And now for the punch-line


Era una casa antigua de dos plantas, con un tejado en forma de pico a la vieja usanza, una escalinata de piedra frente al portón rojo y un pequeño huerto en la parte trasera. La circundaba un espeso grupo de olmos, y la hierba próxima había crecido hasta alcanzar las ventanas del primer piso. Mireya estaba convencida de que no echaríamos en falta el mar mientras viviéramos allí, pero donde ella veía redondez, yo veía tejas sueltas, desconchones en las paredes y estancias enteras por pintar. No conseguía que se me contagiara el optimismo de Mireya y prácticamente me culpaba por ello, pero la veía feliz y eso tiraba de mí. Lo importante aquellos días era que volvíamos a sentirnos dueños de nuestro destino, y empecé a creer al igual que Mireya en aquél boceto que por sí solo se convertía en logro: la flamante casita pintada, reforzada, rejuvenecida de pies a cabeza.

Fue al tercer día cuando se hizo la herida. Yo estaba en el lado opuesto del exterior de la casa; pasaba buena parte del mediodía cortando leña, pues lo más probable era que transcurrieran meses hasta que pudiéramos instalar un sistema moderno de calefacción. Cuando solté el hacha y me giré, vi al instante el reguero cayendo por el brazo izquierdo; después pude ver el desgarro en el codo. Había algo más que piel y músculo al descubierto. Mireya no parecía estar asustada como yo; no había hecho ningún ruido, no había dibujado ninguna mueca de dolor. Con la boca semiabierta y la mirada consternada, parecía haber descubierto que podía sangrar. Lo mismo sucedió cuando le vendé el brazo con cuidado: me miraba en busca de sabiduría, exigiendo –eso me transmitió su silencio- que le explicara qué iba a suceder a continuación. Esa noche se dejó hacer el amor con una docilidad que no entendí. En nuestro anterior hogar había aprendido a través del sexo que estábamos envejeciendo: el amor no se habría extinguido, pero ya nadie podría quitarle la etiqueta de ejercicio rutinario, de obligación amistosa y por lo tanto desapasionada. Aquella noche, en cambio, relajó el cuerpo como sólo recuerdo que había hecho cuando aún no éramos pareja de hecho. Luego se daría lentamente la vuelta y dormiría de espaldas a mí, dejando que la abrazara por detrás. Al principio pensé que buscaba entregarse a esa romántica sensación de seguridad; luego caí en la cuenta de que no dormía. Tenía la mirada fija en el ventanal del cuarto, aún sin cortinas, dejando que la noche límpida, salpicada de estrellas, se abriera en la estancia. Quería dormir de cara a la ventana.

La casa empezó a rendirse poco a poco. El suelo del baño en el segundo piso cedió sin más; la bañera que acabábamos de colocar se rompió en mil pedazos. Los ratones y las hormigas no supusieron ningún problema hasta que comprendimos que deseaban esa casa tanto o más que nosotros. Por recomendación de un amigo, llamamos a un restaurador suizo: el hombre lo comprobó todo con su serena meticulosidad, tomó sus medidas, hizo sus comprobaciones y terminó diciéndonos que lo mejor que podíamos hacer era renunciar y abandonar la casa. Lo dijo con bastante tacto, consciente de la situación, pero Mireya se sintió ofendida y se negó a despedirse de él. Entonces el sexo volvió a adquirir el viejo tono de rutina, y ella continuó durmiendo de cara al ventanal y de espaldas a mí.

Ocurrió que me desperté de muy mal humor. Las complicaciones con la casa, el comportamiento de Mireya y las pesadillas me llevaban a sentirme acorralado entre nuestra ilusión y una creciente necesidad de explotar. Cuando me dijo que debí haber estado con ella cuando se hizo la herida, le dije cosas de las que inmediatamente me arrepentí. Ella, por toda defensa, dijo que no tenía intención de llorar; entonces, a sus espaldas, la casa se desplomó instantánea y a la vez exquisitamente, sin provocar demasiado estruendo, sin apenas levantar polvo. Mireya y yo nos quedamos contemplando los restos en silencio, negándonos a movernos, como si el derrumbe hubiera establecido un nuevo orden en el paisaje para el que nosotros no teníamos ningún permiso para alterar. Unos minutos después decidí que colocaríamos la mesa de picnic sobre lo que quedaba del tejado. Allí comeríamos y beberíamos la última botella de vino que nos quedaba. Ninguno de los dos mencionó la discusión de la mañana, como si todo hubiera quedado enterrado bajo los restos de la casa. Mireya miraba al horizonte y de ella no me llegaba otra cosa que no fuera una palpable sensación de alivio. Yo seguía arrepentido por haber pagado mi enfado con ella, pero me sentía igualmente liberado; por haber terminado con el asunto de la casa y, sobretodo, porque presentía que ya no volvería a darme la espalda por la noche.

Surface & Deep



Siempre quise que el límite se sustrayera del espacio.

En el cumpleaños que imagino, la música se expandirá como la salpicadura de un eco perpetuo. Los iridiscentes parpadeos de la luz romperán la cálida oscuridad cuando quieran. No será necesario invitar a nadie, porque vendrán todos. Los que amo, disfrutarán; los demás, disfrutarán. Jordi estará haciendo dibujos exquisitos en alguna esquina. Raúl volverá de donde quiera que esté para fundirse de nuevo con su bajo. Juanjo nos hará reír, porque es lo único que no sabe dejar de hacer.

Ilitia fornicará con la prosa y Estefanía hará lo propio con el verso. Chus improvisará el peor monólogo posible -lo cual será encantador-, Pablo recitará a Bukowski con la voz recién lavada, Andreu volverá a ser el que era. Vestiremos a Bernat con frac y bombín, porque no puede haber mejor maestro de ceremonias; colocaremos a Cristina sobre una tarima, porque no puede haber mejor actriz; le daremos mil conejos a Pau, porque sólo hay un verdadero mago en el mundo. Si se aguza el oído, se oirán las perfectas vocales británicas de Oliver y la candidez sureña de Shelly; el cenagoso francobelga de David, el vaivén bonaerense de Walter.

Y como me siento especialmente hambriento, ampliaré la estancia para que quepan los milagros de un día: también quiero ver al gitano que me leyó la mano y dijo que sólo me esperaban grandes cosas en la vida, y a aquella llama verde en la mirada (¡ay!) que se esfumó por entre las calles de Valencia, y a esa Voz que escuché a los pies de la tumba de El Greco. O a las sombras que veía cuando todavía estaba en la cuna y que aún creo que reconocería si me las encontrara algún día.

No entiendo el concepto de espacio. El terrenal, al menos, parece muy distinto del que cualquiera puede crear en un segundo.

Así pues, tampoco quiero entender de límites.

Cada día se me concede el placer de contemplar cosas nuevas. Pero a mí nunca me interesó ver lo que ocurre por fuera.

Poeira

Nicolette Bourdon

15 décembre


"Autrui, c'est l'autre, c'est-à-dire le moi qui n'est pas moi" (J.P.S.)


Je suis français. La frase construye su propia extrañeza, letra por letra, mientras se precipita hacia su escandaloso punto y final. ¿Cuánto hace que llegué aquí? El tiempo transcurrido no se corresponde con lo que contesta el espejo de mi habitación; y de hecho, todo parece haber ido en dirección contraria. La ropa que visto, el color de mi piel, el volumen de mis senos; todo ha experimentado un retroceso ávido de infancia que no puede ser dulce. Mi rostro es lo único que parece negarse a someterse a este extraño pliegue temporal: la sonrisa más exhausta, los párpados más cerrados, la expresión más comprometida con una tercera edad antipática y pesimista.

Mais je suis trés jeune. Me obligo a recordarlo dos veces al día. Una por la mañana, cuando el calor de mi cama parece un horizonte y el azote invernal de la calle parece un claustro, y otra por la noche, cuando mis compañeros de piso duermen y el violento silencio se vuelve contra mí. Joaquín, Joaquín, Joaquín; el más insignificante movimiento lleva su nombre a la espalda, jugando a ser mi sombra. La herida es aún reciente; debe serlo, pues no he tenido tiempo para dejar de sangrar. Los españoles me miran y ven un arquetipo: francesa de aire melancólico, Bohême porque sí, romántica sin rechistar, y un perpetuo ritmo de acordeón muerto como banda sonora. Soy un ser triste, no puedo ni quiero negarlo, pero algo ha cambiado. Oui, oui, Joaqoui.

Me había acostumbrado a que la clase de portugués fuera mi santuario. Por el ambiente, porque no me siento extranjera, porque Laura y Didac pueden comunicarse conmigo a un ritmo de tres idiomas por minuto y toda mi vida se queda paralizada al frente de la puerta del aula, sabiendo que no podrá atenazarme de nuevo hasta que yo salga. Pero no ha sido así esta mañana. Estas cosas pasan: una conversación anodina, un nombre pronunciado al azar, y de pronto me llamo imbécil por no haberme atrevido a borrar esos mensajes del móvil, o por no tirar el móvil por la ventana cuando tuve la oportunidad. A tu alrededor, la naturaleza sigue su curso inalterable: hay risas que suenan a ironía sin pretenderlo, hay miradas que ofenden a tu cobardía, y entonces a la profesora se le ocurre poner una canción para despedir la navidad; una canción brasileña, insoportablemente festiva, que te hace sentir como el único monstruo en un circo de seres humanos cuando todos cantan y palmean mientras tú te tragas las lágrimas en una esquina. La pantalla muestra a la cantante más atractiva de sudamérica, y su poderoso, pegadizo, estúpido estribillo se contagia en todas las bocas del aula. Poeira, poeira. El descubrimiento es insoportable: la felicidad está ahí mismo, prefabricada, empaquetada, gratuita, y tú eres incapaz de tomarla. Poeira, poeira, cantan todos; levantou poeira. Français, et jeune, et pathétique.



