Mudanza

Me marcho. Le cedo mi lugar al polvo y a la creciente densidad del tiempo. En verdad no sé adónde voy: quizá la tierra que me espera no me deje salir de ahí, entre tanta lombriz y tanto sapo hambriento, pero qué bonito es esfumarse, ¿no creen?

El miedo que siento es en verdad el suspiro de alivio de un corazón que se siente libre: la única forma de alcanzar la plena libertad consiste en tirar los muebles por la ventana. De este modo, puedes aparecer en la calle de cualquier ciudad con una sonrisa en la boca. A veces, saber que nadie te echará de menos, o creerlo así, es incluso consolador: todo cuanto te ate a tu vida pasada será un clavo más a desenganchar del jersey. Y si me paro a pensarlo - cosa que trato de evitar-, es mucho lo que dejo aquí tirado. Caminos, trasiegos, pensamientos, lágrimas, calvarios, calumnias, orgamos, amistades, bocados de ternura. Pero nadie me dice que no encontraré lo mismo en cualquier otro sitio.

Hogar... qué odiosa palabra. No quiero tener un hogar. No quiero encontrar un techo donde asentarme; un techo que me detenga, que me vegetalice... no. Son muchos miles de kilómetros los que aún no he visto; tantos, que buscar un lugar definitivo me parece una ingratitud por parte de nuestra raza. A veces, la misma solidez es una desventaja. A veces sueño con parecerme al vapor, para nunca quedarme quieto en la atmósfera y viajar hacia donde me guíe la corriente.

Si acaso, hay una sola cosa que me devuelve la cordura y me obliga a desmentir todo cuanto he dicho. Ella sabe quién es, y sabe que la amo. Ella es lo único por lo que vale la pena volver a ser un cuerpo.

Todo lo demás es etéreo, efímero, insostenible, como la lluvia en este país que nadie entiende. Todo lo demás carece de importancia. Carece de sustancia. Es relativo, y queda continuamente condicionado a las circunstancias. Empezando por mí mismo.

Debido a eso, haré las maletas. Hay un punto de luz rojizo, brillante, que cruza el vasto océano plomizo del cielo. Sopla una brisa apacible. Creo que son las dos de la tarde.





Trueque

Han pasado unos días, pero las paredes siguen sofocadas por la misma blancura recia. El mismo ángulo amarillento -un sol vencido por el invierno-penetra en la estancia una vez se apartan las cortinas negras del ventanal. Marta está sentada frente al lienzo: un pequeño taburete hace las veces de soporte para la paleta y los pinceles, y sobre el pequeño desván de la esquina, la cesta de la fruta se cubre de frío y de polvo.
Concha entra en el salón. Las arrugas que rodean sus ojos se han acentuado en el transcurso de los últimos días, y entre dichas corolas fláccidas se adivina una mirada deslánguida concentrada en su hija, que de espaldas a la madre continúa enfrascada en sus lentas y apáticas pinceladas.
- ¿Cómo estás hoy?
La mano prosigue con sus giros y sus trazos. Un breve sonido, apenas más fuerte que el lento tictac del reloj de la pared, deja entrever un escueto "bien" como única respuesta.
Concha aproxima una silla al lienzo y se sienta junto a su hija. Observa su trabajo: el pincel afila unas líneas azuladas en torno a una anárquica conjunción de curvas y colores, dentro de la cual se adivina un rostro impreciso y deliberadamente borroso. Todos los movimientos de Marta -el brazo, las pestañas, las ventanas de la nariz- van al ritmo del melancólico trazar del pincel, sobre el que parece pesar una abyecta carga de desánimo y melancolía.
- Aún no hemos decidido lo que vamos a hacer con tu hermano.
Marta suspira y, sin girarse, deja el pincel sobre el borde del marco. El cabello, de un rojo extrañamente oscuro como si el paso de los años lo hubiera erosionado, le cae densadamente por los flancos de la cara, formando casi un velo del que asoma poco más que una tímida nariz chata. Mueve apenas la cabeza para mirar a su madre un segundo; un huidizo instante en el que la esmeralda de sus ojos brilla para desfallecer enseguida, regresando al sereno refugio de su perfil.
- Creo que es hora de decírselo- dice finalmente, con ese fino filamento de voz que no quiere perturbar al silencio.
Gabriel irrumpe entonces en el salón. El avión de juguete es lo único que lo encuadra en la infancia, porque todo lo demás desmiente los ocho años que tiene. La mirada dormida, orgullosa, instaurada en dos óvalos negros que lo contemplan todo desde una tranquila distancia. El flaco pecho erguido, casi inclinado hacia adelante, imponiéndose sobre el aburrido mundo de los mayores. Incluso el ángulo cerrado que le forma la melena en la frente le confiere un porte clásico, una imagen de seriedad y circunspección. El avioncito, que construyó él mismo con su padre a base de mondadientes y envoltorios de yogur, planea anclado en su mano por la estancia, trazando curvas temerarias en el aire al son del zumbido que simula con los labios, hasta aterrizar suavemente en el borde del marco. Se sienta entonces en el regazo de su madre, que lo ha esperado con los brazos abiertos desde que entró por la puerta.
- ¿Has terminado los deberes? - pregunta Concha.
- Mates y lengua - contesta Gabriel, la mirada fija en el suelo: pocas cosas le llaman la atención más que cuanto se gesta en el lúgubre mundo de su imaginación.
Concha aprueba con la cabeza y le besa la melena. Marta esta cada vez más inquieta: sabe que la ternura de la escena está artimañada y además se dispone a terminar con un golpe de tragedia. Se le va la vista al cesto de las frutas: esas gruesas naranjas las colocó allí su padre apenas unos días antes. Todo está tal y como lo dejó la última tarde: las llaves del coche sobre la mesita, la cazadora colgada del perchero, incluso la hendidura en la butaca, que mantiene la silueta del ancho cuerpo del padre.
Concha hace girar un poco a su hijo para mirarlo cara a cara. Marta está agitada. Siente puñaladas de oxígeno huyendo de ella, como ya sucedió al entrar en la habitación del hospital. Trata de hacerse una idea de la fortaleza a la que debe estar apelando su madre para poder hablar, y de pronto se siente liviana; insustancial como un golpe de viento.
- Gabriel, cielo - Concha algodonea sus palabras, las mima, como si con ella pudiera paliar el estrago que se avecina-. Tu hermana y yo tenemos que contarte algo.
Gabriel, plácido, la mira mientras una distraída sonrisa redondea sus labios.
- ¿Vamos a ir al campo este fin de semana, verdad?
Concha se mantiene serena. "No, no vamos a ir al campo", parece decir con su paciente suspiro. Le acaricia el cuello. Y cuando está a punto de empezar a hablar, Gabriel la interrumpe de nuevo.
- Es que como papá ya no está, he pensado que podríamos ir... si no, se van a secar las flores.
Las miradas de madre e hija se encuentran. Las mandíbulas caídas, los labios semiabiertos en un abismo de sorpresa y desconcierto. El silencio se adueña de la estancia mientras Gabriel, rígido y concentrado en el cielo que se vislumbra por la terraza, imita de nuevo el rugido del avión que ya no vuela.
- Llamando a torre de control. Permiso p'aterrizar...
Marta lo contempla asombrada. Su madre tampoco sabe qué decir. El oxígeno ha vuelto de pronto, inundando los pulmones, alivianando la piel. Se aparta la espesura de los cabellos para mirar mejor a su hermano.
Gabriel se estira las mangas del jersey, hasta cubrirse totalmente las manos.

La nochebuena del año anterior, Gabriel entraba en su cuarto para encontrarse con un paquete envuelto en papel de regalo. El frío navideño que irrumpía a través de la ventana, abierta de par en par, arrebataba el espíritu de la estancia: de pronto parecía un lugar olvidado y silente. Sobre el paquete, la firma de Papá Noel quedaba ilustrada en una tarjetita: "para Gabriel". Lo desenvolvió. En su interior encontró lo que esperaba. La emoción se encarnó en su rostro al principio, pero de pronto dejó el regalo en el suelo y restó en silencio unos instantes, severo y taciturno. Era mejor no decirles a mamá y a papá lo que en verdad había descubierto hacía ya dos años, porque cada vez que le hablaban de Papá Noel sonreían como si les hiciera más ilusión hacerle regalos que a él recibirlos. Si mantenía esa apariencia de ingenuidad, las navidades seguirían siendo lo que habían sido hasta entonces. Quería que fuera siempre así. Que nada cambiara. El silencio era bueno.




La imperfecta frontera de la mente

La mente humana quiere asimilar, aprehender, aceptar; pero siempre ha tenido que pugnar con los límites de una sólida e inesperada frontera. Los golpes imprevistos, aquellos que jamás creímos que pudieran sucedernos, nos devuelven a nuestra condición de pequeñez e insignificancia; a nosotros, insectos de hormiguero iconscientes de nuestra incapacidad para decidir sobre nuestro destino, incapaces de comprender el funcionamiento de las superiores, extrapersonales leyes del infortunio, la muerte o la tragedia.
Nuestra impotente respuesta ante dichos reveses parece poco más que resignación: impotentes ante la autoridad de la desdicha y el azar, seguimos transportando nuestro trigo y nuestro pan sin poder rebelarnos contra lo que no puede combatirse. Perdemos un ser querido y todo cuanto podemos hacer es proseguir con lo que hemos hecho hasta ahora, cuando nunca nos habíamos planteado cómo sería el ahora sin él. Parece que en adelante nos hayan obligado en una condición de desamparo y desprotección para la que no tenemos respuesta. Entra en juego la relación entre la voluntad y los límites del intelecto: se quiere, pero no se puede.
Echemos pues un vistazo a estos desconcertantes límites. Porque también ellos se rigen por sus leyes.
Lo que portamos sobre los hombros, ese prodigioso mecanismo en el que se arraiga nuestro entero proceso intelectual, actúa a veces con personalidad propia. Es la versión perfeccionada de un largo proceso de selección natural y está preparado para responder ante multitud de situaciones. Si el objetivo esencial de todo organismo es la supervivencia, nosotros somos en verdad los legítimos triunfadores en tal categoría.
Puesto que nuestro caudal intelectual es más ancho, procesamos un sinfín de información no relacionada con nuestro primario instinto supervivencialista. Vivimos siempre de detalles. Todo día en la vida de un hombre está lleno de momentos tan insignificantes como irrepetibles; nimiedades que, en ocasiones, son precisamente las que nos infunden esa difícilmente olvidable pasión por la vida que nos ha llevado hasta donde estamos. Se ve a una niña leyendo carteles por la calle: la vida sigue. Se encuentra un bolso abandonado en un banco: la vida interactúa. Se escucha un chiste o una ocurrencia inesperada: la vida recompensa (incluso cuando el chiste en cuestión es definitivamente horrendo). Cada día percibimos millones de detalles que podrían hacernos mucho más felices sin saberlo y que, concentrados en otros asuntos, pasamos por alto. Nunca debería menospreciarse el poder de estos detalles, la verdadera densidad de un grano de arena. La importancia real de un asunto es un concepto muy relativo, pero siempre los ordenamos en relación a una prioridad que nunca cambia: uno mismo. El individuo. El propósito de nuestras vidas siempre empieza y termina por uno mismo: el desarrollo individual, la consumación de los objetivos, el bienestar, el buen provecho del tiempo que se nos ha dado, y mantener hasta el final las ganas de hacer, de aprender, de caminar.
Si gozamos pues de un cerebro capaz de aprender y procesar mucha más información que el de cualquier otra especie conocida, sus fronteras se expandirán irremediablemente. Lo que antes nos parecía incomestible va entrando poco a poco en el estómago. Aquello que considerábamos insuperable pasa a convertirse en una muesca más en la cinta métrica de nuestra trayectoria. Aunque una tragedia puede modificar nuestra perspectiva, ninguna puede dominar al individuo. Ni siquiera la peor. No, porque siempre aprendemos a levantarnos de nuevo aun cuando las piernas no nos responden. Porque procesamos constantemente información nueva; la analizamos, la desmenuzamos, la engullimos, y luego pedimos otra ración para no saciar nunca esa sed. Porque, sin llegar a comprenderlo, formamos parte de un complejo juego de equilibrio con el resto de los seres vivos, y lo que se nos quita en un momento dado se nos devuelve más tarde, aunque sea en cantidad y forma diferentes. Esta ley de compensación siempre ha existido y siempre existirá, y si no somos capaces de entenderlo es debido a ese mismo modus operandi con que opera nuestro cerebro. Esa persistencia supervivencialista que en más de una ocasión nos salva, ¡ay! es precisamente la misma que nos impide contemplar nuestro alrededor desde una perspectiva que no nos sitúe a nosotros mismos como el epicentro.
Las fronteras pueden expandirse, pero sólo si uno está dispuesto a explorar nuevos territorios. De vez en cuando toca reeducarse a uno mismo, cosa que no se conseguirá por arte de magia, pero sí a base de paciencia y, sobretodo, de una virtud que es la semilla de todo triunfo realizable para el hombre: la constancia. La tristeza o la soledad arrebatan muchas cosas, pero nunca se las quedan para siempre. Y nosotros también podemos pagarles con otra moneda: la nuestra.

