La imperfecta frontera de la mente

La mente humana quiere asimilar, aprehender, aceptar; pero siempre ha tenido que pugnar con los límites de una sólida e inesperada frontera. Los golpes imprevistos, aquellos que jamás creímos que pudieran sucedernos, nos devuelven a nuestra condición de pequeñez e insignificancia; a nosotros, insectos de hormiguero iconscientes de nuestra incapacidad para decidir sobre nuestro destino, incapaces de comprender el funcionamiento de las superiores, extrapersonales leyes del infortunio, la muerte o la tragedia.
Nuestra impotente respuesta ante dichos reveses parece poco más que resignación: impotentes ante la autoridad de la desdicha y el azar, seguimos transportando nuestro trigo y nuestro pan sin poder rebelarnos contra lo que no puede combatirse. Perdemos un ser querido y todo cuanto podemos hacer es proseguir con lo que hemos hecho hasta ahora, cuando nunca nos habíamos planteado cómo sería el ahora sin él. Parece que en adelante nos hayan obligado en una condición de desamparo y desprotección para la que no tenemos respuesta. Entra en juego la relación entre la voluntad y los límites del intelecto: se quiere, pero no se puede.
Echemos pues un vistazo a estos desconcertantes límites. Porque también ellos se rigen por sus leyes.
Lo que portamos sobre los hombros, ese prodigioso mecanismo en el que se arraiga nuestro entero proceso intelectual, actúa a veces con personalidad propia. Es la versión perfeccionada de un largo proceso de selección natural y está preparado para responder ante multitud de situaciones. Si el objetivo esencial de todo organismo es la supervivencia, nosotros somos en verdad los legítimos triunfadores en tal categoría.
Puesto que nuestro caudal intelectual es más ancho, procesamos un sinfín de información no relacionada con nuestro primario instinto supervivencialista. Vivimos siempre de detalles. Todo día en la vida de un hombre está lleno de momentos tan insignificantes como irrepetibles; nimiedades que, en ocasiones, son precisamente las que nos infunden esa difícilmente olvidable pasión por la vida que nos ha llevado hasta donde estamos. Se ve a una niña leyendo carteles por la calle: la vida sigue. Se encuentra un bolso abandonado en un banco: la vida interactúa. Se escucha un chiste o una ocurrencia inesperada: la vida recompensa (incluso cuando el chiste en cuestión es definitivamente horrendo). Cada día percibimos millones de detalles que podrían hacernos mucho más felices sin saberlo y que, concentrados en otros asuntos, pasamos por alto. Nunca debería menospreciarse el poder de estos detalles, la verdadera densidad de un grano de arena. La importancia real de un asunto es un concepto muy relativo, pero siempre los ordenamos en relación a una prioridad que nunca cambia: uno mismo. El individuo. El propósito de nuestras vidas siempre empieza y termina por uno mismo: el desarrollo individual, la consumación de los objetivos, el bienestar, el buen provecho del tiempo que se nos ha dado, y mantener hasta el final las ganas de hacer, de aprender, de caminar.
Si gozamos pues de un cerebro capaz de aprender y procesar mucha más información que el de cualquier otra especie conocida, sus fronteras se expandirán irremediablemente. Lo que antes nos parecía incomestible va entrando poco a poco en el estómago. Aquello que considerábamos insuperable pasa a convertirse en una muesca más en la cinta métrica de nuestra trayectoria. Aunque una tragedia puede modificar nuestra perspectiva, ninguna puede dominar al individuo. Ni siquiera la peor. No, porque siempre aprendemos a levantarnos de nuevo aun cuando las piernas no nos responden. Porque procesamos constantemente información nueva; la analizamos, la desmenuzamos, la engullimos, y luego pedimos otra ración para no saciar nunca esa sed. Porque, sin llegar a comprenderlo, formamos parte de un complejo juego de equilibrio con el resto de los seres vivos, y lo que se nos quita en un momento dado se nos devuelve más tarde, aunque sea en cantidad y forma diferentes. Esta ley de compensación siempre ha existido y siempre existirá, y si no somos capaces de entenderlo es debido a ese mismo modus operandi con que opera nuestro cerebro. Esa persistencia supervivencialista que en más de una ocasión nos salva, ¡ay! es precisamente la misma que nos impide contemplar nuestro alrededor desde una perspectiva que no nos sitúe a nosotros mismos como el epicentro.
Las fronteras pueden expandirse, pero sólo si uno está dispuesto a explorar nuevos territorios. De vez en cuando toca reeducarse a uno mismo, cosa que no se conseguirá por arte de magia, pero sí a base de paciencia y, sobretodo, de una virtud que es la semilla de todo triunfo realizable para el hombre: la constancia. La tristeza o la soledad arrebatan muchas cosas, pero nunca se las quedan para siempre. Y nosotros también podemos pagarles con otra moneda: la nuestra.

Observe la vida que yace a su alrededor. No hay mañana gemela, ni noche sin encanto. No se conforme con lo que hay, o con lo que se puede ver: contribuya, porque no hay mejor momento para hacerlo que ahora. Cualquier parte del mundo está llena de situaciones en las que se le necesita, por su experiencia, por su imaginación, por su temple, por su benevolencia. Si le parece que la ley del equilibrio ha sido injusta con usted, trate de equilibrársela a los demás en la medida que le sea posible. Esta es la única forma de llevar una vida completa: creer en lo que se hace, moverse deprisa sin correr, alimentar bien a sus pasiones e inquietudes y gozar siempre de los pequeños detalles. Poco a poco notará que esas opresivas fronteras se relajan, y hasta en ocasiones le parecerá que es otro el que sonríe o conversa por usted. Usted es su propio dueño y, por ende, quien mejor puede juzgar si ha conseguido lo que se había propuesto. Tal vez llegue un momento en el que pueda alzar la vista hacia ese arrebolado horizonte y, rememorando las pérdidas de tiempos pasados, se dará cuenta de que finalmente ha sido usted quien ha vencido.


Peter Pauwel Rubens, La asunción de la Virgen María (1620).

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