Tumor

Y le dijo a su padre que por qué no se iba a otra guerra y se moría. Y después siguió cenando como si nada. No estoy muy seguro de qué podemos hacer con este chico.

Porque al principio, según parece, era brillante. Estuve hablando con la directora de su instituto: fue el primero de la clase durante muchos años y sus trabajos alcanzaban un nivel universitario. La pregunta lógica era si sufría abusos por parte de sus compañeros; sabes que ése suele ser un factor decisivo en cuanto a disociaciones de carácter y disgregación social. Pero la directora me lo negó rotundamente: el chico siempre fue muy popular entre sus compañeros.

Tampoco existen indicios de adicciones ni trastornos psicológicos en niguno de los miembros de su familia. Su padre, que es capitán de marina, me causó la impresión que sólo causan los individuos que sienten una notable filiación por la entrega y el compromiso social, amén de parecerme agradable y conversador. Su madre, subdirectora de un hogar de jubilados; una persona de lo más culta, elegante, empática. El problema, desde luego, no tiene una raiz familiar.

Sus cercanos lo achacan a las malas compañías. Que se le comenzó a ver con demasiada frecuencia en parques por la noche, junto a jóvenes traficantes con antecedentes. En realidad fue un profesor de química quien comunicó la primera señal de alarma a sus padres, tras verle cierta noche saliendo esposado de un coche patrulla frente a la comisaría: parece que se había peleado en algún garito. Después reincidiría repetidamente en esa actitud. Pero en clase no había problemas con las notas, si acaso un ligero descenso. Tampoco había quejas con respecto a su comportamiento, más allá de su costumbre de fumar en los lavabos y otras memeces. Estoy desconcertado, Rodolfo. ¿Dónde está el problema? Me da la impresión de ser el único que no se conforma con la hipótesis de las influencias: los perjuicios de sus actos se dirigen principalmente a sus padres, más que al mundo. Yo describiría al chico como fantásticamente inteligente y elocuente, con viva curiosidad por el saber y todo cuanto le rodea. ¿Tan quebradiza es la voluntad del joven contemporáneo que puede caer en la droga, la delincuencia ocasional y la rebeldía familiar sin siquiera poseer una razón lógica? ¿Qué ven estos muchachos en su entorno que no veamos nosotros?

Cuando lo tengo frente a frente, en la consulta, noto que me mira como a un enemigo. Diría que ha descubierto la belleza de la autodestrucción moderna, y se adelanta a mis tentativas por frenarle. Reacciona a la defensiva ante cualquier pregunta o análisis que le propongo. Pero todo esto no me sirve para hallar el verdadero germen de su comportamiento. ¿Somos una amenaza porque sí, Rodolfo? Simplemente, ¿ya no está de moda ser correcto? Sospecho que un tumor impalpable lleva muchos años gestándose en la cabeza de adolescentes como este, y sus tejidos llevan implícitamente el sinsabor del vacío: la ausencia de un valor fundamental, de un sustento espiritual, de una base moral en un sentido tanto práctico como estético les hace concebir su entorno como un tren desbocado que se precipita al descarrilamiento. Y así, sus días y los de todos los demás configuran una cadena sin apéndices, sin reglas válidas, sin sentido; un lento salto al vacío en el que no encuentran motivo para esperar tranquilamente su final. Y por ello utilizan todo recurso que tengan a mano para adelantar ese desenlace.

Pero tienes razón, Rodolfo. Tal vez sea simplemente que me hago viejo, e intento indagar demasiado. No sé. Te mantendré informado, amigo. Dejemos esto por ahora. ¿Le gustó a Alicia aquél perfume que le regalaste?


