¿Bailemos el agua? (parte 3 y final)

- No entiendo qué ha podido llevarte tanto tiempo.
- Oh, lo de siempre. Pesados que andan detrás del rumor y creen que cualquiera estaría dispuesta a revelarlo. Podéis estar tranquilas; no he dicho nada que pudiera comprometeros.
- Ya habla en segunda persona...
- Alejandra, corres desde hace tiempo un severo riesgo de ser expulsada de la Cadena. ¿Te parece que tomarse a la ligera una filtración mejorará las cosas?
- Menos monsergas, Primera. Aquí todas saben perfecamente que esas filtraciones no han sido cosa mía. Acepté formar parte de vuestar orden para mantener los preceptos de vuestras pioneras, pero nadie dijo que debiera tomármelos al pie de la letra. Y no creo que tampoco se pueda dudar de mi labor. Hace dos años, cuando llegué, aún estábais en las sombras. Y miráos ahora.
- Que nos hayas introducido en tus clubs de pindongas no te da más privilegios que a las demás.
- Oh, así que es eso. Cuestión de privilegios. Son los caprichos los que te llevan a formar parte de ésto, así que no creo que estés en posición de acusarme de nada, Mayra.
- ¡Silencio vosotras dos! En trescientos años de historia se ha logrado respetar la pauta de nuestras reuniones, y me parece que en realidad es bien sencillo. Mayra, me temo que nuestra socia tiene razón. Está desempeñando su función de agente externo de manera más que efectiva; todas nos comprometemos a no dudar de las decisiones de nuestro Enlace, y Alejandra ha sido nuestro mejor Enlace en mucho tiempo. Ahora bien, Alejandra, te prohíbo que vuelvas a tachar nuestros objetivos como 'caprichos'. Tendrás las ideas que quieras, y fuera de estas cuatro paredes eres libre de expresarlas como te plazca. Pero no creas que personalmente dudaría mucho a la hora de despojarte. Que seas un magnífico enlace no te hace irremplazable.
Ni tan siquiera les hace falta miradas; cada una sabe lo que debe hacer. Observarlas en su ritual produce una mezcla de curiosidad y desasosiego: es tal la manera en que se imbuyen en sus creencias, que cuesta creer que obren de forma natural. Pero cada uno de sus movimientos, tanto fuera de la 'sala del génesis' como en la vida real, persigue un propósito para el que no les cabe duda de que finalmente se consumará.
- Encended las candelas. Cerremos los ojos . Que la cadena forestal de nuestas manos se extienda, se imponga. La soledad está condenada.
Está condenada.
- Mucho hemos lidiado y la recompensa parece lejana. Recordad, por favor, recordad allá donde estéis las virtudes de nuestra madre olvidada. "Nunca habrá una última victoria".
Una última victoria.
Vuestra narradora recuerda ahora aquél siete de Mayo del 2002. Sin duda, se lo pensaría dos veces antes de subir a ese coche; y se lo pensaría muchas veces antes de firmar esa nómina. No obstante, se ha sumergido tanto en las raíces de la Ley del Agua que ya no podría, ni sabría, volver atrás.
- El aliento del mundo no dejará de retarnos.
Dejará de retarnos.
- Si ella estuviera aún con nosotros, creo sin duda, hijas y hermanas, que le rodarían las lágrimas. No sólo hemos rescatado la pesadez muerta de sus palabras, sino que hemos sobrevivido tiempos aciagos, edades oscuras; hemos sorteado interregnos y nos hemos mantenido en pie, en la cresta evanescente de la balanza, en una arteria subterránea de la Verdad. Sobre el agua.
El agua.
Su vehemente fanatismo me hacía dudar de que pudiera valer la pena arriesgar mi pellejo por un libro. Me aliviaba pensar en la curiosidad de mi hermano, que jamás hubiera imaginado qué escondía aquella frase que le habría costado la expulsión a Mayra si yo la hubiese delatado. A fin de cuentas, no estaba infiltrándome únicamente en una sala oscura: también estaba indagando acerca de una idea que delimitaba claramente la mentalidad del hombre y de la mujer; un precepto que ha sido discutido y confundido durante siglos, quizá milenios, y que en la Ley se practicaba en su vertiente más extrema. Pensaba que, si lograba sobrevivir al día en que pudiera mostrar la última página a mi editor, aquello habría valido la pena.
- Carlos, mi marido, me dijo hace poco que moriría si me perdiera algún día. En el espejo de su conciencia podía ver que mentía. No se puede cambiar eso. Ellos no piensan como nosotros. No persiguen el mismo leopardo. La idea de soledad, de expiración, se trata en su mundo de estacas tan sólo como un bache más; un nuevo peso con el que habrán de crecer. Como están condenados en su mayoría a una vida sin descubrimientos, compuesta exclusivamente por refriegas y embistes sonámbulos, como sólo tienen manos para curarse la castración, se precipitan sin remedio al sueño eterno.
De hecho, contemplarlas en su actitud entregada y ferviente, obecediendo los escritos de la enigmática Leandra Gracián en el 1.769, sin duda valía la pena.
- No se puede ir contra los mandamientos del Señor, pero sí podemos hacer lo que ésta y todas las noches: nuestra cadena, nuestro bálsamo expiatorio.
Creían que el mundo es demasiado duro para ellas, pero yo opinaba que en realidad eran ellas quienes lo agravaban para sí mismas. Cimentaban su propia pesadilla sin siquiera darse cuenta.
- Respirad la fresa y la hierbabuena que se consumen y nos indican, con su última ascua, el momento de separarnos y volver al mundo de ahí fuera, con sus dentelladas y sonatas de mala muerte aguardando una sóla flaqueza nuestra.
Durante más de dos siglos.
- No nos conocen lo suficiente. Entre todas somos más altas que cualquier pirámide y alcanzamos lo que no se pudo concebir. Entre todas formamos un lecho común, suave y cálido, en el que poder mirarnos sin miedo alguno. No lloraremos por nuestras pérdidas nunca jamás. Unámonos, sólo una pizca más; y la soledad estará condenada.
Estará condenada.
- Una migaja más, y abrazaremos una última victoria.
Una última victoria.
- Un instante más, y el mundo no podrá retarnos.
No podrá retarnos.
- Un soplo más, y bailaremos fiestas sobre el agua.
El agua.




