La náusea (parte III y final)


Varios meses atrás, cuando anocheciera y la negrura se cernió sobre ellos hasta ahuyentarlos, Andrea tomó la precaución de trazar una ‘X’ firme sobre una gran roca de perfil plano que, resoplando, empujó hasta colocarla bien cerca del cementerio improvisado. El viento y las angustiosas horas se encargaron de erosionar la tiza verdosa que aún resistía como podía cuando Andrea y esa ‘cosa del chubasquero’ la alcanzaron. Andrea se sentó sobre la marca y encendió otro. Cerró la portezuela del mechero de gas con insolencia, recordando a la mala pécora ricachona que interpretó en el piloto de un serial cuyo nombre no quiso recordar, y escudriñó a Adolfo aunando aires de niña pija y capataz.
Adolfo no necesitó interrogarla con la mirada. Con la mano derecha iba arrastrando una pala carcomida por el óxido, que dibujaba un trazo seco allá por donde se dejaba caer; ese sonido evocaba en Andrea unas uñas tétricas rasgando una pizarra. Ris, ras. La capa del chubasquero bajó y pudo ella reencontrarse con el pelo corto, alisado hasta rozar lo militar y que inspiraba de todo menos confianza o simpatía. La nariz puntiaguda husmeó el aire mojado y permaneció suspendida en lo alto hasta que una gota solitaria se dio de bruces en su frente, que era extrañamente plana, decaída, “ni un ápice de este fantasma es normal”, como si una gorra hubiera estado siglos ceñida a ella.
- Más vale que te des prisa- le ordenó-. No quiero calarme más de lo que ya estoy con todo eso.
Adolfo había cerrado los ojos y ella hubiera jurado que olisqueaba las nubes como un animal en celo. Permaneció así unos segundos en los que Andrea no existió. Después irguió la pala en el aire, la hundió en la tierra y el hoyo comenzó a formarse. Las manos de Adolfo eran de cadáver. Blancas como una nevada, no había sangre que extraer. Si no fuera por la suciedad en las uñas se diría que brillaban de tiesa blancura. No tenía costumbre de mirar a los ojos, Dios sabría porqué, pero con la terrible nulidad que en éstos había era de agradecer. La pala removía tierra, se agitaba velozmente y se hundía de nuevo, y había tal destreza, casi violencia en su manejo, que Andrea siguió con sus cigarros para disimular el miedo, y la llama del mechero tardó en mantenerse porque el temblor en la mano surgió de la nada.
- Supongo que a ti todo esto te importa una mierda-. Andrea pensaba “tengo todo el derecho del mundo para ensañarme con este mamón. Lo tengo” -. Sólo lo haces para que no te cojan.
No contestó sino el hundir y agitar de la pala.
- Si no hubieras estado allí esa noche, si no hubieras hecho ninguna de las estupideces que pariste en un solo momento, no tendrías porqué estar aquí. Estarías con tus plantas y tus jardines, viendo crecer los geranios, qué se yo, lo que hagas.
Por un momento cayó en la cuenta de lo cínica que creía estar siendo. Soy una cínica y además hipócrita. En el fondo, y no tan en el fondo, lo sentía por aquel muchacho. Tampoco estaría ahí, dale que dale con la pala, de no ser por ella. Ni Dios en persona podría juzgar quién era más culpable. Mas detrás de su apariencia, indescriptible, lejana, tenía que haber un corazón herido. A punto estuvo de decirle con toda honestidad: “lo siento”. Sólo que entonces Adolfo le lanzó uno de sus lánguidos vistazos y Andrea recordó la sangre, el frenazo, el color del cielo estrellándose y las huesudas manos que labraron el maldito hoyo; el infierno de lo peor que había soñado –y de hecho provocado- era el calor con que recordaba lo sucedido: el atropello, la mirada de pánico, el golpe de aire gélido embriagando el paraje; una mano que se tapa la boca, la náusea.
- Me das asco.
Ella había dicho eso en tono bajo pero perfectamente audible. Y miró para otro lado. No quería ninguna respuesta, no necesitaba. La pala dejó de sonar. Sin volverse pudo sentir el escuálido chubasquero plantado frente a ella, rígido y expectante. Él, o aquello, sostuvo la herramienta con ambas manos sin mirarla.
“Cómo puedo darte asco cuando soy el único que sabe quién eres realmente, lo que hay aquí abajo, niña del norte, “luz de mi vida”, es tan mío como tuyo; soy el único brazo al que te puedes agarrar, y es irónico porque yo también dependo del tuyo para no acabar en un calabozo, eso sí, me pregunto cuantas horas de tu vida dedicabas antes a actuar, dime cuántas ahora, lo tuyo es un arte sin ensayos, lo que te doy es desaliento, y tú eres peor que una manzana llena de gusanos”.
- ¿Decías algo?- dijo Andrea. Esos labios se habían movido, ¿verdad?
Adolfo volvió a cavar. Murmuraba que “aquí huele a muerto pero yo no he sido. ¿A que sí, Andrea?”
Quince minutos después tocaba fondo. El golpe contra el metal abollado finalmente llegó, y Andrea se incorporó por primera vez y corrió a extraer la pesadísima caja. Resollando entre mares sudorosos la sacó del hoyo, la arrastró a la superficie y desenredó sendos cordeles de tela flexible que lo aseguraban cerrado. Adolfo no la ayudó, de hecho apenas pestañeó; si hubiera intentado tocar la caja lo hubiera frenado una ristra de mordiscos o lo que Andrea tuviera a mano.
Cómo era posible que oscureciera tan rápido. Al final todo volvía a su posición original, la luna quieta y resplandeciente, los aullidos que juraría se escuchaban a lo lejos. El viento meció las zarzas que cercaban el pequeño claro en que estaban, y Andrea cogió aire muy despacio y con los ojos cerrados, mientras rogaba a la memoria que no le dejara derrumbarse como lo hizo aquella noche, que recordara cuánto se había fortalecido. Mamá no permitas que vuelva a sentirme igual, ya nada es igual.
Cuando la pesada tapa cayó a tierra, arrastró una cortina de polvo que cubrió las zapatillas de la cosa del chubasquero. Adolfo se cubrió de nuevo la cabeza, sólo miraba al horizonte. Segundos después la verdadera lluvia cayó.

