Huida

Empezó con un grano de arena. Nunca antes lo había hecho; alguna voz oportunista le introdujo la idea in situ. En unos grandes almacenes nadie echaría en falta un objeto así. Guardó lo hurtado en un cajón de su habitación. Sólo empezó a preocuparse cuando, pasado un tiempo, advirtió que no era capaz de volver a abrir el cajón; como si temiera que en su interior hubiera incubado una criatura innombrable.

Lo de la casa vino después, y tampoco se trató de algo premeditado. Paseaba de madrugada por las afueras y de pronto la vista se le torció hacia el chalet de dos pisos; arriba, en la ventana más alejada de la carretera, la última luz se apagaba. Unos segundos después se agazapaba por entre los arbustos del jardín exterior; el olor a césped mojado acompañando su furtiva carrera en dirección al ventanal, el chirrido de las cigarras ahogando el extasiado miedo de sus propios pasos. Se sintió una especie de divinidad a través de los pasillos oscuros de un hogar ajeno; experimentó algo parecido al placer absoluto al abrir con cuidado una puerta y contemplar al incauto matrimonio, desnudos los dos sobre la cama.

La tercera noche le quitó la vida a un hombre. Nadie frecuentaba esas calles a tales horas de la madrugada. Aquél tipo se empeñó en molestarla, insultarla, humillarla sin que se pudiera discernir muy bien por qué. Recordó agarrarle por la cabeza y hundirla violentamente contra el bordillo de la acera; imposible recordar lo que sucedió después. Llegaba a la parada de metro, el andén desierto; podía ver una mujer horrorizada descubriendo el cuerpo, las imperiosas voces resonando a través de un coche patrulla tras otro, una marea de inevitabilidad siguiéndola de cerca. Cada vez más cerca. El agente de aduanas miraba la fotografía de su pasaporte; después alzaba la cabeza y la miraba a ella. Volvía a mirar el pasaporte. Volvía a mirarla a ella.

La cuarta noche decidió que había tenido suficientes pesadillas como para atreverse a hacer la llamada y pedir perdón.



Tiziano, "Sísifo" (1549). Museo del Prado, Madrid.

Alba y el sinsentido


"Me siguen gustando los regalices" fue lo último que le oyó decir a José. Acto seguido oyó la puerta de casa abrirse. José recorrería cinco kilómetros de ciudad hasta alcanzar la vía ferroviaria, donde permanecería sentado hasta que el primer tren se lo llevara por delante.

Nadie entendió el cómo ni el por qué. Alba no podía permitirse pensar en el pasado: José la había dejado sola con una niña de ocho meses y la pensión de viudedad no duraría demasiado. El día en que consiguió un trabajo a media jornada como cajera en un supermercado llamó a su madre para darle la primera alegría en mucho tiempo. La respuesta de la madre fue la siguiente: "No, cielo, no quiero cambiar de compañía telefónica". Alba se detuvo unos segundos. Mamá, soy yo. Tu hija. "¿Mi hija? Mi..." En la voz, y probablemente también en el cerebro, hubo un repentino desgarro; un estallido de pánico ante lo que no se comprende. Alba encontró pronto un centro geriátrico cuya cuota, pensó, podría permitirse por el momento.

Soy poeta, le había dicho. Y Alba, en ocasiones, sólo pedía dos palabras para enamorarse. Miguel estaba dispuesto a amarla, mantenerla, asumir el papel de nuevo padre para la niña. Era hábil en el verso, en la cocina y en la cama. Alba no sintió la necesidad de sentirse agradecida; una pirueta del destino era justo lo que necesitaba y merecía. No obstante, una madrugada despertó y distinguió a su izquierda la silueta de Miguel, sentado al borde de la cama "Creo que me utilizas", dijo él. "Soy una especie de seguro de vida para ti, pero no me amas. No quiero hacerte esto, pero...". Alba hubo de volver a dormir sola y a pedirle a Teresa, la vecina, que cuidara del niño por las tardes.