No se piden con papel

Le contó lo que le había dicho Toni aquella mañana: que si fingía dormirse, escucharía a los dromedarios comiendo en el salón. Pero nadie podía enterarse: si los reyes magos lo descubrían despierto, se llevarían el regalo con ellos. Eso es lo que le había dicho.
- Claro, hermanito, claro- dijo Carlos desde la cama superior de la litera-. Pero seguro que no te ha contado por qué es tan imbécil como tú.
- No lo es - se defendió él-. Es de los más listos de la clase. Sabe los nombres de todas las capitales del mundo. Hasta algunas del extranjero.
- Ya -oyó a Toni revolverse entre sus sábanas antes de que apagara la luz-. Yo también sé el nombre de mil marcas de tabaco, y no por eso me harán presidente. Duérmete, renacuajo.
Pensó en preguntarle por qué siempre estaba enfadado, pero así seguramente sólo lograría enfurecerlo aún más. Lo ideal era portarse tal y como Carlos quería y contestarle todo cuanto esperaría. "Me odia". Pero si le odiaba, ¿por qué le había defendido tras enterarse de que Oscar le pegaba en el recreo? Aquello había sucedido las navidades pasadas; antes, Carlos se portaba de manera diferente. Era muy posible que los reyes magos no le hubieran traído lo que pidió las pasadas navidades; y por eso lo pagaba con él. Eso tenía mucho sentido. Pero lo cierto era que nunca le había visto escribir una sola carta de navidad. En esas condiciones, ¿cómo podían saber lo que quería?
- Carlos, ¿a ti que te gustaría para estas Navidades?
- Que te callaras, enano de mierda, y me dejaras dormir. Eso sí que me haría feliz.
Las cortinas estaban parcialmente subidas, y a través del hueco de la ventana llegaba la luz de la habitación de Marta, en el edificio de enfrente. Cuando los dientes de Marta asomaban, esa neta blancura le hacía pensar en un conejo, en la pálida y cosquilleante pelambre de un conejo. Quizá en algo aún más hermoso que eso. Tenía que haber en el mundo cosas más hermosas que la piel de un conejo, pero ¿a quién se le podría preguntar algo así? Bostezó por última vez, y un instante antes de dormirse ansió soñar una vez más con aquellos elefantes que aparecían en el patio del recreo y que, cuando estaba a punto de montar sobre ellos, siempre terminaba despertando.

"Y no olvidéis poner en el sobre: al Lejano Oriente. El cartero tiene que saber adónde van vuestras cartas". La profesora llevaba aquel día un vestido verde y parecía realmente contenta. Sentado en su pupitre, se inclinó un poco para ver mejor el semicírculo anaranjado que formaba la diadema en el cabello de Marta. Le recordaba a la aureola de los ángeles. "Hueles como un ángel", se le ocurrió, y pensó que tal vez si lo escribía en un papelito y se lo dejaba en algún sitio, en el estuche... pero no, Marta no le iba querer sólo por eso. Cristina o Sonia tal vez sí, pero no Marta, la más inteligente de la clase, la que jamás tenía una sola mancha en la ropa ni en el pupitre. Era un deseo muy grande, y esos deseos grandes no se concedían mediante hojas de papel.
Claro que tal vez... tal vez sí. Sí existían ciertos hombres que podían hacer realidad un deseo así con una simple hoja de papel. No sabía si se había portado lo suficientemente bien durante todo el año como para que se lo concedieran, pero ¿por qué no intentarlo? De pronto se sintió distinto. De pronto podía parar a un camión con un dedo y lanzar bolas de fuego por las manos. Empezó a escribir con energía sobre el papel. Después qué más daría si Oscar y los demás se lo hacían pasar mal en el recreo; pronto iba a tener lo que quería y sería feliz para siempre. Sintió a la profesora echando un vistazo por encima de su hombro. "¿Qué les vas a pedir tú, Albert?". Rápidamente, cubrió la hoja con los brazos.

Y entonces vinieron los golpes, y los gritos, y vio la sombra enorme de papá en la pared mezclada con la de Carlos, más pequeña y encogida, y corrió sin ver bien el suelo ni el techo ni las paredes porque las lágrimas hacían que el mundo se volviera acuoso y horrible. Buscaba la silenciosa oscuridad que siempre le aguardaba en el regazo de su madre, quien le pasaba la mano por el cabello y así La Pena se iba caricia tras caricia tras caricia tras... un caricia más suave, más limpia... y mientras los golpes y el estallido de algún cristal roto crecían a sus espaldas, él percibía un raro temblor en la voz de mamá cuando decía: "¿Pero es que no puede haber un solo día de paz en esta casa?". Y al levantar la cabeza ya no sentía tristeza, porque descubría que mamá estaba llorando. Eso era extraño. Era como si esa silenciosa y pura oscuridad que nacía en el regazo de mamá empequeñeciera, hasta convertirse en algo diminuto dentro de una fuerza más amplia y firme que nacía dentro de él.