***

La puerta emitió un quejido tétrico, abandonado, al abrirse muy lentamente. Andrea se limpió loz apatazos con toda la precaución que pudo, casi acariciando la lona de fibra en la que cayeron los restos de tierra húmeda. Por un instante, baciló. ¿Habrá salido? Los pasillos le eran irreconocibles, la vencían con un silencio desconocido. Hasta la avenida que dormía diez metros por debajo parecía muerta. Cerró la puerta sin descuidar el sigilo y la franja de luz que procedía del rellano se encogió, se hizo una tira ridículo y se extinguió en negrura.
Los dedos le guiaron, surcaron el gotelé del pasillo principal y la llevaron a la cocina.. Pensó en encender la luz un segundo. Pensó en servirse agua, no, vino. Pensó en emborracharse a la velocidad de la luz.
Se desabotonó la chaqueta negra, empapada, y la arrojó cerca del fregadero, sin importarle las migas de pan que descansaban allí. Se despojó de zapatos, y tras un par de inmensos segundos, se desenfundó del jersey, la camisa, los pantalones, sujetador y bragas de un solo “al carajo”.
El balcón era diminuto pero ofrecía unas vistas que la enamoraron desde la primera vez. Había visto las franjas de urbanizaciones, columna vertebral del barrio, extendiéndose hasta el ecuador del panorama; y sí, la vista alcanzaba al silencioso mar, distante y sordo, pero no lo suficiente como para no imaginar su rumor.
Ahora tanteaba la única barandilla que la separaba del vacío. Tal vez había un mundo mejor, en el que la crueldad y la escasez de humanidad con que en ese momento vestía a todos sus semejantes fuera algo extraño, rarezas en minas de diamantes. Nunca había olvidado la pureza con que ella creía distinguirse de pequeña, cuando consideraba que el noventa y nueve coma nueve por ciento de las almas restantes estaban manchadas y perdidas en un caos, faltas de valores, de cuerpo, selva de ignorancia en la que sólo ella –y si acaso unos pocos más- relucía. Ahí abajo también vio una larga hilera de farolas, y una de ellas parpadeaba sin decidirse a expirar. Creyó que así se sentiría por el resto de sus días: peleando por conservar un destello que la abandonaba.
Le dio la espalda al horizonte. Sus ojos no miraban más al frente. Cruzó el comedor, sintió la suave alfombrilla de piel acariciar sus pies desnudos. Paró frente al sofá en que la depositara Jean Paul la noche anterior, miró con desdén al reloj de la esquina de la mesa. Casi pasó por alto que ésta estaba movida descaradamente hacia delante, señal de que él se había quedado dormido con los pies apoyados en ella, esperando a que volviera.
Pero Jean Paul estaba tendido en la cama. Ahora Andrea sí que notó el frío que no sintió en la terracita, y de hecho todo lo que recordaba del día era el calor, hervían entrañas, fiebres desde los albores que al caer la noche se habían convertido en brasas. Sí, todo lo que pedía su cuerpo eran unos segundos de frío.
Jean Paul pensó que ya podía dejar de fingir que estaba dormido. Al girarse, se acabaron las dudas que ofrecía el inquietante silencio que reinaba desde que Andrea entró en el cuarto. Ella ofrecía todo un cuerpo, erguido ante él con abismal rigidez, coronado por una mirada que en la oscuridad intuó pícara, cómplice. Sólo había pánico, en realidad, en los ojos ocultos de Andrea, verdadero miedo y la sensación de que nunca sería nada digno para Jean Paul, ni para ningun otro, ni para un simple despojo de carne. Hubiera seguido allí plantada como un vegetal, noches y noches infinitas, de no ser porque él la tomó del brazo y la arrastró a su vaivén de gemidos tímidos que luego se hicieron gritos y nunca pararon de crecer, y Jean Paul pensó que ya que habían despertado de un largo letargo, ¿porqué no despertar también a todo el vecindario?
Andrea quedó agotada, y más desnuda y más calada hasta los huesos que antes, y más manchada que nunca.

