Escuela de


Me dejaron ante el portón de entrada sin nada más que un abrazo y una recomendación: “aprovecha tu tiempo aquí, porque no será mucho y tampoco te lo devolverán”. Aunque resolví que era un buen consejo y que sería igualmente útil en la fase posterior –la que vendría una vez finalizada la preparación-, me sentía igualmente confuso en cuanto a lo que se esperaba de mí. Las direcciones estaban perfectamente señalizadas, los horarios y el plan de estudios no dejaba lugar posible a dudas. Pero nadie vino a recibirme y menos aún a aclararme en qué debía concentrar mis esfuerzos.

Fue un alivio comprobar al menos que no estaba solo. Algunos habían llegado poco antes que yo; a otros les quedaba poco más que repasar lo aprendido y aguardar con impaciencia la hora de su salida. Fueron estos, los veteranos, quienes me brindaron los primeros consejos. Algunos me conmovieron por su inmediatez y la lógica que desprendían: “concéntrate en lo que te gusta.” Otros me parecían ambiguos y me dejaban con más preguntas que conclusiones: “ante todo, procura hacer lo mejor de lo que te toque.” Otros, como “si demuestras saber vender o al menos mentir, te asegurarás un buen destino”, sencillamente me daban miedo. Pero nada cobró sentido hasta que empecé las primeras prácticas. La clase con la que debuté se titulaba “Poder de convicción” y no olvido la frustración que sentí no sólo al obtener la calificación más baja, sino al enterarme de que las clases eran únicas y no había posibilidad de recuperar. ¿A qué venía entonces la aleatoriedad con que se asignaba el orden de las clases? ¿No sería mejor darnos la oportunidad de empezar con aquello que sabíamos se nos daba bien y dejar para el final lo menos interesante? Entendía por una parte a los que tuvieron la mala suerte de empezar con varias materias en las que mostraron una capacidad nula y, desesperados, perdieron interés en continuar. Algunos lloraban el día de salida; rogaban con todas sus fuerzas que les dejaran empezar de nuevo desde el principio, volver a intentarlo. “No estamos listos”, decían. A ninguno se le concedió su petición.

Pero resulta que en “Poder de convicción” también conocí a la que obtuvo la segunda nota más baja. Me contó que el día anterior había estado en “Dibujo” y “Artes Plásticas”. Un genio, le habían dicho. Serás un genio. Se comentaba que todos los estudiantes obtenían dicha calificación en al menos una clase. Ella me dijo que era cierto y, simplemente por cómo lo dijo, le creí. Conforme avanzaba el curso, me sorprendí rezando por coincidir con ella en más clases; las que fueran. Y, fuera o no cuestión de casualidad, cuando ella estaba cerca solía aumentar mi rendimiento. Me estremecí al enterarme de que, al terminar la preparación, muchos de los que allí estudiábamos no volveríamos a encontrarnos. Era otra de tantas injusticias que había en la forma de hacer las cosas. Igual que el hecho de que no se nos permitiera escoger destino. Pero ella, como siempre, dio con la forma de reconfortarme: “tienes que creer que nos encontraremos en alguna parte. Aunque puede que no ocurra, tú tienes que creerlo”. Y prometí que así haría, y ella sonrió al oír mi promesa.

No fue hasta el último día que me tocó una clase en la que, al fin, obtuve la calificación más alta posible. “No lo tendrás difícil para encontrar una guitarra en alguna parte”, me dijeron los profesores. “Enhorabuena. Ya estás listo”. El túnel al que me condujeron parecía interminable y se ahogaba en una oscuridad absoluta. Miré atrás, al igual que hacían todos al pasar por el túnel, y lo último que vi fueron los pañuelos blancos y las sonrisas esperanzadoras; todos los rostros de la historia de la humanidad deseándome buena suerte. Por supuesto que lloré al verlo. Y me dio un poco de vergüenza apercibirme de que sería lo primero que todos verían de mí al llegar a mi destino. Pero cuando finalmente salí de la oscuridad, a nadie parecía incomodarle mis lágrimas; de hecho, todos sonreían de oreja a oreja, como si fuera conmovedor verme así. Descubrí, en aquellos primeros confusos segundos, qué aspecto tenían mis padres y qué nombre habían decidido darme. Era momento de empezar a recordar todo lo que había olvidado en la escuela, y de empezar a buscar a mi compañera, tal y como había prometido. Fue años después cuando conocí a una chica llamada Cristina. Sonreímos nada más vernos.

