El gen del liderazgo


La admiración que uno siente por un amigo o una persona cercana tiene poco que ver con la que puede sentir por una celebridad. Del famoso envidiamos las virtudes que nos interesa envidiar; el amigo, en cambio, no puede esconder ni virtudes ni defectos. Sólo la imperfección puede engendrar una admiración auténtica.

Llevo catorce años admirando a mi amigo Bernat. Hay una razón esencial para tal sentimiento, pero para comprenderlo hay que girar la moviola hacia atrás. Bernat tendría siete u ocho años cuando murió su madre. El padre no se atrevió a contarle la verdad, o no supo manejarla; la versión que mi amigo creyó por varios años contaba que ella, simplemente, les había abandonado. No sé cómo habría afrontado una situación así de ser yo el padre, pero sí creo que a menudo subestimamos la capacidad de aceptación de los niños. Me pregunto si fue una buena idea encubrir una tragedia por otra. Esa triquiñuela propició que Bernat sufriera no un desengaño prematuro, sino dos.

Aunque por entonces él ya poseía un carácter marcadamente activo, sin duda esos dos golpes tuvieron mucho que ver con su rápida fusión con la realidad. Para mí, Bernat siempre ha estado en divina comunión con la realidad, muy alejado de la ingenuidad y la inevitable cobardía con que la mayoría lidiamos con ella en nuestra adolescencia. Para un muchacho tímido y cohibido como yo, Bernat suponía un héroe. Llegaba a cualquier parte y se hacía con el lugar. Hablaba con cualquier tipo y se ganaba su simpatía. Yo nunca pude entablar ningún tipo de relación con otra persona sin superar primero los escollos que mi propia timidez me imponía; Bernat, en cambio, no conocía la vergüenza. Su psique nunca contempló la posibilidad de temer a otros; tampoco le importaba si el interlocutor compartía o no sus mismos intereses o aficiones. Jamás tuvo problemas con los abusones: su descaro, su sentido del humor, su propia voz establecía a su alrededor una aureola de respeto, y no había nadie que no le considerara como a un igual. No podía evitar verle como a Robert Duvall en Apocalpyse Now, caminando impávido por el campo de batalla mientras las bombas caen a su alrededor.

Yo creía ser muy buen actor hasta que él entró en el grupo de teatro. A la presencia escénica que ya poseía de manera natural habría que añadirle una callada sensibilidad, una inteligencia perceptiva que le permitía adentrarse en cualquier papel imaginable. Al no conocer la timidez, actuaba con una desenvoltura -casi una osadía- que no poseíamos los demás. Sus dotes interpretativas le dieron pronto una popularidad que trascendió los límites del barrio. Mientras tanto, completaba su educación con unas notas lo suficientemente buenas como para escoger prácticamente cualquier carrera. No nos cabía la menor duda, sin embargo, de que Bernat iba a ser actor. Incluso el profesorado le urgía a que consumara su vocación artística. En una ocasión interpretó a Zeus en una adaptación de "Las troyanas" de Eurípides; en los seis años que estuve en el instituto jamás presencié silencio igual. Había nacido para la interpretación. No podía dedicarse a otra cosa.

Pero Bernat ingresó en la academia Proa de enseñanza militar y marchó a Zaragoza para formarse como teniente de caballería del Ejército Español. Al poco de llegar allí me escribió contándome su primera salida nocturna por la ciudad. Después de eso, dejó de mostrarse al mundo tal y como había hecho hasta entonces. Se estaba convirtiendo en un adulto; antes de lo previsto, como de costumbre en él. A partir de ahí le vimos muy de cuando en cuando, generalmente en verano o en Navidad, cuando volvía para comportarse con nosotros con la misma alegría que siempre ha llevado por bandera.

Hoy forma parte de las fuerzas armadas del país. Con coche y piso propio en Valladolid, además de tener una relación estable, no imagino un porvenir para él que no sea brillante; el mismo porvenir brillante que siempre se ha merecido por legitimidad. Lo curioso es la aureola que ha dejado atrás. Aquellos que conservamos vivo su pasado, prendiéndolo una y otra vez en la memoria, seguimos siendo incapaces de imaginarlo con uniforme caqui. Pensamos en Bernat y vemos a Zeus y su atronador monólogo, al frente de un público absolutamente cautivado.

