Casi un laurel

Un kilómetro. El cartel pasa sobre sus ojos a una velocidad irrememorable, pero está convencido, allí estaba. Ahora el pecho ha roto la dinámica del ritmo, se acelera aún más que las piernas, respirar, expirar, la multitud se ha convertido en dos abanicos asfixiantes que se agolpan en torno al manillar, las gotas de agua fría venga venga venga, otro cartel de ánimo, la mano sobre la espalda, expirar, respirar.
Su rostro está inclinado como si quisiera fundirse sobre el manillar, morderlo. Alza la vista y sus ojos chocan contra las descendentes líneas blancas, el campo de visión dividido en dos universos: el ardiente asfalto sobre el que corretean miles de pies ensordecedores, y arriba una lámina azulada sin jirones de nube, los rayos de sol acribillándole la frente, respirar, expirar. En el oído persiste la voz, ya convertida en una vacuidad, lo tienes ahí vamos venga venga venga, diluida entre el griterío, las motocicletas y sus golpes de claxon, las furiosas pedaladas, expirar, respirar. Un rectángulo verdoso sacudido por el viento: quinientos metros. El oxígeno debe estar ahí en alguna parte Carlos no te alcanza Carlos no te alcanza, el rumbo de la máquina parece turbiarse, un tumbo a la derecha, otro a la izquierda, como si fuera un animal herido y desconcertado. Las manos le rozan la cara, le palmean la nalga, desaparecen algunas milésimas de segundo como emborronadas por una ola de sudor y de escarcha ya lo tienes venga, y recobra la concienca respirar, y continúa pedaleando expirar un poco más venga, doscientos cincuenta metros.
La cuesta termina pero la carretera se alarga, elástica, deformada. Una ovación creciente que despierta a ambos lados de lados de la carretera: nota que los pedales ya no obedecen a impulso alguno, que las cadenas de las ruedas vibran un poco más despacio, que el auricular ha caído de la oreja. Entonces nota, cien metros, otro vibrar de cadenas que se aproxima a su oído izquierdo, ochenta metros, la ovación se rompe en un rugido, presiente la llama de otro fuego que gime y jadea, cada vez más cercano, cincuenta y entonces el dorsal cuarenta y dos está frente a él, el calor lo sobrepasa, las ruedas se alejan y le da tiempo a ver un torso alzándose a contraluz, dos puños empapados que se alzan al cielo y parecen tener el sol justo entre ellos, un vencedeor que no es él. La frente golpea el manillar y queda ahí tendida, mientras las piernas culminan el último suspiro de la inercia y sólo sabe que ha cruzado la línea de meta cuando el altavoz escupe su nombre, más agua fría, más manos pertinaces, y recupera poco a poco, jadeo por jadeo, la sensación de volumen de los cuerpos, el significado de las palabras. Rostros que caen sobre él como un ahogo, la mejor oportunidad de tu carrera fogonazos, cómo se siente uno después de pesadas formas metálicas que bailan a su alrededor y crees que el año que viene tal vez otra vez a lo lejos más preguntas aún, más flashes y cámaras y micros para el ganador. Se libra como puede de la marea, la bicicleta cae al suelo. Las piernas convertidas en un puro hormigueo: camina en dolor, aparta el rostro ante la miríada de ojos que lo persiguen, comprensivos unos, lastimeros otros. Sigue hasta alcanzar el final de la carretera y reconocer el logotipo de su equipo en la puerta de una caravana. Abre la puerta, y dentro se tumba junto a un silencio que por unos ¿minutos? ¿segundos? es demasiado verdadero, imposible. Muy pronto vislumbra de nuevo los flashes a través de las ventanas, una expectación que trata de mirarle frente a frente, el mundo exterior. Ahora es Carlos, se desenfunda el maillot y los guantes, los tiende sobre la cama y los mira por un largo, largo, largo rato, expirar, respirar, expirar.




Para un sabio

El merluzo creador de este diz-que blog ganó el segundo premio en el concurso de cartas de amor y desamor de San Antonio de Benagéber, lo que demuestra una vez más hasta qué punto un lote de jamón serrano puede corromper el criterio de un comité de jueces. O quizá sea que hablamos de un pueblo con apenas tres habitantes. En cualquier caso, suscribo a continuación la carta para que juzguen ustedes mismos. Asumo toda responsabilidad, lo que implica que tal vez tenga que salir de casa con un saco para no ser apedreado por los niños.

Salud y larga vida al gran, gran Chiquito.


