única hija que faltaba por llegar prendió un ascua de dos segundos en los que, abriendo los ojos por última vez, agitó brazos y piernas en el aire. Como un espasmo. Y dicen, también, que tan pronto dejó de respirar su piel se tornó negra como el carbón por unos segundos. Dicen, porque yo no llegué a tiempo para acompañarlo en su último suspiro.

En cuanto al sueño, se ha repetido durante varias noches. El reciente fallecimiento de un compañero de trabajo- también a causa del cáncer- parece haber convocado esa recurrente escena. ¿Cómo es que mi abuelo sigue muerto en el sueño? Allí, yo parezco ser el único que advierte que no son espasmos: realmente agoniza. El dolor persiste en él oníricamente, igual que quienes han perdido algún miembro sufren del llamado fantasma neurológico y no pueden desprenderse de la sensación de conservar aún su parte amputada. ¿Por qué mueren también mis miembros cuando toco su cuerpo?

Nos dicen los principales estudiosos de los sueños que no todo ha de tener una interpretación; que nuestro subconsciente a veces "pierde" imágenes, como una cañería mal sellada pierde gotas de agua. Dichas imágenes tienen su origen en incontables procesos neurológicos que no necesariamente están relacionados ni tienen por qué señalarnos algún aspecto concreto de nuestro profundo yo. Pero a mí no me sirve pensar que, de entre todas las billones de imágenes que mi mente dormida podría conjugar, sea casualidad que aparezca mi abuelo retorciéndose entre estertores en la cama, transmitiéndome su póstuma agonía al tacto y provocando mi rechazo al no poder soportarlo. No me sirve.

Si he de coger al vuelo un sentido, una interpretación instintiva, hablaré: mi abuelo Juan se fue pero no se fue. Vive y sigue sin vivir. Está, y no. Algún rastro de su agua descansa en mí como el fondo de una cascada descansa en lo profundo del lago. Como no me llamo Sigmund Freud tengo derecho a decir estas cosas, o a transformarme en pájaro si un arrebato de lirismo bobo así lo deseara. Y tengo derecho a desearos a todos que aprovechéis vuestros momentos. Los bellos, los tediosos y los desesperantes, los buenos, los malos, los que pasaron, los que quedan por venir, los vacíos, los exultantes, los ciegos y los luminosos.

Salid a la calle y devorad sin compasión esta vida. La otra opción es morirse.


Lo que anunció Nietzsche

No me había dado cuenta de que los pedacitos de ilusión valían tan caros. Ahora los hay hasta por 96 millones, pero no hay de qué alarmarse: llevamos haciendo derroches semejantes desde hace mucho. ¿Hemos venido a este mundo para que nuestro legítimo tiempo de diversión se pague a cuarenta y cinco kilos la pierna?. ¿Y si el plato de carne más sabroso costara igual? ¿O la porción de agua más pura? ¿Rogaríamos a nuestros líderes que nos concedieran ese placer?

Al populacho no le importa: reclama su pan y su vino. Los acólitos del balón se agolpan a las puertas del estadio con una libreta en la mano, se hacen pedazos por una camiseta de San Jesucristo del Balompié y recitan su apellido tres veces antes de acostarse. La edad de las telecomunicaciones ansía Dioses de carne y hueso e ídolos de quita y pon. Puede que el prodigio se largue de la ciudad en menos de un año, mientras en la biblioteca las inmortales letras se pudren de abandono y en las calles de Nigeria se patea un balón deszurcido sobre un lodazal. ¿Pero a quién le importa eso? Los pies sobrenaturales están aquí y visten nuestros colores. Y lee bien mi apellido: soy Pérez, Laporta, Del Nido. No me senté en esta silla para equilibrar la balanza de la justicia ni para esclarecer el camino del hombre: mi deber es hacer un buen trabajo y llevarme la conciencia bien amamantada al lecho. También yo tengo una familia que alimentar. ¿Qué te creías?

Los antiguos tenían razón: la Tierra no es redonda, sino plana. De hecho, es bidimensional. Y absurda. Hay quien se muere de hambre, quien empuña un rifle en una guerra que no es la suya, pueblos enteros sin agua, familias que no pueden pagarse la calefacción en invierno, niños que sueñan con Disneylandia mientras sus padres renuncian al alma misma para llegar a fin de mes, desafortunados que han de trabajar para costearse la carrera. Y mientras tanto, el jugador más pobre de primera división podría mantener a cien familias si quisiera. Ciertos hermanos catalanes de admirable estatura acumulan más plata en un año que un convenio de obreros en toda su vida. A una estrella del rock le bastan un par de conciertos para permitirse una cohorte de limusinas.