De modo que se levantó de la cama por la noche, dejando tras de sí los sollozos de Carlos, quien tras pelearse con papá lloraba por todo cuanto no había llorado en el resto del año. Si cruzaba el pasillo de puntillas podría llegar al salón sin despertar a nadie, y allí cogería la carta - porque mamá la había dejado en la mesa, bajo el jarrón, para que ni el viento se la llevara- y podría abrir el sobre, que aún no se había cerrado. Encontrar lápiz y papel no sería problema, porque se aseguraba de que siempre hubiera ambas cosas en el cajoncito del armario, para que Marta pudiera dibujar cuanto quisiera cuando venía a visitarla. El secreto era no hacer ruido, ni al respirar; sólo él y el niño Jesús sabrían que estaba despierto. Aún faltaban dos noches, y el deseo no contaba como pedido hasta que no se hubiera enviado la carta. Esperaba que los reyes magos también lo vieran así, que entendieran por qué había cambiado su decisión. Porque Marta seguía siendo hermosa como el pelaje de los conejos, pero mamá dejaba de serlo cuando lloraba. Y también dejaba de serlo Carlos sollozando contra la almohada, y dejaba de serlo papá cuando gritaba y rompía. Todo eso debía desaparecer, incluso de sus recuerdos; que trajeran a Carlos lo que pidiera y que mamá y papá no dejaran nunca de estar juntos, como les había pasado a los padres de Oscar. Pero para todo aquello, antes debía llegar hasta el salón sin hacer ruido. Y después de reescribir la carta podría tumbarse de nuevo en la cama y soñar con aquellos elefantes en los que finalmente montaba para cruzar el patio, y después las montañas, la tupida jungla y todo cuanto había más allá. Mucho más allá.






Definición de belleza



Contén el aliento, porque podría pasar la eternidad frente a tu fotografía. Cuando ésta aparece, estalla el silencio: las risas, el llanto, las palabras mismas dejan de tener sentido en cuanto tu rostro tiembla en mis manos y me recuerda cómo me llamo, dónde estoy y por qué te deseo. Podría decirse que es una especie de cáncer voluntario: cuanto más contemplo lo que no eres tú, sino una captación de lo que durante una milésima de segundo fuiste tú - como si atrapáramos el vuelo de un colibrí con la palma de la mano-, más lo siento dentro de nuevo: la furiosa marea que me vacía el cuerpo; el temblor de tierra que yo, y sólo yo, puedo sentir. Y eso es lo que te convierte en hermosa.

Tengo la sensación de que te hiciste la fotografía sólo para convertirme en piedra. Es un legado más de ese reino intangible, inalcanzable, en el que sólo tú puedes ser la emperatriz. Veo esa horrible inteligencia que te late bajo los ojos y no la relaciono con el mundo de los vivos: debe haberse fugado de un sueño, o de mi calenturienta imaginación. Eso podría explicar por qué nadie ve lo que yo veo en tu retrato.

Es-te-fa-ní-a. La carrera por pronunciar tu nombre se convierte en un desbocado galope que parece no tener fin. Tu cara forma un óvalo: nívea, delicadamente salvaje, con líneas trazadas en una imperfecta curva arrogante. Es de noche, y esta cobarde oscuridad que me cobija hace que me pregunte cuántas cosas espeja tu mirada, eternamente anclada y al mismo tiempo a la deriva. Cuántos miedos sacarán a flote y cuántos más se ahogarán en la senil agonía de un deseo que no te alcanza. Cuánto tiempo podría repetir tus agotadoras sílabas sin cansarme, y cuán agradecido puedo llegar a estar por esa burda idea que engendraras un día como hoy, hace un año: Considero que deberías abrir un café.

