Llevé la sangre de aquél hombre durante quince años. Las mujeres a las que amó, los errores de los que nunca pudo redimirse, los lugares que nunca llegó a visitar; todo quedó huérfano de él en cuanto apreté el gatillo. La cárcel no me cambió ni logró que me arrepintiera de lo que había hecho. La muchacha que me esperaba a la salida era la hija de quien maté. “Llevaba quince años esperándote”, dije la verla, soltando la bolsa en que llevaba todas mis posesiones y alzando los brazos al cielo, para que comprendiera que no evadiría mi destino. No obstante, bajó el arma y, tras acercárseme con parsimonia, me tendió una carta. “No sabía qué haría al verle, si dispararle o darle esto. Ahora ya lo sé”. Se dio media vuelta y se marchó para no dejarse volver a ver jamás. En la carta había una única palabra escrita: recuerde. Deseé no haber salido nunca de la cárcel.
Repent
Llevé la sangre de aquél hombre durante quince años. Las mujeres a las que amó, los errores de los que nunca pudo redimirse, los lugares que nunca llegó a visitar; todo quedó huérfano de él en cuanto apreté el gatillo. La cárcel no me cambió ni logró que me arrepintiera de lo que había hecho. La muchacha que me esperaba a la salida era la hija de quien maté. “Llevaba quince años esperándote”, dije la verla, soltando la bolsa en que llevaba todas mis posesiones y alzando los brazos al cielo, para que comprendiera que no evadiría mi destino. No obstante, bajó el arma y, tras acercárseme con parsimonia, me tendió una carta. “No sabía qué haría al verle, si dispararle o darle esto. Ahora ya lo sé”. Se dio media vuelta y se marchó para no dejarse volver a ver jamás. En la carta había una única palabra escrita: recuerde. Deseé no haber salido nunca de la cárcel.
Cámara de repetición
Et voilà.
Comprendo.
Comprendo que debe respetarse
la distancia que pediste,
que nada me da derecho
a participar en tu presente,
que si realmente te amo
dejaré que seas vos misma.
A cambio, tan sólo pido:
que olvides mi lentitud,
mi falta de coraje,
el acoso y el saqueo,
la furia mal contenida
y otras mil cosas
que nos perdonaremos algún día.
No necesito preguntarte
si has leído estas líneas
-sé que lo estás haciendo ahora-
Sigue adelante.
Sé feliz.
Estés donde estés.
Si acaso mañana
deseas recordarme,
que sea únicamente
por esta palabra:
"comprendo".
...And now for something completely different.
Little Big Chronicles - Vol 5
Se dice que todo individuo es tan sólo el resultado de la interacción de su mente con el entorno. Faulkner no se limitó a interactuar: se dedicó a absorber. La crónica de su familia, la atmósfera y la historia de su condado natal y la observación de todos los personajes de carne y hueso que poblaron su vida terminaron por convertirse en la cámara embriónica de uno de los más brillantes talentos de la literatura del siglo XX. La prosa de Faulkner sigue sorprendiendo por su viveza y complejidad, su deslumbrante y poética fuerza visual, su empeño por adentrarse en lo más profundo de la psicología humana y, cómo no, su audacia en el experimentalismo, a posteriori tremendamente influyente. Cuesta imaginar que detrás de tan clarividentes novelas se esconda un perfil tan contradictorio, problemático y atormentado como el de William Faulkner.
El verdadero apellido de William (o “Bill”, si lo prefieren) era Falkner. Nacido en Mississippi, tierra de la que nunca fue capaz de desarraigarse y en la cual se sitúa la práctica totalidad de su producción literaria, Bill pudo desarrollar su imaginación y su voluntad artística gracias a su madre y a su abuela, espíritus sensibles en contraposición al voluble y tiránico carácter de su padre. De niño, William estuvo al cargo de una niñera de raza negra llamada Callie Barr. Ella influiría enormemente en la idiosincrasia de Faulkner, quien tomó de ella sus ideas sobre la sexualidad y la segregación racial, presentes en casi todos sus libros.