Para un sabio


Abre bien los ojos. Tienes ante ti la última gota de este diluvio. Siempre dijiste que todo comenzó una tarde de Agosto, cuando me resguardaste de la lluvia con tu cazadora. Yo diría que desde entonces no ha parado de llover. Siento que, durante estos cinco años, las nubes han lloriqueado sin interrupción como crías estúpidas, que es exactamente como me sentí el viernes. Mucho se va a hablar en tu entorno acerca de lo que pasó esa noche. Respira tranquilo: he cogido mis maletas, mis pertenencias y los pedazos de piel que han ido cayendo estos últimos días, y así te concedo el honor de dejarte a solas. Reúnete con la versión que le quieras contar a tu conciencia.


No creo que puedas entender mi marcha si no me acompañas, en calma, al pasado. Aquellos días en que solías esperarme a la salida de la facultad soñaba con que me tendieras un puente hacia todas aquellas vidas que nunca tuve. Eso es lo que siempre me atrajo de ti: que eres y serás un insurrecto, un vagabundo, un cero a la izquierda que de algún modo convierte el dolor en su mejor maestro. Tú nunca lo dirías así, claro, pero ya en nuestra primera noche lo expresaste con una nitidez terrible a través de aquella, la primera de tus miradas extrañas en las que yo percibo nostalgia, deseo y confianza en un denso silencio. En verdad, lo que me fascinó siempre de ti fue el silencio; no el sonido. No estoy muy segura de porqué te lo cuento: más bien parece haber alguien escribiéndolo por mí, alguna voz lejana que se empeña en gritarte. Quizá porque desde que empezaste a destruirte he intentado hacer que te mires a ti mismo y he fracasado. Si cuando nos conocimos yo aún era esa chiquilla que se vanagloriaba por salir con alguien que prefería un buen paseo a una vuelta en coche, que escogía un buen libro por encima de una mala compañía, que dormía por el día y despertaba de madrugada, y confesaba sin pestañear que se sentía incapacitado para pensar en alguien que no fuera él mismo... ahora que puedo mirarte a lo lejos vislumbro una falla en tu conclusión. Te miras, te rastreas, te analizas con todo tu instrumental pero sólo lo haces en la superficie. Podría haber sido mucho más sencillo si lo hubieras deseado, pero nunca lo deseaste.

¿Alguna vez has mirado realmente a Alberto? Tengo la sensación de que sólo fuiste un padre para él durante los primeros meses. Incluso yo estaba sorprendida. Por primera vez encontraste un motivo para dejar de vagabundear, como te gustaba decir. Adoraba verte con él sentado en tu regazo, acunándolo y llorando de emoción al calmarle el llanto por primera vez... y acto seguido enfrascándote en los libros de texto hasta la madrugada, luchando para diplomarte en magisterio. He intentado, de todas las maneras posibles, encontrar ese punto indeterminado en el que todo empezó a torcerse, y al final he desistido. No hay porqué enloquecer con una pregunta cuando sólo tú conoces la respuesta.

Escribo esto a más de diez mil metros de altura. A mi derecha, una tímida ventanilla permite que se dibuje, lentamente, el paisaje que lleva escrito en sangre la promesa de una nueva vida para mí. Mientras tanto, siento el cinturón de seguridad demasiado fuerte, más tenaz que yo misma, como si unas ramas muertas quisieran cogerme del cuello y devolverme a Valencia en el acto. Hacía ocho años que no me daba cuenta de lo poco reveladoras que llegan a ser estas nubes, este manto blancuzco que le roba el rostro al Atlántico. Están mudas. Alberto ha llorado durante la primera hora de vuelo, pero a poco se ha ido calmando y ahora mismo duerme plácidamente a mi lado. Quizá sueñe contigo. Aún no tengo decidido qué le contaré de ti cuando tenga edad de preguntar seriamente acerca de su padre... ni siquiera yo misma sé cómo quiero recordarte. Del desaliñado jovenzuelo que me conquistó en Salamanca al interrogante sin rumbo que eres ahora ha llovido, como te decía antes, demasiado. Me siento tan desconcertada como el día en que me descubrí abandonando mi propio hogar, mi familia, para simple y llanamente estar contigo. Pero aquello era terriblemente diferente, Ismael: me sentía desconcertada por el poco miedo que tenía, por la resolución que yo mostraba sin saber cómo. Renunciar a una vida más acomodada era lo de menos: el futuro que oscilaba en tu mirada - no he vuelto a encontrar una mirada así- relucía como un arrebol. No pedía más, excepto que no cambiaras.