Porque ésta es la realidad: Bernat no era un actor, sino un líder. Un hombre bendecido con el poder absoluto de la empatía. Desplegó sabiamente ese don en todas las facetas de la vida, y finalmente decidió desarrollarlo fuera del escenario. Cuando hablamos sobre él y rememoramos sus inagotables anécdotas, existe consenso en señalar que es la clase de persona que podría conseguir cuanto se propusiera. Quién sabe si medio país estaría votando por él de haber conducido su talento al terreno político.

Todo ésto me hace caer en la cuenta del gran regalo que supone ser consciente de las virtudes y los defectos propios. Esto es algo que le define bastante bien, y que al mismo tiempo ocultó ingeniosamente: no recuerdo haberle visto presumir de nada, aunque no le faltarían motivos para hacerlo. Bernat tuvo la oportunidad de conocerse bien pronto; probablemente la muerte de su madre fue un ingrediente para ello, o probablemente siempre estuvo destinado a vencer. Sólo espero que Afganistán, el destino al que le envían dentro de unos meses, no le convierta en un mártir. Odiaría tener que enterrar su envidiable, resplandeciente aureola en la memoria.




El Gran Salto

Laura, frunciendo el ceño ante la mordedura del sol, arrojando el cigarro frente a la doble puerta acristalada de la facultad, tridimensionalizando el espectro de las palabras que despertaban en su coleto, ensueña: "las partículas se unen en órganos, los órganos se funden en cuerpos, los cuerpos buscan una palabra que pueda explicar su origen. Decimos: somos distintos, somos especiales, somos superiores; existe una abismal diferencia entre un grupo de individuos y una columna de hormigas. Pero desde un punto de vista demiúrgico, bajo una consideración externa y nunca humana, no existe diferencia alguna. Surgimos, nos extendemos, cazamos / recolectamos, dormimos, nos extinguimos. Lo que yo haga no tiene mayor trascendencia en el curso de la historia que la que tiene, por ejemplo, el batir de las alas de una mariposa. Se ocupa un espacio, se interactúa con un entorno atestado de partículas corporeizadas; finalmente, se muere. Nuestra incapacidad para verlo de ésta manera nos sitúa al final, y no al principio, de la pirámide de las especies".

Jessica, sentándose cuidadosamente en el pupitre, ordenando meticulosamente sus bolígrafos por color, estableciendo márgenes milimétricos en sus hojas DINA-4, medita: "Memorándum: terminar de leer la "autobiografía de un yogui". Pedro tenía razón: no es lo que quiera tu padre, es lo que quieres tú. No es obedecer a una imagen o a una satisfacción; es obedecer a un impulso, a una pulsación. A veces me maldigo por saberme tan inteligente y haber nacido con un cerebro cuyo ritmo excede lo que yo mismo exijo de mí misma. Memorándum: escribir un ensayo sobre los rituales funerarios en el antiguo Egipto. Todos me decían: medicina. Todos me decían: excelencia. Todos decían éxito, patrimonio, caudal, dominio. Mientras tanto, las yemas de mis dedos alcanzaban otra esquina bien distinta. Quizá en un futuro las cosas cambien y Traducción e Interpretación se convierta de pronto en una carrera admirada y codiciada, pero hasta que eso suceda, no faltarán padres que lleven de la mano a sus hijos hacia la supremacía, la conquista acadmémica, la apropiación global que conduce a la nada. Memorándum: recordarle a papá que me debe un viaje a México".