El sueldo del supermercado pronto se volvió insuficiente, de modo que empezó a trabajar también por las mañanas. Realizaba diversas tareas domésticas para gente adinerada; limpiaba, planchaba, cocinaba, salía con el tiempo justo para recoger a Sarita en la guardería, dejarla en casa de Teresa y coger el autobús que le dejaba cerca del supermercado, donde trabajaría hasta las 9. En ocasiones llegaba a casa, acostaba a la niña, se servía un vaso de cognac y se quedaba dormida sobre el sofá, sin desvestirse. Soñaba con José, con trenes enfurecidos que atraviesan las paredes del salón, con sucesiones de amigos y compañeros que olvidan su nombre. "Me siguen gustando los regalices". La frase, que parecía haber quedado enterrada, resonaba con más energía y menos significado que nunca.

A las 17.53 del 6 de Octubre, la casa de Teresa empezó a arder. Alba sintió que olvidaba muchas cosas cuando regresó a casa y se topó con el disparatado circo de las llamas, las sirenas azuladas, los uniformes de los bomberos, los gemidos y las bocas abiertas. Se sabe que permaneció durante al menos cinco minutos en el escenario, pero los datos y testimonios recogidos se contradicen. Hasta las 02.45 de la mañana no se supo de ella. Alguien llamó a la policía y afirmó haber visto una mujer caminando en solitario por la autopista, aparentemente enferma y confusa. Un coche patrulla la alcanzó minutos más tarde. De alguna forma, se había arrancado casi todas las uñas; su rostro mostraba señales de extremo cansancio, pero de algún modo parecía moverse con vitalidad. Repetía constantemente la misma frase.



Pirámide


Había llegado a creer que nunca llegaría tal día, pero las negociaciones llegaban a su fin. Esteban mantenía que era la comida española lo que había terminado por doblegar a Otomo y los suyos; de hecho, habían insistido en que la última cena de negocios se realizara en algún restaurante "especializado", palabra que por cierto adoraban. El Sanxenxo estaba a apenas diez minutos de las oficinas, pero Esteban quiso pasar antes por el Starbucks de la calle Ortega y Gasset para revisar conmigo algunos detalles de última hora. Estaba hecho; sólo un desastre impediría la joint venture a estas alturas. Mi socio -sigo siendo incapaz de llamarle "amigo"- estaba relajado, lo que fácilmente conduciría a una larga perorata sobre los inminentes cambios en el mercado internacional, y de ahí a la inherente aunque desinteresada función que nuestra empresa terminaría por ejercer en el seno del sistema social, y de ahí a alguna que otra reflexión de carácter tecno-filosófico en la que Esteban se convertiría por momentos en una especie de voz demiúrgica en representación del cielo de la economía, el supremo flujo de poder y la cima del conocimiento empresarial.
- Esto será tan sólo el principio - bebía de su enorme café a sorbos cortos, se ajustaba la corbata, se desabotonaba y volvía a abotonarse mecánicamente el último botón de su americana, pero jamás miraba al reloj-. Entrar directamente en Japón va a disparar nuestro prestigio. Se acabó el reinado de Repsol y de Cepsa. Y si te das cuenta, si piensas en profundidad sobre ello, verás que las consecuencias de ésto no se limitarán al ámbito empresarial ni al financiero. Vamos a hacer tambalear un imperio. La gente será un poco más libre.
Por entonces yo era demasiado joven y ambicioso como para pensar en ciertas cosas, pero veinte años después uno se lo toma con más calma. Es gracioso que no volviera a ver a Esteban; el mundo empresarial es un constante vaivén. Pero tengo una respuesta magnífica preparada para cuando me reencuentre con él. Porque Esteban también es de los que empieza la mañana con una ración de Nescafé y un tazón de Kellog's, y lleva a sus hijos al Donkin' Donut's, y consulta acciones y movimientos gracias al buen hacer de Microsoft y Google, y llega a tiempo a su trabajo debido a los servicios de Toyota y General Motors, y sazona sus patatas fritas con generosas raciones de Heinz Ketchup, y adecúa el status social de su esposa con lindezas de Versace y Hermés, y permite que el Santander administre sus diversas cuentas bancarias, y disfruta de la mejor calidad de imagen por arte y gracia de Panasonic, y cumplimenta sus satisfacciones diarias debido a la eficiencia de Carrefour y El Corte Inglés, y envía su cuota anual a Mapfre para comprar un poco más de tranquilidad, y se relaja porque Bacardi, Ferrero Rosché, Camel y Heineken se lo permiten. Así que mucho me temo que hará falta algo más que un acuerdo comercial para conseguir que seamos un poco más libres.