Epílogo


Se había dado cuenta, tras recibir en el rostro la apacible brisa del Mediterráneo, que esa era la primera vez en mucho tiempo que se cogían de la mano. Retomaban una costumbre que, de algún modo, la retraía a su adolescencia, sin que uno se lo hubiera pedido al otro. El pedregal que bordeaba la Bahía des Anges se perdía con el bañar del sol diáfano y las olas que arrojaban tiras de espuma que llegaban hasta su mejilla, aún diez metros más allá de la costa. Caminaban juntos como quien tiene todo el derecho de gozar la tierra que pisa, como si la ciudad fuera hija de ellos y no al revés. Jean Paul palpó un momento el suave proyectil espumoso y sintió esa pequeña sorpresita al tacto, terminados esos seis años de perilla que, ya desaparecida –como símbolo de un renacer- todavía le resultaba extraña al contacto lampiño. Se sentía ligero, despreocupado. Qué extraño era, tanto él como ella eran personas sin horario fijo, casados con las artes y en cierto sentido, esclavos de su propia libertad. No sabían cuando tendrían vacaciones, como tampoco contaban con un horario o agenda fija en sus trabajos; no obstante, eran esas las primeras vacaciones que gozaban desde que se conocieron.
Dos niños en alpargatas y sin camisa pasaron como una exhalación a su lado, y ellos se volvieron para verlos cimbrear dos palos al aire, jugando a ladrón y policía. Se sentían ahora con el placer de pode mirar lo nimio y pasajero: ahora que lucía ese sol, y volaban tan cerca las gaviotas, y ese mar de cuadro impresionista al lado, y este aire tan casto, ¿cómo no sentirse, aunque le pareciera increíble, inmensamente feliz y no extrañarse por ello? Niza también había envejecido como él, y esa madurez por partida doble ejercía su mejor perfil, el astuto, resabido y silencioso espíritu que se sienta en un banco y admira el panorama.
Andrea perdió contacto con su mano y casi cayó de bruces sobre la vereda portuaria de piedra; un bache, tal vez, la hizo trastabillar y ella pareció patinar varias veces no supo si en tierra o en aire, mezclando una mirada aterrorizada con una sonrisa enfermiza. Finalmente no se golpeó, pero quedó nada menos que sentada de culo para regocijo de su novio y de todos los transeúntes, que no eran pocos, y las risotadas venían hasta de parte de las gaviotas. Jean Paul, doblegado de tanto desternillo, le tendió una mano y la llamó torpe, porque no había otra palabra. Andrea disfrutaba, claro, de su propio ridículo; tanto, que no advirtió el hilillo de sangre a un costado del pie, muy probablemente al haberse rozado contra el pavimento. Ahora sí era buen momento para maldecir a las chancletas, claro que sentir ese dolor agudo y estar partiéndose de risa terminaba por ridiculizarlo todo y prolongar la carcajada, deliciosa, de una Andrea que pronto tendría la oportunidad de debutar en el Principal de Alicante. Casi con insolencia atisbaba ahora un futuro prometedor, sólo superado por un presente lleno de caricias, paseos al son del mar y tropezones para enmarcar.
- Vamos a limpiarte ahí- él señaló una fuente circular que presidía la plazoleta que daba pie al puerto, donde descansaban las palomas. Allí habían muchas otras parejas, más de la mitad veraneantes como ellos y algunas acompañadas de sus hijos pequeños. El lugar invitaba a descansar quince minutos a la francesa, con esos bancos – por entero blancos y si un solo desconchón- y el cristalino mecer del agua que caía en finas cortinas desde una plataforma rectangular hasta la base de la fuente.
Con suma delicadeza, él levantó su pierna y le introdujo el pie en el agua. El punzón helado creció desde la planta hasta la punta de los dedos, y Andrea se retorció cómicamente para exagerar el contraste de la herida con la tibieza del agua. Tuvo poco tiempo para saborear la sonrisa de Jean Paul, que era espléndida porque salía sin que nadie se lo pidiera, sin que hubiera que rendir cuentas. Tal vez si no hubiera girado la vista a la izquierda no se hubiera topado con aquél periódico que bajaba y revelaba el rostro enjuto, la nariz afilada y la mirada de sapo sobre el banco. No era lo que pensaba, pero le supo al mismo bolo alimenticio condensado en un nudo de la garganta; el equilibrio se rompía y los recuerdos adquirían la textura de la náusea despertando de un sueño que jamás podría ser eterno. Si Jean Paul no se hubiera agachado a atarse los cordones mientras tanto, hubiera alcanzado a ver al espectro de las navidades pasadas: una pupila que se dilataba y después encogía.