Ahora imagina que ese día es hoy, y mis labios te hacen el amor sin cruzar la superficie de tu piel. Y después se retiran.

Algo me dice que debería dejarlo ya, antes de que esa definición de belleza que cristaliza en tu óvalo se vuelva definitivamente en mi contra. Ya puedes respirar.



Ecos


Faltan apenas dos días para que este café cumpla su primer añito. Nada en especial. Cuchitriles como éste los hallamos bajo el golpe de cualquier click. Lo que aquí queda impreso, las tapas que os sirvo como buenamente puedo, no tendrán mayor trascendencia en el transcurrir de vuestros días, como tampoco la tienen en los míos: son raciones al horno, calientes en un minuto, listas para tomar, con leche del tiempo si la pedís y ración doble de azúcar para no llorar. Pero guardo la esperanza de que os dejen con el estómago algo menos vacío que ayer, u os agiten la garganta y la memoria; que podáis escoger de entre esta familiar oferta de cafés en un espacio únicamente para vosotros, mientras tras la amplia cristalera gocéis de las vistas del mediterráneo, de los jardines del Tivoli o la cumbre del Himalaya.

La única fuerza de estos textos radica en lo que vosotros queráis extraer como conclusión; ergo este café no puede abrir sus puertas sin saber que gente como vosotros, sin rostro pero sobrados de alma y voz, acudáis cada mañana. Por ello, la celebración del aniversario será un ejercicio de dentro para afuera: el objetivo es premiaros a vosotros, clientes y maestros cafeteros a partes iguales, por vuestra fidelidad. Pongo una vela en el pastel, pero dejo que sopléis vosotros. Vuestro es el mérito de que mis días no sean tan desesperantes como para tener que soplar yo solo. Que nos resten muchos años más en compañía.







Premio “Café de la información” para El Uno por Cien, de Dëagol. No sólo por poseer unas limpias, honestas e interesantes inquietudes sociopolíticas, sino también por saber exponerlas a un tiempo de manera amena y didáctica. Suyo es el corazoncito de amianto con el que alimenta sus letras, de modo que los desahogos y las aventuras poéticas van de la mano en su particular búsqueda de la reflexión. Justiciero versátil y persistente, una especie de Michael Moore influenciado por Lorca. Este premio se lo tiene muy bien ganado, como mi abrazo.





Premio “Café Gijón” para Casa de los cuentos, de Jabier. ¿Os imagináis un interminable laberinto bibliotecario en el que cada amanecer aparezca un nuevo pabellón? No es un sueño. Jabier es capaz de llevarnos de la mano hacia la India un lunes, a Buenos Aires un martes, París un miércoles, Marrakech un jueves… y no permitir nunca que nos perdamos. Cualquier amante de la literatura debería llevar su blog bajo el brazo: día nuevo, aventura nueva. Y aún mil caminos por andar.




Premio “Café au verses” para El Gran Fuego Central, de Neu. No preguntéis de dónde proviene esta muchacha. Hay metales que relucen con encanto por el misterio del que están hechos: mirar más allá significa quebrarlos, destrozarlos. Las manos de esta zalamera de los sentidos no quisieron esperar a tener la edad idónea para robar la belleza del mundo y enfrascarla en los barrotes de sus versos. Su Gran Fuego Central arde como los pozos de petróleo del desierto bajo el límpido espejo nocturno, y su luz es más poderosa que la carne o incluso las meras palabras. Actualmente el espacio está en punto muerto, pero ya se sabe que un volcán no se extingue: sólo duerme, aguardando la señal adecuada para volver a pronunciarse con estruendo sobre las asombradas cabezas de cuerpos mundanos como nosotros.




Premio “Ration quotidienne” para La experiencia Dirole. Desde el Perú con amor. Lo suyo, ciertamente, es toda una experiencia: no hay día en el que Dirole no cumpla con su oficio, autoimpuesto como una incansable obligación. Un texto diario es un trabajo fruto de la constancia y la autodisciplina, pero que cada uno de esos textos sea además jugoso e interesante sólo puede ser obra del verdadero talento. Cuando este sudor no es suficiente, vierte sus reservas en Dormido Bajo la luna, una experiencia más audaz, perversa, subcutánea. Un goleador sólido al que imagino escribiendo con la saña de los más fuertes.




