Detener el mundo


En Amsterdam existe un hermoso lugar llamado Spui Centrum. Se trata de una placita semicircular en la que convergen las calles de Gedempte Gracht y, claro está, Spui; ésta última es un avenida que alberga el mercado de las artes. Aspirantes a pintores de todas las edades venden sus obras en stands particulares, y las floristas tienden un abanico de margaritas, claveles y etcétera a un lado y otro de la vía del ferrocarril. Me senté en un banco para comer mi bocadillo -no viajo precisamente por placer- y contemplar el panorama por unos minutos. Ahora sí: la música de acordeón, el aroma vivo de los restaurantes cercanos, el rumor sereno de un tranvía tímido y el espíritu secular de la piedra empezaban y acababan en mí. Comía y bebía despacio, recogido bajo un sol casi mediterráneo, y trataba de averiguar de dónde podía provenir tanta paz. Era algo que había buscado durante toda una vida, alguna bolsa de aire oculta bajo aguas llenas de calor y suciedad. Pero todo lo que tenía era un lugar y un momento. Tenía que haber alguna forma de prolongar ese momento, o de llevarse aquél lugar en la maleta y desempaquetarlo cuando quisiera.

Entré en una librería cercana. En Holanda es fácil encontrar publicaciones en inglés o incluso en español, así que definitivamente no me marcharía de allí sin antes aligerar un poco el bolsillo -soltar lastre, si así lo prefieren-. La tapa de azul reluciente asomaba descaradamente entre un conjunto de libros poco prestados al recuerdo; el título, de un bajorrelieve plateado, me arrancó una sonrisa enfermiza. Catching the Big Fish, por David Lynch. Supe al instante que, de haber estado en cualquier otro lugar, jamás lo habría encontrado. El azar te golpea la cabeza y exige que creas en él por hoy. No creo en mensajes divinos ni en coincidencias místicas, pues soy un ser asquerosamente plano, pero el libro se vino conmigo. Hoy puedo presentarle al juez pruebas que confirman que yo no sería el mismo de no haber entrado en esa librería, de no haber pasado por Spui aquél día, de no haber comprado el billete para Amsterdam, y sigue así el aburrido glosario de y sis. Un resultado siempre es sencillo porque siempre se mira inmediatamente a la derecha del símbolo igual, olvidando los numerosos factores necesarios para que se haga posible.

Catching the Big Fish me introdujo de lleno en el mundo de la meditación. David Lynch entró guiado por la misma casualidad; jamás se había interesado en él. A buen seguro que el cineasta no tiene nada en común conmigo, excepto en que los dos perseguimos el mismo momento y el mismo lugar.

Todo el mundo guarda un hechicero en la mente; esa habitación oscura que contiene el talento, los guantes blancos, la chistera. En Mathausen, campo de concentración alemán al que fueron enviados numerosos republicanos españoles, un preso le dijo a un oficial: Tú puedes abofetearme, humillarme, torturarme y hasta matarme. Pero no podrás impedir que piense. Antes necesitaba recordar eso cada vez que salía a la calle. Ahora es una idea fija, tranquila, que se manifiesta en mí de forma natural. La meditación exprime el don universal de la abstracción: cinco minutos de silencio, respiración pausada y relajada, la mente en blanco -libre de influencias, de ataduras, de tensiones; libre hasta de uno mismo-. En su abstracción, cada uno inventa su propio arcoiris. Después de haber visto ese arcoiris, todo lo que sucede a lo largo del día parece tocado por la ligereza. Se trata de detener el carrusel durante cinco minutos. Cuando vuelve a rodar, lo hace impulsado por tu propia fuerza.

La meditación no ha curado la planicie de mi espíritu, que sigue sin creer en milagros, pero ahora ese espíritu me resulta mucho más comprensible: cuando medito, me siento más y más yo.


Tiempos Modernos (una partitura)

De pequeño creía firmemente que nada cambiaría. Era una valiente creencia a la que me aferraba con la desesperación del héroe de caballerías. La ciudad seguiría siendo la ciudad, papá y mamá nunca dejarían de ser papá y mamá, la vida en el rellano de la escalera se mantendría en su ángulo de inmortalidad. No había otro destino para mi entorno que quedar paralizado; hermosamente aislado en una parcela ajena a la historia. No tenía edad para entender el tiempo.