"What a long strange trip it's been"

- Bienvenida a mi ciudad.
Siempre quise decir algo así. Catherine está demasiado conmocionada como para hablar: el autobús podría dar ahora un frenazo histórico y ella ni se inmutaría. Toda su atención está anclada en el exterior de las ventanillas; lo que para mí es familiaridad y repetición, para ella es novedad y espectáculo.
" Debe ser hermoso ver todo esto con tus ojos", le digo. Odio cuando de mi propia boca surgen tópicos que rozan la insensibilidad, pero no he podido contenerme, y a Cath no podría importarle menos mi carencia de originalidad; incluso podría encontrarla apropiada. Gracias al largo tiempo que ha transcurrido desde que empezó a soñar con pisar mi tierra, ha llegado a ese ansiado estado en el que uno puede odiar cómodamente al arte. Para ella, el arte está aconteciendo ante sus ojos; la belleza cobra forma allá donde yo sólo alcanzo a ver semáforos, pasos de cebra y papeleras atestadas. Estoy casi seguro de haber perdido mi inocencia; sólo Cath consigue que aún siga dudando al respecto.

Cuando ya empiezo a creer que se ha perdido, distingo su silueta atravesando a toda velocidad la sección de charcutería. Hay un entusiasmo atropellado en los feroces vistazos que echa a su alrededor, buscando al único individuo que puede comprender su alegría. Finalmente me encuentra con la mirada y corre en mi dirección. Al principio casi me asusto.
- No pongas esa cara- y, como si quisiera reivindicar el derecho a la felicidad de que goza, extiende ante mis ojos la enorme tira de longaniza, para cuya extensión no le basta toda la envergadura que alcanza con los brazos-. Te dije que no tendría piedad con la comida española. ¿Sabes lo que es esto?
Lo cierto es que no estoy muy seguro de lo que es. Jamás había concebido que existieran chorizos tan grandes.
- ¿Recuerdas aquél libro del que te hablé? Spain in one thousand pictures... allí aprendí sobre el morcón asturiano. No esperaba encontrarlo aquí... ¡Jesús, gracias por traerme a La Boquería!
Advierto de pronto de que sucede algo extraño. No sé exactamente el qué, pero sobrevuela una inexplicable sensación de dejà vu. Catherine insiste en que nos sentemos en algún banco para probar un trozo de la ambrosía española que acaba de comprar. En cuanto mastica el primer trozo comprendo el por qué de la extrañeza que sentía.
- This is deli... - entre los ahora más que enrojecidos dientes de Catherine, noto cómo rectifica al tiempo que hace esfuerzos por tragar-. Esto es delicioso. Increíble.
Y sé que no miente. Pero también sé que lo que acaba de comprar no es morcón asturiano. Quién sabe lo que es. No tengo derecho a vulnerar el goce de la falacia, sin embargo. No soy quién para ejercer de heraldo de la verdad. Creo que a nadie le apetece echarla de menos.

Regresaré a Georgia y le diré a Erika: Dios Mío, he visto una corrida de toros. Javier era reacio a llevarme a una, ya sabes cómo es, pero cumplió su promesa: en cuanto llegamos a Sevilla me llevó a La Maestranza. Mira, no sabes cuánto discutimos al respecto; supongo que es fácil verme como una turista incauta, una presa fácil para el engañabobos profesional, pero yo sé lo que vi. Me emocioné, Erika; sentí la maestría del matador en mis propias carnes. Para cuando cayó el tercer toro de la tarde yo ya era una persona nueva. Javier... es incapaz de comprender estas cosas. Si él viniera algún día a los Estados Unidos, cosa que sucederá, dedicaría más tiempo a considerar ventajas y desventajas de la distancia cultural que a disfrutar de la experiencia humana. La experiencia es lo único auténtico y distinguible que poseemos; no tenemos derecho alguno a modificarla. Es lo que tú decías sobre aquellos italianos que conociste en Piedmont Park: a los europeos les resulta muy fácil llegar a nuestro país e identificar las brechas de nuestro sistema como si ellos mismos lo hubieran parido. Supongo que están en su derecho; después de todo, nuestro país fue fundado por europeos que cruzaron el océano en busca de una vida mejor. Pero es demasiado cínico cruzar ese océano sólo para reconfortarte en una superioridad cuya autenticidad no puedes demostrar. Yo no hice eso, Erika... yo fui, vi, viví; no quise vencer, sólo vivir. Fui una esclava voluntaria del hermoso presente. Tengo que volver allí, hermana, y tú vendrás conmigo. Y no echarás de menos al budín de plátano ni al pan de maíz, porque allí hay algunos mercados que..