Lars visto por Lars



Manos de condesa

en cuerpo de batracio,

ojos de murciélago

en rostro de infante

y el ansia de un atleta

en el corazón de un cobarde.


De fluidos rosas


PROBLEMA
El equipo de música no emite sonido alguno.

SOLUCIÓN
Suba el volumen del aparato.

(Extraído del manual de instrucciones de una minicadena)

Con frecuencia, la música despierta un deseo de difícil categorización: el de querer fundirse en ella. Hasta el más furioso, impenetrable de los individuos ha tenido tiempo para tumbarse en el sofá y sentir cómo, inexplicablemente, una secuencia estructurada de notas y ritmos tergiversa la percepción del tiempo y convierte a los sentidos en relojes oxidados. La música surge de la necesidad intrínseca al hombre de buscar el intimismo; colocar todo cuanto le rodea, envuelve y afecta justo al lado izquierdo de un punto y aparte.

Paralelamente al progreso de la civilización, el individuo puede esperar que su deseo personal de libertad quede condicionado a los requerimientos de una ultradisciplinada maquinaria social que, después de todo, y con un alto margen de errores tolerables, funciona. La dirección natural de todo sistema social es lograr una mayor productividad por parte de cada uno de sus engranajes; esto es, mayor productividad a favor del propio sistema. Este es un de los pocos aspectos en los que estoy dispuesto a mostrarme pesimista: preveo un futuro aciago para ese extraño concepto llamado espiritualidad. No me sorprende en absoluto ver hoy día a tantos jóvenes perdidos, confusos, desencantados, desmotivados, desempleados. Cada década nos enseña mejor que la anterior a ser buenos ingenieros y brillantes hombres de negocios, pero cada vez se nos instruye peor en el arte de ser nosotros mismos. A veces incluso da la impresión de que ciertas cuestiones de amplísima influencia, tales como el paro, la crisis económica o las elecciones gubernamentales son en realidad astutas maniobras de distracción con las que nos olvidamos de lo que realmente importa; lastres de los que deberíamos desprendermos si no queremos dejar de ascender, de alejarnos de una tierra poderosamente gravitatoria, mortalmente llana y estéril, y muy alejada del objetivo esencial que toda persona determina como propio al mirarse al espejo y preguntarse qué es lo que desea ser.

Para mí, lo más cercano a la perfección musical lo encuentro en J. Sebastian Bach por una parte y en Pink Floyd por la otra. Escucharlos tiene poco que ver con un éxtasis o una simbiosis y demás terminos que en lo artístico empleamos generalmente cuando no tenemos ni idea de qué queremos decir. Creo que la mejor música es un espejo que deseamos traspasar; un universo absurdamente repleto de contradicciones en el que vemos dibujado un estado incorpóreo que, sin saber por qué, siempre hemos deseado alcanzar. Un desdoblamiento de la versión más perfecta de uno mismo que se pueda imaginar.


Si esta vida es realmente nada más que sonido y furia, como escribió Shakespeare, la única cura posible para la sordera es subir el volumen de los altavoces.

"Estuvimos bien ese día"



"La imaginación domina el mundo".
Napoleón Bonaparte

"¿Que si le temo al lienzo en blanco? Es él quien debería temerme a mí".
Vincent Van Gogh

"Si su vida cotidiana le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted por no ser lo suficientemente poeta como para conjurar sus riquezas, pues para los creadores no hay pobreza ni lugar pobre e indiferente".
Rainer Maria Rilke

"La gente cree que el vacío es la nada, pero no lo es. El vacío es una plenitud discordante, un mundo atestado de fantasmas en que el alma hace un reconocimiento."
Henry Miller

"Haz lo que quieras. Esta vida es ficción y está hecha de contradicción".
William Blake

"Someter al enemigo sin pelear es la excelencia suprema".
Sun Tzu

"La mejor venganza es no ser como el agresor".
Marco Aurelio

"Una vez fui al psiquiatra. Cuando entré en la consulta, le pregunté: ¿cree usted que este proceso podría, de alguna forma, dañar mi creatividad? Y él dijo: bueno, David, debo ser sincero: podría. Así que le estreché la mano y me fui".
David Lynch

"La vida se expande y se encoge en función a tu coraje".
Anaïs Nin

"Mi propósito es hacer películas que ayuden a la gente a vivir, incluso aunque causen infelicidad".
Andrei Tarkovskiy

"¿Y conseguiste lo que querías en esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado,
sentirme amado sobre la tierra".
Raymond Carver

"Uno sabe que ha alcanzado la perfección no cuando ya no le queda nada más que añadir, sino cuando ya no le queda nada más por quitar."
Antoine de Saint-Exupéry

"Para quien lo intenta, nada es imposible".
Alejandro Magno

"Disfruto con mi trabajo. Disfruto cada momento de mi vida profesional".
José Mourinho

"-Queremos volver a casa.
- Al igual que toda criatura viviente. Es un deseo en vano, pues no hay hogar verdadero. Toda inteligencia merodea... y jamás tiene descanso".
Orson Scott Card

"Si la soledad te asusta, no te cases".
Anton Pavlovich Chejov

"Antes de hablar, me gustaría decir algo importante".
Groucho marx

"Aprende del ayer. Vive por hoy. Confía en el mañana".
Albert Einstein

"¿Tú? Tú ya eres escritor".
Nuria


Patria (sust.masc.)

A quienes siguen preguntándose por qué no me decido a escoger:

No me importaría ser como ustedes. Me gustaría jugar a lo que ustedes juegan. Declararme parte de un territorio, miembro de una especie, apéndice de una estirpe, hijo de una bandera, extensión de un ideal. Pero tengo un grave problema.

Si me remonto a Madrid, esa laberíntica cuna de celuloide y hormigón que me vio nacer, caigo en la cuenta de que no viví allí más que unos pocos meses. Es un lugar al que amo -y no es el único, por cierto-, pero dolorosamente, hoy es poco más que un albergue de paso. La familia es de lo poco que me vincula allí. Es un tanto impreciso afirmar que soy de allí.

He crecido en Barcelona. Pero no consigo sentir que esa sea mi tierra. No encuentro raíces cuyo valor deba proteger a ultranza ni percibo esa indefinible niebla en el subconsciente que debería hacerme sentir parte inevitable de un conjunto. No puedo considerarme catalán.

Algunas de las experiencias más memorables de mi adolescencia acontecieron entre Alicante y Valencia. Pero, para mí, esos lugares son ya un cuerpo pretérito; no los asocio con algo a lo que debiera regresar; mucho menos con algo por lo que deba sentirme representado.

Aún no he dicho nada del sur. La sangre de mi padre es el legado de varias generaciones bañadas por el sol de Andalucía... lo que implica que, probablemente, mi padre sea también fenicio, griego, romano, germánico, visigodo y musulmán.

Vivo en España, según parece. Considero un lujo haberme criado en un lugar tan harto de heterogeneidad; donde parece esconderse la versión miniaturizada de todo un planeta, donde uno puede pasarse la vida entera sin repetir plato y nadie ha oído hablar jamás del término medio.

Pero también he paseado por las calles de Dublín, Amsterdam, Florencia, Londres y Montpellier; y lo que he encontrado en todos esos lugares no me ha parecido menos mío que cuanto tengo aquí.

Sigo sin saber qué es sentirse un extraño. Érase un hombre tan ignorante, tan ignorante, que no sabía ni dónde terminaba su casa.

Debo confesarlo: me divierte mucho jugar a ser yo.