Premio “Hermanos de sangre” para La Chustería. Porque podemos. Y todos juntos, mucho más.



Premio “Kandinsky” para El Relente del Silencio, de Ilitia. Hay autores que se conforman con la sencillez y el efectismo, otros persisten en la búsqueda de un estilo personal e inimitable… y finalmente, está Ilitia. Apuesto a que las influencias de esta chica podrían conjugarse en una chistera de prestidigitador, sin que la audiencia tenga la menor ocasión de saber de dónde demonios procede el conejo blanco. Su prosa está furiosamente enrabietada con las tendencias, hasta alcanzar un estado en el que no hay adjetivos que valgan. En cierta novela de Cortázar leemos: “Te expones todo el tiempo a que te entiendan mal, y eso es el colmo de la valentía”. No tengo más comentarios. ¿Seguro que eres de carne y hueso, querida?






Premio “Café amargo” para Eyaculaciones, de Pablollo. Un Bukowsky de palacio, con la misma mala leche que el susodicho borracho pero vestido de etiqueta. Todavía no he encontrado un espacio como el suyo, en el que la opción de agregar comentarios está deshabilitada por inutilidad. Pablo no necesita que nadie opine sobre sus versos porque “disfruta de su mediocridad”. Pero miente: la mediocridad está reservada para los incapaces de contagiar a sus acciones con los efluvios de su personalidad, y mucho me temo que a él le sobra.



Premio “Cliente del año” para Nunca contentos, de MV. Una estatua de bronce dentro de la minoría silenciosa. Sin hacer mucho ruido, sin ceñirse a una línea de recorrido per se, MV es dueña y señora de un hermoso lugar en el que el amor por la narración aparece en su vertiente más camaleónica. Pero siempre, siempre sazonada con su cariño particular. Prueba de ello es la fidelidad con que premia a este mismo café, porque sus visitas y comentarios me hacen crecer un poquito más cada día. Creo que voy a llamarla mamá.



Premio “A corazón abierto” para Los suspiros de la libélula, de Guri. La pureza es virtud de grandes; tanto, que a día de hoy podríamos pasar años en busca del diamante en bruto. Cazatesoros del mundo, aquí lo tenemos: las entrañas de la libélula embriagan por la mimada sensibilidad de sus renglones, y porque no necesita hacer uso del pronombre “yo” para que nos demos cuenta de que la misteriosa identidad de la que nos habla es ella misma. Guri es una de esas bolas de cristal repletas de nieve: hierática en un principio, desvelará la hechicería de su genuino contenido a la que se la agite un poco. Otro metal inclasificable por su enigmática procedencia: ella se empeña en hacernos creer que sólo tiene diecisiete años. Que lo siga intentando.