Epílogo


Me reencontré con ella casi de milagro. Por teléfono me indicaron una dirección y una hora, tras lo cual colgaron sin más explicaciones. Se sobreentendía que yo estaba obligado a ser discreto, pero la abracé al instante en cuanto la vi entrar por la puerta. Tras aquellas gafas oscuras, la chaqueta de cuero y los zapatos negros, volvía a sentir ese cariño que ella y sólo ella habría podido darme.
Me pidió disculpas. Sólo podrían ser unos treinta minutos. A mí me parecieron suficientes e insuficientes al mismo tiempo. Por un lado necesitaba días enteros con mi hermana para recuperar aquellos doce meses que nos habíamos perdido el uno del otro. Por otra parte, no creo que nunca pueda volver a sentir lo mismo que sentí, sabiendo que allí se iban a materializar treinta minutos más intensos que todos los años anteriores.
- ¿Al final pasaste de las famosas veinte páginas? - me preguntó. Ni de carne ni de incógnito estaba dispuesta a perder su hambre de sarcasmo. Por eso siempre la he querido. Alejandra es de ésas que jamás perderán nada, ni aunque se les incendie la casa, ni aunque se arruinen en la ruleta. Es una piedra con una bonita sonrisa de perfil.
- Me lo leí en dos días, manita. Es un milagro, pero sí, lo conseguiste. Creo que el mundo aún no está preparado para una revelación así, y sin embargo...
- No, no lo está. Es por ello que mucha gente todavía no se lo termina de creer.
En el bullicio de la cafetería había un tipejo vestido en chándal conversando con una escultura anónima adornada con un abrigo de cuero estrenduoso, por así decirlo, y gafas de sol en pleno diciembre. No me extraña pues que todo ser viviente que pasara frente al ancho cristal de la ventana se diera la vuelta para mirarnos. Al mismo tiempo no había nadie más. Podía escuchar aquella misma melodía de Brian Eno que ella pinchó durante años cada vez que padre no estaba en casa, y así sobreponerla en la escena y que lo demás no me importara tres cojones. Muchas mañanas la recordaba al despertarme y pensaba: pero qué imbécil. Sacrificar todo cuando ha sacrificado por un puto libro. Ganar millones con él y no poder gastarlos casi de ninguna manera. Escindirse del mundo tal y como lo conocemos, otro apellido, otra dirección que nadie jamás conocerá. Vivir, en suma, bajo una sombra permanente de amenazas e intentos de asesinato. Llegué a odiarla. Había que estar loca y llamarse Alejandra para hacer algo así.
Sin embargo extendía la mano y la sobre la mía, y no creía que nada valiera tanto la pena. Y yo que llevaba tanto tiempo sin llorar que me parecía haber cumplido la profecía de padre, cuando proclamaba aquello de "alguna vez serás un hombre... aunque lo veo bien lejos ahora mismo". Tras las lentes de cristal oscuro, sabía que Alejandra estaba allí. Como en el fondo siempre había estado. Me pregunto porqué me resultó tan difícil aprender eso.
Entonces ella me dijo Sé que estás muy molesto, y también madre y en general todos los que me conocían. Pero se trata de perseverar, de dedicarse. De poner atención en aquello que deseas. Y entonces dijo Toma una servilleta, que estás formando charcos.
No, yo tampoco daba crédito mientras leía. Son la clase de cosas que te mueven a preguntarte: ¿Pero que coño le pasa a la gente de hoy en día? Sólo que llevaban desde el mil setecientos ciencuenta y no se qué haciéndolo. La idea de que todas esas mujeres creían estar protegiendo una especie de órgano, que todas se sentían igual de asustadas e inseguras hasta el punto de conspirar para conseguir entre todas un hombre que las cuidara, y todo lo demás fuera secundario... en el mil setecientos y tal me lo puedo creer. ¡Pero hoy...! Emerson, de relaciones públicas, decía que todo eso estaba más que claro y que todas eran unas putarrascas y lo demás, pero bueno, Emerson está más frustrado que un portero suplente. Es la clase de tío que se habría liado con una integrante de la Ley y ni le habría molestado, con tal de tener un coño caliente en la cama.
Alejandra se había convertido en una heroína, y aunque no la pudiera ver más que una o dos veces al año, ya nunca se me pasaría por la cabeza pedirle excusas ni explicaciones.
- Yo no tenía ni idea de que 'bailar el agua' significara eso - le dije.
- Porque ni siquiera has leído el Quijote. Sois un blanco perfecto para la Ley, so analfabetos.
- Estás consiguiendo que todo cristo lea tu libro. A este paso te lo publicarán en versión klingoniana.
Ella restó un momento inmóvil. Creía que me estaba mirando, y sonreí. Pero sobre nosotros había una lámpara, y su destello permitía ver difusamente lo que había tras las lentes. Miraba hacia abajo en silencio.
Me dijo Cuida de madre, manito. Ella y tú seguís siendo lo que más me importa en este mundo, y que volveríamos a vernos pronto. Para cuando salió por la puerta ya tuve la certeza, sin saber porqué, de que no la volvería a ver. Alejandra se marchó, dejándome la sensación de que con ese libro había logrado todo excepto lo que ella buscaba. Porque hoy, que ya no está, la recuerdo como un recipiente hermético que se pasó toda la vida buscando el lugar donde había perdido su contenido, el propósito de su alma; y que cuando ejerció su golpe maestro, lo hizo pensando en el trayecto de lo que había sido su pasado, con tantos familiares incomprensivos, con tantas amistades perdidas. Su libro era una ocasión particular de reescribir, u olvidar, ciertas líneas de su vida. Pero al pedir el deseo, la lámpara del genio se hizo añicos contra el suelo.
Era de lo más absurdo que podría yo llegar a ver. El camarero con una barba blanca, gritando jou jou jou, el confetti volando sobre mi cabeza y todo el mundo como convirtiéndose en un imbécil perdido durante varios minutos. O tal vez lo habían sido todo el tiempo y sólo ahora dejaban el disfraz guardado. También en la calle había una buena cantidad de guirnaldas, y de carteles luminosos, y barbas blancas y jou jous. Fuera anochecía, pero dentro del café seguía brillando la misma luz pálida, y recordé entonces y por siempre aquellos ojos escondiéndose y buscando algo en el suelo. Una chica detrás de mí, que gritaba y hacía sonar una copa con la cucharilla, exclamó algo así como "por que nos bailen el agua". Y el enésimo idiota, que permanecía sentado en chándal largo ante la ventana que daba a la calle, se giraba y decía: "¿qué coño acabas de decir?".



a Jorge Ros

¿Bailemos el agua? (parte 2)