No se trata de que nos hayas traicionado, a mí o a tu propio hijo: a quien has matado es a ti mismo. Yo sólo puedo sentirme agradecida por los cinco maravillosos años en que he vivido, aun más que vivido, a tu lado. Tuve la impresión de estar derribando una presa invencible cuando te conocí. Una presa que sólo existía en mi conciencia y de la que tú revelaste, con tu ojo de halcón, con tus manos vestidas de sabio, sus grietas. Me diste un ligero empujón que bastó para que me decidiera a derribar ese muro... y conocí el mundo, tal y como era, al otro lado. Lo que me has enseñado no tiene precio, y sigo creyendo que con mis padres, que nunca vieron nuestra relación con buenos ojos, jamás hubiera podido. Fuiste sido el astro que mejor me orientó en la tiniebla de mis noches, esos cielos oscuros bajo los que nunca pude dormir en paz hasta que apareciste.

Y estoy segura de que me comprendes. Por eso regreso al lado oeste del muro. Por eso sonrío amargamente mirando a Alberto mientras duerme a diez kilómetros de altura. Aunque sea la mayor de las paradojas, no habría podido tomar la decisión de dejarte si no te hubiera encontrado antes. A ti, Ismael, que tienes el corazón más bravo que existe y me hablaste de tomar decisiones drásticas si tu pulso te lo pide. Puedo escucharte desde aquí llamándote estúpido por haber caído en lo que has caído, y no haber insistido un poco más en tus ambiciones: aquello de escribir una novela, de viajar a África, de querer ser profesor para niños. Los siento aquí mismo, en la coraza del avión. Son tus cabezazos contra la pared. Pensarás que tu vida sólo valdría si tuvieras la oportunidad de volver unos días atrás y no haberme pegado; pero si de verdad continúas siendo Ismael, si sigues cazando el mañana con tu puntería de halcón, tus manos de sabio, sabrás que en realidad eso sólo ha sido la chispa final. Era cuestión de tiempo que todo ardiera. Y el tiempo, no me cabe duda, es el que permitirá que nos volvamos a encontrar algún día y que puedas abrazar de nuevo a tu hijo, grandullón, cómo has crecido, ¿sabes quien soy? Yo te vi dar tus primeros pasos, oí tu primera palabra, ¿me coges de la mano?

Me has enseñado todo lo que sé. Por ello, Ismael, esta carta no puede hablar de mi, sino de ti. Abre los ojos ahora que puedes. Sálvate. Levántate del polvo que estás besando y haz que tu mirada de siempre me haga temblar. Que pueda sentirla y sentirme orgullosa, donde quiera que yo esté.