Raúl, debatiéndose entre algarabías internas, comprobando que su estatura sobrepasaba la de todos los demás, recorriendo la curva inferior de la espléndida muchacha sentada junto al bonsai del patio central, se decía: "... y no faltará la típica que venga hablando de su matrícula de honor, ni el snob disfrazado de paria que se jactará de no haber ido a una privada cuando en realidad le habrán rechazado en la misma, el bohemio-romántico que dirá alguna chorrada como: "soy zurdo; el lado artístico del cerebro es el izquierdo, soy un artista completo". Incluso el profesor que, creyéndose carismático, antepone su ilusión de juventud a la pasión por la enseñanza. Todos están aquí. Tengo la sensación de adelantarme siempre a lo que me voy a encontrar, o quizá sea más conveniente decir que en todas partes hay lo mismo. Sé que no soy muy inteligente; por eso me desconcierta el no saber de dónde procede esta virtud. Sí puedo decir que de niño no la tenía, y a propósito: yo recuerdo una infancia muy bonita por mi parte. Tres años repitiendo segundo de bachiller para encontrarme con ésto... ciento cuarenta almas beatas cuyas casas carecen de espejos; creyéndose todos la última coca-cola en el desierto, hasta que el tiempo, el cansancio, las notas (azote de la Verdad) nos devuelvan a todos al planeta que nos corresponde. Siempre voy rápido. Demasiado rápido".

Alfonso, meditando acerca de las últimas líneas de su poema inconcluso, rememorando a golpe de talón los compases de "Don't stop me now", observando el reflejo de su mirada glauca en el ventanal de la sala de actos, degustaba: "adoro cada uno de los gestos de esta chica. Cada poro de su piel deja un rastro de serenidad, una pátina de viveza interior; las huellas de la mente privilegiada. Será que esta profundidad mía, esta "âme artistique" que nunca está quieta se empeña en descubrirme un nuevo significado para el amor cada mañana. ¿Y qué importará de todos modos, si he fracasado cada vez que he intentado convertirme en otro? Este día es genuino. Es irrepetible. Es el día de los días. Vendrán más días de los días, pero éste es el de hoy. Y recuerdo ahora, no sé por qué, esas palabras de Edgar Allan Poe cuando hablaba de "el demonio que habita en cada uno de nosotros y que nos grita '¡salta!' cada vez que nos asomamos al borde del precipicio. Saltar... si alguna vez no lo hice, fue por miedo. Miedo a no saber dónde caerás. No más de esto, Alfonso. No más. Escribe desde hoy las primeras líneas del resto de tu vida, y prende una antorcha para que ese Gran Salto que hoy emprendes sea más nítido y brillante que el mismo sol".

El señor Joan Capdevila, apagando el portátil conectado a la pantalla gigante del muro, observando a los futuros estudiantes abandonar la sala, recogiendo el cartel de "director de la facultad" con que se había presentado hacía escasamente una hora, consideraba: "creo que hay algo innombrable -esperanzador y al mismo tiempo lastimero, patético a la par que tierno- en cada nueva generación que llega a la facultad. Siempre se reconocen las mismas caras, las mismas palabras, las mismas actitudes. Cuatro años después toca entregarles un diploma y deseearles mucha suerte en la vida. Somos como padres no lícitos; a veces incluso perezosos. No se nos puede echar la culpa. No es fácil criar a cien adolescentes cada año, durante... más de treinta años. Jesús. Llegará el momento en que yo deba apartarme, cederle el sillón a otro, leer en silencio a Ovidio mientras la vida en la facultad continúa ya sin mí. La evolución no necesita a nadie: ésta es la ley que relega a la humanidad a su legítima posición; es el precepto que define la poca importancia de nuestros actos, la escasa impronta de nuestras acciones. Salvo, por supuesto, para cuestiones de felicidad. Y a ésa hay que encontrarla en lo más insignificante. Napoleón, Genghis Kan, Josef Stalin: ellos no entendieron ésto. Ninguno de los hombres a los que estudiamos hoy lo comprendieron. Me pregunto si a Anna le apetecerán hoy lentejas, con este calor...".




