Concilio



Apartó los dedos de la máquina. Sobre las teclas, las marcas dactilares bañadas en sudor, el mismo sudor rancio y vehemente que bajaba por su frente, comenzaban a extinguirse. Observó detenidamente el vertido de su propio organismo secándose sobre la epidermis de aquella herramienta que servía de hilo conductor entre cerebro y papel. El único instrumento del que podía servirse para completar su labor. ¿Qué labor? Ya no lo recordaba. No recordaba ya siquiera dónde se situaba la puerta de su habitación -si es que era una habitación-, qué comida había quedado en la mesa - ¿en qué mesa?-, qué palabras que había intercambiado por última vez con quién. En el papel que asomaba por el cabezal de la vieja Underwood, junto con la pila de hojas amarillentas a su izquierda, se retorcía un revoltijo absurdo de voces, nombres, sucesos y vueltas de tuerca que no parecían guardar más relación entre sí que cuanta guardaba él mismo con el exterior. Si es que hubo alguna vez un exterior.

Alzó la vista. El sudor vencía poco a poco la planicie de la frente, las cordilleras que formaban sus cejas, la presa contenida en el cristal de sus gafas. Se instalaba en sus ojos. Una exclamación apagada, como contenida entre paredes, llegaba desde la calle a través de la única ventana de la estancia. Un grito de mujer. Se puso en pie. Las piernas, contenidas en una posición angulada por demasiado tiempo, protestaron bajo la cintura. Lo vio apenas, y únicamente después de quitarse las gafas y despejar el sudor, en la ventana de la cuarta planta del edificio posterior. La acotada visión de un dormitorio cualquiera. Un cabezal de cama, un cuadro horrible sobre la pared, una lámpara de imperdonable diseño. Los cabellos lisos y oscuros galopando al ritmo del torso. Los recios brazos que escalaban desde un abismo insondable y se aferraban a los pechos de la mujer. Una boca abierta, incapaz de contener los embates de placer. Se quedó contemplando ese curioso marco, ese instante de intimidad al descubierto. Esa lejanía.

Algún tiempo después estaba tomándose un café con leche en el bar Camilo, justo entre la asesoría y la sucursal de la lotería. La campana de la iglesia daba las siete. Podía ver la calle desde la barra. Los motores de los camiones, la incomprensible felicidad de un montón de personajes aún por nombrar. El aire crudo, contaminado y feliz, de un guión en movimiento. Al pasarse la servilleta por la frente, comprobó que el sudor había desaparecido. Y que ese cuarto cualquiera, esos pechos y ese cabello galopante, no estaban ya tan lejos. No tanto.

Entonces respiró.