Los Premios


Y le daba la impresión de que el encuentro estaba durando demasiado. La fotografía restaba impaciente sobre la mesa de roble, junto al rótulo de la concejala. Las arcadas metálicas, inmóviles, del puente ferroviario en blanco y negro rozaban los bordes de la mesa y parecían arrojarle un malestar insano, inesperado, en fin, como veo que está todo hablado yo me voy, acabo de recordar que...
- ¿Y si ganas el concurso, a quién invitarás para la cena romántica? - dijo Andrea.
La luz del mediodía golpeaba de frente a aquella muchacha, un rostro bruñido enigmáticamente maduro en un cuerpo joven. Es preciosa, se dijo Santiago, mucho más que la concejala, todo esto sería perfecto pero parece una inocentada, ¿dónde están las cámaras? San Valentín de mierda, si acaso que las lentejas en el fuego, una cita con el dentista, la excusa que sea con tal de salir de...
- ¿Tienes pareja, Santiago? - preguntó entonces la concejala.
A Santiago no se le pasó por alo la leve traición en los ojos de Andrea. Sobre una piel risueña y bronceada, la sombra de ébano de los ojos se tuerce medio segundo. No estaba seguro de si se trataba de un gesto de complicidad o de reproche hacia su compañera. Pero la mirada había abandonado su máscara por unos segundos. Sacar el móvil, tal vez, y fingir que me están llamando...
- No sé a quien voy a invitar - dijo Santiago, va por vosotras, es la única forma de sacar algo en claro así que juguemos -. Pero, ojo, tendré que ganar el concurso primero, ¿no?
La sombra marrón desaparece bajo unos divertidos párpados. Santiago nota una oleada de calor perverso, crepitante. La ola de carcajadas femeninas lo transporta a una visión prolongada de las puntas de sus zapatos, la silueta arlequinada de las baldosas, el mármol pulido de los zócalos. Y como todo en lo que ha sucedido en los últimos minutos, las risas duran un incómodo tiempo de más. Es entonces cuando Andrea, ceñida en su elegante abrigo oscuro, se inclina hasta apoyar los brazos sobre la mesa. Ahora el ébano elimina distancias hacia Santiago; lo abraza. La joven se sostiene el delicado mentón, una hilera de uñas azuladas actuando como pilares.
- Sólo quería mencionar que nosotras dos estamos libres - dice Andrea.
Santiago cree enrojecer, paliceder después, y de postre termina encendido en un amarillo terminal. La concejala, cuyo rótulo identifica como Marina Tadeo, lo observa de medio perfil y le dedica un mohín, leve pero ineludible, con los labios.
- Señoras... mu-muchas gracias por la atención, esto... nos vemos en la entrega de premios - y el rostro de Santiago se esfuma como una centella, dejando tras de sí un anhelo congelado en las mujeres que sientan a la mesa. Tan pronto se cierra la puerta, el mohín en los labios y la sonrisa se extinguen.
- Ha ido usted demasiado rápido - Andrea saca un cigarro de su bolsillo izquierdo, un espejo de mano del derecho -. ¿Cómo espera que esto funcione si los asusta de esta manera?
- Oh, según tú debemos esperar a que nos inviten ellos - y le tiende a su secretaria un pintalabios, escandaloso violeta -. Hazte a la idea, si no les mostramos el terreno bien podemos esperar hasta el fin de siglo. El que algo quiere, algo le cuesta.
Cuatro deditos impacientes arrebatan a Marina el lápiz labial y lo dirigen a la boca. Andrea contempla su propio reflejo, primero meticulosa, luego indecisa.
- ¿Y no sería posible conseguir la puta invitación sin acojonarles? Este es el tecero que vuelve a casa corriendo, Marina. El tercero. Y está por ver que se presente en la entrega de premios, después de su numerito. Yo en su lugar iría directo a llamar al psiquiátrico... o a la policía, porque de lo suyo al acoso sexual hay poquita distancia.
- Andrea, por favor... ¿otra vez exagerando a la italiana? Tienes que quitarte tu soberbia juvenil. Me das dolor de cabeza.
- Y usted ha de quitarse esa desesperación chabacana. Lo de su marido no es el fin del mundo, Marina. Vendrán más. Sólo que no es necesario que los arrincone contra la pared. ¡Ya se le ofrecerá alguno!
La concejala se mesa el cabello. Sus dedos atraviesan una tupida duna rojiza en la que ya han comenzado a aflorar algunas franjas grises. Acto seguido refunfuña y le arrebata a su compañera el lápiz y el espejito.
- Es que parece que sea yo la veterana - continúa Andrea, sin mirarla-. Las cosas... así no funcionan. Hay que tantear, jugar un poco con el, cómo se dice... acercamiento. Dígame, Marina, aparte de con Alfonso... ¿ha estado con algún otro hombre?
- Puaf. En eso te doblo, querida - Marina no ve unas arrugas sobre sus labios, sino un contorno atractivo, una ventaja de la edad -. Se las suelen dar de valentones, pero a la hora de la verdad se arrugan. ¿Quieres que te diga una cosa? Ese tópico del "ellos piden, nosotras decidimos"... ¡no vale un truño! Más bien les obligamos a que nos pidan, y sólo al final aceptamos, si es que seguimos convencidas. Pero primero se lo han de ganar. ¡Faltaría más!
Andrea mira ahora al frente. Luego se pasa un dedo por el mentón.
- En cualquier caso, esta genial idea fue suya - le dice-. Será usted quien corra con los gastos del premio... y tal como está el tema, veo difícil que el ganador la escoja para esa cena romántica.
- Tú cobrarás lo tuyo por ayudarme, sea esto un éxito o un fracaso. Deja de quejarte, pues.
- ¡Pensar que iban a invitarla a usted! ¡A la concejala del pueblo y organizadora del concurso! ¿No es ser algo retorcida?
- No si consigo lo que quiero - responde Marina.
- Esos chicos que han venido ni siquiera son fotógrafos profesionales. Son yogurines. ¿No cree que con sus brillantes ocurrencias podría aspirar a algo mejor?
Los gruesos labios de Marina se aprietan, y después se abren.
- Cariño mío, son hombres. Han llegado a su punto de cocción, a partir de ahí... todo va cuesta abajo. - Se guarda el pintalabios y el espejito-. Bien, ¿quién es el siguiente?