Firmamento del campo de batalla

Veo el punto, verdoso y reluciente, cruzando muy lentamente su cabello. Cuando me incorporo, Ricardo aparta de pronto los ojos del tablero; casi retrocede cuando ve que estiro mi brazo hacia él.
- Sólo tienes un bicho en el pelo - le digo, y vuelvo a sentarme.
Mueve la mano izquierda hacia la torre, donde vacila por un instante hasta que finalmente la mueve cuatro casillas hacia adelante. El escarabajo cae de mi mano y corretea por el tablero; es casi un diminuto haz de luz asustado en una planicie de perfectos claroscuros.
- Te toca - dice Ricardo, pero aparta la mirada enseguida.
Dejo que las posibilidades de victoria se iluminen en calma. Estoy empezando a dominar la situación; él lleva varios turnos obligado a jugar a la defensiva. Dos movimientos más y le dejaré sin torres; tres más, con suerte, y jaque.
- Pensé que querías decirme algo esta mañana - murmura.
El escarabajo trepa por la oscura espalda de mi reina hasta llegar a la cima, donde decide aguardar pacientemente, controlando el campo de batalla desde su mismo firmamento.
Álfil a efe seis; después moverá la reina. Inspiro.
- Podrían cambiar muchas cosas si lo dijera -y golpeo el botón del reloj.
Veo otro claroscuro; esta vez, en el rostro de Ricardo. Lo primero que hará será concentrarse en la partida. Después contestará.
- Soy todo oídos - reina a ce uno. Hasta ahora, todo va bien.
Pulsa el botón de su reloj.
- Creo que eres un cántaro vacío - digo.
Sus ojos caen el tablero para despertar en la perplejidad. Puedo contar con los dedos de la mano las veces en que he conseguido hacerlo; cuando parece que, al fin, derribo su eterno esquema donde todo está medido, racionalizado, archicalculado, para tenerlo al fin entre los dedos.
- Incluso ahora, un año después, sigues diciéndome que no sabía lo que quería. Que estaba perdida, confusa, que sólo veía en ti lo que quería ver; te sabes la historia, me sé la historia. Que por eso te alejaste.
Dejo que su mano izquierda, ya no tan confiada, recoja el álfil que acabo de derribar.
- ¿Por qué no te funciona la memoria para la vida real tan bien como te funciona con el ajedrez? Yo pienso mucho en el verano pasado. Quiero decir mucho. La filmoteca, El gatopardo. Tu película favorita. Y no parabas de mirarme. Las cosas que escribías. Las veces en las que abrías la boca y... allí se te quedaba todo, en la garganta, hasta que hacías una bola y te lo tragabas.
De nada le sirve su álfil-a-de-cuatro-y-mato-caballo, porque ahora tengo la torre libre.
- Te hubiera gustado. Tanto como a mí. No me mires como si no supieras de qué hablo. Por supuesto que sabía lo que quería, Ricardo. Nunca he estado tan segura de algo. Creo que me acusas de confusa, de perdida, y cosas que sólo te sirven para dar la impresión de tener una explicación, tu puñetera última palabra. Te recuerdo a tu propio pánico, eso es lo que pasa. Te hemos hecho mucho daño, las mujeres, ¿verdad? Todas unas zorras. Pobre, pobre, pobre Ricardo. Jaque al rey Ricardo - golpeo el reloj.
No se mueve. Permanece absorto en el tablero, como si parte de su vida estuviera palideciendo allí mismo. A su espalda, los jóvenes siguen llevando sus platos y sus cálidas tazas de café en dirección a las mesas. Ricardo está soñando, ingrávido, en el eje de un mundo basado en perpetuo movimiento. Las agujas del reloj siguen su curso.
Sus dedos pasan del labio al mentón y del mentón al pecho y del pecho al labio.
Entonces creo, aunque no estoy muy segura, que se produce uno de esos silencios repentinos, cuando cien conversaciones se detienen al mismo tiempo, y que las agujas fallan en su infalible cadencia, y que de pronto Ricardo mueve un álfil que yo ni siquiera sabía que estaba ahí, y lo coloca justo ante su rey, convirtiendo mi torre en un pilar sin sentido ni propósito a no ser que esté dispuesta a sacrificarlo.
Golpea el reloj.
- Tú también olvidas muchas cosas, Rebeca- dice.
Afuera, sobre el césped, un acordeón desprende una melodía pesada; una cascada con sabor a hierro oxidado.
- Olvidas, por ejemplo, el día en que entraste por ahí, por esa misma puerta, y me viste sentado aquí mismo, y te diste la vuelta y te fuiste sin decir una sola palabra. Olvidas... El gatopardo, sí. Olvidas que ese día alguien te puso una mano sobre la tuya y tú la retiraste, y de paso olvidas alguna que otra mirada rechazada, y también algún que otro no puedo verte hoy, tengo cosas que hacer.
Sé que mi próximo movimiento será estúpido. Sé que él está visualizando en un segundo probabilidades para las que yo necesito cincuenta.
-Me alejé, sí. Tal vez porque no me dejaste acercarme un sólo paso más. Ha pasado un año, es verdad. Y creo que las cosas están igual que antes - y su reina corta el tablero en diagonal-. Jaque.
Nunca le miraré suficientes veces. Las facciones no tienen importancia: en el fondo es el más anónimo, insustancial, repetible de los rostros; y tal vez por eso, todo cuanto me rodea puede estar construído a partir de él: luz, espacio, e incluso tiempo. Una fracción de tiempo inconmensurable para buscar comprensión en mi vida, y un instante INSTANTE instante para perderla.
El escarabajo verde ya no está sobre mi reina. Lo busco sobre el tablero, pero se ha esfumado. Muevo al rey para alejarlo del peligro; supongo que no puedo hacer otra cosa.
- ¿No me echas de menos?
En realidad, no se lo pregunto. Casi sin darme cuenta estoy formulando una especie de orden indirecta; una trampa verbal que debería acorralarle entre mí y la única respuesta que quisiera oír.
Sus ojos están fijos en los míos cuando mueve el álfil y golpea el reloj.

XXI.

Me gusta ser quien ya no puedo ser;
que el viaje inédito sea cierto
y que el sueño viva en este papel.

Hay un viejo poema en el estante.
“Así que Miguel escribía”, pienso,
y me traslado de cuerpo al instante,
y jamás creeríais lo que allí encuentro.

A la mujer del asiento de enfrente
le daré por un minuto mi lugar;
miraré a mi yo de hace un periquete
y veré que no todo es soledad.

Bajará en Sant Joan sin mirar atrás.
Intuyo el amor que al salir le espera
o el padre al que acaba de enterrar:
dimensión que mi silencio procrea.

Puedo ir más lejos, incluso;
charlar con ella sin pronunciar,
visitar su casa sin permiso,
desnudarla sin siquiera palpar.

Ganan así en riqueza mis días,
hurtando vidas que, por decreto,
me pertenecen
en mi fantasía.


El vientre abriéndose

Con ese paso te colocas sobre la baldosa central del salón. Si ahora extendieras los brazos, comprobarías que tus dos manos están exactamente a la misma distancia del punto más lejano de la casa. Bienvenida al núcleo.

Tras la puerta corredera espera el cuarto de Andoni, o de los papeles de Andoni. No hay mucho que decir sobre él, porque se pasa las tardes rellenando libreta tras libreta en pos del poema perfecto. El otro extremo del salón alberga la puerta de la habitación de Edurne, la chica que disfruta resolviendo ecuaciones en su tiempo libre y que una tarde de cada seis toca el saxofón. Parece que ha aprendido a trasladar la fragancia de los números a los agujeros del saxo; no sabe improvisar, pero cada nota que escapa del instrumento es como un clavo colocado por un científico; precisión maquinal en el tono, la intensidad y la duración. Esas notas levantan una corriente de calor entre su lugar de nacimiento y los muros de la casa: se agita la bandera del Atlethic, se estremecen los vasos de cristal sobre la mesa, juguetea la pelusilla de polvo incrustada en el gotelé de la pared.

Y alcanzan entonces el otro lado de los muros. Casi puedes ver a Dulantzi preparando su zapatilla de la protesta, o aproximándose al equipo de música para que sus cuatro altavoces impongan su soberanía acústica (la adversidad perfecciona la táctica). Arriba, en el cuarto izquierda, se escuchará una nueva entrega de los sollozos de Marko, horrorizado ante la perspectiva de tener que hacer los deberes de conocimiento del medio si quiere cenar –la recompensa adicional de las chucherías empieza a perder su efectividad-, a lo que le seguirá un estruendo provocado por la cólera de Pedro, que habrá regresado de una agotadora e infructuosa jornada en el negocio de las persianas, y lo último que puede aguantar es un nuevo desafío a la autoridad paternal. Abajo, Santxo deberá ponerse los cascos si quiere seguir leyendo a Ramiro Pinilla, o indagando en la historia de una guerra civil que insiste en sentir como asunto personal, y Sendoa se asomará al balcón, pese al frío, para quedarse inmóvil –con el pie izquierdo entrecruzado con el derecho- mientras espera a que Iñaki se asome desde el balcón del edificio de enfrente.

Iñaki, por supuesto, no se asomará. La suya es una bacteria más en la infección de tristeza perpetua que serpentea por entre las venas de esta ciudad. Nadie se ha atrevido todavía a decirle a Sendoa que Iñaki pasa las noches en la habitación de Katerina, la ucraniana de la calle de Navarro Villoslada, justo al lado opuesto del balcón de Sendoa. Tú misma les viste paseando juntos por el parque de Sarriko, y aunque las habladurías que han llegado a tus oídos cuestionan con todo atrevimiento las semillas del amor interracial, tú dirías que se cogían de la mano con mucho cariño. Les habrías visto por pura casualidad, pues contarías dos meses desde la última vez que paseaste por allí; cada rincón del parque te recordaría a Eneko, y recordar a Eneko supondría iniciar un viaje sin retorno a través de los cuatro puntos cardinales de la ciudad; abrir repetidamente las aguas de la Ría para pasar de la universidad de Deusto al museo de Bellas Artes, cruzar disimuladamente el Guggenheim y terminar atravesando las puertas del Arriaga o tomando alguna copa cerca de Vista Alegre.

Y el vientre continuaría abriéndose. La carne se iría apartando sin descanso, como si una quemadura de ácido abriera una brecha, o como si las paredes del buche acordaran en desplegarse tal y como hacen los pétalos de algunas flores en verano. Esa lenta e inexorable apertura extiende la infección de tristeza hacia todas direcciones, aunque sea dejando las leyes del tiempo al margen; te alcanzaría la nostalgia de tus cinco años, dejando que tu abuela te guiara por los parques de Barakaldo, y saltaría después siete años y cien kilómetros para recordarte lo que fue enamorarse por primera vez en Vitoria, y cruzaría las fronteras necesarias para aproximarse a los fríos pasillos de la Catedral de Burgos, o al frenesí del centro de Madrid, o al calor dorado de Écija, o al olor a sal marina de Ferrol; y puede que la hemorragia continúe y alcance lo más alto de la ciudad de Barcelona, donde tal vez un muchacho al que jamás conocerás adivinaría tu historia y la vertería sobre las hojas de una libreta desgastada, mientras la perezosa lluvia de noviembre tinta cuidadosamente las ventanas de su salón.


Little Big Chronicles - Vol IV


Georges Prosper Remi

(Hergè)


1907-1983



47 años de trabajo, más de 230 millones de ventas, un total de 58 traducciones. Las cifras siempre prestan servicio a una síntesis incapaz de hacer justicia a los más profundos, auténticos elementos del hombre. Tintín, el incansable y bondadoso reportero, cumple en realidad dos papeles distintos: en la superficie, el del aventurero más famoso de la historia del tebeo. En lo profundo, la extensión bidimensionalizada de la compleja, inquieta y enigmática personalidad de su creador, Georges Remi.

Los primeros dibujos de Georges fueron producto de la imaginería infantil en aburridas horas de clase: con la Primera Guerra Mundial recién empezada, Remi se servía de los márgenes de sus cuadernos para caricaturizar a los invasores alemanes. La base del personaje que encubiertamente representaría su deseo de convertirse en héroe la dispusieron sus años en el cuerpo de los boy scouts, organización cuya filosofía de vida le influyó hasta el fin de sus días. La mitad restante de Tintín fue consecuencia de la destacada astucia de un abad llamado Norbert Wallez.

