Asfalto

Nadie hubiera dicho que Joaquín fuera un tipo que se prodigara mucho en palabras, así que es lógico que me impresionara que de pronto le diera por explicarme su interpretación de la vida. Cuando le vi en la plaza, donde habíamos acordado reunirnos, me sentí inmediatamente asqueado por su presencia. Existe una imagen común entre quienes acaban de divorciarse, pero una barba de varias semanas, un conjunto de lo más andrajoso y el olor característico de alguien que lleva varios días encerrado en su cuarto superaban aquella imagen. Las palomas de la plaza, atendiendo maquinalmente a la pitanza distribuida por la tercera edad, desprendían más humanidad que él. Es cierto que Joaquín atravesaba un momento terrible, pero su actitud, en líneas generales, confundía. No daba la impresión de querer recnciliarse con la vida, sino más bien la de pretender liarse a golpes con ella y perder asalto tras asalto. Ignoro por qué me llamó aquél día. De todos los que una vez fueron sus amigos yo era el único que no le evitaba, pero no había en él nada que manifestara ninguna clase de agradecimiento por ello. De todos modos, cuando le vi entrar en una licorería y salir un minuto después armado con una botella de ron que empezó a consumir en el acto, decidí que no volvería a verle.
- Me he pasado la vida siguiendo reglas - dijo en un momento dado-. De niño crees que eso cambiará con el tiempo, que de mayor las reglas las pones tú, pero no es así. Casarse, conseguir un trabajo, comprar una casa, tener críos. Todavía nadie me ha sabido explicar por qué coño hay que hacer eso. A ver, Miguel, ponme al día. ¿Tú eres feliz?
Rompió a reir antes incluso de que yo pudiera molestarme en contestar. Dedicó los siguientes minutos a plantearme todo tipo de preguntas relacionadas con mi situación vital, mi supuesto bienestar y lo que él consideraba un status social inservible, todo a un volumen cada vez más alto y más empapado en alcohol. Luego empezó a insultar a su ex mujer, a sus antiguos amigos, a sus viejos profesores de la escuela; cuando hubo repasado todo el listín, empezó conmigo, poniendo en duda esa "hipócrita impresión de felicidad" que, según él, se manifestaba tanto en mí como en el resto de los seres despreciables que le rodeaban. No hace falta decir que todo el mundo se volvía para mirarnos según caminábamos. En un momento dado, al detenernos ante un semáforo en rojo, empezó a bajarse la bragueta mientras señalaba con la mano, más bien con la botella, a la comisaría de policía que se veía al otro lado de la calle. "Es un buen lugar para mearse", dijo, y con ello quebrantó la poca paciencia que me quedaba. Le dije que podía hacer lo que quisiera, pero que yo pensaba volver a casa. Y le dije, también, que tenía un problema y que en ese estado no inspiraba otra cosa que no fuera lástima. Respondió con un bufido y, echando un nuevo trago de la botella, que empuñaba como si fuera la prolongación del cuello de su ex mujer, empezó a cruzar la acera sin dejar de mirarme.
- Igual que todos los demás - exclamó-. Un muermo, un inútil sin voluntad, como todos los demás. Te crees superior a mí sólo porque tienes más dinero que gastar en ropa y perfumes, porque tienes una familia con la que morirte de aburrimiento los domingos, porque te pasas el día en una oficina que detestas, por muy bien que te paguen. Ajá, ¿eso es ser superior? No, eso es ser un esclavo, un sherpa más en esta mierda de cordillera con aceras y semáforos y edificios de treinta plantas. Lo que pasa es que te han educado así. Te dijeron de niño: "fíjate en ese tipo, ese que va cruzando la calle con una botella vacía en la mano y la polla fuera, ¡así es como no tienes que acabar!". Mierda, Miguel, todo es una mierda, ¿tú crees que...?
El enorme autobús de treinta toneladas, o más concretamente el conductor despistado que lo manejaba, no le permitió acabar. Un bocinazo y un golpe seco fue todo lo que se oyó antes de que algunos viandantes empezaran a gritar. Todos los problemas de mi amigo, su ebria perorata, sus recuerdos, sus frustraciones y su tardía rebelión contra el sistema quedaron reducidos a pequeños trozos esparcidos a lo largo de la carretera y parte del morro del autobús. Salvo su madre, no recuerdo ver a nadie llorando en el entierro. Fue como si todo estuviera más que previsto, incluso planeado; como si el accidente no hubiera sido siquiera un accidente. Alguna vez he tenido la impresión de que, si en ese mismo momento Joaquín se hubiera alzado de su tumba, lo habría hecho sólo para poder decir: "al menos me terminé esa botella". Lo que más me impresionó, sin embargo, fue que nadie dijo una sola mala palabra de él hasta que no abandonamos el cementerio. El cementerio, con sus somnolientos escaparates en los que no se exhibía más que silencio y ausencia de vida, era una especie de santuario que nos colocaba a todos, a los vivos y a los muertos, en un mismo nivel. Pero ya fuera, en la calle, a nadie le acobardaba seguir echando pestes del difunto. Se volvía a la vida, y la vida era un alegre operación en la que todos podían reanudar sus labores sin temor a convertirse en un nuevo Joaquín. Meses más tarde vi una película en la que un grupo de cirujanos reían, contaban chistes y cantaban hits de los años ochenta mientras operaban a un paciente a corazón abierto. Y esa actitud me resultó tremendamente familiar.

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