Bóveda testaruda



No aparecía mucho por clase. Tampoco era fácil advertir su presencia: de pronto ahí estaba, de alguna manera recogido sobre la intimidad de su cuaderno, con una mirada en la que traslucía la búsqueda de algún ideal protector y sosegado que no se encontraba a su alrededor. Lucía me dijo su nombre cierta mañana en la cafetería, olvidando por unos minutos el examen de mecánica.
- Un tío curioso, ¿verdad? –rió, llevándose el cigarro a los labios-. Tengo entendido que viene de fuera de Madrid, como tú, sólo que en tu caso lo sabe todo dios. En el suyo, casi hay que hacer una investigación exhaustiva para saber cómo se llama. Es una sombra, ese chaval. A veces me doy la vuelta y está allí, a dos pasos, y ni siquiera le he oído respirar.
Una no se calla con los desconocidos. Entablé conversación con él una tarde en el metro. Leía a Houellebecq recostado contra el fondo del vagón. No he conocido persona con un tono tan bajo de voz. Era un susurro que despertaba poco a poco de algún aletargado ensimismamiento, unos párpados cansados que parecían renunciar a toda confrontación con el mundo; pero todo ello no me movía necesariamente a pensar en carencias de confianza o de autoestima. Lo que yo veía era una bóveda testaruda, un empeño en enclaustrar alguna energía interna, como si tratara de proteger al entorno de ésta, y no al revés.
Pero me hizo fijarme en un par de detalles en los que revelaba espontaneidad y sentido del humor. Cualidades que en un principio se mostraron reticentes ante mí, pero creía ir desatándolas a cada trayecto, a cada libro, cada saludo. Sólo me inquietaba que después de un día de buena conversación se mostrara al siguiente parco en palabras, repentinamente impermeable, como si diera por imposible que el contacto pudiera progresar más allá de lo que se había alcanzado la mañana anterior.
En cualquier caso, algo me hacía creer que le agradaba mi presencia. Me miraba muy fijamente, siempre a la espera de que yo le dijera algo, lo que fuera; quizá rogando que lo hiciera.
Y bien. Qué haces por las tardes, le pregunté. En qué ocupas tu tiempo libre.
“No tengo muchos misterios”, contestó, y sus siguientes palabras se perdieron en un dudoso murmullo en el que parecía haber poco más que dos labios desplegándose sin sonido alguno. Después me miró de nuevo.
Yo quería pensar que no le gustaba, pero no podía jurarlo. Le sonreía y qué bien, esta tarde puedo relajarme un poco; hoy, en la facultad, ya hice todo lo que debía hacer. No sé, quizá llame a alguien, y me pasé la mano por los cabellos, mostrando casi con descaro que quería oír algo.
No me había dado cuenta, pero llevaba varios días pensando cómo sería una tarde a su lado. Sentada con él en el sofá, parando en una cafetería, o paseando por Madrid sin más exigencias. Creo que cualquier cosa que me hubiera propuesto habría sido suficiente para convencerme.
- Esta es mi parada- dijo, recobrando de algún modo un aliento que se hubiera condensado en el fondo de su garganta. Bajó del tren sin darme dos besos ni mirar atrás. Días más tarde seguiría preguntándome por qué motivo no quiso despedirse para siempre. Intenté averiguar por todos los medios por qué dejó la carrera. Intenté averiguarlo.



Esquirlas



¿Conocíais esa sensación de estar literalmente hechos añicos? ¿El aliento menguando, el peso del cuerpo triplicado, creyendo que no podréis más? ¿Que la misma canción, aquella que familiarizáis con el adictivo color de las escenas más tristes que recordáis, resuena sin descanso en vuestro coleto como un feto impaciente por ver el exterior?

Esta noche no me interesa buscar un remedio, sino adentrarme en la raíz. Al sentirme así, como he descrito antes, me inquieta la hipótesis de que ese atroz estado de moral pueda no ser casual. Que es un mecanismo natural de defensa que nuestro sistema reserva para una situación que mañana o pasado ha de producirse, como un periódico eclipse. Que todos estamos destinados, en algún instante de nuestras vidas, a conocer el estado más enfurecido del dolor. Es más: la existencia no se entiende, ni se explica, ni cobra sentido ni valor alguno sin esos cáusticos instantes. Es nuestra ineludible purgación; nuestro momento de duda sobre la cruz, cuando preguntamos por qué nos han abandonado.

Decidme cuántas veces habéis pensado en quitaros la vida. Ninguna respuesta debiera resultar sorprendente en esta época, paradigma del tráfago, el estrés, las facturas on-line, crisis, anorexia, maltrato, gripe, prozac, éxtasis, telemárketing, hidrocarburo; un universo bañado en azufre. No importa. Hoy hay miseria, pero no menos que ayer y probablemente no más que mañana. Todos pasaremos por ese aro de desesperada contemplación, como hicieron nuestros ancestros y repetirán nuestros sucesores. Todos nos encontraremos, alguna mañana, haciendo equilibrismo sobre un fino cordel a cuatrocientos metros de altura sin saber qué habremos hecho para merecer estar ahí. Ni tan siquiera encontramos sentido en tratar de mantener el equilibrio. A veces, la perpetua negrura que promete el salto al vacío parece hermosamente conciliadora.

