Firmamento del campo de batalla

Veo el punto, verdoso y reluciente, cruzando muy lentamente su cabello. Cuando me incorporo, Ricardo aparta de pronto los ojos del tablero; casi retrocede cuando ve que estiro mi brazo hacia él.
- Sólo tienes un bicho en el pelo - le digo, y vuelvo a sentarme.
Mueve la mano izquierda hacia la torre, donde vacila por un instante hasta que finalmente la mueve cuatro casillas hacia adelante. El escarabajo cae de mi mano y corretea por el tablero; es casi un diminuto haz de luz asustado en una planicie de perfectos claroscuros.
- Te toca - dice Ricardo, pero aparta la mirada enseguida.
Dejo que las posibilidades de victoria se iluminen en calma. Estoy empezando a dominar la situación; él lleva varios turnos obligado a jugar a la defensiva. Dos movimientos más y le dejaré sin torres; tres más, con suerte, y jaque.
- Pensé que querías decirme algo esta mañana - murmura.
El escarabajo trepa por la oscura espalda de mi reina hasta llegar a la cima, donde decide aguardar pacientemente, controlando el campo de batalla desde su mismo firmamento.
Álfil a efe seis; después moverá la reina. Inspiro.
- Podrían cambiar muchas cosas si lo dijera -y golpeo el botón del reloj.
Veo otro claroscuro; esta vez, en el rostro de Ricardo. Lo primero que hará será concentrarse en la partida. Después contestará.
- Soy todo oídos - reina a ce uno. Hasta ahora, todo va bien.
Pulsa el botón de su reloj.
- Creo que eres un cántaro vacío - digo.
Sus ojos caen el tablero para despertar en la perplejidad. Puedo contar con los dedos de la mano las veces en que he conseguido hacerlo; cuando parece que, al fin, derribo su eterno esquema donde todo está medido, racionalizado, archicalculado, para tenerlo al fin entre los dedos.
- Incluso ahora, un año después, sigues diciéndome que no sabía lo que quería. Que estaba perdida, confusa, que sólo veía en ti lo que quería ver; te sabes la historia, me sé la historia. Que por eso te alejaste.
Dejo que su mano izquierda, ya no tan confiada, recoja el álfil que acabo de derribar.
- ¿Por qué no te funciona la memoria para la vida real tan bien como te funciona con el ajedrez? Yo pienso mucho en el verano pasado. Quiero decir mucho. La filmoteca, El gatopardo. Tu película favorita. Y no parabas de mirarme. Las cosas que escribías. Las veces en las que abrías la boca y... allí se te quedaba todo, en la garganta, hasta que hacías una bola y te lo tragabas.
De nada le sirve su álfil-a-de-cuatro-y-mato-caballo, porque ahora tengo la torre libre.
- Te hubiera gustado. Tanto como a mí. No me mires como si no supieras de qué hablo. Por supuesto que sabía lo que quería, Ricardo. Nunca he estado tan segura de algo. Creo que me acusas de confusa, de perdida, y cosas que sólo te sirven para dar la impresión de tener una explicación, tu puñetera última palabra. Te recuerdo a tu propio pánico, eso es lo que pasa. Te hemos hecho mucho daño, las mujeres, ¿verdad? Todas unas zorras. Pobre, pobre, pobre Ricardo. Jaque al rey Ricardo - golpeo el reloj.
No se mueve. Permanece absorto en el tablero, como si parte de su vida estuviera palideciendo allí mismo. A su espalda, los jóvenes siguen llevando sus platos y sus cálidas tazas de café en dirección a las mesas. Ricardo está soñando, ingrávido, en el eje de un mundo basado en perpetuo movimiento. Las agujas del reloj siguen su curso.
Sus dedos pasan del labio al mentón y del mentón al pecho y del pecho al labio.
Entonces creo, aunque no estoy muy segura, que se produce uno de esos silencios repentinos, cuando cien conversaciones se detienen al mismo tiempo, y que las agujas fallan en su infalible cadencia, y que de pronto Ricardo mueve un álfil que yo ni siquiera sabía que estaba ahí, y lo coloca justo ante su rey, convirtiendo mi torre en un pilar sin sentido ni propósito a no ser que esté dispuesta a sacrificarlo.
Golpea el reloj.
- Tú también olvidas muchas cosas, Rebeca- dice.
Afuera, sobre el césped, un acordeón desprende una melodía pesada; una cascada con sabor a hierro oxidado.
- Olvidas, por ejemplo, el día en que entraste por ahí, por esa misma puerta, y me viste sentado aquí mismo, y te diste la vuelta y te fuiste sin decir una sola palabra. Olvidas... El gatopardo, sí. Olvidas que ese día alguien te puso una mano sobre la tuya y tú la retiraste, y de paso olvidas alguna que otra mirada rechazada, y también algún que otro no puedo verte hoy, tengo cosas que hacer.
Sé que mi próximo movimiento será estúpido. Sé que él está visualizando en un segundo probabilidades para las que yo necesito cincuenta.
-Me alejé, sí. Tal vez porque no me dejaste acercarme un sólo paso más. Ha pasado un año, es verdad. Y creo que las cosas están igual que antes - y su reina corta el tablero en diagonal-. Jaque.
Nunca le miraré suficientes veces. Las facciones no tienen importancia: en el fondo es el más anónimo, insustancial, repetible de los rostros; y tal vez por eso, todo cuanto me rodea puede estar construído a partir de él: luz, espacio, e incluso tiempo. Una fracción de tiempo inconmensurable para buscar comprensión en mi vida, y un instante INSTANTE instante para perderla.
El escarabajo verde ya no está sobre mi reina. Lo busco sobre el tablero, pero se ha esfumado. Muevo al rey para alejarlo del peligro; supongo que no puedo hacer otra cosa.
- ¿No me echas de menos?
En realidad, no se lo pregunto. Casi sin darme cuenta estoy formulando una especie de orden indirecta; una trampa verbal que debería acorralarle entre mí y la única respuesta que quisiera oír.
Sus ojos están fijos en los míos cuando mueve el álfil y golpea el reloj.

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