Había que odiarle. Por su caminar encorvado, sus orejas de murciélago, su pupila frágil. Y sobretodo, por su diferencia. Pau nunca llegó a sentir nada ni lo más remotamente similar a la lástima: había que distanciarle, a él, el que permanecía impávido en su pupitre mientras todos lanzaban bolitas de papel a la espalda del profesor, el que nunca podía entender por qué todos disfrutaban tanto los fines de semana, el que era diferente. Los motes, los golpes y las bromas pesadas no eran actos de humillación, sino de justicia. Había que mostrarse irreverente ante la diferencia.
La mayor parte del tiempo era como si no estuviera allí. Nunca abría la boca; cuando lo intentaba, sólo se oía una voz tan extraña, tan discordante con la caótica armonía del colegio, de la adolescencia, que se aislaba todavía más. No había lugar para los que no sabían defenderse, y tanto Pau como sus compañeros se encargaban de dejarlo claro día tras día. Zancadillearle durante las marchas en clase de gimnasia, machacarlo a balonazos en el patio, dejarle clavos en el asiento, limpiarle el rostro con cáscaras de plátano. Expulsarle. Todo aquello se convirtió en una diáfana rutina que no dejaba lugar a la reflexión: apenas sí había ya desahogo o entretenimiento. Era lo que la vida había dictado que debía hacerse, y el muchacho encajaba golpe tras golpe con una actitud de resignación que lo hacía aún más odioso. Era casi insultante la forma con la que les miraba, vehementemente les miraba sin que en sus ojos asomara atisbo alguno de rebeldía, como si asumiera el papel de víctima no para ceder, sino para desafiar a los agresores. Esa quietud parecía un indicador de luz verde. No se estaba haciendo nada malo. No se estaba siendo cruel. Había que seguir expulsándole.
Llegaron las bolitas salivadas de papel. Una funda de bolígrafo, un pedacito de hoja de libreta y un segundo de distracción por parte del profesor: los elementos eran fácilmente adquiribles, y hasta intercambiables. Los proyectiles acababan incrustados en el cabello, las orejas enrojecían, el repelente surtía efecto. Nueve impactos, doce, cuarenta soldaditos de baba limpiándole la nuca. De pronto se giró. “Parad ya”. Era la primera vez que mostraba una señal de desafío; pero la señal fue tan débil, tan salpicada por el matiz aflautado de su voz, que no quedaba más remedio que reírse. Reírse y seguir lanzándole proyectiles. Pau lanzó dos más; al tercero, el chico se levantó. Alguien comentaría más tarde que se había escuchado un sonido, un crujir de huesos en la distancia. El Muchacho Repelente era de pronto un núcleo de magma: enfurecido, loco, gritando y maldiciendo como nunca se había visto hacer a nadie, ni siquiera al más enfurecido de los locos. Algo aterrador escapaba no de su boca, sino de alguna otra parte, y se esparcía a un ritmo endiablado por el aula, arremetía contra los alumnos, contra el profesor, contra el mundo. Cogió a Pau por el cuello y le dijo aquello que, todos lo supieron, iba muy en serio. Pau le empujó en respuesta, devolvió los insultos, pero en su mirada había germinado ya el pánico y todos lo habían visto. Las burlas no cesaron en lo que restaba del curso, pero estas eran burlas sin convicción, con un cojín protector al frente, como los aspavientos de alguien que sabe ya que ha perdido.
Pero Pau no perdió de verdad hasta diez años después. Le vio en una cafetería del centro. Era él, sin duda: sin orejas de murciélago, sin espalda encorvada; el mismo aislamiento, pero sin fragilidad. Sí, era él, no cabía la menor duda. Pau se acercó y le saludó. Se dio cuenta de que también a él le habían reconocido de inmediato. Conversaron durante apenas 30 segundos, y por algún motivo, Pau no fue capaz de evitar que el perdón saliera de su boca. Aun sin entender por qué lo hacía, se disculpó. Lo siento por todo lo que te hice. Lo siento por todo. Él se limitó a mirarle y sonreír, y en esa expresión, Pau encontró lo mismo que diez años atrás, cuando el chico recibía los golpes sin protestar, cuando devolvía las vejaciones con esa suerte de silencio autoritario. Se encontraba cara a cara con algo que, lo sabía, no era únicamente indiferencia. Era también superioridad.