Observe la vida que yace a su alrededor. No hay mañana gemela, ni noche sin encanto. No se conforme con lo que hay, o con lo que se puede ver: contribuya, porque no hay mejor momento para hacerlo que ahora. Cualquier parte del mundo está llena de situaciones en las que se le necesita, por su experiencia, por su imaginación, por su temple, por su benevolencia. Si le parece que la ley del equilibrio ha sido injusta con usted, trate de equilibrársela a los demás en la medida que le sea posible. Esta es la única forma de llevar una vida completa: creer en lo que se hace, moverse deprisa sin correr, alimentar bien a sus pasiones e inquietudes y gozar siempre de los pequeños detalles. Poco a poco notará que esas opresivas fronteras se relajan, y hasta en ocasiones le parecerá que es otro el que sonríe o conversa por usted. Usted es su propio dueño y, por ende, quien mejor puede juzgar si ha conseguido lo que se había propuesto. Tal vez llegue un momento en el que pueda alzar la vista hacia ese arrebolado horizonte y, rememorando las pérdidas de tiempos pasados, se dará cuenta de que finalmente ha sido usted quien ha vencido.


Peter Pauwel Rubens, La asunción de la Virgen María (1620).

Abstracción

Leticia cruza el puente envuelta en la caricia de los copos de nieve. Tras ella quedan las agudas siluetas de la catedral y los edificios del casco antiguo de la ciudad, recortadas frente a un firmamento recogido en su propia suciedad. Se pregunta a sí misma mientras mira más allá de las puntas de sus zapatos oscuros de cuero: ¿cuanto tiempo llevas persiguiéndote? En esa cuestión irresuelta, asoma un sutil placer que deriva sin embargo de la angustia. Para ella, encontrarse a sí misma nunca ha sido una ilusión, sino un miedo.

Hay un escarabajo. El insecto avanza por la baranda del puente, aproximándose a un parte desgastada en la que la piedra traza un ángulo peligroso en dirección al río. Coloca una mano sobre la grieta. El insecto no varía su recorrido, sino que cosquillea sobre la mano como si formara parte de la misma estructura del puente. Leticia se pregunta si acaso no existen seres de mayor tamaño controlando su existencia; entes de naturaleza superior que no puede ver o no está preparada para comprender, así como le sucede al escarabajo con el ser humano, y que con un sencillo movimiento de la mano pueden aplastarla o ayudarla a superar un obstáculo. Nunca ha tenido la sensación de decidir por ella: siempre ha actuado en función a las oportunidades del momento, sin tener en mente un objetivo definido. Este modus operandi le ha reportado resultados dispares, pero tiene la sensación de haber salido mucho mejor parada que aquellos que aseguran poseer control sobre su propio destino. Sus mismos paseos nocturnos son producto de una llamada externa, una pauta fisiológica ante la cual no se plantea motivos ni utilidades. Responde a esa llamada igual que bebe cuando tiene sed o come cuando tiene hambre. De pronto asciende desde la cálida profundidad a la que la arrastra el pensamiento, y se encuentra apoyada en la baranda de un puente, con las manos y el rostro endurecidos bajo el frío arañazo de diciembre.

El río fluye bajo los arcos del puente. Su curso es una silenciosa analogía de lo que es su destino: un avance paciente pero constante hacia una única dirección, hacia un ineludible desenlace en el que el movimiento no cesará, sino que se transformará en algo diferente, igual que las aguas del río se vierten en la vasta eternidad del océano. Piensa que la aguarda una atmósfera cuyas leyes escapan de los límites de su propia capacidad de aprehensión. La noche se revuelve ahora en sus entrañas y se siente como un infante que no termina de conciliar el sueño. A pesar de sentirse en una época en la que por fin se considera dueña de sus acciones, en la que finalmente tiene la sensación de hacer cuanto quería hacer, Leticia sigue remordida por miles de inquietudes. Inquietudes que atañen a las amigas, a los compañeros de universidad, a la madre y a las hermanas, a su difunto padre. Más de dos décadas de vida no la han enseñado a pensar como el resto: lo primero que ve en una pecera de cristal, en el tronco de un árbol o en el portal de un edificio, es una sílaba temblorosa que procede directamente de un silbido de la Lástima. Y el aspecto presente en las calles, con sus decoraciones navideñas y sus capas de nieve cayendo de los tejados, no ayuda a cambiar la situación.

Donde quiera que vaya, Leticia no deja de sentirse así. Y sospecha que en algún lugar hay alguien que la escucha, e incluso escribe sobre ella, describiéndola de una forma mucho más nítida que la que logra ella misma en sus pensamientos. Pero con la brumosa ciudad ante sus ojos, no piensa que deba hacer nada. Aguarda a un sonido, una señal, algo. A lo lejos resuena la ronca sirena de un barco. El río sigue fluyendo perezosamente y los destellos iridiscentes de la navidad se desdoblan difusamente sobre él.




El lenguaje del silencio

Las palabras nunca cumplen su objetivo. Están ahí para aproximarse, pero nunca para llegar. La magnitud de los sujetos y sus emociones, sus pasiones, sus sueños, sus inquietudes y sus divagaciones es demasiado grande como para que un código incompleto e impreciso las domine. La mayoría de las veces fracasamos a la hora de expresar justamente lo que pretendíamos, convirtiéndonos sin saberlo en seres enigmáticos, incomprendidos, y en el fondo limitados por nuestra soledad.

Todos hemos experimentado el placer de la conversación profunda, en la que de verdad nos parece que han logrado arañarnos el corazón sin demasiado esfuerzo. En estas situaciones, las oraciones suelen jugar un papel secundario, una función periférica en la búsqueda de la verdadera comprensión. Al fin y al cabo, las palabras no fueron obra de Dios, sino del hombre: tantean, rastrean y provocan sin terminar de sobrepasar la aplicación práctica para la que fueron concebidas. Sólo en contadas ocasiones, y bajo determinadas circunstancias, exceden su propia función gramatical para adquirir la categoría de símbolos, sobrepasando de manera casi independiente el poder que tienen en su aspecto formal y no retórico. En todo caso, la oratoria no deja de ser un largo preámbulo para la auténtica comunión espiritual que se produce cuando las palabras dejan de ser necesarias, cuando una mirada o una pausa transmiten lo que no cabe en cuatro horas de conversación. Es el regalo definitivo para el hombre que ha vencido finalmente a las limitaciones del lenguaje, consagrándose al único idioma que dice siempre la verdad: el del silencio.




La croisade


"Supongo que lo descubrí cuando fui al internado. Allí aprendí que el hombre es malo por naturaleza, y que hay que aprender a defenderse. Aprendí que hay que luchar todo el tiempo, sobre todo siendo niño. Estoy hablando de luchar, es decir, darse palizas, lucha física".


Michel Houellebecq



Llega una edad en la que, mansamente, se acepta la idea de la inconsistencia de la felicidad. Mansamente, porque en el fondo no existe otra opción, salvo quizá la de fingir que no la hemos aceptado. Es una rendición espiritual que, al adelantarse por mucho margen a la física, ejercemos de forma prematura. Nunca deja de asombrarme la habilidad con la que la gente niega haber capitulado espiritualmente, y prosigue su camino esperando a la felicidad no ya como estado definitivo y continuo, sino como estado efímero y oscilante: la breve recompensa para la angustia con la que hemos tenido que lidiar. Se busca un laurel de quince minutos de duración.

Muchos creen que conseguirán retener ese laurel en el momento de la expiración, pero esto no suele suceder. La mayoría de los seres humanos mueren con poca dignidad, negándose a retirarse silenciosamente; incapaces, sobre todo, de aceptar la idea de marcharse sin haber dejado huella. De por medio, queda un mosaico de vivencias y sensaciones -a menudo distorsionados por caprichos de la memoria- que no puede legarse a nadie. Suponiendo que ese será nuestro final más probable, lo lógico es preguntarse qué demonios hacemos aquí.

Pero no hay respuesta. Es la única pregunta que no la tiene, porque al igual que sucede con la felicidad, no existe un estado ni una respuesta definitiva, sino una respuesta constante; una revelación que empieza desde este preciso momento y se expande a cada paso, a cada pensamiento, a cada parpadeo. La razón de ser de la existencia no puede comprenderse en sentido unidireccional, sino en sentido absoluto. Se encuentra en la lectura de todo libro, en la escucha de toda canción, en el flujo de toda conversación, en la ira de toda discusión. La "gran respuesta" no se alcanza, sino que se posterga: de algún modo nos acompaña, aunque marche siempre unos metros por delante. Por eso los filósofos han atacado sin piedad a sus inquietudes y preguntas en lugar de encogerse de hombros. El porqué siempre representa un preludio para nuevas capas de información que poco a poco se van separando, revelando tras ellas todo un panal de preguntas que a su vez conducen a panales más anchos. Es abrumador saber que nunca terminarán las preguntas, pero alentador el saber que siempre habrán nuevas respuestas. Se vive para invadir la verdad, no para tantearla.