Un día superé a mi padre en altura; al mirar abajo, vi a un imbécil. Por alguna razón, los consejos de mi madre dejaron de resultar fiables. El colegio se transformó en instituto, donde mis deseos mudaron de piel a ritmo de aguja de las horas. A veces tenía que ver con los estudios -las clases de historia; en especial las dedicadas a la revolución industrial, me fascinaban-, y otras con el sexo femenino, que despertaba ahora una atracción diferente, irracional. El ritmo empezaba a despertar; me parecía, quizá, que las cosas empezaban a moverse un tanto más deprisa de lo que hubiera deseado.

Me fui a Madrid para estudiar una carrera. El inmortal rellano de la escalera fue reemplazado por uno frío y casi hostil, un oscuro basamento sobre el que se levantaban cientos de obstáculos y retos desconocidos. La comida perdió su aroma a años ochenta. Las hojas en blanco se convirtieron en facturas. Un día enfermé y, al mirarme en el espejo, me eché a llorar. Llamé a mi padre para pedir consejo. Tal vez me había precipitado al tacharle de lo que le taché; las cosas iban definitivamente a toda velocidad, en cualquier caso.

Pese a todo, sobreviví. Aprendí, me fortalecí, dirían algunos; yo creo que tan sólo avancé en la línea recta que a cada uno se le ofrece desde que llega al mundo. El progreso comenzó a medirse en diplomas y acreditaciones. Licenciatura, diplomatura, contrato por valor de un año (una mujer llamada Aurora como paréntesis), acuerdo prematrimonial, contrato indefinido, libro de firmas de la boda (Ricardito y Sarita como doble paréntesis), solicitud de prestación de paternidad, libro de familia. La velocidad era ahora absurda, insostenible; no había tiempo para detenerse y contemplar esos hermosísimos detalles tan vivos de sentido.

Sara y Ricardo crecieron sanos y felices. Cada uno con sus baches y tonterías justificables por edad, pero sin salirse de lo esperado. De hecho, nada en ellos se salía de lo esperado. En una tarde de esas en las que uno se siente con la fuerza suficiente como para enfrentarse a la atrocidad del vacío, reconocí en mi interior que mis dos hijos no eran especialmente inteligentes, ni especialmente hermosos, ni carismáticos ni talentados. Tampoco eran lo contrario. Nadie era especialmente nada. Llegué a subdirector de la empresa. Gané lo suficiente como para comprar una casita en el Vendrell, muy cerca del campo.

Ahora mis hijos ofician de imbéciles a ojos de sus hijos. Aurora está un poco más débil que el año pasado, pero mantenemos la costumbre de salir a pasear todas las tardes. En ocasiones creo que todo es brillante; en ocasiones creo que todo es absurdo. En realidad todo sigue manteniendo la obediente línea de no salirse de lo excepcional. Eso sí: no me había dado cuenta, hasta hoy, del ritmo al que realmente pasa el tiempo, y ese ritmo no es otro que el de una apacible, hermosa y definitivamente excepcional lentitud.


"...cielito lindo, los corazones"

Suscito la desconfianza entre mis semejantes. Cada vez que me preguntan: "¿cómo estás?", contesto con adjetivos irritantemente positivos. Bien, estupendo, magnífico, genial. Entonces los demás afirman: "debes estar ocultando algo. Es imposible estar siempre bien". Y sí, lo es. Y no siempre me encuentro bien, ni estupendo, ni magnífico. A veces lloro por el amigo al que perdí, por el sueño que no se cumple, por la maquiavélica y sibilina mujer que se empeña en no amarme. O bien el mundo es injusto y deja sin suerte al pobre, mata de hambre al generoso, enriquece al corrupto, encarcela al inocente, hace enfermar a la razón. Pero la suerte está de mi lado, vaya que sí. Tengo casi todo lo que necesito para ser feliz; y más me vale no necesitar más cosas, o caeré pronto en la delicia de la insatisfacción autoinfligida. He conocido gente cuya vida es una auténtica miseria; otros trabajan catorce horas al día para apenas sobrevivir. Al lado de estos individuos, no se me ocurre por qué debería quejarme.

Las cosas que me preocupan relucen a menudo por su cegadora futilidad. Amor, crecimiento, exploración, espiritualidad, sociedad: son asuntos que en mi fuero interno ocupan una dimensión de insondable relevancia, pero que palidecen por su pequeñez en comparación con los deseos y miedos del resto de la humanidad, la historia del joven género humano, el tamaño de un universo cuyo centro, mucho me temo, está lejos de hallarse en mi bajo vientre.

Si he de protestar, que sea ante el juzgado de mi propia conciencia. Declaren juicios contra mi persona por no ser capaz de dejar las cosas tal y como yo deseo que estén. Quizá saque una guitarra y convierta mis penas en algo hermoso, como hicieron Camarón de la Isla o los primeros cantantes de blues; pero, desde luego, no volveré a pegar pelotazos contra un muro desnudo.