- ¿Y? - mi hermana restaba exactamente en la misma posición que el día anterior, desafiándome con sus brazos cruzados -. Esa puede ser la opinión de una tía, nada más. Sí, admito que existe o puede existir cierto colectivo de mujeres a las que les encanta sentirse halagadas. Ha sido un tremendo descubrimiento por tu parte. ¿No tienes nada más que hacer?
Le dije Hay algo que no me cuadra, manita. ¿cómo explicas que a cualquier tío al que le cuente esa historia se quede varios días en estado de shock? Es como si nos hubiéramos pasado la mayor parte de nuestra vida sumergidos y sólo ahora comenzáramos a usar los pulmones.
- Querrás decir que sólo ahora comenzáis a usar las neuronas.
La muy cabrona parecía un corredor que ha llegado a la meta treinta minutos antes que tú y sólo te espera para señalarte con el dedo mientras sudas a chorros. Adelante, riéte. Pártete. Puedes.
- Claro que puedo. Es más fácil reírse de vuestro desamparo que quitarle un caramelo a un niño. De hecho sois como niños ante las mujeres. Todo lo que creéis saber son esencialmente un montón de tópicos, frustraciones mal adquiridas y delirios de semen engarzados en un pilar de hojalata. Sí, ya va siendo hora de que uséis los pulmones y no las branquias. ¿Tú sabes cómo conquistar a una mujer?
Eh...
- ¡Ajá! Y eso que no has andado precisamente escaso de ellas, aunque ahora lo estés.
Tal vez sí haya estado sólo todo este tiempo.
- Mhm - me miró de arriba a abajo, resoplando -.Cristina sigue estando bastante presente, por lo que veo.
La Cristina que mencionas se acabó, manita. Más me vale enterrarla si no quiero enloquecer.
- Ya conoces mi opinión respecto a eso...
Y tú conoces de sobras la mía.
- Y sabes que no la comparto.
Sabes que compartimos más bien poca cosa, tú y yo.
- Mi hermano, cuando era en verdad mi hermano, tenía por costumbre no bajar los brazos antes de tiempo. Era vehemente como una bacteria.
¿Lo qué?
- La primera pregunta que debería, que deberías hacerte, es si realmente has deseado alguna vez conquistar a una mujer, o si sólo has deseado tapar una grieta con masilla. Ese es un paso. Deja de concebirlas como un blanco para el cual se pueda tramar algún plan ambivalente. Lo único cierto e indistinguible es que tienen un momento para todo, así que adelántate a la línea de guión. Si las cosas van bien, haz que vayan mejor. Si las cosas van mal, asegúrate de que no parezca culpa tuya. Por lo que yo he observado, las mujeres son muy susceptibles a las técnicas de manipulación masculinas, que por otra parte son bastante simplonas; pero cuanta más llena está la hucha, más difícil es tomar la decisión de romperla... aunque eso ya es el segundo paso, cuando los cabos más gruesos están atados: en cuanto hayas aprendido eso, te habrás licenciado con honores. Tan sólo deberías recordar esto: perseveracia, dedicación, confianza. Quédate con esos tres pajaritos de momento... y cazarás presas mayores en tu feliz futuro matrimonial. ¿Lo ves más claro ahora?
Manita, dime una cosa.
- Qué. Escupe, dispara. Tengo que salir estar tarde y no tengo todo el día. Adivino lo que vas a decir, ¿verdad?
¿Cómo se me ocurre hacer estas preguntas a una lesbiana que lleva mi misma sangre y además me odia?
- ¿De dónde te sacas tanta mentira? Yo tengo mucha más sangre, y tortillera no soy; sino Alejandra. Chaos.
En realidad era una puta condena. Cuando más hincaba el diente, más mareado me sentía. Me había obsesionado tanto con un concepto que no llegaba a entender que todos los demás aspectos de mi vida me habían empezado a parecer inútiles; y como la consecuencia de una consecuencia, hasta yo me empecé a sentir inútil. Decidí que al día siguiente me pondría enfermo y así al menos me libraría del condenado informe Guggenheim que mi jefe me había pedido con urgencia. Ah, eso sí se parecía más a la vida: toda la mañana en albornoz, estirado sobre el sofá de piel como un filete y alternar entre el teletexto deportivo, la última de Keanu Reeves y la última de Nacho Vidal. En aquella tesitura autista pensé en llamar por la noche a Julián y a algún que otro bravucón, a ver si en el Danko's o en el Genova había carne de primera; y recordé el discurso de manita, que me había dejado la sensación de que encerraba una verdad absoluta y yo no había sido capaz de seguirla más que en sus dos últimas frases. Habría que perseverar, pues. El único problema era que los treinta y tres, que me parecían una cifra atroz, estaban a la vuelta de la esquina; que se me estaba desinflando la confianza igual que el pito sobre el sofá, que se me atragantaba desde niño lo de "dedicación" aunque sabía que significaba algo, y en cuanto a la perseverancia... aún estaba intentando recordar dónde la había dejado.

¿Bailemos el agua? (parte 1)

Al principio no era más que una voz de fondo, un himno que resonaba por aquí y por allá, envolviendo ciudades enteras con su mensaje oculto. Una ola que lo cubría todo, que todo lo salpicaba con un interrogante salvaje. "Bailemos el agua". Los niños recorrían los patios de la escuela y las avenidas repiqueteando campanas, la base de las sartenes o todo cuanto tuvieran a mano, que en el caso de un niño en Navidad es mucho decir. Se sabía de amas de casa que, por una vez, dejaban aparcados el punto de cruz y los programas del corazón y hasta las tareas de la casa para pasarse tardes enteras hablando sobre el tema de marras... y luego sonreír como Caperucitas cuando el marido, que había recibido la primera onda del mensaje merced a comentarios poco esclarecedores de sus compas del taller o la oficina, no sabían muy bien cómo abordar la cuestión. "Bailemos el agua". Todos cuchicheaban y trataban de llegar a una conclusión. ¿Pero qué significaba?
Te parece muy curioso cómo el cuerpo, igual que una flor seca sobre la que acaba de caer un diluvio, se abre de sopetón a cualquier posibilidad; se retuerce de curiosidad y, por una vez, se está dispuesto a escuchar al sabelotodo más insoportable. Por aquella época, más que nunca, se podía palpar una barrera entre sexos. Ellas parecían saberlo todo, pero en cuanto a vosotros, no quedaba más remedio que pegar la oreja a la rejilla del lavabo de las chicas, o pedir un terrón de azúcar a la vecina y poner en práctica toda tu habilidad de comercial para ver si le escapaba alguna pista. Porque en un principio, ni tipas ni tipos: nadie parecía saber nada. Pero entre roces de hombro y señales con el dedo, entre nubes de tabaco que parecen saber más de lo que cuentan, entre miles de señales sutiles - esa sonrisita malvada a tus espaldas, ese corro dibujando una conversación privada- acababas por enterarte de quién podía conocer la respuesta. Y de pronto, ellas eran las reinas. Seres de otra galaxia. De pronto te bajabas los pantalones y te dabas cuenta de que eras de un rango inferior. Aunque, claro está, no desesperabas. Aún me parece que todos regresamos a nuestra infancia, jugando a espías y ladrones; y ni siquiera nos cuestionábamos acerca de la naturaleza de nuestra intriga.
Mira, yo te lo explicaría, pero creo que tendrías que haber nacido sin pene para poder comprenderlo; eso te lo susurraba Valeria, guardándose el billete de diez euros con que le habías arrancado poco más que una mirada compasiva. Así que mala suerte, decía, y recogía los periódicos y se largaba con su peto de repartidora y su viento fresco en la nuca. Vale, pasemos al plan B. Te aproximabas a Marta, ejemplar único que ponía en manifiesto la sabiduría del Señor por haber permitido la invención de la minifalda, y después de un par de maniobras distractorias -¿han contestado ya los inversores de Osaka? ¿Cómo lo ves? - sentías una punzada en todo tu orgullo cuando la voz de pito le cambiaba a otra cosa. "Bueno, en la puerta de tu despacho tienes la respuesta". Y al darte la vuelta se te caían los cojones de vergüenza al reencontrarte con el rótulo de 'Stop' que habías colgado allí para ahuyentar a jefes y a acreedores. Las piernazas italianas de Marta ya estaban al final del pasillo para cuando volvías a girarte con cara de croqueta.
Entonces, como último bote salvavidas, acudes a ella. Ella que siempre se portó tan bien contigo, que fue capaz de autoinculparse del asesinato 'involuntario' del canario, ella que te perdonaría que desafinaras en una orquesta de cretinos. Tu hermana es hoy la emperatriz de los confidentes, la corsaria más temida en el océano de los secretos; la generalísima en materia de filtraciones. Es a ella a quien hay que acudir.
- Siéntate y charlemos- te dice.
Obedeces, tan esmirriado como te sentías en tu primera entrevista de trabajo. Serías capaz de portarte como el más mísero rastrero del mundo con tal de saberlo. Por la ventana distingues la estela espumosa que parece dejar un vuelo comercial sobre los rascacielos; te atarías a la cola de ese avión con tal de que te lo contaran.
- ¿Que no sabes que la curiosidad mata gatos? Porque los tíos sois como gatos. O perros, o morsas. Por eso nunca lo sabréis. Los samuráis, los rabinos, los hampones. ¿Sabes qué empareja a todos ésos? Un código de honor que tienen que respetar para que el orden del mundo no se tambalee. Si te contara eso, tendría que matarte. Sí, es algo que sólo pueden saben las mujeres; y más en concreto, cierto grupo de mujeres. Tú sigue indagando; total, son aguas tan pantanosas que no creo que te dejen volver a la superficie.
Entonces, para cuando la confusión te ha convertido en una peonza que duda de su propio equilibrio mental, resulta que existe. En ese acorazado subsistema de secretos, en la madriguera de las conspiraciones a sotto voce, existe una falla. Y cuanto más te pones a buscarla, más lejos queda. Sólo restaba, pues, tirarle una piedra al panal y confiar en acertar en el minúsculo punto débil. Y si no, ya podías correr como el viento.