Sobre convertirse en tiempo pretérito


A medida que el ser humano progresa, sus tentativas por esquivar a la muerte se vuelven cada vez más desesperadas. Década tras década hemos sido testigos de invenciones y aplicaciones destinadas a mejorar la calidad de vida de un hombre, y con ello, su esperanza media de longevidad: penicilina, fármacos, productos de higiene, neveras, microondas, dobles cerraduras en las puertas. Sería lógico suponer que todo esto fortalece la sensación de seguridad personal, pero no es así. Los aparatos electrónicos fallan y explotan. La estufa prende la alfombra al menor descuido. El motor del avión se estropea en pleno vuelo. Los antidepresivos provocan adicción. La mano del cirujano se desplaza un milímetro y nos provoca una lesión irreversible. Nuestro ritmo de vida opta por sacrificar la paciencia por la velocidad, el trabajo por la comodidad. La mortalidad ha ido de la mano con todo ello. Es tal la astucia con que la muerte ofusca al ingenio del ser humano, que ahora pocas parejas prefieren tener más de un hijo. En pocos años seremos la generación más anciana que jamás haya habitado este planeta.

Los tibetanos consideran que una defunción no es motivo de tristeza, sino el momento de la liberación del alma para su posterior reencarnación. El hara-kiri, según el código Bushidô de los samuráis, no supone un acto de cobardía sino una oportunidad para restablecer el honor personal. El mismo código legaba la siguiente frase: "un samurai piensa constantemente en la muerte". En una conversación media europea, la muerte es un asunto que no suele figurar. Nuestra cultura sortea dicha noción, como si con ello nos aferráramos a una ilusión de inmortalidad. Hemos adiestrado a nuestro pensamiento para eludir a la muerte. ¿Cómo hemos adquirido esto? Parece ir en contra de la lógica. Lo único que podemos dar por sentado en nuestra vida es que llegará un momento en que dejaremos de ser. La deposición de la muerte en la conciencia se ha visto acompañada por una declinación de la responsabilidad: hace unas semanas, cuando un tren arrolló a más de treinta jóvenes que celebraban la noche de San Juan en Castelldefels, el consenso popular apuntaba a la ausencia de sensores y otras medidas de seguridad como causa principal del accidente. Era como si se negaran a reconocer el riesgo voluntario que supone cruzar de noche una vía por la que circulan trenes de alta velocidad. Un resorte psicológico se activa ante la amenaza de una idea que implica responsabilidad; patrón que ya ha sido detectado en desgracias similares, como cuando se acusó a Marilyn Manson de incitar los asesinatos de Columbine, o cuando se extendió la idea de que los juegos de rol impelían al crimen. Nos convertimos en sumideros de grasa y culpamos a los restaurantes de comida rápida. Morimos de cáncer de pulmón y denunciamos a las compañías tabacaleras. No encontramos motivo alguno para sentirnos responsables de nuestras propias elecciones.

Creo que toda madurez depende esencialmente de la valentía. El progreso, ya sea personal o colectivo, sólo se produce tras la asunción de una idea que obliga a pasar una goma de borrar sobre el pasado. La idea de la muerte como parte indivisible de la vida, en lugar de como contraposición a la misma, es una de las más elementales. Ya dijo Eduard Punset que "la gente está muy preocupada con lo que pueda pasar después de la muerte, en lugar de estar preocupada por saber si hay vida antes de la muerte". Todo ser humano se pregunta en algún momento: ¿cómo se me recordará cuando ya no esté aquí?. Si nuestra intención es servir como ejemplo de algo, podemos empezar desde hoy... en lugar de esperar a que nuestros hijos escojan un modelo de ataúd para que se nos recuerde adecuadamente.


Peter Brueghel, El triunfo de la muerte (1562). Museo del Prado, Madrid.

(...)




Evangelio de San Casillas
Cap. 3, versículo 14

"y la pierna derecha
del lívido zagal de Fuentealbilla
librará de todo mal
a cincuenta millones de almas".