Wallez era el editor de Le XXe Siècle, diario de corte católico. Como profundo admirador del fascismo italiano, su idea de crear una sección para jóvenes en el periódico no tenía el entretenimiento como único propósito: era también un intento de infundir ideas políticas en los niños. En el joven y talentoso Remi, por entonces colaborador en el departamento de publicidad del periódico, encontró una perfecta herramienta para cumplimentar su propósito: el Tintín de las primeras entregas era a todas luces un maniquí del totalitarismo insurgente en Europa; un boy scout de aspecto angelical que desmantelaba el gobierno soviético y recorría una África poblada por salvajes destinados a ser reconvertidos por los colonizadores europeos. Hergè reconoció mucho después que no se sentía verdaderamente responsable de la clase de ideologismo cuya obra transmitía: "Yo me dedicaba a dibujar. Para mí, todo era un simple juego en el que estaba al servicio de las ideas que por entonces, sin lugar a dudas, se consideraban correctas".

Dicho juego evolucionó en 1934. Las aventuras de Tintín eran ya un fenómeno en Bélgica y Hergè decidió que su siguiente aventura transcurriría en el continente asiático. Tuvo la suerte de conocer a un joven llamado Chang Chong-Jen, escultor y poeta que se convirtió en un prodigioso guía espiritual para el ilustrador. "Me introdujo en un mundo totalmente nuevo... todo tenía sentido a su lado. Adoraba su compañía". "El Loto Azul" supone un primer punto de inflexión en la carrera de Hergè: el retrato de una China en las vísperas de la invasión japonesa supuso el primer retazo de independencia ideológica en su trabajo. De la mano de Chang, Hergè comenzaba a abrirle las puertas a un deseo natural de libertad. "El cetro de Ottokar" mostró a Tintín sofocando una rebelión militar liderada por un pretendido dictador llamado Müsstler. Mussolini + Hitler. Pequeños gritos hábilmente escondidos que tardarían su tiempo en ser escuchados.




Cuando Alemania invadió Bélgica, el XXé Siècle fue censurado y Hergè debió proseguir su trabajo en Le Soir, diario cuya dirección pasó pronto a quedar sometida a la autoridad nazi. Súbitamente, la política y la crítica desaparecieron en los comics de Tintín, y Hergè fue tachado de traidor y colaboracionista por un amplio sector de la población. "Verá usted, lo único que estaba haciendo era trabajar, igual que lo hacía un minero o un conductor en el contexto que se les permitía. No entendía por qué a ellos no los tachaban de colaboracionistas, y a mí sí". Paradójicamente, muchos críticos consideran que en esta época se producen los mejores números de Tintín: Hergè se ve forzado a desarrollar tramas más ricas, a incurrir en el mundo fantástico y a introducir un amplio elenco de personajes nuevos, incluyendo al volátil y archiconocido capitán Haddock. El barbudo marinero con tremenda facilidad para el exabrupto era, sin embargo, mucho más que un añadido cómico en las historietas de Tintín: con el tiempo, pasaría a convertirse en el molde en que Hergè vertía, siempre con sutileza, su sinceridad emocional.

Cuando cae el régimen nazi, Hergè es detenido e interrogado como muchos otros periodistas belgas. No llega a ser encarcelado, pero su nombre queda fijo en la lista negra del pueblo belga para siempre; la cicatriz es profunda. El periodista Raymond Leblanc le ofrece proseguir con su labor en un nuevo periódico, donde Hergè deja de ser dueño de su destino: Leblanc exige dos páginas a la semana, lo que le obliga a concentrar mayor espectacularidad y ritmo en el espacio disponible. Tan agotador es el trabajo que en varias ocasiones escapa a Suiza, por pura huida balsámica. "Tienes un talento fabuloso, y siempre lo has utilizado para bien", le escribe su mujer. "Georges, si no regresas por mí, al menos regresa por Tintín".

La paradoja persigue a Georges Remi. La inauguración de los Hergè Studios en 1950 le proporciona auténtica libertad creativa por primera vez, pero al poco se enamora de Fanny Vlamnyck, una joven artista que trabaja en su propio taller. El perpetuo conflicto emocional al que se ve sometido le provoca incesantes sueños en los que todo es blanco; interminables llanuras y colinas cubiertas de nieve. Blanco sempiterno.



"Tintín en el Tíbet" no es solamente una maravilla del noveno arte. Es también, para un lector con ojo diestro, una oportunidad para adentrarse en una psique que se desmorona, que es incapaz de contar sus propios cuentos sin derramar hasta la última gota de su sinceridad en ellos, aunque todo quede soterrado por la nieve, por la inocente máscara del cuentacuentos. "En un momento dado acudí a un psicoanalista suizo del que me habían hablado muy bien. Me dijo que yo estaba poseído por una suerte de fantasmas blancos; demonios a los que yo debía exorcizar. Me recomendó que descansara, que dejara de trabajar en Tintín. Pero aquello no se correspondía con la mentalidad de un boy scout. Un boy scout persiste, lucha... y así hice. Exorcicé a mis demonios blancos. Dejé a mi mujer. Acepté no ser inmaculado".

A medida que envejecía, Hergè publicó nuevas aventuras de Tintín con cada vez menos regularidad. Los acuerdos para adaptaciones cinematográficas de Tintín le reportaron sustanciosos fondos con los que pudo, por primera vez, viajar tanto siempre había deseado, en especial a través de Asia; allí, según sus conocidos, concentró todos sus esfuerzos en reencontrar a su viejo amigo Chang Chong Jen, con el que había perdido contacto desde los inicios de la segunda guerra mundial. Hergè no había olvidado a un amigo que, de hecho, jugó las veces de personaje asiduo en las publicaciones de Tintín y de leit motiv de Tintín en el Tíbet, donde el reportero y sus amigos recorrían las escarpadas cordilleras de Nepal intentando encontrar a un hombre que todos presuponen muerto.

Su deseo se hizo realidad en 1981, cuando llegó a sus oídos que Chang, después de varias décadas de miseria y olvido, había logrado remontar poco a poco el vuelo hasta convertirse en director de la Academia de Bellas Artes de Shangai. En directo para todos los canales de la televisión belga, la realidad se fusionó con el arte: Hergè y Chang se dieron un emotivo abrazo más de cuatro décadas después de su último encuentro.


Apenas año y medio después, Georges Remi fallecía víctima de una leucemia que acarreaba desde hacía varios años. El legado que dejó al mundo parece negarse a flaquear: cada nueva generación disfruta de las aventuras de Tintín y sus compañeros en un fabuloso ejemplo de la inmortalidad del arte. La fascinación por Hergè ha crecido asimismo al paso de los años, pues si bien los niños gozan de sus aventuras, los adultos encuentran en ellas un maravilloso compendio de lo que fue el siglo XX. Hergè, por encima de todo, deseó ser siempre un artista; y como tal, dejó que su experiencia, su sincera emotividad, su talento narrativo y su imaginación trabajaran conjuntamente para forjar la leyenda de un personaje inmortal. Un personaje que obró como silenciosa elongación de su propio creador y de los deseos del mismo: su deseo por absorber el mundo, su deseo por ver al bien triunfando sobre el mal, su deseo por ser libre. ¿Consiguió Georges Prosper Remi cumplir sus sueños? Puede que aún tenga tiempo; gracias a su hijo artístico, su figura sigue viva. Más viva que nunca.



Walk the line

Me hubiera gustado no conocerla en una gasolinera, y me hubiera encantado encontrármela en alguna villa italiana o en la periferia de París en lugar de allí. Uno busca una apertura romántica por naturaleza, supongo; pero creo que la realidad tiene muy mal gusto para el sentimentalismo.

Es Junio de 2002. Salgo por la puerta trasera de una estación de servicio; sin compañía, porque he decidido que ya soy mayor. Camino hacia donde no hay horizonte y veo la formación de gansos formando una V cuyo vértice rompe en dirección contraria a la que avanzo. Deambulo por los contadores de la gasolinera y descubro, tras uno de ellos, a una chica de piernas largas y nariz afilada. Esa será la primera y última vez en la que nuestras vidas se hallen, a la vez, en una situación parecida.

Trato de conocerla a lo largo de ocho largos años sin conseguir nada más que una fotografía incapaz de revelarse. Sé que a los once años solía robar en tiendas, y que a los dieciséis escribía poesía con una mano prodigiosa, y que a los veintidós pisó la universidad por primera vez. Y sé que a los veinticinco, al fin, se ha dado por vencida.

Su corta trayectoria le ha resultado más que suficiente para asumir la inestabilidad del tiempo: la felicidad tiene, para ella, tres minutos de vida; la satisfacción, quizá una tarde; la estabilidad, en su máxima expresión, cuarenta y ocho horas.

La poesía quizá fue lo único capaz de apaciguar ese tormento; al menos así fue durante la adolescencia, etapa que para cualquiera es turbulenta y para ella significó un paseo eterno sobre la cuerda floja. La poesía lograba mantenerla días calzando las mismas botas, persiguiendo un mismo fin, estancando una sensación inmutable. Un día descubrió que escribir no servía de nada si no había nadie que pudiera entender. Así que dejó de escribir.

Tardó varios años más de lo habitual en llegar a la universidad. Cualquiera diría que el motivo de dicho retraso fue una dispersión excesiva; que la chica apuntaba hacia mil direcciones sin decidirse a avanzar hacia ninguna. Pero la universidad sólo fue un alto en el camino desde el que poder volver a desintegrarse.

Desde su retina, la vida está sometida a infinidad de alucinaciones ópicas. La senda que parece amplia se estrecha. La ciudad lejana se le aparece súbitamente de frente. El acompañante hermoso se convierte de pronto en una violación del orden.