William no empezó con buen pie en ningún sentido. Aunque lector ávido y precoz, fue siempre un mediocre estudiante, objeto frecuente de burlas entre los demás niños a causa de su introversión, su torpeza en los deportes y su preferencia al trato con las chicas. Decepcionado con sus estudios universitarios y motivado por la búsqueda de aventura, abandonó la U. de Mississippi en 1918 para alistarse en el ejército estadounidense, el cual le rechazó por su estatura (apenas llegaba al metro sesenta y cinco). Bill decidió disfrazarse entonces de británico. Ensayó su nuevo acento durante semanas y añadió la famosa “u” a su apellido. El artificio surtió efecto, pero la guerra terminó antes de que pudiera entrar en combate. Por esta época logró publicar sus primeros poemas y relatos cortos en publicaciones de poca monta. También empezaron sus flirteos con el alcohol, flirteos que se mantendrían con menor o mayor intensidad por el resto de su vida.
Su regreso a la universidad fue convulso. Embriagado por sus primerizos éxitos literarios, sus compañeros le tuvieron pronto por arrogante y presumido. Su acento pseudobritánico y su refinado gusto para la ropa le ganaron el mote de “El Conde”. Una de sus únicas amistades en la facultad fue el joven poeta Phil Stone; de sus enseñanzas asumió la idea de que la universidad era un pérdida de tiempo y que todo cuanto necesitaba en la vida era libertad para desarrollar su inquietud artística. Dejó de nuevo los estudios y empezó a trabajar como auxiliar en el banco de su abuelo. Por las tardes se encerraba en casa para escribir, y por las noches bebía en solitario. Era el eterno borrachuzo marginal que todas las noches acaba orinando en una farola distinta. Esta etapa serviría más tarde de inspiración para la novela Sartoris, pero aún quedaba tiempo para llegar a esto.
Decidió cambiar de aires. Ya en Nueva York desarrolló una infalible habilidad para lograr que le despidieran de cuantos empleos probara. En la oficina de correos acostumbraba a leer la correspondencia privada de toda la ciudad. En la librería dedicaba más horas a escribir sus relatos que a ordenar los libros. Lo intentó como bombero, vendedor ambulante de refrescos, pintor de letreros y vigilante nocturno. Aunque holgazán para el trabajo, era todo un tour de force en el empleo literario, aprovechando todas las horas del día, libres o no, para escribir. Phil Stone, decepcionado por haber perdido el contacto con su amigo, le envió un telegrama. “¿Qué te ocurre, te has echado novia?”. Faulkner respondió: “Sí, y tiene 30.000 palabras de largo”. La paga de los soldados fue su primera novela, y aunque recibiría muy buenas críticas, estas no se verían acompañadas por el éxito comercial. Sucedió lo mismo con Banderas en el viento y Sartoris. Justo entonces regresó Estelle.
Estelle Oldham había sido el gran amor de Faulkner en el instituto. Habían salido juntos durante muchos años, y aunque Estelle le fue infiel en numerosas ocasiones, estaban decididos a casarse. Sin embargo, presionada por la familia, Estelle terminaría pasando por la vicaría con Cornell Franklin, estudiante mucho más rico y prometedor que Faulkner. Estelle se divorció de Cornell en 1929; apenas dos meses más tarde, se casó de nuevo con Bill. Juntos se embarcaron en un matrimonio inestable y empapado de alcohol por ambas partes. Su hija Jill le rogó en cierto punto que dejara de beber; si no por él mismo, al menos por ella. ”Nadie recuerda a los hijos de Shakespeare”, respondió crípticamente Faulkner. Estelle llegaría a intentar suicidarse. Esta espiral autodestructiva no impidió que Bill produjera un total de 13 novelas, a cada cual más extensa y compleja, en un periodo de apenas 20 años. A esta etapa pertenecen sus más aclamados títulos: El Ruido y la Furia, Mientras agonizo, Luz de agosto y ¡Absalom, Absalom! Fue una lástima que todas ellas coincidieran con la Gran Depresión. América experimentaba un lento resurgimiento en el que muy pocos estaban interesados en comprar novelas profundas y experimentales. Faulkner debería esperar hasta la década de los 40 para alcanzar el éxito verdadero.