Poliedro




El padre sueña con los pasillos pintados de amarillo.
Como la casa en la que vivió de niño. La cocina queda atrás, pero el olor de las patatas cocidas y el filete de ternera llega desde el salón, al fondo del pasillo. Roza con las yemas de los dedos la superficie irregular de las paredes. Sabe que su hijo saldrá de la habitación de un momento a otro. Cuando aparece, lo hace de espaldas a él. Lleva la ropa que le compraron el mes pasado puesta del revés. El hijo se gira ahora con una sonrisa no del todo amable. Parece estar hablando solo.
"¿Tienes la chaqueta?" pregunta el padre.
"Sí, la tengo".
El hijo gira sobre sí mismo, contemplando paredes y techo con su sonrisa estúpida.
"Bueno, pues enséñamela", insiste.
"No la tengo".
El padre sabe que la tiene. O no sabe que no la tiene. (Quizá en los bolsillos) Al alargar la mano y rebuscar en ellos, sólo encuentra un diminuto triángulo oscuro. Como un trozo de tela calcinada. Aún se percibe ese ligero olor a chamusquina.
"Me voy", dice el hijo.
se va con la chaqueta Se la lleva.
"Me voy porque este sitio hay cosas buenas y cosas malas" dice el hijo.


El hijo sueña con el parque de noche.
Alguien debería estar esperándole allí (siempre hay alguien esperándole), pero esta vez están David, Matías y tal vez Paco. Con sus pantalones de chándal, camisetas desteñidas (David con chaqueta blanca), un porro en cada una de las tres manos. Es de noche es de día. El parque está cubierto de sombras la luz del sol tras los bloques de viviendas
"Ya no vienes por aquí".
Los dientes amarillentos. El enorme grano en la mejilla. Se está burlando.
"Siempre estoy aquí", contesta el hijo.
Y a ella se la ve a lo lejos, entrando por la zona este. Se la distingue por la altura.
"¿Te parece que somos gilipollas?" dice Paco. Los tres vueltos hacia él, sin parpadear.
El humo que van expulsando olía antes de fenómenos (como debe oler), pero ahora parece colonia quemada.
Al hijo no le gusta nada de lo que está viendo.
"Vosotros no me conocéis", les grita.
Se la distingue por la altura, por la estrechez de la cintura y el gorro de lana. Va de la mano con alguien Entre las sombras.
"Bea"
Quiere decir.
¿Pero luego qué?
"Bea"
El hijo empieza a excavar el suelo con las uñas.
Ella le está mirando (Entre las sombras), pero en sus ojos hay algo que le impide abrir la boca. En sus ojos puede leerse: "no me digas nada". El que la lleva de la mano es más alto, más fuerte, el mismo gorro de lana.
"Eh, tío". Matías se aproxima. "Está ahí arriba. ¿Por qué arañas el suelo?"
Remueve la tierra con todo lo que tiene. Las uñas van cediendo; pronto las puntas de los dedos son muñones sanguinolentos. Y bajo la tierra aparecen más y más colillas de porros.
"Beatriz. Te llevas mi gorro"
Beatriz ya no está.