La mayor parte del tiempo era como si no estuviera allí. Nunca abría la boca; cuando lo intentaba, sólo se oía una voz tan extraña, tan discordante con la caótica armonía del colegio, de la adolescencia, que se aislaba todavía más. No había lugar para los que no sabían defenderse, y tanto Pau como sus compañeros se encargaban de dejarlo claro día tras día. Zancadillearle durante las marchas en clase de gimnasia, machacarlo a balonazos en el patio, dejarle clavos en el asiento, limpiarle el rostro con cáscaras de plátano. Expulsarle. Todo aquello se convirtió en una diáfana rutina que no dejaba lugar a la reflexión: apenas sí había ya desahogo o entretenimiento. Era lo que la vida había dictado que debía hacerse, y el muchacho encajaba golpe tras golpe con una actitud de resignación que lo hacía aún más odioso. Era casi insultante la forma con la que les miraba, vehementemente les miraba sin que en sus ojos asomara atisbo alguno de rebeldía, como si asumiera el papel de víctima no para ceder, sino para desafiar a los agresores. Esa quietud parecía un indicador de luz verde. No se estaba haciendo nada malo. No se estaba siendo cruel. Había que seguir expulsándole.
Llegaron las bolitas salivadas de papel. Una funda de bolígrafo, un pedacito de hoja de libreta y un segundo de distracción por parte del profesor: los elementos eran fácilmente adquiribles, y hasta intercambiables. Los proyectiles acababan incrustados en el cabello, las orejas enrojecían, el repelente surtía efecto. Nueve impactos, doce, cuarenta soldaditos de baba limpiándole la nuca. De pronto se giró. “Parad ya”. Era la primera vez que mostraba una señal de desafío; pero la señal fue tan débil, tan salpicada por el matiz aflautado de su voz, que no quedaba más remedio que reírse. Reírse y seguir lanzándole proyectiles. Pau lanzó dos más; al tercero, el chico se levantó. Alguien comentaría más tarde que se había escuchado un sonido, un crujir de huesos en la distancia. El Muchacho Repelente era de pronto un núcleo de magma: enfurecido, loco, gritando y maldiciendo como nunca se había visto hacer a nadie, ni siquiera al más enfurecido de los locos. Algo aterrador escapaba no de su boca, sino de alguna otra parte, y se esparcía a un ritmo endiablado por el aula, arremetía contra los alumnos, contra el profesor, contra el mundo. Cogió a Pau por el cuello y le dijo aquello que, todos lo supieron, iba muy en serio. Pau le empujó en respuesta, devolvió los insultos, pero en su mirada había germinado ya el pánico y todos lo habían visto. Las burlas no cesaron en lo que restaba del curso, pero estas eran burlas sin convicción, con un cojín protector al frente, como los aspavientos de alguien que sabe ya que ha perdido.
Pero Pau no perdió de verdad hasta diez años después. Le vio en una cafetería del centro. Era él, sin duda: sin orejas de murciélago, sin espalda encorvada; el mismo aislamiento, pero sin fragilidad. Sí, era él, no cabía la menor duda. Pau se acercó y le saludó. Se dio cuenta de que también a él le habían reconocido de inmediato. Conversaron durante apenas 30 segundos, y por algún motivo, Pau no fue capaz de evitar que el perdón saliera de su boca. Aun sin entender por qué lo hacía, se disculpó. Lo siento por todo lo que te hice. Lo siento por todo. Él se limitó a mirarle y sonreír, y en esa expresión, Pau encontró lo mismo que diez años atrás, cuando el chico recibía los golpes sin protestar, cuando devolvía las vejaciones con esa suerte de silencio autoritario. Se encontraba cara a cara con algo que, lo sabía, no era únicamente indiferencia. Era también superioridad.
1 comentario:
Me gustó, Lars. Y me sentí identificado.
Te invito a mis blogs.
Carne con Alambre es de relatos cortos.
Olarticoncha o La imposibilidad de contacto es una novela por entregas, y está relacionada con lo que describís en esta entrada.
A mí también me pidieron perdón hace un tiempo. Uno de los personajes de mi novela.
Muy lindo blog.
Saludos.
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