***


Le tendí la mano a Julián, quien tras un desastroso comienzo en el que podría haber hundido la empresa en dos horas, había terminado por afianzarse mi simpatía. Era un tipo agradable, aunque no dejaba de cagarla y se empeñara en mantener carita de inocente. No entendía lo de su melena de león, ni a santo de qué todos aquellos adornos de plata en imitación, cuando ni siquiera podía permitirse un coche para sí mismo; mucho más inquietante fue enterarse de que su cicatriz en la mejilla era falsa. Se parecía a un cuadro de Pollock: a cada segundo de observación se comprendía menos, y aun así no se podía dejar de mirar. Su casa estaba emplazada en un bloque de adosados a varios kilómetros de la ciudad; se sentía el olor a barro de periferia en los neumáticos. Le dije Óyesme, a ti, por un casual, no te dirá nada 'Bailemos el agua', ¿verdad? Entiéndeme, sobornaría a quien fuera antes que preguntarte a ti, pero es que eso ya lo he intentado. En fin, ¿Qué me dices?
Al principio crees que es un ruido sordo, como el que produce un fantasma en la madrugada. Después te das cuenta de que la presa ha cedido; la tromba de agua se precipita hacia ti. En un segundo descubres la grieta mayor y puedes ver el centro candente de la Tierra, sus misterios, sus eones, sus pulmones abiertos revelándose sin exigir moneda de vuelta. La narración de Julián es sorprendente: 'Conocí a esta chica a través de una página de contactos. Decía estar construida a base de polvo de estrellas y sudor de aguacates. Su fotografía de presentación mostraba una ninfa en brazos de un gentlemen sobre un lago, un paisaje azulado; y un mensaje a pie de imagen: 'Bailemos el agua.' A primera vista pensé: otra sensiblera gilipollas. Pero pensándolo bien, estaba más que cansado de tipas que se presentan enumerando las discotecas que frecuentan, o con fotos de sus tetas. Así que probé suerte, y no me arrepentí. Mira, aquella tipa consiguió lo que jamás pensé que pudiera conseguir ninguna, como por ejemplo quedarme toda la noche escribiéndola, o pegado al teléfono, o no dormir. Al cabo de un mes estaba tan obsesionado que me parecía hasta vulgar proponerle una cita, pero para mi sorpresa adivinó mis intenciones. Desgraciadamente, no fue una buena idea ir a verla con 39 de fiebre. Joder, la hubiera ido a conocer aunque tuviera cáncer. ¡Especialmente si tuviera cáncer! ¿Conoces el Red Face? Hay que abrir pasadizos en las calles para llegar hasta ahí. Uno se sienta en mesas de geometría imposible, te rodean macetas de cobre con plantas que desde luego en España no se encuentran, el neón domina el techo y una banda sonora así como de la vía láctea envuelve el panorama. Me esperaba en una esquina oscura, junto a una pecera con pirañas del amazonas... efectivamente, era una tipa con pasta. Me hubiera imaginado cualquier cosa excepto ésa, y sin embargo la tenía ahí, la voz de gato que durante un mes me había trastornado la vida sin llegar a verla, todo letras, todo adivinanzas, piezas sin unirse. Pero todo cuanto podíamos decirnos pareció quedarse en el teléfono. Con la cabeza ardiendo y el alma quebrándose, entenderás que recuerde bien poca cosa. Pero se me ocurrió preguntarle por aquello del agua. Y justo entonces vino uno de esos extraños silencios en los que la música, la clientela y hasta el agua de las pirañas concuerdan en callarse a la vez. 'Te voy a revelar un secreto entre mujeres', pero lo dijo como si más bien me fuera a desvelar el último fichaje del Madrid. 'Al llegar a cierta edad, nos tiramos por la borda. Descubrimos un secreto que la vida nos tiene reservados a todos, sólo que los hombres no queréis atender el aviso. Suele suceder a primeros rayos del alba, cuando aún estamos deshilachando el ovillo de los sueños, y entonces nos damos cuenta de que la soledad es el alma gemela de la muerte. No se la puede esquivar y nos piensa arrastrar a todas con ella. Nadie quiere verse en esa tesitura. Así que nos hermanamos contra ella. Se trata de una defensa colectiva más que individual: es una semilla que brota a la vez en los cuatro costados del globo. Y para que no se marchite antes de tiempo, esquivamos a esa hermana de la muerte y buscamos a alguien que nos ayude... y nos baile el agua'. Nunca he visto a una mujer hablar así, y desde luego, fue la última. Después de aquello pareció quedarse sin ganas de hablar... y yo tampoco mostré mucha destreza a la hora de sonsacarle más. Su discurso marcó el punto y final, y todo lo que recuerdo a partir de ahí son las cabezas de las pirañas dando vueltas y más vueltas alrededor de la pecera. Sólo me quedó de ella el nombre de Mayra; así firmaba en su página. No quise saber el verdadero, y creo que nunca lo sabré".
Al bajarse del coche, lo observé mientras cruzaba la verja de la entrada. Me parecía una persona bien distinta de la que había recogido en la oficina. Se había producido una auténtica transformación de la que sólo la historia de la tía con voz de gato era culpable. Suelo volver a casa con la radio puesta en cualquier chorrada, porque no me sienta bien pensar; pero por una vez me dije Qué cojones. Aquello se merecía una segunda revisión, y no se me ocurrió nadie mejor para tal cosa que la Madre Teresa de mi salvación, que además vivía bien cerca.