La madre despierta de la pesadilla.
Cree que era una pesadilla. El reloj electrónico marca las 3:47. Ya no será capaz de dormirse de nuevo sin un cigarro, una visita a la cocina y un vaso de agua. O quizá haga todo eso y de todos modos decida no dormir.
La cocina parece un espacio construido para quedar aislado, más que separado, del exterior. El sonido ha desaparecido, salvo el que provoca ella misma inhalando el cigarro. Se le ocurre que todo eso se parece a la calma que precede a la tormenta, o a la milésima de segundo en la que el aire y el silencio se pueden capturar justo antes de que estalle el globo.
Se asoma al pasillo. No hay luz en la habitación de su hijo. Se escuchan sus ronquidos.
Camina de puntillas sobre el parquet y alcanza la puerta del lavabo, que cede silenciosamente. Busca en los armaritos y en los neceseres. Ahí es donde el hijo lo escondía todo sin saber que ella ya sabía. La madre nunca dijo nada. Confió en que todo fuera una época tonta, en que todo pasara pronto. Cuatro años después ya no pensó así.
Saca los neceseres, revuelve los cajones. No hay nada.
La noche anterior, el hijo había dicho "tengo que irme de aquí, mamá. Si lo quiero dejar, tengo que salir de aquí". Estaba hablando de la ciudad. De pronto odiaba la ciudad. Era la desesperación la que hablaba por él, claro. Pero cómo no odiarla. Allí se estaba consumiendo.
La madre se apresura a limpiarse las lágrimas.
Al volver a su cuarto se encuentra con el padre despierto, recostado contra el cabezal de la cama mientras la luz de la lámpara sobre la mesita ilumina el espacio justo para distinguir su mirada.
- ¿Tú tampoco puedes dormir? - pregunta la madre.
Niega con la cabeza.
- ¿Has pensado en lo de tu hijo?
El padre suspira con la mirada fija en el techo.
- ¿Tú qué crees? - pregunta-. ¿Dejamos que se marche?
La madre permanece un largo rato erguida, con los brazos en jarra. Hace una mueca con los labios.
- ¿Qué hora es? - pregunta ella.
El padre gira la cabeza hacia la mesita.
- Ya pasan de las cuatro- informa.
La madre aproxima al lado vacío de la cama y se estira sobre ella.
- Mira, yo estoy muy cansada como para pensar. Ya lo consultamos con la almohada.



Corazonadas sobre la creatividad


El muchacho se empeña en diseccionar el concepto de la creatividad una y otra vez. No estamos muy seguros de lo que persigue; debería ser la creatividad quien lo persiguiera a él. Quizá esté consintiendo que el concepto se burle de él, igual que cuanto poder le concede el bobo enamorado a la sílfide. La práctica, el aprendizaje y las conversaciones en torno al gran tema prosiguen. Mientas tanto el chico procura embotellar, en frascos cada vez más pequeños, esas lecciones aprendidas que ni siquiera son lecciones aprendidas. Son algo menor e incompleto; son amagos de lecciones, principios de instinto, ensoñaciones. Y considera que es mejor compartirlas -si acaso clamando auxilio: aún no tiene suficiente luz- que guardarlas en el atril, a merced de las telarañas. Así pues, y partiendo del principio de que en el arte nadie sabe nada, escribe:



* Las palabras deben servir para deshilachar la verdad, no para confundirla. El objetivo de todo escrito -ya sea ensayo, relato, confesión o poema- consiste en capturar lo que la mente del autor percibe como "auténtico"; traspasarla al terreno de las letras y presentarla en su máxima expresión de lucidez.

* La poética puede ser un arma de doble filo. No debe confundirse técnica con adorno. El uso exacerbado de estilística conduce al efectismo, lo que se traduce en peso, en maquillaje, en pátina. La belleza y la verdad se espantan con todo eso.

* El estilo personal no se inventa: se posee. Sentarse a escribir con la mente puesta en el estilo equivale a comprar una casa pensando en la fachada. Un estilo de escritura no es más que la libre manifestación de la Verdad que late en cada individuo, las irrepetibles muescas que distinguen a una persona de la otra. No sirve de nada forzar esa Verdad; hay que dejar que penetre, poco a poco y por su cuenta, en la atmósfera del texto.

* El futuro nunca te dará tantas satisfacciones como el presente. Es inevitable pensar en los halagos y el reconocimiento ajeno, pero nunca debería hacerse mientras se crea. Papel y mente están solos; todo elemento ajeno es una interferencia.

* Inspirarse en otros autores y en sus obras puede conformar un valioso punto de partida, especialmente como ejercicio práctico. Serán el tiempo y la experiencia quienes se encarguen de conferirte una voz propia.

* No permitas que nadie te diga a quién debes leer y a quién no. No consientas que los demás te impongan sus gustos, o que su esnobismo y su complicidad devalúen los tuyos. Nuevamente, la Verdad: dale las riendas a tu instinto.

* Una opinión ajena puede ser útil, pero no más que cuanto lo es la tuya propia. Los demás rara vez entienden lo que pretendías conseguir. Tú sí.

* Olvida todo lo anterior y haz lo que quieras.