Y de hecho, esta es una magnífica manera de ocupar el tiempo, de vivir con el cerebro desengrasado. Me irritan las palabras -muy auto-propagandísticas, por cierto- de Houellebecq porque transmiten una pseudofilosofía confusa, alienada, según la cual el hombre debe vivir en posición de guardia, siempre dispuesto a reclamar su espacio vital. Pero lo cierto es que los puños sólo sirven para romper la mesa. Mientras la lucha física deforma la materia, la espiritual la separa parte por parte hasta comprender definitivamente la razón de ser del conjunto. Para todas las cuestiones que atañen tanto a la vida como a la muerte, esa es la única cruzada que vale la pena. La lucha física deja cicatrices y cardenales. La espiritual, arrugas y luces. Un sinfín de luces.


La meditación del filósofo (1632), de Rembrandt Van Rijn. Museo del Louvre, París.

Manual del buen cínico

Cuando algo te parezca demasiado bueno, táchalo de pretencioso. Cuando te parezca demasiado simple, desdéñalo con un resoplo. Analiza paso a paso la obra que planeas desgajar: repasa la construcción gramatical de toda frase, la estructura de toda canción y la extensión de todo dibujo hasta que des con esa mota de polvo que nadie más ha podido ver, y que a ti te basta para descalificar todo el conjunto. No tengas piedad con las modas y las tendencias, y defínelas como subproductos de un débil y pasional anhelo humano de complicidad.

Instrúyete en las artes de la retórica y el poseurismo: es tu deber emitir sentencias corrosivas que te sirvan para desprestigiar todo esfuerzo ajeno sin moverte del sillón. Debes transformar lo objetivo en subjetivo haciendo que parezca justo lo contrario: que tus afirmaciones no parezcan artificios, sino triunfos de la obviedad. Pergeña una excusa que sostenga que no eres lo que deseas ser, sino lo que la ignorancia del mundo te ha obligado a ser. Prepárate siempre para encubrir tu envidia con el vituperio y sugiere que, si no te esfuerzas en superar los logros ajenos, es porque tienes cosas mejores que hacer.




Desarmonía

Todo individuo se debate entre dos sujetos: el que es, y el que desea ser. Conviven en él un conformista y un soñador. El primero se ocupa de lo presente, mientras que el segundo persigue la realización de un mañana que sólo existe en un marco de cálculos, conjeturas y posibilidades. Conforme pasan los años, el sujeto soñador ve cómo su tiempo mengua irremediablemente, con lo que la balanza ilusioria se desequilibra en sentido inverso hasta que el peso de lo irrealizado se traslada al platillo inicial, convirtiéndose en la ilusión de lo que pudo ser y no fue. El individuo concentra entonces su amargura en un universo pretérito que considera pudo ser diferente: sueña con volver atrás, convencido de que una distinta elección de acciones o decisiones le habría premiado con el presente que ahora, viejo y cansado, echa en falta. Visualiza un yo alternativo que goza de los logros que él no alcanzó. Pero ese yo alternativo, aun habiendo realizado los sueños de su yo inicial, seguiría poseyendo un sujeto soñador que lo impulsaría hacia diferentes metas; probablemente, las mismas que su yo original sí consiguió.

Puede decirse que, en algún lugar del mundo, existe un alter ego que codicia en secreto lo que nosotros tenemos, cuando a su vez codiciamos nosotros lo que tiene él. Bajo este indigerible principio de contrapeso y descompensación, nuestra raza ha sobrevivido hasta el día de hoy, enfrascada en una perenne lucha de intereses, un conflicto atemporal en el que cada uno persigue el equilibrio de su balanza, generalmente inconsciente de que dicho equilibrio sólo es posible -en muchas ocasiones- a costa de un desequilibrio ajeno. Al final nos volvemos cenizas, y dejamos en manos de nuestros sucesores una atrofiada herencia para que la guerra desequilibrante se perpetúe, y de paso, no falte nunca un sentido para vivir.


Memorándum

Me gusta Davinia porque huele a lavanda, y con su cuerpo bajito y su pelo corto y castaño parece un árbol pequeño en otoño. Me trae el desayuno todas las mañanas y se queda un ratito a charlar conmigo. El caso es que yo nunca he sido mucho de hablar, pero eso ella lo ha sabido ver desde el primer día, y además no le importa. Me hace sentir bien. Un día me dejó un cuaderno y me pidió que lo usara para explicar por qué creo que estoy aquí, y eso intento, pero es difícil saber por dónde hay que empezar.

Yo pienso en la distancia de mi padre, en la forma con la que mi madre hablaba de mi hermana, siempre tan orgullosa, y en cambio procuraba no mencionarme a mí; pienso en los chicos que me restregaban la cara con mi bocadillo de chorizo mientras todos los del patio formaban un corro alrededor. A veces he llegado a preguntarme para qué me dejan vivir cuando con un desperdicio lo suyo es tirarlo a la papelera y empezar de cero. Eso es lo que debí pensar el sábado justo antes de coger el cuchillo, porque la única esperanza que he tenido en muchos días de mi vida ha sido la de acostarme confiando en que a la mañana siguiente me despertaría siendo una persona diferente. O a veces pienso que el problema no está en mí, que es la crueldad. La crueldad es un sentimiento bonito, o me lo parece. No es que yo sepa mucho de ella, pero siempre se han empeñado en restregármela por la cara.

Se llamaba Alicia. Hablo de ella en pasado porque, como dice Alberto, que creo que es el único amigo que tengo, hay que pasar página. Ella no tuvo la culpa de nada: soy yo, que me enamoro de toda mujer que me dirija más de tres palabras seguidas. Mirándome al espejo pienso que yo tampoco me dirigiría más de tres palabras, la verdad, y además tengo una mirada de esas que incomodan, porque la mayoría de las veces me parece que la gente habla como con segundas intenciones, de modo que me quedo un rato parado a ver si consigo entender lo que quieren decir. No soy muy listo, aunque Alicia me encontraba gracioso. Incluso conseguía que me salieran las ocurrencias que sólo me vienen cuando estoy a solas, y no cuando quiero que las oigan las demás, para que vean de una vez por todas que tengo mi astucia y eso. En clase de gimnasia me caí al suelo cuando intentaba agarrar la pelota que habían bateado los del otro equipo, y al incorporarme vi cómo Alicia hacía el ademán de levantarse del banco para ayudarme. Vamos, Adrián, gritaba. Qué rojo me puse, y eso que no quería. Raúl y los gilipollas estos se dieron cuenta y dijeron que seguramente me había corrido del gusto, por eso me pasé el resto del partido sin fuerzas y como cabizbajo. Eso me pasa cuando doy el día por perdido. Pero después Alicia se me acercaba con su sonrisa de siempre, y con eso yo entendía que seguía estando de mi lado. La chica que me gustaba en segundo, Cristina, no actuaba así: debió pensar que ser amiga mía la haría perder popularidad. Alicia tenía mucha más personalidad, y dentro de lo que cabe, creo que yo le gustaba tal y como soy. Por eso saqué fuerzas. La noche anterior, como casi no había podido dormir, me había pasado mucho rato enfrente del espejito que tengo. El marco lo componen cuatro dragones que se muerden la cola. En él me veo como si jugara una partida de rol y pudiera ser el personaje que yo quiera. Tenía más o menos las palabras, que eran las más sencillas, porque cuanto más me esforzaba en parecer sorprendente u original menos sabía lo que estaba diciendo. A veces pierdo el hilo de mi propia conversación, por los nervios, y por eso en fiestas me pongo a beber muy rápido para que se me pasen. Casi siempre funciona, aunque el verano pasado no funcionó y acabé sentado cuatro horas junto a las vías del tren hasta que Alberto me encontró allí y me llevó a casa.

Yo estaba muy confiado, de verdad, pero esperaba otra cosa de Alicia. Si hubiera estado más pendiente de mí, igual habría sido distinto. Me pasé como dos horas parado en una esquina, fijándome en lo que hablaba con sus amigas para ver si decía algo de mí. Olga, la prepotente esa que parece una cigüeña y lleva un moño horrible, me echaba miraditas; pero con esas cosas nunca se sabe. El caso es que yo estaba a punto de invitar a Alicia a un cubata cuando apareció Raúl. En los vestuarios ya había oído algo en plan: a Alicia me la casco yo estas fiestas, ya veréis, pero como es un imbécil y ella no se junta con gente así, pues no le di mucha importancia. Pero pasaba el tiempo y ellos dos cada vez se juntaban más. Empezaron a reírse juntos y a bailar pegados. Yo ya iba por el séptimo cubata, o el octavo, no lo sé: también había bebido mucha cerveza. De pronto los miré y estaban besándose. La gente se acercaba y decía uuuuh, uuuuh, como silbando. Yo miré a Alberto y le pregunté si tenía un cigarro. Me dijo que no, de modo que terminé de beber y volví a casa. Me puse un vaso de agua y me asomé por la ventana de la cocina. En el patio de vecinos apenas se veía nada con la oscuridad. Me puse a hablar conmigo mismo, y hasta me reía yo solo. La señora Concha se asomó para gritar qué hacía despierto a esas horas, y yo la mandé callar por cerda e hipócrita. Le compra a su hijo todo lo que le pide, aunque no sepa escribir ni su nombre y venda porros en el parque. Grité: que os follen a todos, hijos de puta, yo voy a hacerme una paja y acostarme, pero en vez de eso agarré el cuchillo grande de la carne y me rajé con fuerza en la muñeca. Recuerdo que se me fue la vista a la pared, y joder, menudo chorro salía. A pesar de eso yo seguía riéndome, creo recordar. Mi hermana pequeña apareció de pronto en la puerta. Se conoce que yo estaba en el suelo, medio desmayado; lo siento por ella y por lo que vio. Sólo tiene cinco años.

La verdad es que no vi túneles, ni luces blancas, ni nada por el estilo. Eso es para los pusilánimes religiosos. Yo sólo sé que me desvanecí, y al abrir los ojos estaba en esta misma cama. Mis padres y mi hermana vienen a verme aunque en el fondo aquí se está bien: cada día me sirven la comida y me cambian las sábanas, y también me dan medicamentos y me ponen alguna que otra inyección. Una tipa gordísima viene de vez en cuando a hacerme preguntas. Se la ve muy convencida de poder ayudarme, y dice que yo no tengo nada de raro como persona, que sólo necesito moldear mis valores y la opinión que tengo de mí mismo. En verdad creo que no tiene ni idea de lo que dice, y además se ultra-perfuma como si con eso quisiera dar imagen de éxito y sólo consigue parecer un cubo de pintura con patas. No tiene nada que ver con Davinia. Davinia sabe escucharme, sonríe siempre y no para de decir que soy un chico majísimo. No le ha hecho falta estudiar psicología para entenderme. Me llama la atención que los médicos me dijeran que no hay en el centro ninguna enfermera llamada así, pero debe ser porque es nueva. En fin, tal vez con el tiempo lleguemos a conocernos mejor, y quién sabe si en el futuro llegaremos a algo más serio. Cogernos de la mano, besarnos, vivir en un piso, tener niños; esas cosas. Estoy convencido de que podemos. Pero tampoco quiero precipitarme. Tengo que hacer las cosas con calma y pensar bien en lo que le voy a decir. No quisiera llevarme un palo y acabar haciendo alguna locura.