Anaïs y las vidas mutantes

Un amigo me dijo recientemente que me veía como a un auténtico mutante, un camaleón capaz de morfear miles de rostros en un segundo, ofreciendo una velada teatral a la más variada multitud o público. En sus propias palabras: "llegas a un sitio, ves lo que hay y te adaptas a ello". No puedo más que darle la razón, y por ende, sentir una punzada de orgullo. Mi intención no ha sido nunca solidificarme; nunca he querido construir ningún pedestal estable sobre el que basar la mayoría de fundamentos y premisas en que se vaya a inspirar mi camino. ¡Como si eso fuera posible! Me dan una pizca de lástima aquellos seres considerados "racionales", "equilibrados". No buscan más que una única barra a la que agarrarse cuando ante ellos se extiende una verdadera cordillera de barras, de aros, potros, colchonetas, incluso pistas de barro candente. Quien mucho abarca poco aprieta, desde luego, pero ¿qué me decís de quienes aprietan demasiado abarcando tan poco? En el fondo son como figuras dentro de una de esas esferas de cristal con nieve: dueños de su microcosmos, señores de su cansinillo liliputiense, cuando sólo una fina mampara de cristal -que podría destrozar de un solo codazo- les separa de la Tierra de los Titanes. Ciertamente hay todo un taller de oportunidades en cualquier horizonte que se precie; y para operar cualquier clase de maquinaria no se precisa herramienta alguna; ni tan siquiera preparación ni, odioso término, "carrera". Anaïs Nin, que guardó bajo llavo un sinfín de testimonios por escrito de lo que había sido una vida saturada de atrevimientos, actos sexuales a cada cual más escandaloso hasta llegar al incesto, y en definitiva, confesiones de una mujer que sobrevivió a principios de siglo con una mentalidad propia de finales del mismo... esta heroína, esta amazona indómita que nada debió temer y gozó además del privilegio de mantener un affair con Henry Miller -otro valiente, por cierto- escribió una noche: "la vida se encoge y se expande en función a la valentía que uno tiene". Hay quien es capaz de levantar una ciudad sin apenas mover los brazos: una ciudad literaria, terrenal, bullente de acueductos que segregan manantiales de filosofía vital, empedrada con toda suerte de vías que recogen los pasitos emocionados del género humano en su más atroz totalidad, con huellas de miedos e inquietudes, con charcos sudorosos de esfuerzos y hazañas; con lágrimas secas de melancolía y también, porqué no, espejismos en los que la felicidad exhulta y se petrifica verdaderamente por unos instantes. Y todo esto con una sóla frase surgida de una única pero hermosa mente pensante. Tal vez la buena de Anaïs, en apariencia enjuta y pálida como un trineo pero candente y vigorosa por dentro, como una marmita, escribiera aquello sentada al costado de una fogata raquítica, encogida hacia la mesita y tiritando de frío; y sin embargo hablan sus palabras con una autoridad, una lucidez definitiva y rotunda, que está a años luz de todo cuanto solemos ver en el mundo que nos rodea. Especialmente en éste, en el que abundan los platós ya no en televisión, sino en nuestras propias calles, escuelas, iglesias. Donde todos se maquillan para ocultar Dios sabe qué enjambres o qué ladridos o qué cánceres de intestino. Donde un perfume puede cambiar el devenir de una noche, que nos hemos pasado trasegando a la espera de no recordarla como fue, sino como nos gustaría vernos. En este universo nunca aparecerá un Sun Tzu ni un Li Po que puedan condensar en una sóla frase lo que otros, véase yo mismo, pueden expresar en doscientas páginas. Estamos en los lindes de la realidad, muy alejados del núcleo electrizante en el que flotan los verdaderos miasmas; a años luz de la cumbre soleada, donde no existe la niebla y muy probablemente no sea necesaria más alimento que el justamente necesario. Allí donde Nin, Miller, Tzu, Carver, Bradbury y un inextinguible etcétera viajan a través de sus noches inspiradas, atisban un relámpago de autenticidad sin barreras ni estilos y ¡alehop! lo cazan al vuelo y lo traen de regreso a la Tierra... todo sin moverse de su silla desvencijada, sin abandonar el cuarto oscuro con la fogata raquítica en el que dan voz a sus pesadillas y sus almas desnudas sin siquiera perdir algo a cambio.





Sólo...

La piedrecita chocó contra la ventana y rodó de nuevo cuesta abajo. A mi derecha, a mi izquierda, esos 'coches más tristes del mundo' me abrigaban, extendiendo mi desamparo a ambos confines del asfalto.La llama prendía tras las cortinas blancas pero no tienes algo en el labio deja que estoy cansado sabes cansado ya va siendo hora de que te deseo no entonces porqué eh porqué lo hacemos tú decides lo mismo esta vez va en serio bésame otra vez se movía.
Cogí otro guijarro. Esta vez vi su silueta aproximarse a la ventana de inmediato. El guijarro descansó en mi puño.
- Ha venido mi abuelo - las manos flaqueaban junto al alféizar, los ojos no me contaban nada excepto que no tenían nada que contar -. Lo siento.
No importa, sólo quería verte.
- No importa - dije, y vi mis palabras evaporándose bajo las parcas y apagadas estrellas del fondo.
Se escuchaba el sonido del televisor, abajo en el salón, de donde procedía un brillo anaranjado. Habían repintado la verja de la ventana. Pronto pensé que no volvería a ver ese hogar por dentro.
- Bueno - susurró - ya nos veremos.
Claro. Toma un beso, Julieta, aunque no lo vas a querer ya. Ahora te retirarás al interior de tu aposento a abrigar nostalgias junto a la vela me lo piden a gritos tus labios me lo piden y a pasarte del dedo por el contorno de la boca. Dibújala. Ahora, otra vez. Yo lo estaré viendo.
Ella se quedó mirándome en silencio, mientras se escondía paso a paso tras las cortinas. De pronto me pareció sentir las manos apretándose a mi espalda. Agarrándose con fuerza.
Su sombra se confundió con la de la vela, ovalada y trémula. Me encendí un cigarro y permanecí dónde estaba, en completo silencio. Vi una oruga deslizándose sobre mis zapatos.

VI. Un respiro



Una silueta en el marco.
Dirás ahora que es cuestión de tiempo,

que las velas están aún húmedas.

Y sin embargo, arden.


Centellas. Viajas en tu propio edén

mientras las moscas devoran tus huellas.

Sofocas. Tu propia almohada de néctar
sin borrar una esfinge de tu boca.

Azufre. Tal es el sabor del vino
cuando los brindis en tu nombre aburren.

Olvido. Así es como te bautizo:
en último término, un vahído.

Ahora la candela merma,
devora la profundidad.
Ahora
eres alimento de sueños.
No hay silueta. Nunca más.


Tempus Fugit


Mis discupas por la más que caótica digresión de aquí abajo: éstas son la clase de cosas que nos suceden a aquellos que escribimos sin mucho mirar atrás. No ha sido la primera vez y, mucho me temo, está lejos de ser la última.


Igual que Henry Miller, me tomaré la libertad de dedicárselo

a ella.


Acabo de desenterrar unas cuantas perlas del pasado. Ignoraba que pudieran estar ahí, pero así era. Las muy putas no hacían ruido alguno, como si pretendieran tomarme por dormido. Hoy me siento aguerrido, estoico; así que no intenten sedarme. En este bolígrafo hay tanta, tanta energía; el viejo de Bruce Lee en un día de furia sonreiría. Tal como él dijo, somos o debiéramos ser agua; convertirnos en taza si viajamos a la taza, o botijo si viajamos al botijo. El camino no debería ser pedregoso, sino que pedregosos deberíamos volvernos también. Siempre sin olvidar nuestro pequeño punto de cocción: que nos golpeen no debería ser sinónimo de devolver el puñetazo, pero tampoco busques con calma el lugar adonde escupes la sangre. Vuelves a esconderte y ya no dejas siquiera cartas lastimeras de despedida... no te extrañe, pues, encontrarte un charco de sangre en la misma puerta de tu casa. Aquí se trata de poner el cronómetro y no huir despavorido cuando pueda detonar. Vamos, sabes de largo que estoy ahí, junto a cualquier gemido del viento, montado en la parte trasera de cualquier orgasmo, silueteándome tras los ladrillos de tu cuarto cuando crees estar sola con tus deditos. Hasta puedo notar que no te desagrada ser perseguida. Tú alimentas esos pájaros. Sé que gran parte de las ínfimas visitas que recibe este espacio son tuyas, porque la gran mayoría no podría entender estos textos ni con un manual de instrucciones adjunto.