Toca todo cuanto quiere tocar y alcanza todo cuanto desea alcanzar sólo para huir con todas sus fuerzas en cuanto surge la ocasión y, días más tarde, encerrarse en su habitación y meditar sobre lo que pudo ser y no fue.

Un amigo se mudó a Madrid hace poco. Me llamó por teléfono para contarme cómo le iban las cosas. Noté, por la voz, que trataba a toda costa de alejar algo de la conversación. “La vi ayer, sabes”, confesó finalmente. “Estaba en un pub irlandés en el centro, tomándose una cerveza con un tipo que daba toda la impresión de acabar de conocer”.

Miré por la ventana y busqué gansos formando una V. “Para nada”, señalé. “Está junto a la estación de servicio, recostada contra un contador de gasolinera”.

Milestone

Diez mil visitas
en dos años y medio
no consiguen
quitarme el hambre
todavía.


No lado distante do mundo


En el interior de la carta debe haber un naipe con el rey de espadas. Sara sabe que el naipe es la última oportunidad, el filo de la navaja; lo coloca dentro del sobre segundos antes de cerrarlo. La carta baja de la cocina del piso de Sara hasta el buzón amarillo de la calle Clara Campoamor (dos minutos), se registra en la oficina de correos de San Juan (media mañana), se despacha hacia el puerto de Alicante (25 millas) y atraviesa 15.000 kilómetros repartidos entre tierra, aire y mar –con un tifón de por medio- hasta alcanzar Lane

Cove, donde Ryan Hollins llega a una casa que ya no es su casa, sin la menor intención de comprobar su correo. El interior del salón es un cementerio desnudo donde el eco de las pisadas compone la textura de la transición, el paso de una vida que se marcha a una nueva que viene. La vieja minicadena cuánto sacaría yo por esto en Ebay aún está en el suelo, así que aprovecha para escuchar algo de un Franz Ferdinand que le rescata de inoportunos pinchazos de nostalgia. Pero coincide que la voz de George, vecino (ex vecino) cuyas orientaciones sexales despiertan (despertaban) cierta inquietud en Ryan, se cuela por la ventana coincidiendo oportunísimamente con una pausa entre canción y canción. George está sacando al perro y conversa con otro vecino; se oye comercial, teléfono y algún que otro término no lo suficientemente intrascendente como para que Ryan no visualice momentáneamente el interior de su buzón atestado de facturas atrasadas. Así que no es la compasión del tifón, ni el servicio de correos, ni las vicisitudes del tiempo, sino la voz afeminada de George lo que coloca el rey de espadas entre los dedos de Ryan.
Ryan acaricia el naipe con los dedos. Después decide viajar hacia adentro para que las caricias continúen. Arena entre los dedos de los pies, y los pies de Sara subiendo sobre los suyos para alcanzarle la barbilla con los labios; la brisa a los pies del castillo de Santa Bárbara, las sábanas de la cama formando el altorrelieve de dos cuerpos que se empeñan en crear una obra de arte pintada en unión y movimiento. Ryan rememora, también, la voz de Sara era como una rosa dentro de una botella de vino dejando escapar repetidamente esa palabra que al principio no entendía. “Eso será porque los australianos no conocéis la realeza”, dijo ella después. Ahora Ryan se enfrenta a un problema, porque no ha escrito una carta en su vida. Apenas sí sabe rellenar un papel. Pero recuerda la nota que le dejó a cierta muchacha de Nápoles junto a la cama, precisamente pocos días después de hacer el amor con Sara. Sorry for leaving, you were so asleep, didn’t want to bother. It was nice to meet you. Si cerrara los ojos,

podría ver a Analisa recorriendo las entrañas de la cueva de la Sibila, donde todavía pone en práctica el juego que tiende un puente con su infancia: soy una sacerdotisa, aspiro los efluvios de la cueva y mi voz suena como si procediera del vientre de una ballena, y convenzo a los peregrinos de que puedo precedir su futuro. Merodea por la eterna sombra bajo las rocas tropezoidales, aspira los gases que desaparecieron hace más de dos mil años y siente que todo clarea en su mente. Y que las contradicciones que han definido su vida y sus acciones tienen un sentido. Y que el Gran Error fue un acierto, porque sólo ella pudo ver la mano de Silvio alzando la pistola Tanfoglio modelo 40 siempre la guardo en el segundo cajón si alguna vez ocurriera algo ya sabes qué hacer y su padre nunca habría superado otro suicidio en la familia. Analisa piensa que su ciudad salpica sangre, pólvora, magma volcánico y podredumbre de pescado por todas partes, y puede que ya sea hora de pensar en una nueva odisea, una destrucción creativa, una ruptura unificadora, un billete de avión justo a tiempo para poder ver una vida esfumándose a través de una rancia ventanilla junto al motor y

volver al barrio de Miraflores. Alfredo puede colgar un diploma más en la sala de estudio y bordar otra condecoración en el uniforme, y coser otro punto de sutura en la conciencia, porque cada mañana tiene que convencerse de que su oficio cumple un cometido importante, convencerse de que realmente ha contribuido a hacer del mundo un sitio más hermoso y seguro, y de que renunciar ahora sería lo mismo que dar por fallidos doce años de servicio, y de que todo cuanto hizo y vio en Afganistán no fue abominación sino lógica, y de que desde allí no pudo hacer nada por evitar que Teresa se hundiera, y de que su matrimonio ya estuvo condenado a morir desde mucho antes de lo que enviaran allí, y de que todo hombre nace con el derecho de equivocarse una vez en su vida, y de que jamás sintió nada por la joven napolitana, y de que no fue inútil ese último intento en el que envió una carta a su ya casi ex esposa con seis folios de sentimientos desbocados y una carta con la reina de copas.

Tiempos Modernos


Mi compañero Alejandro tomó esta fotografía desde lo alto de la montaña del Tibidabo. Muestra, o debería mostrar, una panorámica de la ciudad de Barcelona.

Puesto que vivo allí, puedo afirmar que la Avenida Diagonal atraviesa el centro de la imagen en sentido horizontal, y que un tanto más a la derecha se encuentran la Universidad de Barcelona y el Parc del Palau Reial. Ahora bien, es todo pura intuición. Ver esta foto es como abrirse paso por una habitación a oscuras.

Es de agradecer que esté prohibido fumar en interiores, puesto que así podemos salir a la calle y morir de asfixia mucho más rápidamente.

Distopía

Lunes, 18 de Noviembre

Querida Patricia:

Te escribo con objeto de resolver el acuerdo sobre el que llevamos ya largo tiempo deliberando. Considero que el presente estado de crisis en el que se encuentra nuestra relación es, cuanto menos, virtualmente inextinguible; el flujo de nuestra convivencia ha experimentado tal irregularidad que, en vista de la aparente ineficacia con que te has conducido a la hora de resolver incluso las más triviales disputas internas, me veo en la obligación de declarar nuestro matrimonio en bancarrota. Considero que, con el propósito de evitar errores adicionales en tus futuras empresas matrimoniales, deberías analizar algunos de los tropiezos que has cometido. Creo que la agresividad –impropia, por cierto, de una doctora- se cotiza demasiado alta en muchas de tus caracterísitcas, tales como la posesividad, los celos o los irreflexivos hábitos de consumo. Como economista que soy, este último aspecto siempre me ha enervado especialmente. Tu empeño por vulnerar toda norma consecuente en cuanto a la renta per cápita existente en nuestro domicilio, aun cuando en el mismo se ha contado con un stock capaz de cubrir toda necesidad, ha conducido a la definitiva devaluación de mis sentimientos hacia ti.


Ya he conversado con los abogados, y están dispuestos a reunirse con nosotros el miércoles. Espero y deseo que seas capaz de afrontar tus próximas relaciones con un mayor empeño en buscar una rentabilidad mutua para ambas partes.

Atentamente,
Pablo


Martes, 19 de Noviembre

Querido Pablo:

Tus argumentos me mueven a la afasia. Sin duda, tu misiva es digna de ser expuesta como exponente de un cuadro clínico fascinante, por no calificar de preocupante. La distorsión de realidad que practicas en tu carta de ruptura muestra claros signos de un trastorno esquizoafectivo del que siempre sospeché, pese a no tener clara su etiología; en cualquier caso, se confirma que has vivido los últimos años sumido en registros que podríamos considerar irrisorios en la escala de Glasgow. Me tachas de principal agente cancerígeno en nuestra relación, pero no mencionas nada sobre tus violentas enajenaciones transitorias (producidas a menudo sin motivo aparente), tu disomnia (que no sólo nos ha privado de practicar el coito durante los últimos meses, sino que me ha infundido una inevitable sospecha de infidelidad por tu parte) o tu acuciante polidipsia (que en tu caso, por desgracia, se ha centrado exclusivamente en bebidas de alta graduación en alcohol). Solicitas que reflexione cuando, en realidad, eres tú quien debería radiografiar la actitud que has mantenido para con tu cónyuge. Hasta entonces, todo cuanto alegues no será más que otro derivado de tus crecientes verborrea y sialorrea.

Por cierto, la reunión que propones es imposible pues, al igual que en todos los miércoles de los últimos cinco años, me toca turno de tarde en la consulta. Y no intentes convencerme ahora de que la amnesia se cuenta también entre tus síntomas, porque no me lo creo.


Atentamente,

Patricia

XX


No existe cáncer que traspase la carne.
No hay temblor que me pueda hacer caer.

No hay ruido capaz de ensordecer
ni fuego mayor que un hálito
que insiste en no decaer.

Reconozco a la agonía.
Creo que me vio nacer,
y aquí que sigue, bien despierta
hasta la hora en que me posea
en mi lento anochecer.

Mas todo eso
aún queda lejos.

Mientras tanto
no habrá cáncer que traspase la carne,
ni temblor que me pueda hacer caer.

He aquí una invencible muerte
a la que venceré.

