Terciopelo azul

"¿Y por qué comemos hoy en el salón, mamá?" es lo primero que pregunta. El doble mantel color crema - sólo lo había visto una vez antes, en navidades- cubre la totalidad de la mesa de mármol. Una gran fuente en el centro deja entrever ese blanco y rojo salteado, milagroso, del arroz a la cubana. Pero hay más. Pequeños platos azules en los que parecen dibujarse sueños en comida. Raciones de queso y jamón serrano, taquitos de paté y mermelada de fresa, porciones rectangulares de la tarta de manzana que Ella siempre preparaba los sábados. Es decir, que siempre preparaba antes. Deja caer la mandíbula, y en la boca surge la misma obertura silenciosa y extasiada que se forma en sus ojos. Me quieren. Me quieren mucho. Esta era la sorpresa. Mamá y Papá me quieren mucho. Ella le apremia a sentarse en la silla, desde donde se lanza impaciente a por el primer pedazo de tarta.
- Hemos pensado que podríamos celebrar una comida muy especial -dice ahora Ella-, aprovechando que Papá ha vuelto.
Por favor, come. Come y olvida. Haz como si no hubieras vivido nada de esto. Come y bórralo todo de tu mente. Ayúdanos a olvidar, piensa la madre.
Él alcanza el cucharón y empieza a verter generosas montañas de arroz en su plato. Nota que Él está sonriendo, pero no sonríe como Él suele hacer. Él siempre ha sido muy serio. Al fin y al cabo es quien debe cuidar de todos, protegerlos, aislarlos del peligro con su Poder (ese Poder que sabe que tiene) y su voz de gigante macizo. Pero Él está sonriendo, quizá como si fuese la primera vez que se ven, o la primera vez que se cena arroz a la cubana. Cuando entró en casa, después de tanto tiempo sin verle, Él y Ella se abrazaban con una fuerza extraña (¿les dolía algo?), enterrados el uno en el cuerpo del otro, aferrándose a los brazos como quien se agarra a la cornisa que sostiene su última oportunidad de sobrevivir.
Quizá solo sea cuestión de tiempo. Puedo olvidar a Sandra; a un hombre se le ha visto olvidar cosas mucho más terribles, y si no se es capaz de olvidar, no se es capaz de nada. Olvidar ese ardiente olor a carne joven, a sexo húmedo, a traición deliciosa (con un toquecito de carmín y pintalabios), porque Somos Una Familia. No se trata de hacerlo porque soy un adulto, porque soy un hombre, sino porque Somos Una Familia, piensa el padre.
El banquete empieza a vaciarse en los platos, saciar su insaciable estómago; viendo el mundo entero a su disposición, come con esa especie de pasión desinteresada propia de los niños felices. Pero hay ciertas preguntas, cierto temblor; siluetas cuya luz parpadea ocasionalmente, entre bocado y bocado. Sólo ocasionalmente.
- Pero papá... - se detiene y alcanza la servilleta: Él se enfada si se habla con la boca llena- ¿Dónde has estado todo este tiempo?
Y ve que Ella abre la boca como si quisiera responder por Él. Ignora qué fuerza misterisa termina por arrebatarle las palabras y reducirlas a un soplo de aire. Quizá sea ese Poder inquebrantable, el que sabe que Él tiene.
Que salga él del atolladero. Que le explique la verdad si es que es capaz. Al menos que sea original. Que le diga algo que él pueda comprender, aceptar, masticar. Pero de eso tampoco será capaz, piensa la madre.
- Ya sabes que papá tiene un trabajo muy duro. A veces mi jefe me manda a trabajar fuera, a otra ciudad, y tengo que hacerlo para que vosotros estéis bien. Pero eso ya se ha acabado, ya estoy de vuelta, ¿no?
Quizá dentro de unas semanas, cuando todo esté más calmado, volver a llamarla. Hacerlo esta vez distinto, con más cuidado, se puede hacer sin que esto tenga por qué salpicar a nadie. Llamarla solo cuando no haya nadie en casa, cuando esté en la calle, cuando la excusa sea irrebatible, piensa el padre.
El helado de chocolate es otro fugaz regalo que aceptar al instante. Ahora los mira: parece como si no hubieran probado bocado, como si hubieran permanecido esos treinta minutos sin hacer otra cosa que observar cada uno de esos bocados. Como si fueran figuras de cartón -iguales que las que recorta en clase de plástica- cuyas sonrisas, al no ser humanas, tienen algo de atroz y de homicida. No es miedo lo que siente; debe ser otra cosa. ¿Me habrán envenenado? pero lo descarta, lo rechaza al instante porque debe seguir comiendo, porque Papá y Mamá me quieren mucho. Distingue ahora un movimiento que le llama la atención, pero no sabe por qué: la enorme mano de Él se ha movido hasta colocarse sobre la de Ella. Pero no sonríen.
Coger la puta comida y tirártela a la cara, llamarle cerdo, cabrón y todo lo que eres, ponerte en evidencia para que ni tu propio hijo te respete, eso sí que te jodería - pero tranquila, a ver, cálmate, él se ha disculpado, él te dijo que estaba arrepentido, son cosas por las que hay que pasar, piensa la madre.
Quizá una habitación en algún hostal en las afueras, donde no haya forma de cruzarse otra vez con algún conocido, cena de empresa, reunión con viejos amigos, trabajo extra, mirar muebles. Tumbarme junto a Sandra y deslizar fuera esas bragas con el dedo índice, mirarla a los ojos, hundirme. Solo una vez más, piensa el padre.
El niño dormirá en paz esa noche porque es mentira que haya notado nada extraño. Es mentira que le quieran envenenar, que existan las sonrisas de cartón, que algo ajeno e incomprensible se escondiera detrás de todo cuanto ha estado viendo los últimos días. Mentira, como el fantasma que le espera todas las noches detrás del armario. Es mentira. Nunca puede ocurrir nada malo. Papá y Mamá me quieren mucho. Tardará veinte años en enterarse.


2 comentarios:

Mélanie Laurent dijo...

Has conseguido conmoverme, y sabes que eso no sucede muy a menudo.

¿Ahora me llamas Sandra? Vaya, vaya...

Ferran Vega dijo...

Merci beaucoup. Pero cuidado con lo que dices, o tendré que pegarte un bocau. ;)