El pánico


Las lenguas incandescentes se elevaron en la noche. A Jesús le pareció que las llaman lamían las estrellas, viéndolas desde donde estaba, sentado a horcajadas sobre el follaje y cubriéndose la mano de tierra e insectos aplastados.
- El mar no perdona… inunda las calles… y los hombres abren sus ojos, espantados ante la ola eterna que los engulle…
Fran alzaba los brazos y cantaba, aderezando su ebrio discurso con algún que otro eructo. Jesús llevaba un tiempo viéndolo todo a través de un cristal furioso y deforme, como quien permanece frente a un libro que detesta pero que no puede dejar de leer. Odiaba el fuego, odiaba la noche y la cerveza sabía a hiel. Pero no podía mover un solo músculo.
Fran movió los brazos y arrojó algo a la hoguera.
- Feliz navidad- eructó de nuevo-. Sabes, el alcohol es el desayuno de los poetas. No ha habido genio que no haya gozado de su trabajo entre tragos.
La voz de Fran sonaba diferente de cuanto había oído en los diez años anteriores. Los separaba una especie de velada lejanía. Sus palabras también le sabían a mierda, pero por algún motivo sentía que entre ellas se escondía algo parecido a la reinvención; una catarsis que se aproximaba, inminente, como la oscuridad se acerca al moribundo.
- Adelante, Jesús. Tíralo.
Sacó la cartera de su bolsillo y la abrió. La fotografía de Eva frente a la noria estaba en el mismo lugar de siempre. Movidos por el viento, los cabellos tapaban parte del rostro de la chica; el brazo izquierdo no se veía al estar ella en escorzo, pero tras la espalda asomaba claramente la nube de algodón de azúcar.
- Hay que abrir un nuevo amanecer, hermano.
No quiso ver cómo se consumía aquél recuerdo. Pasó a rebuscar entre su pequeña mochila hasta sacar el ejemplar de “historia de una escalera”. La lumbre de la hoguera permitía, a duras penas, vislumbrar la atípica letra de Eva en la primera página: algo sobre la felicidad y el amor eterno, sobre motivos para sonreír y para amar la vida. Luego el nombre de ambos, y una fecha que databa de 1.994. Todo acabó en el fuego.
Fran aullaba bajo la noche como un indio Cherokee.
- ¡Se acaba un día y amanece otro!
Y daba vueltas, más vueltas sobre sí.
- ¡Libres!
La mochila entera voló hacia el resplandor anaranjado. Jesús miró un instante la botella de ron: pensó en beber, pero se sintió incapaz de hacerlo. Se aproximó a las llamas y vertió allí el contenido: la lengua de fuego crepitó con repentino estruendo y el grupo circundante de olmos pareció revelarse ante ellos para después apagarse de nuevo.
Fran se aproximó hacia él y lo abrazó. Sobre sus mejillas, por la espalda, por la cintura, las manos no se movían como un alivio sino como una horrible carga. Jesús pensó que había un depresivo tinte de locura en la situación. Después pensó en entrar él mismo en la hoguera.
- ¿Te das cuenta? – lloró Fran-. A kilómetros de aquí, la gente brinda en la mesa y escupe pepitas de uva… para celebrar nada. Se atañen a la excusa del calendario para reunirse con sus familias y fingir que son felices, y que los próximos 365 días serán mejores.
De pronto imaginó algo absurdo.
Vio a Eva abrazando a su padre, vestida con aquél jersey negro que compraron dos semanas antes de otro día que también estaría marcado en el calendario. Jesús nunca había estado seguro de haber estado consciente aquél día, entre el amasijo de hierros del coche y otro resplandor, más corto pero muchísimo más intenso, asomando por fuera de las ventanillas sin cristal. Sólo recordaba que el mundo se veía al revés desde donde estaba. La carretera era el cielo y las llamas caían desde él hacia las nubes blancas del suelo.
- Tú no necesitas nada de eso. Ni siquiera deberías creer en lo justo y lo injusto. Gocemos con lo que tenemos, hermano.
Se le quedó la voz en el pecho. Pensó en decir algo hermoso. Una única palabra que pudiera expresarlo todo.
- Eso es, hermano. Suéltalo todo.
Imaginaba las lejanas luces de la ciudad reflejando una insoportable inmundicia a lo largo de las paredes de las viviendas. Imaginó el universo replegándose sobre sí, devorando todo rastro de luz y de vida hasta arrasar su cuerpo.
De pronto, las manos de Fran le obligaron a mirarle mientras le decía que mañana sería un nuevo día. Y sintió que el pánico, al menos por unos segundos, enflaquecía.



Sensual Stream of Conciousness

La atraviesa un corpóreo estruendo de hormigón. En su postura horizontal, deja fluir un sobresalto que recuerda a la súplica de los desamparados. Lánguido, sacramental, el gemido decae en un arpegio que retrocede de la laringe al vientre. Algo despierta entre la maleza aterciopelada que ahora forman las sábanas: un puño se aferra al ángulo del camastro, como el de quien está a punto de caer por la borda; pero la agitada marea del Pacífico no espera debajo, sino encima. La húmeda y ovoide profundidad de unos labios abiertos se cierne sobre su hombro, donde la carne abandona la atmósfera para sumergirse en una burbuja salivada y termal. La melodía olvida su estribillo, se libera de su estructura y se desquebraja en una atolondrada fanfarria en la que saltan las cuerdas y vuelan los arcos de los violines. La medida racional del tiempo y del espacio queda subyugada al poder de una comunión que, por fanática y dopamínica, desgaja la percepción de la materia y domina el sentido secuencial: el instante se distorsiona y no parece acabar nunca. Y cuando la espuma rompe finalmente contra la presa, abriendo una fuga de agua gélida, los dos amantes se dejan caer en el vacío de su propio abatimiento y respiran hondo, sintiendo cómo el eco de esa vibrante corchea huye del calor de sus cuerpos y se confunde entre la humana atmósfera de la habitación.



René Magritte, Les Amants (1928 -National Gallery of Australia).

XIV


Veo cómo un lento contorno
se perfila. Sombras de tinta
que dan forma a tus ojos.
La tierna curva que afila
en la nariz un ángulo ansioso.
Veo una acera en la que darías
cuerpo a un mero esbozo,
voz y rostro a la sinfonía.

Y puestos a soñar, veo:
una mano sobre la mía,
dos andares que en paralelo
pisan la ciudad con malicia.
Bajo la llama, ese deseo
que una casta mirada cobija,
y un amanecer en el negro
del café que espeja tu sonrisa.

Pero si del papel alzo la vista,
descubro el frío y el silencio.
Un espejo en la pared vacía
responde al hombre que ahora veo:
ese loco de las poesías
ve cómo se le escapa un sueño.

Tedio


Cerró despacio la puerta del dormitorio, con el cepillo de dientes en la boca. Alberto seguía recostado contra el cabezal de la cama: tras de las lentes, su calmosa mirada permanecía fija en el libro.
- ¿Sigues con Freud? – preguntó ella, con las vocales diluidas entre la pasta de dientes.
Alberto asintió con un murmullo. La saliva y la pasta cayeron en la pica del aseo.
- Fíjate cómo se ha puesto la niña – dijo María, retomando el tema anterior-. Y todo porque le hemos dicho que irse a vivir Valencia es una chiquillada. ¿Tú te has dado cuenta de lo poco que tolera los consejos? Y cada vez menos… hay que ver.
Retiró la toalla de la cara. No adivinaba de dónde había salido ese cúmulo de arrugas que se reflejaba en el espejo, ni por qué aquella apagada sobriedad permanecía bajo los párpados incluso por las mañanas.
- Alberto.
Sobre la cubierta del libro, los ojos se elevaron apenas un milímetro.
- ¿Tú crees que la estamos perdiendo?
Alberto la observó, enarcando las cejas. Si no le hubiera llamado por su nombre, habría pensado que la pregunta iba dirigida al propio espejo.
- Mujer… - cerró el libro y se quitó las lentes con una mano-. ¿No estarás siendo un poco drástica? Davinia cumple diecinueve dentro de un mes. Ya no es una niña, por mucho que la sigamos llamando así. Empieza a tener ideas, eh, planes, pues que… pues que no se corresponden con los tuyos. Tarde o temprano lo vas a tener que aceptar, pichurri.
En el espejo, los ojos emblanquecieron. María se aproximó a su lado de la cama.
- Ya estás con esas- refunfuñó-. Como si fuera yo la única que está encima de él. Tú también te las traes cuando vuelve a casa a las tantas o cuando se tira hora y pico al teléfono con el tal Patxi, menudo ése… ¡y quiere irse a vivir con él! Dios quiera que se le pase la tontería pronto.
Alberto miró a su esposa mientras se metía en la cama y se cubría con la manta hasta la cintura con movimientos bruscos.
- Cariño, yo quiero lo mejor para ella –dijo él-. Igual que tú.
- Ajá. Pues si no fuera porque de vez en cuando te toma el pelo como quiere y eso te pone negro, nadie lo diría. Estás todo el día ahí con tus libritos y tus informes, y al final soy yo la que carga con todos los follones de la casa. Dicen que los tiempos han cambiado, pero yo me sigo sintiendo un ama de casa. Qué barbaridad.
Él dejó el libro sobre la mesita y apagó la luz.
- María, descansa un rato, que te hace falta.
María se había quedado apoyada contra el respaldo con los ojos muy abiertos, anclados en las imágenes sin sonido que proyectaba el televisor sobre la cómoda, al fondo del dormitorio.
- ¿Habrán llegado a estar en la cama?- dijo, con un hilo de pudor en la voz.
Algo se oyó revolviéndose en la oscuridad.
- ¿Davinia y Patxi? – dijo Alberto.
María asintió sin palabras.
- Pues es posible, cielito.
La pantalla mostraba a los jóvenes protagonistas de aquél reality deambulando por la casa sin hacer nada en concreto. Había una pareja tumbada en un sofá: un joven de cuerpo fibroso rodeaba con el brazo a una chica que no tendría más años que la propia Davinia. El joven besuqueaba sus hombros desnudos.
- Pichurrín, si estás pensando en algo… que te conozco- dijo la voz cansada de Alberto, bajo la manta.
María suspiró, y después trazó una débil sonrisa.
- Qué suerte tienen, ¿verdad?
La habitación era la zona más silenciosa del hogar a cualquier hora. Por la noche no se oía un susurro.
- Tú y yo también nos divertíamos a veces, ¿eh, Albertín? Me acuerdo de aquella vez, en el motelucho de Cádiz…
Continuaba sin despegar los ojos de la pantalla. Mirando a través de ella. Sonriendo.
- … qué locuras. Pero qué bien sentaba hacerlas. Tú también te defendías. Me lo hacías la mar de bien…
Un estruendo grave creció en la penumbra. Alberto roncaba bajo la manta.
- … claro que ya hace mucho de eso.
Cerró los ojos y se estiró sobre la colcha. Se tapó hasta los hombros y respiró profundamente, colocándose de lado a espaldas de su marido. El televisor permaneció encendido. Los jóvenes seguían besándose sobre el sofá.