XIX

Gosh, how tired I feel about
this neverending story.
That so-called angst
which never served any purpose.
That useless self-indulgence,
those calling-to-attention moves
manifested by greedy,
delusive suicide letters.

Utterly tired of
these dumb Cobain wannabes,
and of those who pretend that
Henry Miller and Bukowski
are guides and fathers,
highly speaking messiahs
instead of artists.

Bored of this Fight Club,
Trainspotting fandom,
as if no other movies
have something to say.

And this goofy neo-punk,
emo-gothic movement
desperately trying to rent a personality,
which is easier than dealing
with a reigning void.

This pseudo-frustrated generation
unable to build a mood
if it’s not by copying it,
incapable of moving
without leaving a gummy trace
of cheap rental misery.

I don’t ask you to meet the hunger
nor the war, the poverty
- not even a Great Depression-

But I do think
you still have to show us
what pain
means.

Café Machado's Flying Circus


(luces fuera, silencio en el teatro, focos centrales fijos en el maestro de ceremonias)

Así pues, dada su capacidad para doblegar voluntades y paralizar respuestas del sistema nervioso, así como la facilidad con que es capaz de traspasar fronteras, inutilizar tácticas de manipulación mental e incluso desmitificar religiones y derribar regímenes gubernamentales, la Royal Academy of Mayhem se complace en anunciar que el premio al Arma Humana de Mayor Efectividad es para...

(redoble de tambores, manos que abren nerviosamente un sobre)

¡…el Sentido del Humor!

(compases de orquesta, aplausos, ovaciones)

A continuación, y como viene siendo larga tradición en nuestras ya ancestrales ceremonias, el ilustre ganador subirá al estrado para recoger su merecido galardón…

(decaimiento de aplausos, creciente serenidad, toses nerviosas)

…desgraciadamente, y muy a nuestro pesar, nos vemos en la obligación de anunciarles que el Sentido del Humor ha decidido no presentarse cuando más se le esperaba. No se alarmen: es habitual en él.

A day ahead of time


Alguien me señaló un día con el dedo y me acusó de estar pervertido por el celuloide. Eres incapaz de mirar la realidad sin compararla con una buena historia, dijo.

La fotografía tiene veinte años y está más viva que todos nosotros. Me parece inexacto afirmar que la miro, o la observo, o la contemplo: me atrapa de tal forma que cualquier verbo pierde su utilidad. Siempre tengo la sensación de encontrar algo extraño en ella; su excesiva, casi majestuosa autenticidad, tal vez. No recuerdo quién la tomó; probablemente, el Fulanito más inconsciente de su genialidad que se recuerda. Las cuatro sonrisas dejan constancia de una hechicería que, en la vida real, sólo aguanta de una pieza durante una milésima de segundo.

Ahí estamos, cogiéndonos de las manos como si nos juráramos fidelidad eterna. Es curioso, porque es en realidad la fotografía de un adiós. Adiós a cinco años en los que habíamos compartido toda clase de mordiscos: bocados de clases, de paseos por el campus, de tú lloras sobre mi hombro y yo sobre el tuyo, de amores que no llevan a ninguna parte, de canciones y desgarros y acrobacias sobre una línea a medio camino entre la juventud y la adolescencia, y puede que algo más. Migajas de una parcela de tiempo que durante cinco años se expande y elonga como si el infinito escapara de allí; y de golpe, un día, se descoyunta y despedaza en un extraño lugar llamado Pretérito.

Efectivamente, la magia existe en nuestros tiempos. Es lo que pienso cuando sostengo un bocado de pasado entre los dedos.

A veces, de todos modos, parece tan esféricamente perfecto que es imposible no sospechar.

Porque quién sabe si acaso nos estamos haciendo demasiado viejos.

"No son molinos, Sancho"

Estaba enamorada del sabor que prometían los idiomas. Imaginaba todas las lenguas del globo colocadas ante ella en varias filas de bandejas, al estilo de los mostradores de las heladerías. Un delgado cristal sería todo cuanto la separaría de la mano del heladero, colocando diestramente sobre el cono una sucesión de aventuras embriagadoras; glucóseas travesías a lo largo de léxicos y dialectos, mareas gramaticales y burbujeantes estanques fónicos: el portugués, con su elegancia nasal, sus eses serpenteantes y sus alteraciones circunflejas; el alemán, de sabor fuerte pero también de reconfortante profundidad; el chino, dotado con ese desafío fonético en el que un error en la modulación de la voz puede conducir a fatídicos malentendidos; el italiano, ese poema perpetuo en el que la gesticulación manual es parte intrínseca de la comunicación...

Finalmente, decidió prescindir de la fantasía. Consultó precios y ofertas en diversas escuelas de idiomas y se decantó por un curso semestral de árabe. El día anterior a la primera clase quedó con varias amigas en una cafetería del centro. Si tú te vieras la sonrisa que llevas, le dijeron. Igualita que recién enamorada. Al cabo de una semana ya no sonreía.


marzo de Once

Y a pocos metros de allí, el mundo huye despavorido. Un fantasma en llamas arranca asientos, extingue paredes, aniquila el metal, evapora la carne, desmiembra el sentido de la realidad. El sonido desaparece, vencido por la magnitud de un apocalipsis químico desatado en el centro del vagón; una explosión que desfigura la materia a una celeridad que la conciencia humana es incapaz de comprender. Y entonces, un zumbido que rasga el aire. El chico tiene un aire culto y atrevido al mismo tiempo; la mira fijamente, casi una sonrisa perfilándose entre la caprichosa perilla, casi un virtual dibujo de una posibilidad de vida, visitas al cine, orgamos en la cama de los padres cuando están fuera, casa en el centro y niños. Surge el duelo en el lugar menos esperado: en la pared opuesta del vagón, a unas tres cabezas de distancia: es algo más joven que ella, pero el físico parece desmentirlo. Estirando el brazo tanto como puede, la muchacha alcanza la barra de apoyo y suelta el aliento en trémulas ráfagas mientras piensa, sí, vaya, el metro de Madrid a las 7 y media de la mañana, casi había olvidado cómo era: la mano masculina que furtivamente se desliza para rozar su muslo fingiendo inocencia; el rancio olor a agobio matutino, a la falta de tiempo para ducharse; el inútil desespero del conglomerado humano que se une en una inabarcable cópula en el vagón para, poco a poco, desarracimarse por las calles de Madrid; y sobretodo, una de sus sensaciones favoritas: el juego de los ojos, el calor de una mirada, esa tentación por devolverle la mirada a un extraño, ese extraño goce al violar ocularmente la intimidad de otro por un segundo. Las señales sonoras que avisan del inminente cierre de puertas se demoran un segundo más para permitirla llegar; acelera sus pasos por el andén y llega en el último instante con un salto casi desesperado, la masa compacta de pasajeros se desplaza un centímetro más al interior del vagón, las puertas se cierran. Ya ve al fondo las últimas piernas presurosas, el apuro del pasajero que se niega a perder una vez más ese tren de las ocho y diez. Mientras baja las escaleras mecánicas tan rápido como puede, piensa tenía que ser jueves, justo, no miércoles con la puñetera gramática, otra vez a entrar de pronto en clase y todos levantando la cabeza para ver quién ha llegado tarde como siempre , el billete se le escurre de entre los dedos y casi lo ve desaparecer por entre los estrechos huecos entre sección y sección móvil de la escalera. Se da cuenta de que el día es, de algún modo, prematuro: el sol se ha levantado como si tuviera prisa por llegar al mediodía, la humedad en el aire avisa de un verano que también quiere adelantarse, sortea el tráfico al cambiar de acera en la calle de Santa Isabel porque sí, también todos quieren llegar al trabajo antes que nadie. Justo antes de cerrar la puerta de casa, se detiene un segundo y vuelve la cabeza hacia el interior, mamá, que no te preocupes, ya lo llevo yo al taller esta tarde, nadie se va a morir por coger el metro. Se despera al comprobar que el coche no arranca: ya tuvo bastante con lo de anoche como para encima tener que empezar así el día.

Maleabilidad


Era verano, como te digo, así que era fácil verla: sencillita, así de cuero negro, que era imposible pasarla por alto con ese sol. ¿Que qué había dentro? Todo: tarjetas, carnets, y ojo, trescientos y pico euros. Era, me acuerdo, una calle así aislada del pueblo, había un campo de fútbol al lado y además era domingo; hasta pasaban pocos coches. Me acuerdo que miré detrás mío varias veces, que no sé qué esperaba ver, pero al final voy y digo: la llevo a la policía y la devuelvo. Pregunté al primero que vi que dónde quedaba la comisaría, le conté que era para devolver la cartera y me dice: pues hace falta más gente como tú, ¿eh? Luego, el poli que me atendió, así todo gordo y con perilla, no me dijo nada. Me tomó los datos y hasta luego.

Dicen que en Barcelona un tío de Senegal o de por ahí se encontró una billetera con 3.000 euros, pilló un bus hasta Pedrables y se la devolvió en mano al dueño. Y le dieron cien de propina, si serán amables. Yo no vi un duro, porque quien fuera que perdiera la cartera no me llamó para darme las gracias, pero eso sí, al volver a casa me sentía el tío más rico del mundo. Y fíjate que no me siento así muchas veces, yo soy de los que quieren más y más, y que me reconozcan lo bueno que hago, y a ser posible con una tele de plasma. Pero pienso, coño, Javier, que esto es virtud de grandes, ser solidario. Dices: si el tío perdió la cartera es culpa suya, no vas a ir al infierno por recoger algo del suelo, el que lo encuentra se lo queda. Pero yo, lo que te digo: el tío más rico del mundo. La madre Teresa de Granollers.