Journey to yourself


La ansiedad es indefiniblemente innecesaria. Nos resulta odiosa cuando deberíamos estar en deuda con ella: si aparece, es para indicarnos que algo necesita un giro, y por lo tanto no debemos perder la costumbre de examinarnos sin miedo.

Nunca será bienvenida, pero tampoco suele visitarnos sin motivo. Pretendemos echarla a patadas de nuestro domicilio cuando deberíamos invitarla a té y pasteles y charlar un poco con ella.

Hace dos días volvió a visitarme. Tardé un poco en reconocerla. Esperas


sentado frente a la boca del metro. Tus manos, entrelazadas, son las de un adulto. El hombre a tu derecha ha montado un trípode frente a las escaleras de la estación y ahora coloca una cámara sobre él. Sientes el impulso de entrar en cuadro y adulterar la realidad que pretende capturar; infiltrarte en un carrete anónimo, inmortalizarte a costa de un extraño. En la avenida,

el tráfico es un ritmo desacompasado de saetas que cortan peligrosamente el aire entre individuo e individuo. De pronto cruza una saeta que va a la cola de todas las demás, y aparece al otro lado de la calle el abrigo a cuadros grises y negros. Caminas en busca de su calor. Sus brazos rodean tu cuerpo con entusiasmo.
- Vayamos al parque- dice la sonrisa-. Quiero fumarme un cigarro en paz.
Os sentáis en las escaleras que dan a la entrada del conservatorio. Es mediodía del 6 de diciembre y la ciudad parece aletargada, envuelta en la lentitud de la sábanas. Puedes hablar con ella y sentir esa deliciosa verdad que reside entre silencio y silencio: es una conversación entre dos almas que se aman sin porqué.
- Había pensado que podíamos comer en ese italiano de allí. Sé que el centro te agobia y allí podríamos estar tranquilos.
Te descubre ese año y medio de vida que te has perdido. Sus labios saltan de piedra en piedra: está la casa rural que regentan sus padres, el viaje a Italia en el que casi pierde la cordura, la pederastia revelada de su tío, la exposición artística en Alicante. Tú devuelves cada gota de su experiencia con otra: tus viajes, la gente extraordinaria a la que has conocido, tu visión de la vida comparada con la que tenías la última vez que comiste con ella. Tomáis

un café en una mesa al aire libre. El hombre que se acerca tiene una expresión lánguida y risueña al mismo tiempo: os vende poesías a cambio de una aportación voluntaria en metálico. “Me paso el día entero en una oficina; si no hiciera esto, me moriría”. Se marcha para dejaros unos poemas infectados de una ingenuidad insólita. Ella dice que seguramente sigue siendo virgen.
- Yo también tengo poemas. Sigo escribiéndolos. Podrías venirte a mi casa y escucharlos; luego podríamos volver a ver “El último Tango en París”.
Lleváis una hora allí, pero vuestros cafés no se han consumido.
- Te diría que te quedaras a dormir- continúa ella-, pero mañana vuelve Vicente. Él y yo tenemos que hablar, aunque creo que sé exactamente lo que va a pasar. Me veo haciendo las maletas.
Sus cuadros han cambiado. Crees que empieza a asomar en ellos algo que tiene poco que ver con la técnica o la habilidad: la autora empieza a conseguir que sus obras sean prolongaciones suyas, ápices dibujados en el extremo de un árbol genealógico. Sus manos, apoyadas sobre el mármol de la cocina, son las de una mujer. Termina la película,

restáis en silencio.
- Siempre he creído que te llevarías muy bien con Vicente- su mejilla tiembla a la tenue luz anaranjada de la velita-. Se parece mucho a ti. Todos mis… se parecen a ti. He crecido buscando algo distinto y similar a la vez.
Te sorprendes hablando conmigo mismo. “Diga lo que diga, haga lo que haga, no vuelvas a
enamorarte”. Todo va bien por ahora, y de hecho, cuando llega la una de la madrugada, cuando la abrazas, te despides de ella y vuelves al frío del exterior, sigues sintiéndote tranquilo. El taxista habla sobre fútbol, mujeres, la ley antitabaco; artefactos que siempre terminan por disolverse rápida y silenciosamente. Pero al llegar a casa y tumbarte en la cama, hay algo que
persiste. Es la madrugada del 7 de Diciembre y no puedes dormir. Intentas repetirte las mismas palabras una y otra vez. Diga lo que diga, haga lo que haga, no vuelvas a