Labrar la arena

La inspiración no existe. Incendiemos ese mito de una vez por todas. Sirve de poco quedarse sentado hasta que una providencial visita de las musas nos ilumine el camino. Ya sea el motivo de nuestro trabajo un texto, un cuadro, una canción o el diseño de una lámpara, no nos será de gran ayuda aguardar a la reverberación de una nota adecuada. Si uno quiere realizar una idea ha de perseguirla, porque las ideas pueden venir ocasionalmente a por nosotros, pero tienden a ser de lo más veleidosas e impuntuales. Sólo se ablandan ante quien las quiere de verdad.

Aquellos a quienes consideramos hoy los grandes creadores de la humanidad han expresado, a su manera particular, su rechazo hacia el arquetipo cómodo y romántico del artista. Algunos, como Camilo José Cela, han sido tajantes y diáfanos: “la inspiración es una bobada. A mí, además, me cuesta horrores escribir. Yo creo en el trabajo duro”. Otros, como Ray Bradbury, han insistido en una teoría de la que los más pedantes suelen recelar: la necesidad de combinar ese agresivo componente de esfuerzo y trabajo con uno más humano y pasional: el gozo y la ilusión. “Miren ustedes las elongaciones de El Greco y díganme, si pueden, que su trabajo no lo hacía feliz. ¿De veras pretenderán que el Dios creando a los animales del universo de Tintoretto se basa algo menos que “diversión” en el sentido más amplio y verdaderamente comprometido?”.

Porque, ciertamente, crear no es algo fácil. Relean ese soneto que compusieron en treinta minutos y díganme: ¿están plenamente satisfechos de él? Si no es así, muy probablemente sea porque son ustedes exigentes y guardan intenciones honestas en cuanto a sus creaciones. La corrección suele ser el aspecto más tortuoso: cuesta horrores volver sobre lo andado. Pero si continúan adelante es porque aún mantienen esa llama que les guió en la tenebrosidad desde el principio: tienen ilusión en conseguir un trabajo bien hecho. Esto nos devuelve al elemento del gozo, al que yo considero que hay que llevar por bandera. De algunos artistas, como Van Gogh, Bécquer o John Keats, tenemos una visión un tanto simplona: la del hombre que utilizó el dolor y el sufrimiento como leit motiv de sus creaciones. Pero si Van Gogh se esforzaba con sus cuadros, ¿no sería porque el acto de pintarlos lo exorcizaba de su dolor? David Lynch expone lo siguiente en su maravilloso libro Catching the Big Fish: “cuanto más sufra un artista, menos creativo será. Es de sentido común: es menos probable que disfrute de su trabajo si sufre, y más probable que esté dispuesto a producir obras de verdadera calidad si disfruta”.

Siempre recuerdo a cierto hombre que conocí en Sevilla. Regentaba una tienda de modelismo, una de las pocas que quedan a día de hoy. En la trastienda guardaba una enorme maqueta que representaba una estación ferroviaria de la posguerra. Entre la familia y el empleo apenas tenía tiempo para dedicarse a ella, pero después de quince años la maqueta era una auténtica maravilla que se extendía a lo largo de varios metros de pared, rebosante de colorido y detalles. El hombre había diseñado, montado, pintado y modelado la mayor parte de los elementos. Había creado su Capilla Sixtina particular. “Transportad cada día un granito de arena y haréis una montaña”, dijo Confucio.

Es una tarea de pescadores. Armarse de paciencia frente a la laguna, manteniendo las manos firmes sobre la caña y estar constantemente preparado para el momento de tirar del sedal. Y creo que la mayor parte de cuanto hacemos en la vida debería parecerse a eso: aceptando que habrá dificultades en el camino, y enfrentándose a ellas sin correr demasiado ni tampoco pararse del todo. Es un principio retroactivo: la ilusión alimenta a la constancia, y la constancia sirve a la ilusión. Personalmente, no voy al trabajo pensando que el día vaya a ser magnífico; pero si no magnifico yo al día, sé que en el fondo no trabajaré nada. Y eso es, precisamente, lo que más tengo en cuenta mientras escribo estas líneas. Punto y final.

Santuario


Dejó la pinta sobre la barra y se limpió los labios con la manga del jersey. Ya no prestaba atención al escenario, sino a la chica. Estaba sentada en la esquina, y al igual que él, parecía haber venido al local sin compañía. Juraría haberla captado espiándole un par de veces con el rabillo del ojo, pero no estaba seguro.
- Parece bueno el tío éste, ¿no?
Ella se giró con una inmediata sonrisa, lo cual le reconfortó.
- Es la tercera vez que lo veo- respondió ella-. Iba a venir con mi ex, pero dice que está ocupado. No ha tardado mucho en olvidarme, así que ya ves.
Era castaña, más bien obesa, y llevaba dos pendientes con la figura de una libélula. También tenía un curioso fondo de soledad en la mirada, en la voz y en sus propios gestos. A Sergio, todo aquello le sugería un patrón de comportamiento que le recordaba a Laia.
- Entonces, tú y yo nos parecemos- dijo Sergio.

Son las dos de la madrugada y Sergio se levanta de la cama.
Se asoma por el balcón en calzoncillos. No se siente con frío, pero el denso tráfico que aún circula a esas horas le da dolor de cabeza.
Se sienta en el sofá del salón. Silencio absoluto, nada. El televisor, con la muda pantalla en negro, parece no haber funcionado jamás. Hay una libreta abierta a un lado de la mesita. La página está cubierta de aleatorias pintadas de colores, tal y como la dejó Daniel.
Enciende un cigarro y saca un lápiz del estuche.
“Se parece a Laia. Todo lo que hace, lo hace para quitarse la pinta de modosita que tiene. Es medio actriz, o eso dice. Cuando subimos al piso de arriba en el Kojibo, me dijo al oído que quería comerme la polla”.
La puerta del lavabo, al fondo del pasillo, vuelve a agitarse con la corriente de aire. Eso le hace pensar en Daniel. Daniel siempre llora por las noches cuando oye ese ruido: cree que hay alguien más en casa. Sergio llega a su cama y lo consuela. Lo cierto es que hace semanas que nadie entra en casa, salvo el propio Daniel. Ni siquiera Laia entra allí para dejar al niño.
“Anoche volvimos a quedar. No estaba seguro de querer volver a verla, pero ella insistió. Me tiró contra el sofá y me quitó los pantalones. Después de hacerlo, fumamos juntos y me dijo algo raro. Me dijo que Fernando, su ex marido, la putea con mensajitos en los que le habla de las tías a las que se tira. Juraría que en el Kojibo me dijo que se llamaba Francisco. Creo que miente en otras cosas. Creo que miente en muchas cosas.”
Levanta el bolígrafo del papel. Se lleva de nuevo el cigarro a los labios.


- Creía que lo habíamos hablado claro, Sandra. Yo no quiero hacerte daño, pero…
Al otro lado del auricular, algo se quebraba y se deshacía en pedazos. Sergio había comprobado cómo se podía bajar del paraíso al infierno en tan sólo dos semanas. Si por lo menos la chica se hubiera comportado en la cena del trabajo… pero verla llenando sin descanso la copa de vino, interviniendo repetidamente en conversaciones que no iban con ella y oírla decir que “en esta vida, la más puta se lleva el bote” había sido demasiado. Se sorprendió al advertir que no sentía la más mínima compasión por ella: la cuestión había pasado a preguntarse qué sucedía con su vida, en la que todo se torcía en una dirección imprevista sin que él se sintiera responsable de ello.
- Hemos hablado ya. No puedo estar contigo. Además, creo que necesitas ayuda, y seria. Creo que no te quieres nada.
De pronto, se detuvo. Con el móvil en el oído, frunció el ceño y permaneció inmóvil un segundo.
- ¿Cómo que en mi puerta?
Corrió hacia el recibidor. Se pegó a la mirilla de la puerta: el rellano permanecía en completa oscuridad, hasta que una luz azulada irrumpió de pronto junto a la puerta, revelando un perfil casi fantasmal sobre el cual corrían lágrimas. Los dientes, bañados en un azul polvoriento, dibujaban una sonrisa incoherente; sin lógica.


“A veces duermo en el cuarto de Daniel. Es una cama es muy pequeña, pero duermo bien. Es como un santuario. Allí no pienso en lo que no quiero pensar. En el sofá o en mi cama me acuerdo enseguida de Laia. Pienso en lo que no está. Pero cuando duermo en una cama de crío, y pienso como un crío, no pienso en nada. Todo está bien.”

Daniel corría hacia los columpios mientras él sacaba el paquete de tabaco. El niño se asió a las cadenas mientras rogaba a su padre con la mirada.
- Venga, Dani. Vamos a jugar, sí.
Empezó a empujar el columpio con una mano, mientras fumaba con la otra. Daniel reía y levantaba las piernas en el aire. El parque se inundaba con los gritos agudos y los pateos al balón. La reciente lluvia había formado charcos en el barro, bajo los balancines y en los extremos de los toboganes.
En los charcos, Sergio veía el reflejo de alguien que no reconocía del todo. La descuidada longitud del pelo y la densidad de la barba guardaban una relación directa con el aspecto de su casa, con la pica atestada de platos sin fregar y la mesa del salón repleta de ceniceros, botellas y libros a medio terminar. No siempre había sido así. Desde luego que no.
Una pelota cubierta de fango rodó hacia sus pies. Daniel bajó del columpio y la agarró de inmediato.
- Daniel, no se toca. No es tuyo. Caca.
Miró a su padre con esa mirada con la que los niños fingen no comprender. Otro niño, rubio y algo mayor que Dani, se puso frente a él.
- ¿Lo ves? Es suya. Dásela.
- Nah, que jueguen juntos, ¿no?
La voz venía de una mujer delgada y con una expresión risueña, más bien tímida. Sergio la miró. Parecía ser de su misma edad, pero tenía una mirada transparente. Y unas mejillas redondeadas. Como las de alguien que lleva una vida limpia y sana.
- Lo siento –dijo Sergio-. Es que lo tengo en la etapa de “lo quiero, lo quiero”.
- No pasa nada. El mío también. Y, viste, ahora estamos solos. Y me coge malos vicios.
Notó, más allá de la brevedad de palabras y el recatado acento, una precoz afinidad que escapaba de la dimensión de las palabras.
- No os había visto por aquí, ¿vivís lejos? – preguntó Sergio.
- Bueno, vivíamos. Me quedé con la custodia, recién nos mudamos hace una semana. Me gusta venir acá con el nene, me distrae de otras cosas.
Sergio no supo qué decir por unos segundos. “Ya veo”, creyó haber dicho, aunque ni él mismo estaba seguro. A pocos metros, Daniel y el niño rubio se lanzaban la pelota con las manos. Parecían haberse hecho amigos.