Seamos más diáfanos todavía: en la gran ciudad, pagamos nuestra entrada por penetrar en el ciclópeo Templo del Deporte; dantesco emporio en el que miles de serafines dejan el césped inmaculado, velan por nuestra seguridad, anuncian con voz estruendosa los nombres de los chicos de oro, nos tienden palomitas y hot-dogs y, mientras nos acomodan en el asiento, nos envuelven en un paño de algodón para que podamos disfrutar del hechizo que nos han preparado y -lo más importante - queramos repetir la experiencia.

En las afueras de esa misma gran ciudad, concretamente en Majorada del Campo, Don Justo Gallego construye una catedral con sus propias manos. Como molde para las columnas, coloca bidones viejos de gasolina. Utiliza una rueda de bicicleta para hacer las veces de polea durante la construcción. Cuatro décadas al servicio de una creencia propia, entregado a una tarea hercúlea sin pedirle ayuda a nadie. A sus ochenta y cuatro años, luce una sonrisa hermosamente tímida mientras su mono acumula polvo y sus manos cicatrices y arrugas.

Apuesto a que es mucho más feliz que la mayoría de nosotros. Lo que no sé es por qué, ni me apetece saberlo: ahora estoy demasiado ocupado mirando a esos once tíos atándose las zapatillas.

XIII

Carne que fuera ardiente, añeja llama
de voz extinta: olvidas tu sombra.
Y no existe sombra sin nostalgia
por volver, flor del eco, a estar viva.

Pues toda fiebre de ausencia es ceniza
de un mejor rostro de antaño, y exige,
cual oda en viejos dedos perdida,
su déspota derecho a renacer.

Cual juguete roto que por perdido
da su brazo: así llueve el mañana.
No poder más que acariciar la herencia,
tibia, de un mudo aroma en la mejilla.

Sin dejar de amar las presentes llamas,
seré siempre rastro; memoria y brasas.





Amis et lumières




Probemos a llevar un amigo bajo el brazo. No debería ser tan difícil: yo lo hago de continuo, y de hecho soy incapaz de dar un solo paso sin él. Podéis concebirlo como un oportuno faro en vuestra mano, proyectando una hambrienta lumbre sobre el camino nocturno.

Porque, de hecho, ahí fuera está oscuro. Hace frío y las hienas pastan a sus anchas. Y no todo en el desierto son buenos samaritanos. Tal vez seáis de esos espíritus indomables, romos e inflexibles como el acero, que tienen suficiente con una sola función que cumplir y no malgastan el tiempo contemplando cuestiones y puntos de vista poco prácticos. Si es así, entiendo que estas líneas no os digan nada.

Por otra parte estamos nosotros, para quienes cada día puede ser una odisea de infinitos capítulos y sensaciones. Serán residuos de una educación sentimental o consecuencias de haber nacido con el gen del cristal, pero lo cierto es que nos quebramos con facilidad. Las dotes de mando no se cuentan entre nuestras virtudes. Nos abren brechas hasta con golpes flojos, y la regeneración puede resultar una tarea lenta y delicada. Quizá alguna vez hayamos intentado cambiar, pero con ello sólo hemos logrado expandir la herida: no es nada sabio atentar contra una misma naturaleza. De modo que nos ponemos en marcha con nuestras jaquecas y nuestras palabras dóciles, y que el destino decida si nos conviene ver el oro lloviendo o caer de bruces en la jaula de los leones.

Y así es como debe ser, aunque persiste el dilema: por delante nos aguarda una terrible extensión de malas tierras y no siempre estamos seguros de poder cruzarlas. Por muy colmados que estemos de buenos compañeros, siempre habrá momentos en los que no podremos contar con ellos. Nuestros peores miedos son aquellos que no se manifiestan cuando estamos preparados: nos sorprenden desnudos. En ocasiones me siento desnudo y ni siquiera hay icebergs a proa: una fea masa de cuerpos arremolinados en el autobús, o una incómoda sucesión de ojos al cruzar el semáforo bastan para que el solemne peso me acorrale un poco más.

Por eso conviene guardar una lámpara. La humanísima necesidad de creer en un alma gemela gesta sus milagrosos frutos: recuerdo que, un día como el de hoy, paseaba con mi amigo Neil por el epicentro de la ciudad más desquiciada sin que nada nos afectara. El aire sucio resbalaba como si un caparazón cristalino nos protegiera. El mundo tenía sus gotas justas de amargura y no había razón para vivir con miedo.

Ese Neil deja hoy de ser un amigo para convertirse en abstracción. No lo tendré siempre a mi lado, pero me regala por siempre la vehemente magia de su luz. Una luz poderosa y envolvente que se deja acariciar por mi mano mientras el camino venidero se cubre con el baño de su creciente lengua dorada. Entonces deja de hacer tanto frío. Y puedo sentirme aún más reconfortado imaginándome como una luz abstracta en la mano de Neil, cuando acaso es él quien se siente desamparado y le parece que la noche durará para siempre.