La náusea (parte II)


Tuvo algo más que un buen rato para rememorar lo ocurrido. Mientras removía con aire ausente la taza de café, sosteniendo la cuchara con dedos livianos, centró su mirada unos minutos en la familia que acababa de entrar en la cafetería. Papá parecía severo, correcto, pero al mismo tiempo se adivinaban en sus gestos y su expresión el contorno inconfundible del amor sin condiciones, orgullo de padre por sus hijos. Estos eran dos, un niño y una niña, ésta última algo mayor que su hermano, a quien le leía con excitación la lista de ingredientes de una lata de cola. “Pero yo he oído que esto tiene una fórmula secreta y sólo la sabe un señor que está encerrado”. Su hermana le ofreció entonces una improvisada explicación de la fórmula y con sus palabras conmovió a Andrea, que no se reconocía en la desbordante imaginación de la niñita. Por primera vez desde la noche anterior, Andrea se tomaba unos segundos para observar a los demás, en vez de prestar atención a obsesiones y debates interiores a los que mimó agitadamente desde siempre.
Consideraba que no había forma de ser una buena actriz sin poseer un mundo interior tan inquieto como oculto a ojos de los demás. La imagen de aquellos dos niños, cándidos y despiertos, rebosantes de entusiasmo, la condujo por unos momentos a cruzar el extremo opuesto de la feroz frontera en la que creía encontrarse en ese momento.

***


La tentación de romper el lienzo a brochazos no decrecía. “Ahí estás, triste querubín, y yo sin saber qué hacer contigo. ¿Cuánto debo añadirte, quitarte, hasta que estés perfecto? Ya que te me has aparecido en sueños podrías echarme un cable. Quiero pintarte, de eso estoy seguro. Dime al oído cómo debo hacerlo, porque si no juro que me tiraré por la ventana, o mejor me emborracharé primero y luego me tiraré”.
Los amigos de Andrea, en realidad sus únicas amistades desde que residía en España, le habían proporcionado varios libros que según ellos le ayudarían en esa búsqueda de la perfección artística, incluso tratados de psicología y filosofía con los que podría ahondar en la razón de ser de su viejo monstruo. Jean Paul no tenía dudas: lo que más amaba en la vida era pintar. Y además había logrado vender varios cuadros a una buena suma, una buena razón ésta para seguir adelante. Cada cierto tiempo, y cada vez con más frecuencia, se embarcaba en un nuevo proyecto y un incendio que salía no se sabía de donde crecía dentro, nadie lo extinguía y finalmente el cuadro, o mejor dicho la idea inicial, quedaba desterrada; inacabada. “Esos libros son interesantísimos pero a mí me entran como un caramelo con sabor a ceniza. Ojalá fuera más despierto”.
Miró a su alrededor. Desde que huyera de su familia no recordaba haber dormido bajo un techo tan acogedor. Los estantes de fina caoba, la mesa con la superficie de cristal pulido, el blanco reluciente de las paredes. No era la casa de ninguna millonaria y sin embargo lo parecía.
No se sintió orgulloso de su impulso, pero dejó el pincel en la base del lienzo y huyó a la cocina hasta y se sirvió algo de vino en su copa; la vació de un trago. Luego se sirvió algo más y recostó la espalda contra la nevera mientras concentraba sus incertidumbres en la lámpara amarilla del techo. Resopló, agachó la cabeza. El vino oscilaba de un lado a otro del cristal, con ese rojo sangre que imaginó desollando las paredes del hígado sin sobrecogerse.
En el suelo de la cocina había algo brillante y minúsculo.
Se agachó con la copa temblorosa, fruncido el ceño. Al principio creyó tener ante sí un pedacito de purpurina suspendido en la crema de las baldosas.
En realidad provenía, podía jurarlo, de un abrigo de Andrea; un regalo para ella en las navidades pasadas, cuando aún se estaban conociendo Le encantó la textura de dicho abrigo grisáceo sobre el que destacaban seis botones revestidos por una capa de lo que parecía purpurina grisácea, lo compró sin mucho pensar. Si una migaja de dicho botón acabó en el suelo de la cocina es porque Andrea llevaba el abrigo puesto cuando perdió el conocimiento.
Pensaba constantemente en cómo habían mutado esas pupilas. Como si imploraran auxilio, aprisionadas en un cuerpo equivocado. Nunca pensó que alguien pudiera reflejar tanto miedo, si es que era miedo, y lo peor era haberlo descubierto en unos ojos familiares. Jean Paul se describía a si mismo como un alma inquieta, revoltijo maleable. Pensar en Andrea siempre frenaba esa inestabilidad, pero no recordando ese círculo profundo hinchándose y encogiéndose como lo hizo.