Hollywood llamó a su puerta. Howard Hawks, el Spielberg de la época, se enamoró de su ingenio y su efervescencia creativa. Faulkner desarrollaría una prolífica carrera como guionista y revisor, obteniendo los créditos por En Tierra de faraones, El sueño eterno (adaptación de la archiconocida novela de Raymond Chandler) y Tener y no tener (otra adaptación, esta vez de su enemigo estilístico, Ernest Hemingway). Pero Faulkner en Hollywood era como un pez fuera del agua. Obligado a aprender el oficio de forma autodidacta, tenía tendencia a “romantizar” en exceso sus guiones, así como a incluir en ellos tremendas parrafadas de diálogo (“¿¿Todo eso se supone que debo memorizar??” le dijo una vez el mismísimo Humphrey Bogart). De hecho, William odiaba Hollywood. El cheque era lo único que le retenía allí. En cierta ocasión le dijo a H. Hawks que estaba teniendo problemas para concentrarse y que le gustaría volver a casa, en lugar de escribir en las oficinas de la productora. Hawks aceptó. Pasaron los días sin que el director tuviera noticias de su guionista. Al llamar al hotel en el que Faulkner se alojaba, descubrió que éste se había marchado indefinidamente a Mississippi. Parece que aquello de “volver a casa” tenía un sentido de lo más literal. Las peripecias del escritor en Hollywood, incluyendo vergonzosos percances con el alcohol y un romance secreto con Meta Carpenter, joven secretaria de Hawks, serían satirizados varias décadas después por los hermanos Coen en la película Barton Fink.
Curiosamente, fue otro affair amoroso el que terminó de ponerle en el mapa. Else Jonsson, viuda del periodista Thorsten Jonsson, fue la principal responsable de que sus novelas se tradujeran al sueco, lo que eventualmente resultaría en la concesión del premio Nobel de literatura. Parece que Bill detestó de inmediato la atención que suscitó tamaño reconocimiento literario, hasta el punto de mantenerlo ferozmente en secreto. Su hija Jill, por entonces de 17 años, sólo supo que su padre había ganado el Nobel cuando lo anunciaron por la megafonía del instituto. William destinó buena parte del premio en metálico a la creación de un concurso literario para jóvenes creadores, así como a ayudas a familias afroamericanas que no podían pagar la matrícula escolar de sus hijos. Se hartó de recoger premios durante los últimos años de su vida, pero debería esperar hasta su muerte para ganarse de verdad al público de su propio país. En Europa, en cambio, era “un Dios entre los jóvenes lectores” en palabras de Jean-Paul Sartre. Murió en 1962 tras caerse de un caballo. Su larga vida de excesos, en cualquier caso, ya le había debilitado considerablemente en salud.
Pese a todas sus arrogancias (“el buen artista cree que nadie es lo suficientemente bueno como para instruirle”), sus problemas con la bebida (“si estoy borracho, nunca escribo… aunque a veces se me ocurren ideas geniales”), las penurias económicas y demás dificultades, William Faulkner completó una producción prosística de insuperable calidad. Yoknapatawpha, el ficticio condado en el que situó varias de sus novelas, es todo un ejemplo de virtuosismo imaginativo que serviría más tarde de inspiración a Gabriel García Márquez y su fantástica región de Macondo. Además del propio Márquez, innumerables escritores han reconocido la influencia de Faulkner en su obra, incluyendo a Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa. El novelista italiano Alberto Moravia afirmó que la huella de Faulkner podía encontrarse en cualquier libro contemporáneo; a veces visible y a veces no. En su fabuloso discurso de aceptación del premio Nobel, Faulkner dejó unas palabras que, aunque referidas al hombre universal, bien podrían decorar su propio epitafio: “creo que el hombre no sólo sobrevivirá, sino que prevalecerá. Es inmortal, no sólo por ser la única criatura con una voz inagotable: también por tener un alma, un espíritu capaz de alcanzar la compasión, el sacrificio y la resistencia. (…) La voz del poeta no tiene por qué ser únicamente el registro del hombre: puede ser también su basamento, el pilar necesario para que sobreviva y perdure”.
A true story
Sí, es una historia totalmente verídica.