Falacias




No os asustéis. No pretendo convertir este local en un escenario de tertulias balompédicas. Ni siquiera sería una buena idea: admito desde el primer momento que mi amigo Dëagol, dueño de El Uno Por Cien, ofrecería una visión mucho más plausible y documentada de lo que pienso exponer a continuación.

A no ser que tengáis la suerte de vivir en una aldea incomunicada, sin televisor ni acceso a Internet, los hechos os serán ya sobradamente conocidos. Un equipo cuyo presupuesto alcanza los cientos de millones de euros pierde estrepitosamente contra uno que milita en divisiones inferiores, con un presupuesto propio de tal categoría. Al día siguiente, uno se topa en su puesto de prensa habitual con una portada que se ceba con el entrenador del equipo de marras y exige su cabeza en bandeja de plata, a pesar de haberlo apoyado a principios de temporada.

Si omito nombres es porque son del todo innecesarios. Nos encontramos ante la mera punta de un iceberg mucho más grande y peligroso, especialmente porque tres cuartas partes de su tamaño permanecen ocultas bajo la superficie. Dicen que hemos progresado mucho desde la época franquista, pero pienso que los medios de comunicación siguen siendo un arma terrible aunque no obedezcan a las exigencias de una agenda política extremista. Siguen tratándonos de títeres cuando les conviene. Les imagino en su redacción, lo que bien podría ser una caverna de murciélagos o un nido de cuervos, fraguando metódicamente su particular conspiración: hay que buscar pronto a un chivo expiatorio. Un hombre al que tirar la primera piedra antes de que la gente empiece a concentrar su atención en el verdadero quid de la cuestión. La culpa no la tiene la política derrochadora que ejercen los directivos de los clubs deportivos importantes, ni la pasividad de los aficionados, que aun conscientes de la desigualdad económica global y de la situación vigente en el tercer mundo, toleran dicha política; y por supuesto la culpa tampoco la tenemos los periodistas, que tenemos la responsabilidad de informar al mundo y no de confundirlo… no, la culpa es del entrenador. Punto en boca.

No es un problema exclusivo del diario Marca, ni tampoco exclusivo de los diarios deportivos. En los medios de comunicación de este país se aprecia cada vez más un trasfondo de “totalitarismo periodístico”, que es un eufemismo para no decir “manipulación”. Cada vez hay menos interés por la verdadera labor para la que fue concebido el periodista, que no es otra que investigar; deshilachar capa tras capa hasta alcanzar esa pepita de autenticidad que escapa al ojo común. Por el contrario, ha crecido el interés en manejar al público ofreciéndole nada menos que lo que quiere leer, asegurando así una buena tirada de ejemplares diarios vendidos y promoviendo el verdadero deporte nacional dentro de nuestras fronteras, que es el relax y la gandulería. Prensa deportiva, prensa rosa, locutores de radio con tendencias demagógicas, presentadores de televisión que deliran de poder y de grandeza, noticiarios al servicio del ideario político de sus directores… todos tienen una pizca de la culpa, y más nosotros por permitirles sus tejemanejes. Los hay mucho peores, como los que se venden a sí mismos como “progresistas” mientras cobran un dineral por presentar un programa que nadie ve. Mareos, náuseas y enfermedades por todas partes. El nido de cuervos ya no es un rincón apartado: ha invadido nuestro hogar y nuestro pensamiento.

Insisto en que un indocumentado como yo quizá no sea el más apropiado para hablar de todo esto, pero seamos periodistas o no, todos tenemos que empezar a pensar un poquito por cuenta propia. Porque a día de hoy gozamos de acceso ilimitado a la información; tan ilimitado que a veces puede indigestar, especialmente si los que se encargan de proporcionárnosla nos sirven el plato equivocado y encima vuelven a casa con la conciencia tranquila. Hace pocos años, el Pentágono reconoció que se estaba planteando la posibilidad de difundir noticias falsas para obtener así un mayor apoyo social de cara a la inminente invasión de Irak. Cierto amigo mío tiene ese recorte de prensa pegado al televisor, para recordarlo cada vez que lo encienda. A este paso, nos lo tendrán que pegar en la frente, para tenerlo presente cada vez que salgamos a la calle.

Por favor, no os lo creáis todo. Y menos a mí.

Muevan ficha


Muevan ficha...


Porque dentro de este extraño, masivo, caótico tablero de ajedrez en que cabalga la humanidad, cada uno ocupa su casilla, presuponiéndola más preciada que las demás.

Sin embargo, los colores no engañan: vistas desde arriba, todas parecen iguales. Es mucho más abajo donde hay que mirar. Lo cual supone un esfuerzo extra.

Por ello, enumeraré algunas cosas que particularmente me enamoran; y después, algunas cosas que me empujan a la náusea. Y mi única petición es que no comenten ustedes nada al respecto. Simplemente, respondan enumerando su lista particular.

Quiero asegurarme de que no todo son peones puestos en fila.


Lo que me hechiza:

- Los cielos, y sus distintos rostros. Los cambiantes guiños de las nubes. El poder sugestivo de ese tapiz celeste que todo lo envuelve y todo lo domina.

- Los detalles. Esa pequeña muesca en la esquina de la mesa. Ese pequeño lunar en el sótano del labio. Esa pequeña hormiga en la cresta de tus zapatos.

- Aquellas cosas que no sabemos explicar. Por qué Julia se enamoró de ti o de dónde salió ese tipo que años más tarde sigue siendo tu mejor amigo. Qué tenía Fédor Dostoyevski para representar de tan soberbia manera las emociones más oscuras y complejas. Por qué existen la suerte o la casualidad; y si no existen, por qué no.

- La imaginación. Esa privilegiada herramienta con la que podemos erigir ciudades y destruir vidas sin que suceda fuera de los muros de nuestra mente… aunque a nosotros nos parezca que ahí fuera también lo han notado. Nuestra capacidad de anticipación, de sugestión, de evocación. Los sueños, que a veces nos llevan a preguntarnos si acaso no habrá entidades impenetrables durmiendo dentro de nosotros, o ecos de fantasmas de vidas pasadas.


Lo que me embruja:

- La incomprensión. Lo torpes que resultamos en ocasiones a la hora de ponernos en la piel del prójimo. La increíble ligereza con la que nos damos el gusto de juzgar a los demás… o juzgar por los demás.

- La inestabilidad. Que seamos tan poco lineales, tan maleables, tan imperfectos. Que unas veces seamos de acero y otras de seda. Que pasemos de la claridad a la borrasca en lo que dura un suspiro. Que hagamos diana en el primer tiro y nos demos en el pie al siguiente. El no saber qué hacer con el volante cuando aparece un ciervo en el camino.

- Los árboles talados. Las flores aplastadas. Las pieles de foca colocadas en largas hileras, secándose al sol. Que la epidermis de un cocodrilo termine sirviendo de bolso para una puta damisela caprichosa. La falta de escrúpulos que hemos mostrado a la hora de agradecer el permiso de vivir en un lugar tan hermoso. Nuestra voracidad. La enfermiza, colérica, calamitosa e inexorable plaga que representamos.

- La ceguera. Que no seamos conscientes de lo que somos capaces de hacer. Que bajemos los brazos cuando aún no se ha acabado la contienda. Que seamos incapaces de ver más allá de lo que nuestros ojos o nuestra experiencia previa nos permitan. Nuestra esclavitud: la que nosotros mismos nos imponemos cuando no nos atrevemos a escapar de allí donde nos sentimos encarcelados o insatisfechos.



Basta. Ahora les toca a ustedes. Muevan ficha.

The Dark Side of London


0:27 A.M.

Dice que le quites las manos de encima, hands off. ¿No le ves el dedo? Casado. Married, sí. Sergio, ¿a cuánto está el privado aquí? Dicen que a cincuenta libras, como para pensárselo. ¿Con cuál te quedas? Voy por la portorriqueña esa de la barra. Para el carro, ¿sabes que no las puedes tocar? A mí con que me calienten un poco me vale. Oídme, muchachos, el armario ropero de la entrada dice que conoce damas de compañía, pero no trabajan en locales. ¿Cómo está eso, Carlos? Ya me has oído. ¿Putas, dices? Y de postín, tú. Pregúntale si pueden traerlas a la habitación del hotel, ¿se puede eso? Vaya, eso está hecho, pero primero vámonos para Covent Garden, que si vamos a agenciarnos un felpudo británico, prefiero que me salga gratis.

1:38 A.M.

Te digo que nos han mirado nada más entrar. ¿Cómo que qué nariz tan fea? Coño, Albert, ni que te la quisieras follar por la napia. Además, las pichurrinas éstas se mueren por la carne mediterránea, y si no, al tiempo. Y Carlos, ¿dónde se ha metido? Ya sale del lavabo, ya. No os imagináis lo que me ha pasado ahí dentro. ¿El qué? Pues yo termino de mear, ¿vale? Y cuando me voy a lavar las manos, un tipo me suelta jabón, me da una servilleta, me saca una colección de perfumes y me dice que me eche la que quiera. Qué de puta madre, ¿no? Y cuando le doy las gracias, me dice: that’ll be one pound. ¿Una libra te ha pedido? Ahí tienes, los hijos de la gran bretaña te chupan la sangre hasta para mear. ¿Sabéis lo que os digo? Que ahí os quedáis, yo voy a atacar a la preciosidad rubia esa de ahí. ¿Vienes, Albert? A éste lo vamos a tener que arrastrar entre todos para que se decida. Albert, enróllate, hombre, sólo llevas dos meses de casado. Es ahora o nunca. ¿Cómo que te vuelves al hotel? Si te sales ahora se te va a echar encima una horda de promotores a la caza de bolsillos turistas. ¿Se queda? Se queda. ¿Otra pinta, no? Otra, otra. ¿Jugamos? Venga.

3:22 A.M.

Aguántale bien la cabeza… ¿quién te manda comprarle maría al jamaicano ese? No era jamaicano, era… ¿alguien lo ha visto? Qué mas da, seguro que le ha vendido té en vez de hierba. Llevémoslo a la parada de autobús. Y un cuerno, Albert lo que necesita ahora es un taxi. ¿Cómo dices, Albert? No, deja de decir gilipolleces, no eres ningún desgraciado, querías pasar un buen rato y ya está, estás de vacaciones. ¿Alguien me explica lo que ha pasado? Pues que el flojucho éste tiene más remordimientos que un monje, eso pasa. Albert, ¿me oyes? Te has intentado cepillar a una inglesa estando casado, no pasa nada, aún eres joven, si es que has sido joven alguna vez. El problema ahora va a ser meterlo en el taxi, con lo que pesa el hombre. Que haga un esfuerzo… sí, joder, rema, gordinflón, libera a Willy de una vez y métete en el taxi, queremos follar de una puta vez.

4:54 A.M.