Pues hoy he llevado el Ford a que pase la ITV, que no la ha pasado, qué raro; sí, si es que está que le pegas una patada y se le caen dos ruedas, ¿me entiendes? Y el mecánico, que hostia, se parecía mucho al poli de antes, pues a lo suyo: sí, la transmisión está mal, pero dice: es que la dirección le ha afectado al parié, y el parié también ha bloqueado esta otra pieza, y ahora hay que pedir las piezas a Suiza, y hostia, que unos cuantos ceritos me voy a tragar, quiera o no quiera, porque el coche lo necesito para ir al curro. Y bueno, pero que dices una factura, vale, de vez en cuando toca esto y para eso tengo mi bote de ahorros, que me sigue funcionando, ¿sabes? Pero es que se me ha juntado con lo del dentista, que me pide 250, y dentro de nada toca la declaración, donde ya me veo el palo que me van a pegar, y no te lo pierdas, que el otro día enciendo el portátil para terminar el proyecto ese y me encuentro con que no arranca, entra en Windows y se queda todo el rato con la pantallita de inicio, y yo estas cosas no sé arreglarlas. Tío, que me vienen mil cosas encima, y me da que ni comulgando me las van a quitar de encima.

Sí, claro, le pegué el toque a mi padre, no sé por qué, si ya sé lo que me toca, pero bueno. Mira, creo que todos los gastos me importaban una mierda si no fuera porque encima me tengo que tragar la cancioncita de siempre, es problema tuyo y ahora hay que apechugar, mira que te lo advertí cuando dejaste la carrera, ésta es la vida que has elegido. Mi padre... claro, eso, no entiende que las cosas hoy en día no son como antes, a él no le regalaron nada y por una parte entiendo que me pase la mentalidad de trabajar duro y ganarte el pan por tu cuenta, pero joder, es que ni una palabra de ánimo. Entiendo hasta que no quiera hacerme el favor, pero es que ni una palabra de ánimo. Estoy bien hundido, tío, no te lo voy a negar, y la cosa tampoco está como para pagar a un psicólogo, bien agusto que lo haría.

Bueno, pues no te creas lo que te digo, pero ahora sueño con esa cartera de trescientos euros. Soñar de verdad, he soñado, literalmente. Como si me la fuera a encontrar en cualquier momento, aquí, a la vuelta de la esquina, saliendo del bar. Y lo peor de todo, lo que de verdad me trae loca la cabeza, es que en el sueño yo no me siento culpable; veo la cartera, la cojo, siento como que alguien me está mirando pero yo la cojo, todo normal. Pero entonces despierto y me veo en la cama, casi sudando, y ni te digo cómo me siento, ni te lo digo. Me creo por un segundo que lo he hecho de verdad, que lo hice al día anterior, y no sé qué parte de mí se siente culpable: la que ha cogido el dinero en el sueño, o la que no lo cogió en la realidad. Veo los vasos llenos de moneditas de los mendigos y me pasa lo mismo, no sé si los cogería, o si ya los he cogido alguna vez, porque no hay forma de explicar que me sienta tan mal por algo que ni siquiera he hecho. En fin, háblame de otra cosa, que esto no hay quien lo arregle y por hoy ya te he dado mucho el coñazo. Ah, sí, pídeme otra, pero escúchame lo que te digo, tío, lo siento, de verdad que lo siento, pero te voy a pedir un favor.

XVIII.


La prosa
Sigue su propio ritmo.

Cortázar adivinó un mundo
de ficciones sincopadas;
de peces dorados en el acuario
y músicos que no entienden el tiempo.

Henry Miller rasgó las partituras
del fallido sueño americano,
y sus líneas más hermosas sonaron
como el croar de mil ranas en la ciénaga.

Nosotros
buscamos un ritmo propio, también,
improvisando solos absurdos
frente al espejo,
divagando por una platea
de piedra, cemento y asfalto,
esquivando miradas en do mayor,
buscando un canon que cierre con destreza
ese punzante blanco entre escalas.

Nuestra pieza, siempre inconclusa,
trata de acatar órdenes
que nunca entiende.

Autoimagen


Las cortinas de terciopelo rojo estaban corridas hacia los extremos. La luz del candil parecía reverberar trémulamente, al antojo de la tenue brisa primaveral que alcanzaba el último piso de la torre. El tintero quedó en la posición que más le agradaba: a cinco centímetros del borde de la mesa de roble; amenazando con saltar al vacío, pero refrenándose; recibiendo el susurro de la luna en un ángulo que permitiera que la porcelana roja estallara con él. Palpó el contorno de sus labios durante unos segundos, antes de bañar la punta de la pluma.

"Los grandes maestros iluminan la senda del poeta. Con gran esmero la persigo, pero... ¡cuan pérfidas, capciosas y veleidosas pueden ser las musas! Tal que el heroico compromiso que siente el guerrero con su causa, entrego mi cuerpo al deber de la escritura... día y noche, día y noche; el alma concentrada en la muñeca, vertiendo línea tras línea un ceremonial rastro de tinta que bien podría escapar de mis venas...".

Sintió de pronto algo en el cuello, y pensó si acaso rascarse supondría un excesivo alejamiento de su tarea. Aprovechó para considerar si no habría sido una mala idea colgar el espejo justo ante él: con la perilla que amenazaba volverse matojo, y con unos ojos que cada vez destacaban menos ante las ojeras que los sombreaban, su propia faz empezaba a parecerse a la imagen precisa de la distracción.

"Procuro siempre afilar los cinco sentidos, hacer que prendan chispas cual yunque al rojo vivo... admiro a Shakespeare por saber definir con tan simples palabras a lo puro e inmortal, a Byron por inflamar pasiones con casi infantil facilidad... pero busco, en mis propios secretos, nuevas formas de describir mi entorno; el ánimo del mundo".

La pluma se detuvo. El largo penacho blanco quedó temblando, pendiente del equilibrio que ya no llegaba desde el otro extremo. El joven releyó sus propias líneas, buscando algo que refutara esa creciente sensación de tropiezo, de no saber hacia dónde demonios se dirigía.

"El ánimo del mundo...".

Se levantó de la silla y se apoyó en el alféizar de la ventana. En el cenicero descansaba un Lucky que la noche anterior había olvidado encender, así que lo tomó. Esparció los primeros hilos de humo sobre la negrura, tratando de pensar en algo que no fuera Silvia. Ah, Silvia. Una parte de mí piensa que eres una dama maravillosa, una conjunción de virtudes y talentos... y la otra piensa que eres una hija de puta y una zorra mentirosa; y oye, no sé qué parte de mí me gusta más. En la última conversación entre ambos se llegó a pronunciar la palabra "demanda". Aún tenía que venir a recoger su libreta de apuntes de latín y sus discos de los Ramones. Debería verla al menos una vez más. Para colmo.
Volvió a sentarse.

"El ánimo del mundo... esta noche está enjuagado con el sabor de la tormenta, sazonado con el aroma del averno, cubierto por la especia de la mentira y la vanidad... y siento que al frente de toda esa marea de atrocidades estoy yo, a un paso de ser arrojado un vacío oscuramente ignominioso...".

Se agachó para recoger su White Label. Aquello sí sabía bien. Pegó después otro trago y supo mejor.

Dejó la botella, preso de un repentino nerviosismo. No, no era lo correcto. Valía la pena intentarlo. Un último esfuerzo.

"...y en las entrañas de mi cuerpo, un corazón destrozado, aniquilado, se...".

Arrugó el papel y lo dejó caer al suelo. El hachís estaba junto al equipo de música, donde siempre. Se puso los cascos.


I think I'm a dreamer. Fotomontaje artístico de Ben Goossens.

Brand New Day



10 de septiembre de 2010

Me lo encuentro llorando a las puertas del colegio cuando voy a recogerle. Claro que, dos horas después, de vuelta a un ambiente en el que sabe cómo responden las sombras y luces que lo rodean, está mucho más tranquilo. Veo a Eloy seguir mis pasos, aunque mi infancia transcurriera sobre calles sin asfaltar. Y aunque tuviera dos pilares en lugar de uno. Si el peso de un universo equilibrado descansa sobre dos pilones laterales, un hijo sin padre depende de una única firmeza, insuficiente y casi improvisada. Desármate de huesos y dime qué tal caminas. Pero, puestos a pensar: ¿no es aún peor mi caso? Si como pilar me quedara sin nada a lo que sostener, me convertiría en una antigualla sin otra función que lucir para los curiosos. La misma Gran Obra , Raúl, sigo llamándole así a la que he dado luz es mi fuente y mi sustento (vivo por y de la rosa a la que debo domesticar), y si a mí me tiemblan las piernas, él apenas ha empezado a caminar. Gracias al apoyo de Jorge y Silvia, la fachada no zozobra. Ellos son los responsables del desdoblamiento de la perspectiva: desde que en la agencia de viajes me dijeran que seguramente no me renovarían para el año siguiente (por algún extraño motivo, he cambiado de prioridades desde que soy madre), no me he sentido sino agradecida. Eloy tiene cada día más rasgos de su padre: la muerte descarga sus restos de nieve sobre la vida, o tal vez yo ya no distingo entre muerte y vida. Los ancianos temen a la pérdida de lucidez; y yo, a la pérdida de la cordura.

18 de marzo de 2.010.