Pero basta de pensamientos. Basta de raciocinio, de dudas y de arduas contiendas contra uno mismo. Pensad tan sólo en una llanura blanca, atemporal, donde el sonido queda reducido al pálido descenso de los copos de nieve. Si es allí donde estáis, en esa decisiva cuerda floja, el tiempo se ha detenido hace mucho. Nadie, y mucho menos el insensato que escupe estas líneas, posee derecho ni competencia para deciros qué paso debéis tomar o hacia dónde. Debéis saber que la adversidad es la sangre de todo animal, el aceite de todo motor, el eje que sostiene la girándula de toda vida; es una fuerza sin impulso, un fluido que rompe a su antojo sin precisar de ningún creador para manifestarse. Dolor, sufrimiento, tiniebla: no le importa cómo le llaméis. Su cometido es, nos guste o no, mantenerse como el ineludible compañero de viaje que siempre encuentra la manera de alcanzarnos de nuevo.

No quisiera que todo este batiburrillo sobre achaques del corazón sonara como un panfleto sectario. Suena, simplemente, a lo que mi cabeza quiere crear aquí y ahora, con las puntas de los pies temblando a cuatrocientos metros de altura, mientras las omnipotentes llanuras blancas se perpetúan en el seno de una inminente catarsis. Cada vez que alguno de vosotros se encuentre en la misma tesitura, lo sabré de inmediato; y si desde la letanía quiero saber qué decisión habéis tomado, sólo me inquietaré si me contesta el silencio.

Spiegel


A menudo miro a los demás y tan sólo veo vodevil. Labios que se afilan, músculos que se contraen, pupilas que se dilatan, pero nada más que vodevil. La superficie desvaída de lo que, en lo profundo, debe ser una emoción diferente. A menudo, en el espejo, me topo con la misma función.

Como un afluente invertido, te escindes de la arteria principal. Le das el ramal a tus piernas para que busquen su destino. Y el paseo nocturno termina arrastrándote lejos de donde provienes. A veces, estas escapadas terminan hollando lugares de ensueño; o bien al contrario, pisas las grietas equivocadas, revelas géiseres, desatas infiernos que te obligan a correr por tu vida. Salir sólo por la noche puede convertirse en una apuesta al rojo o al negro contigo mismo en el tapete.

Hay noches en las que no se encuentra nada. El alma, sobre los pies solitarios, se desglosa pieza por pieza a la espera de que la brisa nocturna abrace el arcoiris negro que yace atrincherado bajo infinitas capas de piel, y que de esa fusión nazca un ser más puro y hermoso; definitivo. Es una odisea en pos del Dalai Lama de las calles. Como quien busca desintoxicarse de un mal recuerdo viajando por el mundo, creyendo siempre que el paisaje más imposible, el peligro más purificador, el amor más expiatorio aguarda tras las puertas de cada aeropuerto. Y termina por regresar a casa con las manos vacías.

Es el trueque de la soledad. La soledad es una amante muy caprichosa, a la que tanto le da conceder rojo o negro. Es lo más parecido a una droga inocua: sin olor, ni calor, ni tacto alguno es capaz de iluminar o descoyuntar una mente en cuestión de minutos. Quizá un día se te antoje como una puta desalmada: incapaz de mentir, se le ama por el doble filo de sus palabras, que pueden morder como el acero o dejar un rastro de almíbar. De una u otra forma, terminas por volver a visitarla, con los bolsillos repletos de monedas. Adoras sus gotas de sabiduría perlada.

Ahora bien, todavía está por nacer el ser humano que resista por siempre la verdad. Veneno y fluído vital a un mismo tiempo, solemos resultar pésimos a la hora de administrarnos la dosis.

Detrás de la carne y el hueso se abren los pétalos de algo tan grande, brillante, atronador, espantoso y bello que los demás morirían si pudieran verlo con los ojos. Ni siquiera uno mismo puede hacerle frente a ese crisol incendiado que lleva dentro. Y para protegernos, y proteger a los demás, los años nos enseñan la ironía, el sarcasmo, las muecas, el frío. Nos descubren el arte del Vodevil.