Pudiera ser un problema inmerso en las raíces de la juventud contemporánea: a nuestro alrededor se nos colocan surtidores de regalos, carromatos repletos de esperanzas hueras y futuros coloreados sobre un papel en blanco y negro; y con la tontería, con el tráfago del dinero, con el desencanto vertiéndose en el fondo bancario, el fondo artístico (hoy en día cualquiera se cree con derecho a pintar, escribir o cantar como si el genio se construyera en un par de horas) o en el fondo de la botella, terminamos resultando un espantapájaros con los bolsillos tan vacíos como el cerebro. En el pecho sí albergamos muchas cosas, por supuesto; pero para entonces nos han agitado y despistado tanto que ya ni sabemos identificarlas. Creemos estar enfurecidos y anhelar batalla cuando sólo estamos confusos y buscamos comprensión. Nos da la impresión de estar tristes y necesitar consuelo, y es entonces cuando estamos de verdad enfurecidos y necesitamos un polvo salvaje. No creo que sean sólo las hormonas masculinas las que se sientan identificadas con este rasgón de dopamina: ¿no os estoy diciendo que se nos ha maquillado un cardenal de esperanzas hasta el punto de no darnos a conocer a nosotros mismos? Podría hacer una larguísima, interminable, ridícula enumeración de todo cuanto puede descentrarnos; pareciera haber una comitiva de desalmados al frente de todo este cotarro. No se me ocurre mejor sigilo para una invasión alienígena: una succión cerebral tan paulatina y furtiva, que los propios terrestres terminen pagando y disfrutando de sus lobotomías. Debe ser una lobotomía pasarse tres horas de la tarde charlando sobre los romances del Duque Nosoynadie cuando países enteros están hechos de hambre y enfermedad. Debe ser una lobotomía gastarse una décima parte del sueldo en un círculo electrónico que te postre sobre la silla por todo el día, y es que en la calle ya hay poco que ver porque todos han conectado sus neuronas a Internet y las tienen ahí, estructuradas en terabytes hasta que empiezan a oler a quemado y ya no saben retirar el enchufe. Este mundo gira, sí, pero gira en torno al eje podrido que describió Bukowski. Gira en torno a un atronador silencio, un blanco infinito, un óleo de cicuta engarzada con sabor a cereza. En el núcleo de la Tierra ni siquiera hay dolor; todo eso está reservado a los mortales de la periferia, que invierten su mayor parte del tiempo tratando de burlar al dolor y la tristeza como si fueran algo inorgánico, ajeno a su destino. Por mi parte, si el balón cae en una pista embarrada no me importa ensuciarme las botas. Las compré para eso, no para decir que me las he comprado y qué bonitas son, joder no. Hago del dolor un bálsamo para sí mismo. No trato de arrancármelo; más bien parto la flecha por la mitad. Igual que quien recoge un alambre del vertedero municipal y lo convierte en manillar de bici. Ahí le hemos dado: juguemos a ser Mcguiver's del dolor, que para eso hemos sido bendecidos con él. Yo recojo todas esas larvas y las alimento con mis propias escamas para aprender más viva y verazmente que de cualquier otra forma, por ejemplo viendo la puta televisión.

Podrías estar pensando en mí, en este preciso momento; y yo sin darme cuenta. Seguro que estás mordiéndote los labios mientras yo me limpio los dientes con un palillo. Pretendes abordar otro galeón y no te has dado cuenta de lo mal aparcada que está tu fragata... tan mal aparcada que yo mismo la he tomado y me he vuelto loco preguntando y degollando a la tripulación hasta que escupen tu actual paradero. Busca una buena y guarecida posada y no pierdas de vista un segundo tus espaldas, porque ahí voy a estar yo suplantando a tu sombra. Vamos, tengo más pies que tú; y brazos más largos por si acaso llegas al fin del mundo y no tienes donde agarrarte. Soy todo garras y cepos y dentelladas. La alarma que te empuja de la cama quince minutos antes. Puedo ir muy lejos y sentirme como si estuviera yendo a por pan, así que no puede costarme mucho preguntar en Beijing por tu nombre. Sabes mejor que nadie la de maravillas que hacemos juntos en cualquier lugar, remando a la deriva de noche sin que haya cosa más especial o profunda que podamos hacer, más que charlar y desafiar al infinito, charlar tajando el césped, charlar junto a la catedral del mar, charlar en un viaje de alfombra mágica, charlar por el legado de Rimbaud o Baudelaire, charlar y después charlar y mutilarnos a charlar. Lo demás es historia. Y la nuestra siempre ha sido una no-compañía. Adónde leches vas, pues. Revisa todos tus pasos porque creo que te has dejado algo y son las manos cortadas de un servidor, que exige se las devuelvas o tendrá que pasar noches y noches reescribiendo charlas. Así que quieres saber qué te diré cuando te tenga en mis manos. Puedo decirte: no perdamos más el tiempo y sudemos un rato en el corral. No te persigo porque crea que algo pueda valer la pena. Te persigo porque sé cuanto vale la pena. Lo sabemos. Hemos captado olores magnánimos infiltrados en nuestras cartas y lo sabemos muy bien. ¿Te he hablado de cómo hacían el amor en la antigua Grecia? Pongamos que yo soy Dioniso y tú la Dafne más escurridiza... y que te quiero por igual.