Mira, Keeley… Keeley me has dicho que te llamabas, ¿no? Ese de ahí, el que está sobado, es Albert, my friend. Se casó hace dos meses y será padre dentro de uno. Sergio, el que está con tu amiga, es de Sevilla. Dice que quiere montar una inmobiliaria, es la hostia. ¿Y yo? Yo soy artista, sweetie. Te inmortalizaré en mis cuadros, y te colgarán en la sala 20 de la National Gallery. Si me lo haces bien te llevo hasta al Louvre, qué leches. Nah, en verdad soy un tipo normal, Keaty. Más bien mediocre. No tengo pasado, y menos futuro. Pero me gustaría olvidarme de ello por una noche. London night… delicious. Las inglesas sois delicious. No me lo quites todavía. Ah, ¿decías esto? Sí, yo también estoy casado. Pero no me importaría casarme contigo durante los próximos veinte minutos. Quítamelo. ¿Cómo te llamabas, darling? Estás haciendo que esto parezca un sueño. Con cuidado...

The Light Side of London


Amigos, esto es Trafalgar Square. A más de cincuenta metros, desde la cúspide del eje de Londres, las hazañas del almirante Nelson nos contemplan. Esas columnas romanas que parecen proteger un calabozo de reliquias y botines son el pórtico de la National Gallery. ¡Cuántas maravillas en lienzo, cuántos vestigios de pasión, talento y maestría se desnudan para nosotros desde la fría inmutabilidad de las paredes! Podría estar aquí desde la hora de apertura hasta la del cierre sin pensar siquiera en comer. Todo lo que se necesita en un día de vida se esconde en estas galerías.

Creo que el paseo de Whitehall se diseñó para una antigua raza de hombres de treinta pies de alto. Somos miniatura indigna de la piedra blanca que recoge siglos de tradición militar, el Almirantazgo y la Royal Navy a izquierda y a derecha… y monumentos en honor a George Prince y a las trabajadoras mujeres de la segunda guerra mundial en el mismo centro de la calzada. Es un extraño cóctel urbano. Lo mejor del ayer y del hoy se abrazan aquí, y si cortáramos de raíz el intempestivo tráfico, no sabríamos discernir en qué siglo estamos. Cuando el Big Ben y el sólido Parlamento aparecen al final de la vía, uno se encuentra desnudo y desprotegido. Ha de aceptar con brutal espontaneidad que todo es real. No es un esotérico panteón reservado para los señores de la pintura, la fotografía o el celuloide… está ahí, bajo una parda cúpula que huele a lluvia eterna, y que estirándose a lo largo de la línea de puentes que cruzan el Támesis, se lleva tu alma por delante.

Si aglomeráramos todo el poder comercial del mundo, sólo podría caber en Oxford Street. No es exactamente el lugar del que yo me enamoraría, pero sí es el amor platónico de todo turista ávido de recuerdos materiales. Los escaparates se suceden sin descanso, sin intersticios. No hay respiro. Miro a la invencible extensión de mostradores y siento una punzada de miedo… no quisiera que un día fueran todas las calles así. Pero lo cierto es que aquí está todo cuanto un hombre de a pie puede necesitar, y además, Oxford sabe ser permisiva. Mientras algunas etiquetas de precios resultan mareantes, otras mueven a la carcajada. Pero cuando el metro de Oxford Circus se satura, las almas forman una alfombra de paraguas que detiene incluso a las hileras de autobuses de dos pisos. Y tenemos, pues, una ilustración del talón de Aquiles de la ciudad: el barco es dantesco, pero si una sola juntura se rompe, los navegantes acabarán en el agua. Náufragos sobre el asfalto. ¿Hasta qué punto pudo colapsarse este gigante durante los atentados del 2005?

Más vale escindirse de esta supernova metropolitana y pedirle auxilio a la verde lengua de Hyde Park. Si los predicadores no están ejerciendo su labor dominical, uno puede colarse por Marble Arch y comprobar que a la ciudad, de pronto, la ha barrido el viento. Varias millas de césped y vegetación empujan a los edificios a un lado… y los patos, los cormoranes y las ardillas son tus nuevos compañeros de viaje. Es el mayor regalo que un monarca podría haber dejado a su ciudad: un refugio perfumado para ponerse a salvo de la batalla nuclear que se está librando ahí fuera. Las piernas reclaman su espacio de vida terrenal: nuestro presupuesto es muy ajustado, y de ahora en adelante, cambiaremos las mesas del Pret-a-Manger por el césped del parque. Puede que incluso pasemos aquí la noche. Dejarse cientos de libras en una cama caliente empieza a parecer una estafa cuando con un saco y unas mantas puedes dormir en un palacio de clorofila…

Por la mañana, siempre podemos dar un paseo por Chelsea y Notting Hill, y reírnos de las bandejas de plata y las suites de invitados con que los ricos estropean sus casas.

Learning to fly



Cosas que hacer antes de ir a Londres:

Vendarse los ojos. Disfrazar los sentidos. Prepararse para un salto al vacío.

Crear lo que aún no existe. Pincelar un óleo de presentimientos e inquietudes. Morderse las uñas. Especular.

No reservar de antemano el billete de vuelta. Quizá no haya pedido que lo reserves.

Convertir la mente en una lámina adhesiva. Rechazar categóricamente el ser generoso con los recuerdos. Que los recuerdos se hagan sensaciones, y las sensaciones, subconsciencia.

Desvestirse. Traspasar el umbral de una cascada y regresar siendo alguien distinto. Dejar el modelo original en el armario, junto a los zapatos viejos.

Por pura voluntad, decrecer. Rescatar los ecos de aquella voraz e insaciable mirada de la infancia. Reiniciarse. Reivindicarse. Olvidar por dónde caminas. Destrozar el Dónde caminabas. Amar el Dónde caminarás.

Si todavía no habías aprendido a enamorarte de las mañanas o a burlarte de los providentes, éste es el momento.

Alquila un bufón que te suplante en tus paseos por Hyde Park.

Y hazle un homenaje.

Impacto

- Están desembarcando- le dijo.
Tratando de mantenerse firmemente erguido aun con la herida en el muslo y las magulladuras en los brazos, la figura de Walter era una tragicómica estatua. Tras él, por encima de los desordenados montones de piedra que tres horas antes habían sido los muros de la iglesia, largos gusanos de humo ascendían hacia la grisácea línea de nubes, confudidas ya en la constante marea de humo y pólvora. El afluente de gritos y pasos huidizos se había detenido, y ya apenas se veían hombres y mujeres cruzando la alfombra de grava y cascotes en que se había convertido la calzada.
- Vamos- urgió Walter. La vibración impaciente de su voz contrastaba con la fijeza de su mirada, anclada en un interlocutor al que casi ordenaba que obedeciera.
Fredrick había dicho que no.
- Yo me marcho, Walt. No puedo quedarme aquí.
Un sonido, parecido al de un gran trozo de tela que se rompe, precedía cada impacto de artillería. La secuencia de sonidos daba la aterradora sensación aproximarse cada vez más. Justo detrás de la planta y media que quedaba de la biblioteca hubo un estallido, y la lluvia de fragmentos de piedra y ladrillo se elevó por encima del edificio. Fredrick dio un paso hacia atrás. Walter cerró los ojos medio segundo, pero se mantuvo donde estaba.
- ¿De qué hablas? - sus cejas cobrizas se cerraban en un ángulo dudoso, un grito a medio camino entre el enfado y el borde del llanto-. Es tu casa la que está ardiendo ahí. La tuya y la mía.
- No tenemos por qué quedarnos - Fredrick le cogió del brazo-. Ven conmigo. Petra me dijo que Mülbach está aún libre. Cruzando la vía férrea, por las montañas, podríamos llegar a Alemania en un par de días.
Walter trató de mirar más allá de la quebrada vidriera que había en los ojos de su hermano. Hablaba en serio, o eso parecía.
- Esto es lo que has hecho siempre, sabes. Cuando las cosas se joden, te das media vuelta y escapas. Siempre.
- No pintamos nada aquí, Walt. Acabarás haciéndote matar. ¿Qué sentido encuentras en eso?
Un grupito de niños asustados corrió en torno a las ruinas. Uno de ellos, algo rezagado de sus compañeros, pareció hundirse de pronto en el suelo, como si hubiera pisado un bloque frágil de hielo. Su pierna quedó atrapada entre dos grandes cascotes de piedra. Al oir auxilio, los demás niños detuvieron su carrera por un segundo; después corrieron de nuevo sin mirar atrás.
- Tú sabes qué va a pasar si estos cabrones se quedan con nuestro país.
- Lo sé, Walt, pero tú no tienes por qué estar aquí para verlo. No tienes por qué. Sé inteligente, cojones.
- Si todo el mundo pensara como tú... - una extrañísima energía se había apoderado de Walter. Endurecido todo el cuerpo, conteniendo un aparente estallido de furia verbal... y sin embargo, hablando con serenidad -. Si todos hicieran lo que tú... el mundo se habría ido a la mierda, ¿sabes?
Hitler habría ganado aquella guerra. Y se verían esvásticas hasta en el carnet de conducir. Los dientes apretados, un sanguíneo relieve trazándose en sus brazos. Las palabras no terminaban de salir.
Fredrick notó cómo se le nublaba la vista por unos segundos. Movió las manos en el aire, sin saber si estaba buscando un punto sólido de apoyo o una explicación convincente.
- Si todo el mundo pensara como yo, Walt, no habría ninguna guerra.
"¡Pero sí la hay, imbécil de mierda!" rugió su hermano, y fue lo último que le escuchó decir antes de que el obús estallara a menos de quince metros, arrojándoles al suelo por la fuerza de la onda expansiva y produciéndoles inmediatas heridas por los guijarros que salieron proyectados desde el foco de la explosión. Friedrick y Walter quedaron inmersos, durante un espacio de tiempo difícil de medir, en un campo en el que no existía el sonido, ni funcionaba el tacto, ni apenas la vista. Pero el olfato resistía ahí, como timón de emergencia del organismo. Ese olfato que permitió guiarles a través de un confuso submundo de acrimonia, humo, pólvora, madera tiznada, roca desmenuzada, yeso, llamas. Carne.
Cuando se recobraron de aquél confuso momento, se vieron a unos cien metros de distancia. Friedrick se agazapaba detrás de una columna torcida, cerca de la esquina de la estación. Walter se había sentado y apoyaba su espalda contra la base de la gran fuente.
Miró a su hermano pequeño. Sabía que se reuniría con Petra y huirían hasta Munich, y si Alemania tampoco era segura probarían suerte en Suiza o en Italia.
Friedrick miró a su hermano mayor. Sabía que se uniría a la resistencia, y si no lograban detenerlos allí en Ebelseen lo intentaría en Liezen o en Murau.
Se dieron cuenta de que, en realidad, no sentían lástima ni piedad alguna por el otro. Lo que se desarrollaba en sus mentes era una idea mucho más fuerte que cualquiera de las emociones que podían llegar a sentir. Por unos segundos se miraron y retuvieron esa instantánea en sus cabezas, sabiendo que podría ser la última vez que se vieran... y que en caso de volver a verse, la consideración que uno tuviera del otro se habría convertido en otra cosa. Fredrick sería ya por siempre un cobarde para Walt, y Walt sería ya por siempre un fanático para Fiedrick.
Levantaron sus brazos. Se dijeron adiós. Partieron en direcciones opuestas.
El niño siguió atrapado entre los cascotes.