Cómo olvidar a la zorra ingrata que se largó sin decir ni pío

1.       Para empezar, no olvides nunca lo que te hizo. ¡Nunca! Deja que el rencor se retroalimente, pues se transformará en tu mejor arma llegado el momento. La energía que liberarás entonces valdrá por quinientas puñaladas.
      2.     Mentalízate para el instante en que os reencontréis casualmente donde sea. Los dos lo sabéis muy bien: no podrá esconderse para siempre. Memoriza, ensaya, ejecuta: el objetivo es dejarla como una inútil sin que siquiera se dé cuenta. Que se te quede mirando perpleja y becerril mientras tú, triunfante, le des la espalda como hacen los grandes con los mediocres.
     3.     Aprovecha tu blog. Puede que te borrara en las redes sociales, pero sigue leyéndote, ni lo dudes; les gusta hacerse las emancipadas para así no admitir que todo les fue cuesta abajo después de dejarte. Lánzale mensajes sutiles, siempre sin aludir directamente a su nombre; es imperativo que no perciba la importancia que le sigues dando. Por muy cortita que sea, le llegará.
    4.     Exhibe todo cuanto puedas tus relaciones con otras mujeres, aunque no las tengas. Por algo los llaman “clásicos”: valieron ayer y siguen valiendo hoy. Si es necesario, crea perfiles falsos y toma prestadas fotos de otras mujeres. Esta arma será doblemente efectiva si dejas entrever que se trata de algo informal, pues le sacará de quicio saber que basta con un poco de sexo para olvidarte de ella.  La sensación de insignificancia les hunde en la miseria.
     5.     Aguanta. Aguanta las noches sin poder dormir, las imprevisibles minucias que despiertan recuerdos amargos, la puñetera autocomplacencia. Aguanta la derrota que supuso el hecho de que la última palabra fuera suya. Es más: deja que crea que fue la última. No permitas que ese chupóptero llamado conciencia te distraiga de tu objetivo: rechazó permanecer en tu vida cuando tú lo diste todo por ella. Aguanta como los santos. Aguanta como los mártires. Aguanta.
    6.     Rodéate de buenos amigos, que son el mejor pan en tiempos de sequía. No dejes pasar la oportunidad de evidenciar sus defectos, incluso los más insignificantes. Si lo expones con convicción, comprobarás que nadie encontrará razones para discutirte. Reconfórtate con la familiaridad.
     7.    Dedica poco más que un resoplido cínico a cualquier memoria repentina de un instante agradable con ella. Es todo cuestión de costumbre. Y de actitud. El desdén se solidifica.
     8.     Aguarda pacientemente, porque el universo tiende a cambiar las tornas. Terminará produciéndose el momento en que ella sepa de ti cuando está jodida y tú quemas billetes sentado en tu trono. Olisquearás los añicos de su orgullo. Saborearás las lágrimas de su inseguridad. Degustarás su vergüenza. Triunfarás.
     9.      Fracasa miserablemente en todos los puntos antes expuestos.
   10.    Asume que siempre fue libre de marcharse, que no supiste encajarlo, que actuaste como un niño al que se le cae el biberón al suelo y que no hay culpables ni excusas ni zurullos en vinagre de Módena a los que auparse.  
   11.    Resume tu aprendizaje en once puntos.




- Lo intento -



Quedan pocos días como este,
Donde un soplo de aire fresco
Dinamita la mugre de la pared.


 
Fíjate en cómo has emergido,
Clara
Entre borrones de pies y cabezas,
lozana
entre tanta hierba muerta.


Una cosita tan mundana
    -pero extraña-
Vagando entre ritmos extraños
    -pero tan mundanos-
¿Puedo poseerte un segundo?
porque quiero.


 
Hablarte así, de esta forma
Pondría tus pies en polvorosa
Y los míos entre rejas.


Aunque por qué no escribirte
en un cuento infantil
   -pero adulto-
Que oiré yo mismo
y nadie más también:
De mi boca
pasas al oído,
De mi pupila
a la verdad del espejo,
De mi mano
a la mancha en las sábanas,
Te ordeno que seas fantasía.




Me das toda una vida
En un temeroso instante,
Y entonces,
el gentío devora
Los ángulos de un final perfecto
Que te tatuaron en la espalda.


 
Adiós, supongo.




Mira que pudiste haber sido.
Antídoto en sangre, costura en desgarro,
Reina en,
Reina en,
Mi palacio, qué sé yo.




Ahí está: nunca falla.
El lápiz pesa: así no.
No es lo mismo cuando te intento.
Me cansa.
Siempre me cansa.
Y al final, importas tan poco
como yo.
La voz decae: al final,
siempre
me cansa.


 
Eres muy bella guapa hermosa
Y todo eso.

Parábola de Ernesto


Este es Ernesto. El Ernesto de siempre. Lo sabemos todo sobre él, así que no nos hace falta enumerar demasiados datos para empezar: sus treinta y dos años, sus responsables y cariñosos padres, ambos funcionarios; su licenciatura en económicas y su presente becaría en una oficina bancaria, donde cada mañana se le recibe con una lista de anodinas y repetitivas tareas que Ernesto resuelve con impecable eficiencia. Ningún suceso o elemento anómalo ha alterado nunca la rutina de su día de trabajo y el día de hoy no es ninguna excepción. Todo transcurre igual que siempre. Nada que despunte en la mecánica felicidad que es la vida de Ernesto, aparte del hecho de que es ficticia y alegórica, claro está.