Viviana nunca se habría ido a vivir a Valencia. De hecho, si hubiera podido elegir un lugar al que marcharse, habría sido cualquier otro. Pero conoció a Luisma. Eso, claro, lo cambió todo. Hizo las maletas, se despidió de amigos, de familiares y de una tierra de la que jamás había salido. Era consciente de que la apuesta era arriesgada: el titulo de magistrada en educación musical no le abriría demasiadas puertas laborales, pero la suerte le guiñó el ojo. A las pocas semanas consiguió una entrevista de trabajo en la CEAC. Nunca había trabajado de comercial, pero el empleo le pareció lo suficientemente sencillo como para intentarlo. Se sentía plena de confianza. Y ese desparpajo tan común entre quienes se han criado en las Canarias se convirtió en la cualidad más oportuna para convencer al tipo que la entrevistó.
Empezaría la jornada a las nueve de la mañana y terminaría a las siete de la tarde. Su misión era la venta fría; casa por casa, puerta por puerta, y una carpeta repleta de ofertas bajo el brazo. El trabajo de comercial puede ser bastante duro y especialmente ingrato; a ello había que añadir los objetivos. Necesitaría asegurar un mínimo de quince contratos al mes para asegurar su renovación. En principio le pareció sencillo. Cada cierto número de puertas – o millas- encontraba a alguien que, milagrosamente, parecía interesado en un curso a distancia aun sin haberse planteado jamás estudiar uno. Siguiendo las normas de la empresa, Viviana mostraba las ofertas, apuntaba los datos del posible cliente y le comunicaba que le llamaría al cabo de unos días para confirmar la inscripción. Como solía hacer horas extra, tuvo la idea de llevarse los datos de los clientes para llamarles desde su propio domicilio; sin embargo, Marta y Lorea, dos veteranas de la empresa, le explicaron que las leyes de protección de datos prohibían a los comerciales hacerlo así. Los números de teléfono de todos los interesados debían permanecer en la oficina.
Pronto quedó claro que algo no cuadraba. Llegaba agotada a casa todas las noches, pero siempre lograba encontrar al menos a uno o dos interesados. A la mañana siguiente, al poco de haber entrado en la oficina, bien Marta o Lorea se lo decían. Ese cliente que captaste ayer ha llamado. Dice que ha cambiado de opinión, que no quiere inscribirse. Y con esto, Viviana se veía obligada a volver a empezar. El primer mes le resultó imposible cumplir con el número de objetivos. Sucedió lo mismo al segundo, aunque su jefe decidió darle una nueva y última oportunidad. Nada cambió: misteriosamente, todos los clientes potenciales sufrían un ataque de dudas y decidían no inscribirse. Las demás compañeras le aseguraron que era normal, que siguiera intentándolo. Hasta que un día decidió probar algo. Desobedeciendo las normas de la empresa, se llevó a casa el número de teléfono de una mujer que había dicho estar interesada en un curso semestral de dietética. En cuanto Marta le comunicó que aquella mujer había llamado para borrarse finalmente de la inscripción, Viviana la llamó a casa. “Hola, soy Viviana, del CEAC. Disculpe que le pregunte, pero… ¿por qué ha decidido no inscribirse después de todo?”. La mujer le contestó: “¿Cómo que por qué no me he inscrito? ¡Sí me he inscrito! El mismo día en que pasó usted por mi casa, por la noche, me llamó una compañera suya desde la oficina. Marta, me dijo que se llamaba. Dijo que en adelante sería ella quien se ocuparía del tema… incluso me dio su número de móvil. Y el de otra chica, Lorea, me parece. Dijo que no llamara a la oficina si cambiaba de idea. Que llamara personalmente a cualquiera de las dos. Me pareció pelín raro, pero…”.
Al oír aquello, Viviana llamó de inmediato al trabajo para comunicar su renuncia. Apenas podía creer lo que había sucedido, pero no había otra solución. Marta y Lorea llevaban ya trece años en la empresa. Sería su palabra contra la suya. No tenía forma de demostrar al jefe que ambas habían estado robándole sus propios contratos. Quién sabría cuánto tiempo llevarían haciéndolo, a cuantas otras personas habrían puesto en la calle. Le pregunté a Viviana por qué lo dejó estar. No me cabía en la cabeza que no intentara hacer algo al respecto, demandarlas, tenderles una trampa, lo que fuera. "No pienso hacer nada", contestó. "Esas dos personas son más que conscientes de lo que han hecho. Lo mismo lo negarían aun con una pistola en la boca, pero sé que saben que han hecho mal, que merecen cualquier castigo que les llegue. Y sé que saben que les llegará. Mañana, al otro, quién sabe”. Viviana es una de las personas más felices que conozco.
