A true story


Sí, es una historia totalmente verídica.

Viviana nunca se habría ido a vivir a Valencia. De hecho, si hubiera podido elegir un lugar al que marcharse, habría sido cualquier otro. Pero conoció a Luisma. Eso, claro, lo cambió todo. Hizo las maletas, se despidió de amigos, de familiares y de una tierra de la que jamás había salido. Era consciente de que la apuesta era arriesgada: el titulo de magistrada en educación musical no le abriría demasiadas puertas laborales, pero la suerte le guiñó el ojo. A las pocas semanas consiguió una entrevista de trabajo en la CEAC. Nunca había trabajado de comercial, pero el empleo le pareció lo suficientemente sencillo como para intentarlo. Se sentía plena de confianza. Y ese desparpajo tan común entre quienes se han criado en las Canarias se convirtió en la cualidad más oportuna para convencer al tipo que la entrevistó.

Empezaría la jornada a las nueve de la mañana y terminaría a las siete de la tarde. Su misión era la venta fría; casa por casa, puerta por puerta, y una carpeta repleta de ofertas bajo el brazo. El trabajo de comercial puede ser bastante duro y especialmente ingrato; a ello había que añadir los objetivos. Necesitaría asegurar un mínimo de quince contratos al mes para asegurar su renovación. En principio le pareció sencillo. Cada cierto número de puertas – o millas- encontraba a alguien que, milagrosamente, parecía interesado en un curso a distancia aun sin haberse planteado jamás estudiar uno. Siguiendo las normas de la empresa, Viviana mostraba las ofertas, apuntaba los datos del posible cliente y le comunicaba que le llamaría al cabo de unos días para confirmar la inscripción. Como solía hacer horas extra, tuvo la idea de llevarse los datos de los clientes para llamarles desde su propio domicilio; sin embargo, Marta y Lorea, dos veteranas de la empresa, le explicaron que las leyes de protección de datos prohibían a los comerciales hacerlo así. Los números de teléfono de todos los interesados debían permanecer en la oficina.

Pronto quedó claro que algo no cuadraba. Llegaba agotada a casa todas las noches, pero siempre lograba encontrar al menos a uno o dos interesados. A la mañana siguiente, al poco de haber entrado en la oficina, bien Marta o Lorea se lo decían. Ese cliente que captaste ayer ha llamado. Dice que ha cambiado de opinión, que no quiere inscribirse. Y con esto, Viviana se veía obligada a volver a empezar. El primer mes le resultó imposible cumplir con el número de objetivos. Sucedió lo mismo al segundo, aunque su jefe decidió darle una nueva y última oportunidad. Nada cambió: misteriosamente, todos los clientes potenciales sufrían un ataque de dudas y decidían no inscribirse. Las demás compañeras le aseguraron que era normal, que siguiera intentándolo. Hasta que un día decidió probar algo. Desobedeciendo las normas de la empresa, se llevó a casa el número de teléfono de una mujer que había dicho estar interesada en un curso semestral de dietética. En cuanto Marta le comunicó que aquella mujer había llamado para borrarse finalmente de la inscripción, Viviana la llamó a casa. “Hola, soy Viviana, del CEAC. Disculpe que le pregunte, pero… ¿por qué ha decidido no inscribirse después de todo?”. La mujer le contestó: “¿Cómo que por qué no me he inscrito? ¡Sí me he inscrito! El mismo día en que pasó usted por mi casa, por la noche, me llamó una compañera suya desde la oficina. Marta, me dijo que se llamaba. Dijo que en adelante sería ella quien se ocuparía del tema… incluso me dio su número de móvil. Y el de otra chica, Lorea, me parece. Dijo que no llamara a la oficina si cambiaba de idea. Que llamara personalmente a cualquiera de las dos. Me pareció pelín raro, pero…”.

Al oír aquello, Viviana llamó de inmediato al trabajo para comunicar su renuncia. Apenas podía creer lo que había sucedido, pero no había otra solución. Marta y Lorea llevaban ya trece años en la empresa. Sería su palabra contra la suya. No tenía forma de demostrar al jefe que ambas habían estado robándole sus propios contratos. Quién sabría cuánto tiempo llevarían haciéndolo, a cuantas otras personas habrían puesto en la calle. Le pregunté a Viviana por qué lo dejó estar. No me cabía en la cabeza que no intentara hacer algo al respecto, demandarlas, tenderles una trampa, lo que fuera. "No pienso hacer nada", contestó. "Esas dos personas son más que conscientes de lo que han hecho. Lo mismo lo negarían aun con una pistola en la boca, pero sé que saben que han hecho mal, que merecen cualquier castigo que les llegue. Y sé que saben que les llegará. Mañana, al otro, quién sabe”. Viviana es una de las personas más felices que conozco.

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