Cath estira los brazos tan rápido como puede, pero no puede evitar que una buena parte de la sangría caya a parar al suelo. El chico la ayuda a colocar el recipiente en su sitio mientras insiste en disculparse.
- No te había visto, te lo juro. Podrían subir un poco las luces, esto parece una cueva. Bueno, y lo es. Mira, te pido otra jarra.
Cath no ha entendido todo; el acento andaluz está demostrando ser una dura prueba, pero los gestos del chico revelan cómodamente su invitación. Con una sonrisa, agradece su gesto y le dice que no es necesario.
- Oye, por la cara casi pareces de por aquí. ¿Americana?
Cath asiente complacida. Ha notado en más de un par de ocasiones que a los españoles parece divertirles su procedencia, pero éste no es el caso.
- Tengo una amiga que estudia en tu país -el chico habla directamente a la oreja de Cath; su voz apenas vence al alto volumen de la música-. En California. ¿Has venido tú sola?
- Bueno, estoy con un amigo. Está en el lavabo.
- ¿Quieres bailar?
Duda por un instante.
- Bueno, es que mi amigo...
- A tu amigo no le importará que te robe unos minutos. Ven.
La música cambia en el preciso momento en el que ambos se colocan en la pista de baile. Cath no deja de ser un tanto cauta: ha oído demasiadas historias acerca de cómo los españoles se las gastan con las turistas, pero José parece demasiado simpático. El ritmo que suena ahora es de un brillante exotismo: su cuerpo queda paralizado a medio camino entre el desconcierto y la vergüenza, pero José se percata rápidamente y, con elegancia, la coge de ambas manos y le indica el camino a seguir. Pierna a la derecha, vuelta a la izquierda; giro de noventa grados, paso atrás. Cath empieza a saborear la simplicidad de la mecánica.
- Hey, gracias- dice ella-. Siempre quise aprender pasodoble.
José la mira un tanto sorprendido. Pronto empieza a mirar hacia ambos lados y la sonrisa no tarda en dejarse ver.
- Esto no es pasodoble- dice José.
- ¿No? ¿Qué es, entonces?
José la mira fijamente. Parece pensar durante algo más que un par de segundos. Luego saca una divertida mueca de indiferencia.
- La verdad, no tengo ni puta idea -contesta.



Memento mori

Es francamente improbable que seas quien realmente afirmas ser.

Tu valor, tu alcance y tu propia definición están sujetos a la voluntad de tu propia memoria. La memoria, como entidad de personalidad propia que habita en tu interior, suele pasarte desapercibida en los momentos en que intentas hacer juez de ti mismo.

Eres lo que recuerdas. Sin la existencia de recuerdos, sin la resonancia de un pasado que permita establecer y conjeturar cuantas sombras, figuras y nociones atisbas en lo que sueles llamar presente, serías incapaz de operar más allá del puro automatismo subconsciente. Por desgracia, con frecuencia recuerdas tan sólo lo que te conviene recordar.

En ocasiones, los recuerdos más dolorosos, que acostumbran a ser también los más relevantes, parecen burlar tus sistemas defensivos con asombrosa contundencia. Y sólo en contadas ocasiones recibes al intruso con paciencia y sabiduría. Como norma general, eres mal testigo de ti mismo. En tu mente habitan innumerables datos que a priori resultarán del todo innecesarios; en tu subconsciente duermen incontables caricias cuyo valor es determinante y, sobretodo, necesario.

La memoria también aprende a traicionar con mala fe. Adquiere la facultad de olvidar justo lo que más aprecias. Diluye en un instante el objeto que más necesitabas en un instante crucial, la frase que mejor podría haber ensalzado tu espíritu en una noche aciaga. Otras veces trae al presente fantasmas cuya presencia no es sólo innecesaria, sino que también es perjudicial.

Esta mañana deseabas morir. Por la tarde hiciste el amor. De noche eras feliz. No has sido tú quien ha experimentado un cambio; ha sido tu memoria.

ex hypothesi: No pienses. Recuerda.



San Jerónimo escribiendo (1605). Michelangelo Merisi da Caravaggio.
Galeria Borghese, Roma.