La 43 / C



"Haga el favor de mirar al frente..."
Una vez más. Clamaría en voz alta por que terminasen, pero el doble fulgor blancuzco le cegaba y le provocaba un extraño escozor en los párpados. Y, al parecer, sólo estaban empezando.
"Bien. Ahora dése la vuelta."
Sintió unos dedos mecánicos danzando por el torso. Sólo eran caricias al principio; después los sintió incrustarse vivamente bajo las costillas. Recordó los tambores de las antiguas lavadoras cuando giraban sin cesar y producían un estruendo de mil demonios.
La voz provenía de algún recodo del techo. Era opaca, monocorde; con toda probabilidad, declarada vencedora entre otras tantas voces grises aspirantes a la misma ocupación de verdugo. Pudiera ser, antiguamente, una voz que se ganara el pan como locutor de bingo. "Cierre los ojos, por favor" Y yo que no he rezado en sesenta años, tiene su gracia..
Tras el blanco envolvente estaba el falso espejo. Y tras el falso espejo estarían ellos, haciendo chistes sobre ésta mancha en la pierna, o ésta arruga en el vientre o lo que había bajo él, que era una arruga en sí. No se sentía culpable Habría que equilibrarlo, ¿no? Y pensar que he estado en Lulong, y allí menos vergüenza sentía en absoluto por el odio. Bajó los párpados.
- Don Alonso -y ahora, un carraspeo-, es ligeramente posible...
La voz había asomado su primer vestigio de ánima al llegar a "ligeramente". Se mordió los labios.
-... que esto duela un poco. Si se lo toma con calma, le aseguro que todo saldrá bien.
En la profundidad radiante sintió sus pies despegarse un instante del suelo. La piel se le contrajo hacia el interior, como si en el habitáculo se hubiera producido un violento cambio de presión. Las venas se arqueaban hacia adentro, las uñas de los pies chirriaron y las creyó hundirse bajo la carne. De pronto la garganta hervía aunque no habían manos algunas a su alrededor Susana, cielo, lo que darías por no ver esto, antes desde luego no, no sucedía, y en el patio de Carmela se estaba tan bien, allá el campanario qué bonito al lado del oído mismo, sí, soy viejo y así se me queda el cuerpo, vamos no puede ser tan largo un silbido, agudo hasta la sordera, se volvía más fuerte y los tímpanos languidecían. Todo parecía desestructurarse: membrana, carne, recuerdo.
Cuando la alarma cesó, la atmósfera volvió a la normalidad. Ya no sentía ese vértigo desquiciante y supo que podría abrir los ojos. La blancura insondable de la sala se evaporó con fluidez: el espejo volvía a ser cristal transparente. Se sorprendió de lo poco que parecía haber cambiado todo allí detrás: el bonachón con gafas, el del pelo de puercoespín, el barbas de chivo: estaban en la misma posición que al principio.
- Es la 43 / C- dijo uno de ellos, sin darse la vuelta.
Así que era él quien hablaba. Las barbas de chivo parecían duras como las cedras de un estropajo. Tal vez se consideraba eso, hoy día, una señal de capacidad y liderazgo. Descendió una pantalla de magenta fosforescente hasta colocarse a su lado. Don Alonso vio un extraño esquema en ella: diría que era el esbozo de una silueta humana con varias marcas y capas irisadas que marcaban éstos y otros puntos.
- La 43 / C- confirmó el barbas -. Lo sabíamos desde el principio. Le agradecemos su colaboración. No olvide su ticket, caballero.
Se oyó un quejido atascado como de máquina de fax. Bajó la vista: una hendidura cercana a sus pies escupía una cuadrícula de papel. Seguro que usté no puede hacerse esta prueba porque las barbitas se le despeinarían, pues vaya si tan seguros estaban de que era ése número no haberme llamado, hijos de trató de reajustarse la mandíbula. Sólo recordaba un dolor semejante en la boca y le traía a la cabeza batas blancas, gorros clínicos verdosos, ortodoncias. Recogió su ropa y se encaminó a la puerta, entre amargos quejidos.


Veinte cuerpos se levantaron al unísono de los sillones. Alonso vio formarse un corro donde la expectación se convertía en pavor, como si el evidente dolor se propagara hasta intoxicar los rostros de sus compañeros.
- Don Alonso, ¿está usted...?
- ¿Bien? Inteligente pregunta, querido Luis. Que tengan mucha suerte, es todo cuanto les digo. Yo me voy a la pensión a ver si tienen algo para reajustarme la espalda. ¡Hijos de la grandísima...!
Carmina y Lucía Belmonte parecían especialmente afectadas. "Pudiera ser que nunca me han visto así, o pudiera ser que, como el turno va por orden alfabético..." Trataron de colocarle unos brazos aprensivos a la espalda. Se escindió de ellos.
- Vamos, no puede ser para tanto, al menos ha sido rápido, ¿no?
- A mí se me ha hecho una eternidad. Ya me contarán lo simpáticos que son esos medidores. "La 43 / C".... ¡puaj! Para esto antes bastaban un par de cintas métricas, otro poquito de ojo profesional, ¡y bien contento se quedaba uno!
- ¡Tiene toda la razón! - le apoyó Emiliano, con su bramido andaluz -. Estas nuevas tecnologías, rediós, ¿qué bien nos pueden hacer?
- No es ya la tecnología - corrigió Sempronio, tras las gafas de diseño -. Son las pseudotendencias modernas las que nos condenan. Las campañas publicitarias han ejercido su efectismo tan paulatinamente que ni nos hemos enterado de sus intenciones hasta hoy.
Emiliano aprobó, como lo aprobaba todo, con su enérgica palmada.
- ¡Y qué bien que habla usted! Mire, usted sí que tiene razón. Hay que hacer una manifestación contra esto, es lo que dije cuando empezaron a decir en el telediario lo de la propuesta, y nadie me hacía caso, ¡pues mira! De pronto... ¿cómo decían en el anuncio? "por una ecuanimidad social", "sin diferencias no hay discriminados..." ¡Ay que ver, si es que es para cagarse en los muertos del gobierno!
Don Alonso recogía el sombrero del guardarropa giratorio y se encaminaba al portón.
- Ecuanimidad, la que quieran. Gobierno, el que menos mal nos haga. Pero tener que aguantar todo esto por un puñetero traje...
Giró la manija y salió a la calle. La tormenta de invierno, con sus frenéticos copos danzantes, se filtró por un par de segundos en la sala de espera. Vio pasar una patrulla aérea, que irradió sus destellos azulados contra el laberinto de láminas acristaladas de los rascacielos. Megafonía llamó al siguiente de la lista.

V- Sonidos

Suavemente la espío.
El coraje se extingue
tras rastro húmedo de estío.

Recuento sus pisares
sin hacer ruido; mezo
el remo sordo del sigilo.

No agoniza su brillo:
está anclado en sonetos,
durmiendo en desvanes. Cobijo

para muescas vanas, son
luciérnagas en llagas.
Suspira y presiente mi ruido;

"¿Tanto vale un naufragio?"
Cuestión que agita el aire:
sin palabras, torna el suplicio.

Aún perdido ruego
por un encuentro, mientras
resbalan todos mis sonidos.


Fuga

Un ave de presa. Era un gran pájaro de rapiña bañado en metal, con el corazón roído de asientos tapizados y olor a combustible. Y yo me dejé deslizar por el cremoso tobogán, ese mismo que había construido un año y medio atrás, cuando aquél sueño apasionante fundó las premisas de lo que sería mi vida de ahí en adelante. Me gustó imaginarme como un roedor al que le ofrecen una intrincada gimkama de obstáculos, sólo que mientras los seres en bata asienten y toman notas a mí sólo me impulsa un trozo de queso , la sensación de haber aterrizado en tierra firme, de haberme ganado el laurel, de haber derrocado un régimen. Al mirar a los demás pasajeros del vuelo VY 7259 con destino a Amsterdam descubrí que yo era el único que iba sólo. Atisbé algún holandés, con sus cabellos relucientes de naranja, su aire frío forjado en el comercio, ese tapón de época dorada que toda cultura trata de preservar, aunque cada generación dé más muestras del poder irrefrenable del deterioro. Algunos regresaban a casa, y otros iban en busca de evasión, placeres y la miríada de tópicos que las vacaciones han adoptado como sello distintivo. No vi ningún tobogán cremoso, ni una sólo gota de pintura como la que se derramaba de mí, que había hecho una incisión en mi surtidor para que el río carmesí comenzara a perder reservas y así pudiera dejarme vacío, sin vuelta de hoja ni vista adelante; tan sólo suspendido en tierra de nadie, entre la vigilia y la recompensa de los sueños, con la misma esperanza de regresar a España que de quedarme en Holanda para siempre.