***


Andrea se acercó a la cabina y descolgó el teléfono. Durante unos segundos su única compañía fue el zumbido que llegaba desde el otro lado de la línea. Ante sí ya apenas distinguía las teclas o el azulado de la cabina, sólo la sensación de estar frente algo que podía marcar un antes y un después. Al marcar el número se dio cuenta de que solo estaba cumplendo con lo que sus pensamientos gritaban desde por la mañana, y con ello bien podría triunfar, bien podría ahogarse para siempre.
La asaltó un recuerdo. Tenía catorce años cuando se presentó a su primera prueba, un anuncio de televisión que para el bien de todos no llegó a emitirse. Se recordó a sí misma de mil maneras pero ante todo, intranquila; y el director que se creía Spielberg decía “quiero que me lo des todo… sé tu misma… olvida todo lo que has visto… dame tu energía”, y otros pedruscos que escupía su boca y cruzaban el aire por encima de Andrea y se estrellaban. Nadie distinguió el talento de la muchacha aunque solo había de fingir estar enferma y decir el nombre del producto, la frase “ya te llamaremos” fue la única de la que sacó algo en claro. No volvería a dudar. En cierto sentido no volvería a escuchar a ningún director tonto del culo, ni a nadie. La frontera entre lo necesario y lo prescindible la delimitaría ella misma.
“Pero ya no tengo catorce años, ese recuerdo me ha movido por mucho tiempo pero la rabia nunca es buena por mucho tiempo, o quizá sí, ¿no me ha ido acaso bien desde entonces? Tal vez si marco este número destruya a esta niña de catorce años, no tengo porqué ser esclava, esclava de ningún recuerdo, esclava de mí misma…”
Al diablo, y marcó el numero.
Le llegaron hasta seis, siete tonos, pero sabía que él siempre tardaba en contestar. Ocho, nueve tonos. Tal vez no estuviera en casa. Siempre estaba en casa. Diez, once. ¿Quieres hacer el favor de contestar?
- Sí.
La afirmación fue tan brusca que Andrea tuvo el impulso de colgar para llamar unos minutos más tarde, cuando estuviera más preparada. Más allá de la cabina, el sol ya se escondía tras las viviendas grises del casco antiguo de la ciudad. El crepúsculo invernal envolvía una brisa que soplaba con renovada insistencia. Se aferró a su abrigo de tela negro y cerró la mano en torno a uno de los botones grises.
- Soy yo. ¿Recuerdas donde nos vimos por última vez? Quiero que vayas allí.
La pausa que siguió no le gustó nada, pero Andrea se había zambullido demasiado como para volver atrás.
- Podríamos vernos mañana- le contestó aquél tono vacío, neutro y a la vez como aflautado, y Andrea sintió la mano de un esqueleto aferrándola por la muñeca.
- No me has entendido. Quiero que vayas allí ahora.
Se mordió el labio inferior mirando a izquierda y a derecha. Aunque las palabras se diluyeran, añadió: “por favor”.

***

Jean Paul acababa de hablar con Marina por teléfono y colgó aún más derrotado de lo que ya se sentía frente al querubín que no había manera de terminar, y que había optado por apartar a un lado del salón en el que no molestara. Marina estaba siempre pendiente de cómo progresaba la carrera de su amiga, pero cuando preguntó a Jean Paul por la prueba de aquella mañana éste tuvo que fingir. Andrea siempre lo llamaba a él, o a Marina, para contar los pormenores de la audición inmediatamente después de terminar. Esta vez no había llamado a ninguno de los dos y tampoco contestó a las llamadas.
Se estremeció por unos segundos. Allí había una fractura que después de cerrada por muchos años volvía a asomar, le golpeaba la nuca para contarle que después de todo no se había marchado.
El querubín de los sueños rotos, la pupila sibilina de Andrea, la cena que se le quemaba. Jean Paul se veía asfixiado por los eslabones que precedían el final de una larga cadena de despropósitos. Al menos ahora ciertas cosas se perfilaban con más claridad. Las noches que llevaban sin hacer el amor, el desmayo de origen incierto y ahora la inexplicada ausencia. Definitivamente todo apuntaba a una incómoda dirección.
Se dijo a sí mismo: “No hay nada que dure eternamente. Deberías estar preparado para cualquier cosa”. Al mirar a su izquierda vio el reloj sobre la mesita de cristal. Estaban a punto de cumplirse venticuatro horas del desmayo.