VIII. Despedida


Más fuerte que una exhumada memoria,
vuelve de allí donde exclama el silencio
y lo marchito reencuentra su euforia.
Allí, en la suave asfixia de su imperio.

Furtivo ojear. Despierta ahora el hálito
de las lenguas en tríada. Retinas
que ensueñan mundos, miríadas. Trágico
sí bemol de un concierto que ya expira.

Intuyo, en las ruinas que fueron cúspide,
un nuevo destino. Ascuas de un frío
abdicando a este exilio vital. Fútiles
vientos rindiéndose: palabra, hastío.

Ciudad inminente que halla su ritmo,
te rezaga. Queda atrás la sangría,
el deshielo que enciende un espejismo,
como el veneno en terca rebeldía.


M

Perseguirla hasta el lugar más imposible. Si quiere refugiarse en una llama, arderé con ella.

No contaba con su magia. Atravesando una bruma espesa como la muerte, fui a dar con mis huesos a una especie de bosque desangelado. No había vida en esos árboles, ni correteaban animales por el lugar. La hojarasca bajo mis pies producía un crujido extrañamente raso, un eco que tan pronto crecía como de súbito expiraba.

- Fíjate - dijo a mis espaldas -. Aquí el cielo es verde.

M estaba allí, intacta, terrenal, absoluta. Aún con los brazos caídos, con esa poderosa señal de abatimiento en la nuca, se la veía dueña de su entorno. Incluso orgullosa. Era cierto que el firmamento y las nubes se mecían en un océano de clorofila. El paisaje inundado por un destello de esmeralda glauca. Congestionado, bello al mismo tiempo.


Le pregunté de qué color debería verse. De alguna forma, con aquella sonrisa, sugirió que la respuesta era
obvia para ella pero no para mí. Azul, dijo. Y el glauco se hizo cerúleo. Por unos instantes aquel bosque, retoño de su subconsciente, se hizo puro y auténtico. La transformación era obra y regalo de M, pero ella ni siquiera había pestañeado. De hecho su pecho no seguía ritmo alguno de respiración. Era la efigie de la quietud: una autoridad bufona y hermosamente inteligente. Dame más milagros, M, le dije. Haz más magia. Te seguiría a cualquier parte.

Esta vez sí se movió. Se encaró levemente hacia mí, tal vez sólo para mostrarme que podía hacerlo. Que suyo era el terreno por la seducción de sus dedos. Se movieron, corazón y pulgar, hasta cobijar entre ellos un suspiro en el aire. Chasquearon, y con ello se desató la tormenta: fue un relámpago fugaz tras el cual se desvaneció la silueta de M.

Cerré los ojos y dejé que los párpados recibieran el goteo de la lluvia.
Simplemente, comprendía. Aprendía de su mundo cautivador: estaba en la tela de una araña capaz de incubar paradigmas o pesadillas, y devorar los mirlos que se enredaran allí. La altisonante, discordante plaga desatada por el índice de una alquimista que me enamoraba, que me engullía con su rastro de sodio y permanganato. Si su garganta exhalaba ríos de polvo púrpura, por así intentar definir su voz, yo querría cubrirme de ellos. Bailé bajo la lluvia. Parecía tibia. Una suerte de abrazo húmedo que me hacía perder el suelo bajo los pies, mientras mi cabeza giraba como una enfermedad. Me despojé de la camisa y la hojarasca la engulló igual que hacen las arenas movedizas.

Reía como un poseso. ¿Para qué necesito ropa en tu mundo, M? ¿Para qué? Y continuaba haciendo trizas mi propio eje. Hermanándome con la náusea. Tengo de sobra contigo. Me
basta con tu gorro de hechicera, y con que te abras de piernas una vez más como aquella tarde a orillas del mediterráneo. Haz más magia para mí, M. ¡Haz más!

No sé cuanto tiempo tuvo que pasar hasta que quise aceptarlo: hacía un buen rato, quizá días, desde que M se había esfumado. Algo tras la cortina plateada me advirtió de que no volvería. Para cuando comprendí aquello también noté que el agua comenzaba a estar terriblemente fría. No encontraba mi camisa. Un vapor tenue llegaba desde lo remoto; algo que arrastraba consigo algún calor indescifrable, visceral, que M me hacía llegar a su voluntad. Podía verla encendiendo una cerilla en una oscuridad infinita, muy lejos de la frontera del tiempo y el espacio. Creo q
ue sonreía, sólo un segundo, antes de apagar el fósforo y desvanecerse en la negrura.






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