Vicisitudes

El gegant del pi
ara balla, ara balla
el gegant del pi
ara balla pel camí...

El niño que estaba a mi lado no cantaba. Me gustaba porque era muy, muy rubio, mucho más que los demás niños. Más rubio que la niña más rubia. ¡Y qué ojos tan azules! Su mamá tenía que ser guapísima, pero no tanto como la mía. Con las mesas se había hecho un círculo, y todos los niños y niñas estábamos en ese círculo, y la profesora nos hacía cantar. El que estaba a mi izquierda me dijo un secretito al oído. No le entendí, pero yo quería hacer lo que hacían los demás. Así que cogí al niño rubio de mi derecha y le conté otro secretito, aunque no decía nada; sólo vocecitas. No le pasó el secretito al otro niño, ni dijo nada. Estaba tristísimo, seguro que echaba de menos a sus papás.
- Me llamo Josep- le dije.
Se dio la vuelta. ¡Qué ojos tan azules!
- Me llamo Jordi- y ya no parecía tan triste.


- La pelota ya ha pasado tres veces por aquí, a ver si te fijas más.
Era como un enano al lado de Oscar. Jordi quería ser dibujante; Oscar, jugador de fútbol, aunque seguro que sería camionero, como su padre. Habíamos notado que Jordi era muy chistoso, incluso con los profes- en clase de Lengua le habían hecho llenar toda la pizarra con la palabra "huevos" escrita correctamente, y él preguntaba si podía escribir con la tiza roja, ¡qué tío!- pero cuando Oscar o Sergi o cualquiera de los chicos malos se metía con él, se volvía muy serio. Yo también me hubiera puesto serio así, claro, pero yo estaba serio casi todo el rato. Cristina dibujaba una mariposa en el suelo del patio. Me gustaba un montón. Le había dicho a la profe que yo tendría que ser el delegado porque era el más inteligente de la clase. Y todos le habían dado la razón, menos Jordi.
Jordi me gritaba algo desde la portería.
- A mí me han dicho que te has besado con Cris en el lavabo. Y que te bajó los pantalones.
- Eso es mentira.
- ¡Se lo digo a la profe!
Entonces alguien gritó muy fuerte, y de pronto la cara se le puso blanca y echó a correr. Oscar venía tras él con un palo en la mano, Jordi, mira que eres tonto, nos han metido otro, vamos a perder por tu culpa, Ricky Ricón.


Se acababa un verano que, en el mejor o peor de los sentidos, había sido diferente. Muchas cosas estaban cambiando; era como si estuviéramos abandonando un pasillo que no volveríamos a ver jamás. Aún así, nosotros íbamos un paso por detrás de los demás: mientras los del instituto nos contaban lo que era ponerse ciego de Vodka o tocar un coño, Jordi y yo nos pasábamos las tardes paseando por Salou en bicicleta o viendo películas en casa. Incluso habíamos grabado algún corto con la videocámara que le habían regalado por su decimoquinto aniversario. Aquella tarde llovió por primera vez en meses.
- No la entiendo - murmuró de pronto.
Creía que hablaba de la película, pero sus ojos no miraban a la pantalla. Me giré hacia él. Supuse que había que dejarle continuar.
- La última tarde que vino aquí... se tumbó en el sofá, así como estás tú ahora... me dijo que tenía algo de sueño, y que si podía descansar. Pues vale, le digo. Y de pronto me giro, y está totalmente desnuda... y me mira con esa cara...
Pronto dejaríamos de ser amigos. Eso pensaba yo. Tenía ganas de acabar con aquella pantomima y gritar, mira, Jordi, la verdad es que Míriam está conmigo, ya no tienes que preguntarte qué coño ha pasado con ella. Pero crecer no me había dado la valentía que yo aguardaba. Pensé que iba a llorar, pero se tragó las lágrimas de alguna manera.
- ¿Te has quedado con el final?
Ahora sí que se refería a la película. American History X había causado sensación ese verano: era la cuarta vez que la veíamos juntos.
- ¿A qué te refieres?
- Él se piensa que está equivocado, que tiene que cambiar y que ha de prevenir a su hermano. Pero a su hermano lo mata el negro ese de mierda. A eso se le llama ser un inocentón.
Estaba cruzado de brazos, y no sé qué había en su mirada que yo no había visto nunca. Me di cuenta de que hablaba totalmente en serio.


Entré en el Zampa por primera vez en cinco años. Era el único bar familiar que quedaba en un barrio que había perdido toda su identidad arrabalera. Oscar me dio un efusivo abrazo. El trabajo, la bebida y el tabaco habían hecho pagar a sus carnes un módico precio por sus servicios. Su mirada cansada y su sonrisa torcida me invitaban a sentarme mientras pedía una jarra de cerveza para mí.
Joder, Josep. Tú no sabes lo que ha llovido desde entonces. El Jordi, a saber qué está haciendo ahora. Yo no sé si sabes lo del nene. ¿No lo sabes? Bueno, desde que se juntó con esa gentuza, no tuvo muchos problemas para ligar. A las tías de ese rollo les va el tema del gimnasio, las botas militares, la cabeza billar... una de éstas pivas se le arrimó demasiao y él la dejó preñada. Entonces, cuando se entera, el tipo se cabrea de la hostia y se rompe la mano contra un cristal. Luego pilló un curro en un supermercado, o en un almacén, no lo sé, y se hizo del Opus Dei. No es coña. Hace mucho que no lo veo por el barrio, ya sabes que en Santa Coloma no está muy bien visto ser como es él. ¿Que por dónde para? No tengo ni idea, y si te digo la verdad, no lo quiero saber. La última vez que nos cruzamos casi le enchufo. Ya le levantaba el puño y él va y me suelta: "Va, tío, que somos colegas" y yo le digo: "no, éramos, nazi de mierda". Pero claro, al final no le metí, piensas, y si luego me arrepiento, y esas cosas. Lo conozco desde que era crío. Hay que ver lo que cambian las cosas. Con la gente del insti me cruzo a veces por la calle y qué tal, cómo te va, todo de puta madre. Pero él pasa de largo y me mira mal, con sus colegas pelaos detrás. Cómo cambian las cosas. Igual la próxima vez sí que le meto. Últimamente, entre el jefe y la parienta, estoy que peto de los nervios. Como alguien me toque los huevos...
Aún continuaba su discurso cuando un muchacho subsahariano que se dirigía al aseo tropezó con su taburete. Media jarra de cerveza fue a parar al jersey de mi amigo. Oscar se quedó desconcertado un segundo. Luego sonrió y le dijo al chico que no pasaba nada.





Amaneceres

Yo no supe qué era la luz hasta pasados los tres años de edad. Les explico.

Mi pijama era grueso, de lana granate; se estaba calentito ahí dentro. Mis rodillas se hundían en la gran alfombra negra que cubría el suelo de la habitación. Mis manos cabían en los desagües de la cocina y a veces tropezaba al caminar.

La principal preocupación de mis progenitores era mi ritmo biológico de sueño, insoportablemente anárquico aun teniendo en cuenta mi edad. Mi padre, harto de batallar contra un enemigo aplastantemente superior en recursos energéticos - y acústicos -, tuvo la ocurrencia de contarme un cuento antes de acostarme.Me gustó tanto que le pedí otro para la noche siguiente... y para todas las siguientes de la siguiente. A pesar de contar con un narrador notablemente culto y amante de la lectura, no había manera humana de conocer cuentos suficientes como para dejarme satisfecho. Me hago cargo de la tortura que padeció este hombre, absolutamente hastiado de narrar una y otra vez la gastrectomía del lobo feroz o el desalojo doméstico de los tres cerditos.

Cierta noche llegó armado. Colocó un peso considerable a los pies de mi cama: 366 y más cuentos, se llamaba. "A partir de ahora, podré leerte un cuento distinto cada día". ¡Albricias! ¡Un cuento para cada día del año! ¡Habíamos descubierto América! Sí, era real: un libro cuya valiosa fuente de maná resultaba inagotable; no como mi padre, que con su obsequio pudo despedirse de unas ojeras que ya comenzaban a estigmatizarlo.

Pero entonces me doy cuenta de que soy un niño, y como tal, noto cómo ciertos rasgos inherentes al ser humano despiertan en mí con un coraje y un apetito exentos de autocontrol. Rasgos como la curiosidad. Porque toda vez que estoy aburrido de repasar las ilustraciones de Simbad, Ali-Babá o Aladino, me da por empezar a prestar más atención a esos símbolos, esas manchitas de tinta que las acompañan. Me enfurece tanto no comprender esos símbolos que estoy dispuesto a realizar un salto lunar en medio de la Tierra.

Ahora bien... nuestro lenguaje es insuficiente para describir el verdadero modus operandi del aprendizaje inconsciente, de la fantasía evolutiva, del milagro. Mucho menos cuando éstas tres se dan la mano. Simplemente, buscaba una gema... y excavé. Excavé con punzón, con picos y palas, con piolets, con uñas y con dientes de leche. Y vi cómo aquella tozuda capa de cal iba cediendo. Capa tras capa. De la cosa al símbolo, del símbolo a la letra, de la letra a la palabra, de la palabra a la oración, de la oración a la luz.

El niño grita emocionado, papá y mamá corren incrédulos al cuarto. Suspiran de puro alivio: "ahora sí que no le quedan excusas para retenernos por las noches". Pero hay que ver, el niño está a punto de estallar. El niño ha reflotado la Atlántida, ha sofocado el incendio de Roma, ha sacado a Diógenes del barril. Lo imposible se derrite entre sus dedos... y ni siquiera es plenamente consciente de lo que acaba de conseguir.

Porque, damas y caballeros, acaban de asistir ustedes al descubrimiento del Amor. Así es. El chiquillo se ha enamorado. Y ya se sabe que el primer amor no muere jamás.

Y suerte que sea así, porque no todos conocen este sentimiento a tan tierna edad. De hecho, los hay que jamás lo hacen. Los hay que se empeñan en alimentarse de odio y terminan intoxicados. No hablamos de amor carnal, claro, pero lo que importa aquí no es el objeto del sentimiento, sino el sentimiento en sí. Por algo la pasión es ciega. No se ama la joya, sino cómo la joya encaja en nuestro dedo. No se ama al amado, sino a la ilusión de una vida junto a él. No se vive del papel, sino de las maravillas de tinta que flotan en su superficie.

De hecho, aquí me tienen. Enamorado tan bobamente como en ese primer día. Y no creo que vaya a cansarme nunca. Si ustedes no están seguros de haber encontrado su amor, nunca es tarde para hacer un poco de espeleología. No tengan ninguna prisa. A veces la capa de cal se resiste... pero a mí siempre me sobra una mano.