***


Se recostó contra las puertas del coche y encendió un cigarro, demasiados llevaba ya ese día, y atisbó el horizonte. Costaba pensar que fue allí donde sucedió todo. Aquella ocasión, en pleno verano, todo acontenció en una inquieta dispariedad entre situación y ambiente: el sol irradiaba como si quisiera coronar al estío y derramaba haces enérgicos a lo largo de toda la campiña. Incluso las viñas y las alquerías del fondo, la meseta verde musgo que delimitaba el alcance de la visión parecían acoger el baño dorado con una radiante sonrisa, y ésta se había perdido tan pronto como el otorno barriera la luz y el invierno drenara la vida, interponiendo los desmayos y la náusea en ese oscurecer de la tierra. El sol apagado yacía en algún lugar tras los algodones oscuros que invadieron el cielo en octubre y acabaran por dominarlo en noviembre. Las franjas del crepúsculo ya asomaban el rostro. Andrea centraba sus esfuerzos en calcular cuánto tiempo tenían para desenterrar la pesadilla, hundirla de nuevo y volver a casa antes de que fuera tarde para cualquier excusa inventable.
Allí Jean Paul la esperaría sobre el sofá, con algo de suerte ya dormido, y ella sólo tendría que despertarlo rozando sus labios por la frente y al abrir los ojos se reencontraría con la Andrea de siempre, que llevaba un buen tiempo extraviada sin saber hasta qué punto los demás lo habían notado o no. Fue la primera vez en todo el día que recordó a Jean Paul, la primera en mucho tiempo en que la animo el deseo de buscar su sonrisa antes que la de ella misma. Todo ese futuro inmediato se dibujaba fríamente ante ella, frente a la campiña despojada de color y sabor; Andrea se regodeaba en cierto sentido, sorprendida de sí misma y de esos mustios cálculos, la sensación de llevar el timón ante una brava tempestad.
Había escuchado ya el rumor de un par de motores que finalmente no habían cruzado el camino en el que descansaba ahora su auto, pero se puso en guardia tan pronto como escuchó el tercero. Aquél cascajo sordo, el asfixiado tubo de escape que desprendía auténticos bombazos de chatarra orquesal sólo lo había uno en el mundo. Los dedos le pidieron un enésimo cigarro mientras su piel se preparaba para mutar como un camaleón. Sólo había una manera de hacer las cosas, y ello requería que interpretara una vez más -para un solo espectador convertido en vasallo- y no se sintió abrumada sino envalentonada. No se detuvo una vez, desde luego no lo haría ahora.
El Ford Fiesta más acabado del mundo se detuvo frente a ella. Un mano insolente con el cigarro, la otra quieta en el bolsillo: así contempló Andrea el descender del chubasquero negro que para nada disimulaba la maraña de cobardía, pusilanimidad y gafas de pasta que venían debajo. Además estaba igual de raquítico, igual de “me desplomo en cualquier momento” y esas manitas lívidas se apagaron bajo los grandes bolsillos del chubasquero una vez cerraron el coche con llave. Las zapatillas deportivas, con sus eternas tres franjas blancas y tan desconchadas como el coche de su dueño –que presumía de una capa de polvo bien profunda, y ruedas que contaban remiendos y marcas de fango por millares.
- Aquí estoy- espetó el que podía haber sido el piolar de un gorrioncito que trata de parecer humano. De hecho, dado que era la cosa más extraña que Andrea había visto jamás, bien podría ser un alienígena torpemente infiltrado entre nosotros.
- Quítate ese chubasquero. No te pongas más en evidencia.
“El chubasquero es mío y conmigo se queda”. Andrea enarcó una ceja que rápidamente descendió de nuevo, agotada. No estaba como para reabrir discusiones que no tenían fin. Adoptara la postura que adoptara, el gallito estaba a su merced.
Espero que recuerdes dónde la dejamos- dijo Andrea dando un paso al frente, y tratando de encontrar algún rastro de verdadero carácter en los inquietos ojitos de rana galopando tras el cristal.
- Es posible-. Adolfo no había movido las manos de los bolsillos. Echó un vistazo al cielo encapotado como mecánicamente-. ¿Seguro que no quieres un chubasquero? Porque he oído que va a llover, y hablo de precipitaciones largas y tempestuosas. Siempre que nos vemos, llueve, incluso en verano, cuand…
Ella ya estaba a lo lejos, caminando sin necesidad de volver la vista atrás, menos aún para molestarse en mirarlo mientras decía: “espero que hayas traído tu herramienta, jardinero”.
Adolfo refunfuñó y contempló la espalda de Andrea, más bien ancha para ser femenina. De hecho era más ancha que la suya. Reconocía las formas grisáceas del tapiz celeste: eran estratocúmulos. “Me gustan mucho los estratocúmulos”. Rebuscó con sus largos dedos huesudos hasta reconocer la llave del maletero y lo abrió.
- Por cierto, hoy es mi cumpleaños- le dijo al aire.

La náusea (parte I)