Daddy's Gone. El serrucho oxidado que hay en la garganta de Tom Waits. El mausoleo de Jim Morrison y Joey Ramone. Nunca los quise, pero hoy duermo sobre ellos. Cuando Mario me llamó para contarme que Raúl había muerto, yo estaba en medio de una calle en la que nada estaba en orden; ni siquiera la lluvia. Tres bolsas de compra en cada mano y la gente que tropieza con ellas y mi bolso y Eloy que se va de mi lado y tengo que gritarle Cuidado con los coches y. Cómo me haces esto, hijo de puta, me quedo sola con un niño, con TU niño, pensé. Fui al entierro después de casi 30 horas sin dormir y el estómago bañado en vino; por supuesto que estaba animada. Nadie quiere hablar de suicidio: la idea se rechaza antes incluso de que llegue a pronunciarse, se expulsa de la conversación apenas ha dado dos pasos en ella, igual que a un mendigo en un restaurante. Estamos demasiado asustados como para contemplar ciertas posibilidades; dentro de un año estaremos más preparados. Jorge fue el último en hablar con él por teléfono: "hace mucho frío, tío" fue lo último que dijo. Tengo mil preguntas que hacer y no quiero ninguna respuesta. Ahora mismo escribo sobre su libreta azul; la libreta de las pesadillas. Expulso el aire rancio como notas expelidas por un acordeón plegándose. Debería quemarlo todo; libretas, fotografías, libros, hojas del campo con nuestro nombre, besos con fecha y hora, para así no olvidar nunca nada. Me gusta que los recuerdos sean recuerdos, no alaridos en el sótano. Papaíto se ha ido y Eloy vive.

5 de julio de 2008.

Bueno, sí, me había prometido que ésto no pasaría, claro, claro, etcétera. Bien, ¿qué se supone que tengo que escribir ahora? No amo a Raúl, pero sí estoy enamorada de él cuando despierta a mi lado. Antes de marcharse al trabajo, esperó a que yo saliera de la ducha para pedirme un abrazo. Le dije que no. "¿Es porque tienes miedo de volver?". Y asentí, y volví a retroceder. "Terminarás equivocándote", y cerró la puerta. Aún busco la forma de abrazarlo con palabras que él pueda comprender; líquidos que lo envuelvan y le hagan asumir -porque siempre dice asumir, pero sólo promete- una idea: es lo mejor, sólo quiero lo mejor para los dos (Eloy, los tres), que acepte lo que él mismo dijo hace dos meses, y es que Eloy nos ha unido y separado para siempre. No se trata de poder estar juntos o no: ya no podemos estar. Miro a la Gran Obra dormirse con el chupete en la boca y entiendo por qué no quise un padre para él que no sea Raúl. Un padre al que no amo como esposo, sino como padre de mi hijo. En la última sesión, Mónica hizo especial hincapié en esa frase: "el padre de mi hijo". Ya no le confiero el mismo poder. He pasado página. Él no.

30 de abril de 2003

Hemos vuelto a pasar la tarde pidiendo limosna en las paradas de autobús y a la salida del centro comercial. Veo a un niño desenvolviendo una chocolatina y se me derriten los ojos: "mira, Raúl, mira eso...". Y Raúl, que nunca había estado tan delgado (¡nunca había estado delgado!), se recrea unos segundos con esa inalcanzable explosión de azúcar y después me abraza riéndose. Es por eso que sé que no estoy equivocándome con esto: porque ríe, y las cosas sólo han ido mal cuando no ha sido capaz de hacerlo. Sabiendo cómo es mi padre y los medios de que dispone para encontrarnos, nunca estaremos lo suficientemente lejos. Pero ahora mismo, si abro mis brazos en cruz, palpo con las yemas de los dedos el vientre de la libertad. Puedo oler la sangre sin asustarme. Ya no tengo que preguntarle a Freud por el significado de mis sueños: los descifro cada mañana. Presente, no futuro. Que se joda el futuro. Comemos en casas de beneficencia, dormimos y hacemos el amor en un coche sin gasolina, cruzamos el puente del Pilar y nos parece que el nivel de la ciudad desciende; que todo se abre para nosotros en un descenso continuo. Escuchamos esa canción, "Brand new day", y se me ocurre que arte y vida sean tal vez exactamente lo mismo. Y veo a las madres salir del Corte Inglés con sus carritos de bebé, y le digo a Raúl: "yo quiero uno", y Raúl me susurra: "nuestra Gran Obra, cuando quieras". Y se ríe, claro. Siempre se ríe. Después tiene que abrazarme. Empieza a hacer frío.


Un poco de suerte


Mientras se cierra la portezuela enrejada, la voz avinagrada de Juan Francisco recita los resultados de la jornada anterior. Aguirre, dieciocho sacos. Osorio, diecinueve sacos. La nota seca y violenta que desprenden las cadenas del elevador señala el inicio del descenso; en el cubículo comienza la habitual marcha de vibraciones, falsos parones; la creciente oscuridad ensombrece los rostros conforme se adentran en el lento, estrepitoso camino de los setecientos metros hacia abajo. Bolívar, quince sacos -pausa incómoda, tachón de lápiz sobre el cuaderno-. Argüello, dieciocho sacos. Los chirridos, pertinaces como los mordiscos de un roedor, liman la débil luz que ya es lejanía, lejanía desde lo alto. Purificación -y ella baja la mirada-, trece sacos. Los ojos del supervisor, a medio camino entre el marrón sucio del roble y la oscuridad del carbón, lo expresan todo.
- Quiero que cambie el ritmo desde hoy mismito. No podemos permitirnos estos desajustes. ¿O quiere que sus compañeros ganen menos por su culpa? - y tachón de lápiz.
El cubículo se detiene. Tras las rejas, dos débiles lámparas anuncian la antesala de una caverna sin sonido, desoxigenada; el color de una furtiva amenaza.

Los dedos y las uñas reemplazan al pico y la pala. La intuición sustituye a la luz. Los fragmentos de tierra y gravilla se desprenden como continuos riachuelos de serrín. Purificación empieza a notar el agarrotamiento en las extremidades: el espacio del túnel sólo le permite excavar en cuclillas. Pronto mueve la mano hacia el bolsillo, de donde extrae las hojas y se las lleva a la boca. La sensación que despiertan una vez se mastican no es remisión del cansancio, sino un renovado impulso por avanzar, continuar, persistir. Seguir arrancando la tierra pedazo a pedazo, abriendo espacio en una madriguera seca que se ensancha al ritmo de la aguja de las horas, llenar el saco hasta los topes y conducirlo, golpe tras golpe de riñón, hacia la distante luz trémula que señala el camino de los ascensores. Recorrer de nuevo los setecientos metros, esta vez en sentido ascendente, luchar contra la repentina refriega entre sol y retina, descargar el saco sobre el remolque, bajar setecientos metros hacia abajo, masticar más hojas de coca. Doce horas al día, siete días a la semana. Mañana es último de mes y toca distribución por parte de la cooperativa. Algún compañero decía estar contento: hemos sacado mucho trabajo, un poco de suerte y alcanzamos los quinientos pesos.

La luna trasera del camión está cubierta de polvo, pero no lo bastante como para no verme reflejada. No me asusta mi reflejo. Tengo la nariz de mamá, la frente gruesota de papá; los ojos cada vez más cerrados, pero Gustavo siempre hablaba del fondo; que tenían el color del fondo de un cielo sin nubes. No quiso Dios que me casara con Gustavo, quiso que me fuera con Alfredo, y por eso llovió tanto aquél año, y por eso las paredes de Gustavo cedieron cuando él aún estaba dentro. De todos modos, puede que Alfredo tenga su parte de razón cuando dice que Gustavo tenía poco de hombre, que no servía para manejar a una familia. Alfredo ha sabido manejarme tanto que le tengo miedo. Esta noche saldrá de nuevo; no tengo más pesos que darle. Aguantaré los insultos, las amenazas, los golpes en la cara; en estos doce años la cosa no fue a mejor, pero tampoco a peor. Mejor quedarse quieta antes que rechistar. Al menos, después de pegarme se tranquiliza o se marcha. Y así, al menos, se me olvida el miedo que me daba al principio bajar a la mina, cuando me ponía a rezar en voz alta cada vez que oía ruidos fuera de lo normal. Le prometí a Juan que sacaría al menos quince sacos por día, quince sacos, hoy al menos pude dormir cinco horas, no tengo miedo.


"Mamá", le llama el niño mientras espanta a las moscas con la mano. ¿Sí, Carlitos? "Que los zapatos se rompieron". Ya lo sé, Carlos. Ande y corra a sentarse, no sea que se quede sin asiento; mire que el conductor no espera a nadie. "Pero se rompieron por atrás también". Se rompieron por atrás pero hay que esperar otro mes; esta vez le toca a Laura. "Mamá", le llama Laura, que balancea unos pies totalmente ennegrecidos por encima del asiento. ¿Sí, Laurita? "¿Cómo es que Papá gana menos que tú?" Mira, Laurita, porque las cosas son así; no apoyes los pies ahí, pórtate bien como tu hermano Tomás, fíjate qué calladito que está. "Mamá", le llama el otro niño, que ha pasado todo el trayecto mirando el paisaje a través de la ventana. "¿De qué pueblo son esas casa de allá?". De Camargo, hijo. "¿Es un pueblo muy grande, como Potosí?" No hay pueblos más grandes que Potosí, Tomás. "Mamá", inquiere ahora Carlitos, señalando una página de periódico que, por obra de la humedad, el sol y los cientos de pies que recorren el pasillo del autobús cada día, ha quedado fijada contra el suelo. "¿Qué pone ahí?" Mira, Carlitos, pues hablan de una nueva zapatería que van a abrir en Potosí. "¿Y dice algo de zapaterías en Tusquina?". Laurita se pone de cuclillas en el asiento: "Carlos, que mamá no sabe leer, no seas tan engorroso". Carlos intenta arrancar el trozo de periódico del suelo hasta que la madre le pega en la mano. "¿Qué les dije? No cojan lo que no es suyo". Pero el papel ya ha sido lo suficientemente desprendido del suelo como para volar por su cuenta hasta la parte trasera del autobús, a los pies de Braulio, que escapa por un momento de sus silenciosas lamentaciones por culpa de la edad y el cansancio y entorna los ojos hasta que consigue dar forma a las letras negras de imprenta: "La Paz ultima los preparativos para la fiesta nacional del 6 de Agosto". Y entorna un poco más para la tipografía reducida del sub-encabezado: "El presidente Morales: 'hoy, más que nunca, es día para sentirse orgulloso de ser boliviano".