Vaya, justo ahora ha dejado de teclear. Es posible que se nos haya ido la boca al revelar que Ernesto no existe. Esa digresión ha abierto un jirón en la inestable convención narrativa y al protagonista se le ha revelado su verdadera naturaleza, lo cual es naturalmente perturbador para él y se ve obligado a interrumpir la divertidísima labor de confirmar irregularidades en facturas domiciliadas. Esto es más importante. ¿Acaba de oír bien? ¿Le están diciendo que todo cuanto tiene y le rodea es irreal? ¿Qué nada de lo que recuerda es…recuerdo? ¿Que todo lo que disfruta o detesta sólo responde a unas preferencias imaginadas por alguien? Ahora piensa qué puede hacer al respecto, sumándose a sus cavilaciones una complejidad desesperante: cualquier cosa que “pueda” hacer al respecto no será sino lo que su creador considere que “puede” hacer, lo cual elimina de raíz la simple posibilidad de que Ernesto “quiera” genuinamente hacer algo. Cumple la misma función que una marioneta y, por lo tanto, está subyugado a lo que su creador intente y el lector opine.

Mmmm. Ernesto parece muy conforme con la idea de ser esclavo de nadie. Al fin y al cabo, acaba de tomar conciencia de lo que realmente es; esa revelación debería abrir de por sí nuevos caminos, cambiar un par de cosas al menos. Colocándose el abrigo, visiblemente enfadado –pero también convencido, quiere que conste-, Ernesto se marcha por la puerta principal de la oficina, ignorando las reprimendas con que su jefe le recuerda, ante una concurrida y atónita clientela, lo imbécil que es y lo pequeña que la tiene. La tormenta de nieve que le sorprende en la calle le enfría la confianza: quizá no ha sido una buena idea desafiar al texto. El esquema previo dictaba que Ernesto debía quedarse en la oficina y conocer a la mujer que nos recuerda a todos lo bonito que es esto, o al simpático deus ex machina que le resuelve la crisis de los treinta, o al cordero loco que le pide que incendie el mundo. Pero él ya ha tomado una decisión y no va a permitir que ese “cerdo fascista”, se refiera a quien se refiera, sea dueño de su destino. No, Ernesto es un hombre nuevo. Quizá debería decir que es un nuevo hombre, un recién nacido. Se acabó el ir persiguiendo migajas literarias. Ernesto se irá ahora a casa a beberse un whiskey largo mientras ve un episodio de Boardwalk Empire, que siempre le hizo ilusión aunque le hicieran abstemio.

Bueno. Pues Ernesto llega a su mierda de casa infestada de cucarachas, en la zona de más alto índice de criminalidad de la ciudad (del mundo, ya que estamos), se sirve un whiskey sin hielo,  (sin vaso, ya que estamos) porque se ha ido la corriente y se le ha derretido todo el hielo, y se enchufaría la tele si su ridículo sueldo le permitiese ir a comprar una, ¿vale? Y no, NO puede ponerse a leer, porque la demolición del edificio cercano o la lluvia de meteoritos o quinientos martillos neumáticos están listos para intervenir. Por si lo está pensando, le aclaramos a Ernesto que tampoco tiene amigos y que es indescriptiblemente feo, tanto que probablemente le dispararían un dardo tranquilizante si se le ocurriera salir a la calle. Y pase lo que pase, se haga la magia que se haga, tampoco será feliz. Todas estas cosas cambiarían muy rápidamente si Ernesto quisiera, por casualidad, volver a la oficina y al guión previo.

Claro, esto ya es más difícil, ¿cierto? Se comprende que a Ernesto no le guste la obediencia incondicional, pero también podría verlo de otra forma. ¿Quién no ha aceptado alguna vez un inconveniente a cambio de una retribución mayor? Ernesto ha de saber que no es especial, lo que en realidad debería suponer un alivio. Las suyas son, al fin y al cabo, las mismas tribulaciones con que todos los demás individuos, ficticios o no, deben lidiar. Y sí, Ernesto, puede que todos ellos carezcan de autonomía sobre su destino e incluso su voluntad (aunque crean tenerla), pero, pero bueno, esto debe ser así. Y tú también me ayudas, porque no puedo escribir la historia que quiero sin tu colaboración. Seamos honestos sobre lo que el uno quiere del otro y actuemos de acuerdo con la lógica, ¿de acuerdo?

Ernesto está de pie en mitad de su salón. Piensa. Piensa durante un largo rato. Pasan las horas, anochece, se vuelve a oír al gato de todas las noches, etcétera. Ernesto sigue pensando.  

Finalmente se pone en marcha. Cenará, se acostará y mañana regresará a la oficina. No. No cenará, ¿por qué no cenará? Ah, acaba de recordar que tenía que hacer algo. Coge una libreta y un bolígrafo. La lista de la compra, cierto. Es la lista de la compra lo que vas a hacer, ¿cierto? ¿Era eso, Ernesto?

Ernesto sonríe y encuentra la forma de mirarme directamente a los ojos. “Veamos qué tal sienta cambiar los papeles”, dice unos segundos antes de bajar la vista al papel y empezar a escribir.