La encontró en el suelo de la cocina, tendida boca abajo y con las manos extendidas, abiertas las palmas. De los instantes siguientes, Andrea sólo recordaría unos brazos transportándola mientras sobre sus ojos todo ardía. Sintió luego que descansaba sobre una superficie cómoda, familiar, y una toalla húmeda, milagrosamente fría en la sien. Cuando abrió los ojos y distinguió la pequeña mesita de cristal del salón, sólo el silencioso reloj electrónico le otorgó conciencia del tiempo que había estado inconsciente.
Al poco también recordaba dónde estaba y de quienes eran las voces que tortuosamente habían estado resonando en su desvanecer. Marina, que ocupaba el segundo sofá, se irguió al verla despertar y le ofreció un vaso de agua; Andrea se apartó y cerró los ojos de nuevo. Puso una mano sobre la de su amiga para indicarle que todo estaba bien. Tener que mentir ante seres queridos le devolvía, como una nueva y perversa ola, la náusea.
Mas Marina no notó nada raro. Jaime estaba en cuclillas, con las manos entrelazadas, mirando a Andrea con preocupación.
- ¿Dónde está mi abrigo? – preguntó Andrea, de improviso.
- Descansa, Andrea- sugirió Jaime-. Te has mareado, tal vez tengas algo de fiebre.
Hizo cuanto pudo por hacer creer que estaba enferma. Hay, en realidad, una multitud de interminables causas que puedan explicar un desmayo, y al fin y al cabo, Andrea era actriz y vivía de convencer e incluso de engañar. Aprovecha incluso la circunstancia de que su modesta carrera no terminaba de despegar, y la incertidumbre le conllevaba estrés; todos lo sabian.
Solo comete un descuido. No advierte, hasta pasado casi un minuto, los brazos que la sostienen delicadamente sobre el sofá. Jean-Paul es quien, de hecho, la ha llevado en brazos hasta allí. Ella, Marina y Jaime habían estado tomando unas copas en un local cercano al puerto y volvieron a eso de las diez para cenar en casa de Andrea junto con Jean-Paul, tal y como habían convenido. Aún sin haberse quitado el abrigo, Andrea fue a servirles un poco de vino a todos. Les llevó las copas –que de hecho seguían en la mesita, sobre el tapete blanco-, volvió para servir la tercera (la suya) y la cuarta, que había de ser para Jean-Paul. En ese momento se produjo un oscuro silencio, y el reloj no daba lugar a dudas: había durado quince minutos. El mundo recuperó poco a poco su orden y colorido, y Andrea se preguntó si acaso todo aquello se quedaría en un susto. Mas tuvo que esforzarse para que los demás no notaran algo: su mano derecha temblaba. Y siguió temblando durante mucho tiempo.
Deslizándole la toalla, Jean-Paul también interpreta su papel. Creyó que lo mejor era explicarlo como un bajón de tensión o una copita de más. Le pareció haber visto algo que lo confundió hasta el punto de preferir ignorarlo, aunque le fuera imposible.