Il vecchio stile, il moderno stile
Su gruesa sombra se proyecta contra el aséptico muro gris del fondo. Todos creemos que hay un tiempo para cada cosa, pero Silvio considera que el momento y la hora empiezan por él, y todo lo demás debería esperarle. De ahí que prolongue tanto esas forzadas caladas a un cigarro que es ya casi un insostenible filtro de ceniza, y los forzados silencios que dibuja entre pregunta y respuesta. Los espejos a cada flanco de la sala multiplican, desdoblan esa impresión de tiempo eterno.
- Lo he sabío durante toda mi vida- el humo, al igual que su mirada, se pierde inexorablemente en la calamina blanca del techo-. Sólo que, no sé, d’tor, quizá me faltaban huevos para admitirlo. Oiga, ¿falta mucho pa’ terminar? No sabusté el hambre que tengo. Le digo, d’tor, que toy bien aquí, pero me muero de hambre.
- Tal vez si hubieras comido a las dos, junto con el resto de los internos… -le digo, sin poder evitar que el sarcasmo sofoque a la obviedad.
- Oh, ya sé cuánto les gustaría a ustés que todos comiéramos, meáramos y muriéramos a la misma hora pa’ rellenar sus partes y tirar pa’ casa, pero yo me he quitao el reloj, ¿sabe? Sienta mú bien tener la muñeca libre, ¿Qué no lo probó nunca?
Hubiera podido sobrevivir como artista circense en lugar de embaucador. El obtuso rectángulo de su cabeza, mal adherida al tonel que sostiene el resto de su cuerpo, recuerdan de inmediato al perfil exagerado de un bufón, un payaso tragaldabas. Hay mucha teatralidad en su voz y en sus ademanes, quizá demasiada. Todo encaja en una especie de maquinaria interpretativa que adora el tabaco negro y detesta las prisas. Cuando me hablaron de él, recordé de inmediato aquél pianista que apareció en una playa de Suiza sin recordar quién era ni cómo había llegado allí. Resultó ser todo un plan que el propio artista había diseñado para atraer la atención del público. El cuento funcionó lo suficientemente bien como para que los medios, tan aburridos como siempre, mordieran el anzuelo; ahora bien, esa clase de fama no se consume al ritmo con que arden los cigarros de mi nuevo paciente.
- Dime, Silvio. ¿Qué te dicen los muertos cuando hablas con ellos?
- ¿Qué me dicen? ¿Pero por qué puñetas iban a hablar? – la carcajada es estridente, caricaturesca; un retoño del vodevil siciliano-. Tan muertos, matasanos. No tién por qué decir ná.
- Entonces comprenderás que me resultará difícil creer que puedes hablar con ellos.
- Cosas más absurdas se han oío. Echo de menos los viejos tiempos, cuando a la mujer barbuda y al hombre de los tres huevos se les quería tan panchamente en sociedad… ah, pero crea usté lo que quiera. Por poder, pué usté hasta creer que estoy trastornao; muy conveniente pa’ apuntarlo en su libretita y luego cenar hígado de cerdo con habas en casa. Le pagan pa’ eso. Me comunico con los muertos, d’tor; me comunico, pero no m’hablo con ellos.
- Bien. ¿Podrías explicar en qué consiste esa ‘comunicación’?
Después de quitarse las gafas, las humedece con el aliento y procede a limpiarlas con una pizca de saliva, sin mirarme.
- Verá, d’tor. Los muertos no tien lengua. Ni cabeza. Lo mismo la tuvieron, pero eso da igual. No hablan, no piensan, pero yo, yo sé ande están y qué sienten. Y los amigos, los familiares, vienen a mí pa’ saber lo que valga la pena saber.
- No sería el primer paciente del que escucho algo parecido. Ni el primer farsante- esto no es tanto un ataque como un asalto práctico; un rasgo común en los pacientes esquizofrénicos es la agresividad, la constante actitud defensiva ante cualquier señal de duda que provenga del prójimo. Pero mirando a Silvio, se diría que sus gafas tienen más posibilidades de exasperarlo que mi ingenio.