* * *
Unas tres horas después, Andrea hubo de irse a la cama con la terrible certeza de que no dormiría. De Jaime no tenía dudas: un antiguo compañero de escenario no la conocía hasta el punto de poderlo notar. Lo sintió por Marina. Quince años de amistad no se merecían tal trato, y sin embargo, continuó actuando; algo que decía hacer sólo ante la gente que detestaba.
La manta se deslizó un poco y sintió un brazo que la rodeaba. La tomó con fuerza, y notó el tintineo que escapaba de su pecho; mas ella no se volvió. ¿Te sientes mejor ahora? Le preguntó con aquellas eses y erres tan poco hispanas, de las que él se avergonzaba y ella en cambio disfrutaba.
- Los grillos están cantando con muchas ganas hoy- contestó ella.
Efectivamente, trataba de ganar tiempo. A Andrea le encantaba dramatizar, soltar frases fuera de contexto, coquetear con lo inesperado. Sólo unos pocos –nuevamente, Marina- habían advertido lo ingeniosa que podía ser cuando no quería contestar a algo. En ese sentido estaba acostumbrada a salirse con la suya, y sólo cuando a sus evasivas las seguía un silencio sabía que la jugada no había salido bien. La noche estaba dispuesta a ser aún más larga de lo esperado.
“Antes no he querido decirte nada. Al despertarte en el sofá todos quisieron saber qué había pasado. ¿Puedes recordar esos primeros segundos? Tú te explicaste, hablaste del vino, el mareo, la regla, ya sabes. Pero un instante antes de hablar dijiste algo, creo que fui el único que lo oyó. No si si fue escondido, o malherido, o… pero tu pupila se, ¿Cómo se dice? Se hinchó y luego se encogió de nuevo. Como si, como si estuvieras muy, muy asustada. Sabes lo mucho que me fijo en tus ojos, has visto mis cuadros. Tengo tus miradas aprendidas, clasificadas. Mira, Andrea, no quiero insisitir. No quiero. Sólo quiero que sepas que yo también me he asustado.”
La besó de nuevo, esta vez en la oreja. Se inclinó y dejó las gafas sobre la mesita de noche, junto a un ejemplar de El Príncipe y el Mendigo. Se quedó mirando la cubierta del libro como si en él se encerrara alguna clave que descifrara lo ocurrido. En realidad Jean-Paul pensaba en el ayer, en los corazones que quedaron atrás en Niza, todos los errores que le hubiera gustado no cometer allí estaban vagando en algún punto oscuro de la habitación. Pero pensó, finalmente, que lo mejor sería apagar la luz. No podía ver la mano derecha de Andrea agitándose.
* * *
Le dijeron: “puedes comenzar”. Se tomó su debida calma, apurando el cigarro hasta el filtro y releyendo las líneas del guión que consideró necesarias. Si algo había aprendido tras más de una década de cástings, audiciones y pruebas, esto era que ninguna norma quedaba inmune; todo podía ser alterado. Las exigencias de un papel, las expectativas del director, eran demasiado misteriosas como para someterse a ellas. Siempre se exigía algo diferente y no tenía sentido tratar de anticiparse.
Saltó al escenario frente a una cortina de oscuridad que encerraba cinco atentas miradas y alguna que otra nube de nicotina. El joven que había de ser su pareja de texto contempló cada uno de sus pasos subiendo la escalerita; Andrea no consiguió pasar por alto sus rasgos extranjeros, brazos bronceados y robustos sosteniendo un arrugado libreto de papel. Las nubes de humo dictaminaban: “nos gustaría que te impusieras, que demostraras tu carácter. Él cree tenerlo todo bajo control, cree tenerte bajo control. Pero tú no estás dispuesta a permitirlo, quieres romper con todo, incluso a ti. ¿Lista?”
No contestó. Saltó directamente a la primera línea de diálogo, cruzada de brazos y dándole la espalda a su nuevo compañero.
Tanto el diálogo como la situación como el cásting le parecieron plásticos, más bien manidos. Aceptó, desde que decidió ser lo que era, la idea de que se le pagaba por representar y no por objetar. No obstante desde aquella mañana la perseguía un rastro de mal agüero; algo así como que se ha tomado la peor esquina antes incluso de doblarla. Escupía las frases en que la tímida e inconformista María Carreño alzaba un puño rebelde en un mundo de machos, hasta que comenzó a notar la presencia.
Habían, que ella supiera, seis pares de ojos clavados en su figura. El actor que la acompañaba, Dios mío qué tipazo, era uno de ellos. Pudo adivinar también al director de la obra y la coordinadora del cásting, y su sombría escolta de tipos sin identidad alrededor de la mesa que no perdían detalle de sus gestos y movimientos. Al mismo tiempo juró presentir un calor intangible en algún confín de la sala, o de su conciencia.
El joven actor se aproximaba un par de pasos más y la tomaba por la cintura, atrayendo su cuerpo lenta pero decididamente. A pequeños tientos le llegaba una respiración muy por encima del límite de su cabello. Se entregó a la flojera de piernas y mente de María Carreño; olfateó las palabras de él, resguardada por el silencio de sus párpados cerrados. En un momento dado el joven había de decirle “te necesito”, y ése era el momento de abrir los ojos y estallar. La voz era, no le venía otro término a la cabeza, embriagadora. Y mientras los dedos se deslizaban muy sutiles, casi fantasmales, por debajo del jersey, trazando el contorno de su ombligo, abrió los ojos y lo vio.
Ciertamente había una séptima figura. Y lo que era peor, no tenía rostro ni rasgos reconocibles. A su derecha, tal vez a unos quince o veinte metros, distinguió el rumor de una calada perdiéndose en el aire hasta casi rozarle el oído. La oscuridad vencía a partir de los dos pasos más allá del escenario y ni a los de la mesa se les reconocía. Pero en uno de esos inciertos claroscuros, una fracción de luz violando el aire ténebre, asomaban unos lustrosos zapatos de punta cubana, una mano apoyada en el enorme foco apagado. Con carta blanca para la imaginación, Andrea hubiera completado la figura con un traje oscuro y elegante de los años 20 y hasta un sombrero del mismo corte. Mas en ese entramado de luz y sombra sólo habían zapatos, mano y el lento avanzar del relente.
“Te necesito” sonó una vez más, y esta vez tenía un trazo de urgencia. ¿Era la primera vez que el actor se lo decía? ¿O estaba realmente insistiendo?
El espacio entre ambas cinturas era, en todo caso, cada vez menor. El silencio que reinaba frente a sus ojos se alimentaba, allá donde la negrura mantenía sus dominios hasta la frontera del escenario, donde la séptima figura la atenazaba con una mirada que sin duda allí estaba.
Hubo perdido la cuenta de golpes de corazón transcurridos cuando alguien le susurró la frase que tocaba: “suéltame, yo no soy…”. Entre tanto una mano la sostenía por el hombro y otra se adentraba, sin prisa pero sin pausa, en la loma de su vientre y le buscaba, estaba segura, algo que ya había comenzado a humedecer.
Andrea conocía ya la contienda ante las miradas enigmáticas, la pugna entre sensaciones fingidas y no tan fingidas que podían mezclar en una misma sala el teatro con la vida real. Era sólo que había algo más. Algo que la desvestía, la invadía de una sola carga; de un insondable alarido, se disolvía lo que ella conocía por paz y tranquilidad.
- Suéltame. Yo no soy quien crees que soy- dejó escapar al fin.
De un empellón se libró de los brazos del joven y tan pronto como lo hizo advirtió que su reacción- que nada había tenido que ver con el papel- había casado sorprendentemente con la atmósfera de la escena, con los malditos requerimientos. De algún modo pudo otear las miradas de satisfacción bajo el manto oscuro. Pero al dirigir un fugaz vistazo a la derecha, no encontró ni a la figura oculta ni al foco en el que la creía haber visto apoyándose.
Ahora que el calor del joven no la sostenía y que el séptimo par de ojos no se había esfumado, no se sintió más tranquila sino que continuó intuyendo, si acaso ahora un par de insignificantes pasos más a lo lejos, el aliento de un espanto que continuaba sin tener nombre, voz ni rostro; y que definitivamente era superior a ella misma.