- Por ejemplo, d’tor, ayer hablé con su madre. “Hablé”, ya sabe.
- ¿De veras? – apunto rápidamente a mi libreta con el bolígrafo, pues intuyo que lo que viene a continuación delatará rápidamente su condición de enfermo… o de fraude.
- ¿Sabía usté que ella escondió medio millón de liras abajol suelo la cocina?
Le miro por un instante, pero a mi mirada sólo responde una grotesca, divertida mueca de satisfacción.
- Hay que ver, d’tor, cómo le han brillao los ojos por un segundo- dice Silvio-. Pero ni se inmutó cuando nombré a su difunta madre. ¿Está seguro d’haber repartío bien los papeles? Si quiere, empezamos de nuevo. Yo haré de d’tor y usté de farsante. Dígame, ¿cuándo descubrió que podía hablar con los locos?
WB
"He who desires but acts not, breeds pestilence.
The cut worm forgives the plow."
- William Blake,
Proverbs from Hell
Toda la verdad
“¿Cuándo vas a ponerme la crema, hijo?”
Antes incluso de colocarle ambas piernas sobre el cesto, ya existe en mi interior una imagen palpable de todas y cada una de las hinchazones que recorren sus piernas. Estoy tranquilo mientras paso la crema exfoliante por ellas. Todo parece desvanecerse. Mojo mis manos con la crema, blanca y espesa como espuma de afeitar, y todo cuanto estaba un segundo atrás en mi cabeza se deshace poco a poco entre la autopista de bultos e hinchazones. Si ahora abriera la ventana, la mataría. Ella nunca dice nada. No tiene por qué abrir la boca en toda la mañana. Sólo cuando se le reseca la boca, o se le rebela la vejiga, reúne todo su empeño en una primera inspiración antes de decir:
“Hijo, ¿me llevas al servicio?”
Aunque no soy su hijo. Al principio me rompía el corazón: mi suegra se autoasignaba el papel de mi fallecida madre, la que nunca me quiso, y yo llegaba a pensar por algún motivo que no se trataba de un acto involuntario. Mi mujer pasa toda la mañana fuera, mientras yo cuido de lo que queda de su madre y finjo buscar algún trabajo por Internet. En ocasiones, mientras le aplico la crema, o cuando le inclino la cabeza y le abro los párpados para echar las gotitas dilatadoras, me da la sensación de que ya está muerta. Y, no sé por qué, cuando se me ocurre eso siento quererla un poco más.
“Hijo, ¿me cortas una naranja?”
Lo que me lleva a pensar en la atmósfera que se respira últimamente en mi dormitorio. Si no fuera porque de vez en cuando pasa de página, o estornuda, o gruñe sin más, me parecería no estar compartiendo cama con Claudia, sino con un cadáver. Y en este caso, no hay oportunas emociones compasivas, si es que es realmente compasión, que reaviven mi amor por ella. A veces creo que Claudia no tardará en olvidar mi nombre: empezará a llamarme “hijo”, “cariño”, y entonces yo tendré que levantarle la falda y aplicar la crema sobre dos piernas que ya han perdido su utilidad, al igual que casi todo cuanto hay sobre ellas.
“¿Cuándo vas a ponerme la crema?”
Lo normal es que tenga que repetírselo siete u ocho veces cada mañana. Ya le he puesto la crema. Se la he puesto hace dos minutos, señora Deme. La oscuridad es lo que impide entonces discernir cómo reacciona su rostro, si acaso reacciona, pero la torpeza que vibra en su voz es de una inocencia tal que uno llega a despreciarse. A sentir que el verdadero inútil es uno mismo. Y llega al punto de aplicar la crema una vez y otra, y otra, y otra, hasta que las patas de elefante resbalan como la brea y desprenden un casi salvaje olor a menta. Y durante cinco minutos más, sentir que todo, absolutamente todo empequeñece, se agazapa hasta confundirse con esa oscuridad de claustro que identifica a la habitación. Y solo de vez en cuando ocurre. De improviso, como por arte de magia, recuerda mi nombre; me pregunta si he tenido suerte con el trabajo, cómo lleva Jorge los estudios, a qué hora vuelve Claudia de la consulta. Es entonces cuando me asusto.