Ya he hablado del ataque de semipánico en el pasillo de embarque, pero no de lo que sentí al abrocharme el cinturón y echar un vistazo por la ventana. Porque a mi izquierda se había sentado un abrigo negro con una ruborizada holandesa enfundada en él, y no parecía ofrecer demasiada conversación. Sacó su libro de Stefan Zweig que no soltó ni cuando el azafato explicó las instrucciones a seguir en caso de emergencia. Mientras todo el pasaje recrea calladamente la adrenalina de un choque aéreo o una pérdida de presión, a mí se me tuercen todas las glándulas en una fuga incontenible. Si enfilaba la vista al fondo de la pista de despegue, encontraba un manto grisáceo, las gotas de lluvia aún agonizando en el reverso del horizonte, chispeando la espalda del ave de presa; pero también una luz siniestra, una luz que no llevaba su dominio al área del aeropuerto. Era una fuente de luz dispersa, que se entretejía por las rendijas entre nube y nube, que difundía una voz anárquica por el final entramado del cielo. No pude ponerle nombre ni apellidos a aquél estallido lejano, que aún estando a miles de kilómetros ejercía un dominio paisajístico muy superior al que los apagados ángeles de Valencia pueden dar de sí. Pero sí supe, con total certeza, que esa luz me esperaba a mí y sólo a mí. Cuando el avión inicia su caótico despegue, cuando de pronto el caucho rodante se despide del suelo, el cuerpo experimenta una especie de liviandad; sale del agua y respira de pronto la atmósfera de un planeta extraño, recupera las alas de la infancia a través de sus llagas zurcidas. Sentí el avión enfilarse al plúmbeo hogar de los cielos, y mi garganta a la vez quería volver abajo, a tantear el tacto rasposo del arcén, a recoger a mis amigos del suelo y darles un paseo por la infinidad de las nubes. Siempre que vuelo procuro asegurarme una plaza justo al lado de la ventanilla, donde puedo ver el ala torcerse mientras el mundo, ahora extrañamente plano e insignifiante, sigue abajo con sus casas hechas cabeza de hormiga; los coches que antes parecían demasiados, irrespirables, ahora parecen soldaditos de plomo recorriendo un laberinto de cartón, donde se podrían recolocar o amontonar o arrojar por la ventana. No se trata de sentirse poderoso, sino de sentirse ajeno. El mundo ya no está a tus pies: está miles de metros por debajo de tus pies. Uno ya se ha fusionado con las corrientes y caprichos de la atmósfera, se siente danzar con los granitos de arena que el viento transporta desde Marruecos, vuela con el alma más evanescente, más bailarina de ballet que nunca. Y sólo unas austeras paredes de metal te separan de esas dunas de desierto que se forman ahí abajo: se extiende una alfombra nívea, de blanco circular y esquivo; los cumulonimbos ofrecen un nuevo suelo de filamentos de agua, y puedes ver en ellos formas imposibles, que sugieren un prestidigitador haciendo de las suyas en tu cabeza. Yo vi huellas dactilares en remolino, vi la famosa cara humana de Marte, vi olas rompiendo y serpientes devorando a Laocoonte. Y sólo se oía el zumbido todopoderoso, ese estruendo que ruge a ambos lados del avión y te deja el tímpano reducido a un plañido roto. Y pensaba: ‘si todo esto es magia, ¿qué será lo que me espera abajo?’. ¿Qué iba a encontrarme en la lengua viscosa de las Tierras Bajas? ¿Vería más huellas, más olas, más serpientes?

Las vi. Y esta vez no habían ventanas ni corazas que nos separasen. No eran gaseosas, ni inasibles, y tampoco había rugidos de motor: sólo el latido apacible de los canales, los giros de manillar, la caída incesante, pero siempre prudente, de la lluvia holandesa. El choque de los remos en el agua o el susurro de una calada que me alejaba metro a metro de mi hogar, tendiendo unas raíces secretas en la llanura sin fin de Holanda. Era el silencio de una dama pintada por Rembrandt, o el granate de los edificios en fila por la Liedseplein. El canto de las palomas agrupándose junto a los turistas en el Spui Centrum, y una sonrisa inexplicable, incomprendida, observándolo todo desde un banco. Qué hermosa ciudad, y qué hermoso mundo éste para el que ya ni siquiera se necesita una fortuna para recorrerlo y desentrañarlo. No dejes que te cojan por los brazos si quieres saltar al cráter. Fúndete con la lava y deja una hermosa figura de plata para que todos puedan ver las marcas que dejó el misterioso vacío, y que nadie más se atrevió a explorar. Y que todas las estatuas vayan contigo ahora, que tienes una cara más por la que podré conocerte.

Te diré

¿Pides otra para mí? Tengo la boca algo seca. ¿Por dónde iba? Llevaba más tiempo del que se puede contar doblando las mismas esquinas y mirando, de refilón, las mismas vitrinas. Me había dicho demasiadas veces: ‘esta vez, sí’. Pero tan pronto como me plantaba frente a alguna, ni me atrevía a mirar por encima de la cintura. Al menos notaba que a todo el mundo le pasaba lo mismo; no importaba si eran españoles, eslovenos o turcos. Nada, que no me decidía, ‘bueno, si lo intento una vez más, al final…’ y era la cuarta vez que me lo decía. Alguna me lanzaba alguna mirada por lo menos un poco cómplice, menos acojonante y pensaba ésta vale, pero claro; de tanto pensar, cuando ya me había decidido me encontraba con la cortina echada.

Estaban, también, estos italianos disfrazados de un cruce entre troglodita y deportista -lo que creo que se dice tifosi en su lengua- que daban las mismas vueltas que yo, eran peores porque encima fanfarroneaban; eso sí, benditos macarroni que me dieron las alas que me faltaban. Les vi que se las daban de hombres y al mismo tiempo no eran capaces de pararse más de dos segundos. Eso puso a cada uno en su sitio. Al doblar la esquina, esa misma en la que nos despedimos, ¿recuerdas? Comencé a caminar pegado a la calle, pensando: ‘la próxima y punto’. Y pronto apareció, sólo que casi tengo que retroceder de la impresión. Digo: ¿Todo esto para mí? Casi me quedo de piedra con esos dos volcanes en plena erupción, se los veía a presión bajo un sostén así como plateado. Y por si fuera poco, esa mirada como de gato montés, o de asiática, a ver quién es el audaz que la retiene con calma. Me abrió la puerta y entré sin mirar atrás, porque atrás no había más que una horda de curiosos reprimidos, o envidiosos, o estupefactos.

Le hablé con total franqueza, como si fuese lo más normal del mundo haber acabado allí. Apenas me fijé al principio en la serenidad y el calor que había dentro, ni en el armarito con no sé cuantos artilugios de placer, ni en un corazoncito de peluche encima de la cama que me hacía babear. A mí me daba que lo estaba haciendo bien, hasta parecía un cliente asiduo. Tenía siempre en mente la historia que iba a poder contar, y entonces suelta ella: ‘¿Es la primera vez, no? Mejor que te relajes, porque si no, mi amor, nada funcionará’. No, no había sido un buen principio. Y mejor que dejara que ella tomara el mando, tal y como están las cosas… creo que antes habrían entrado seis o siete idiotas con el mismo color de cebolla en el rostro. Y hablamos de lo que hablamos, no es de extrañar que ellas sean tan receptivas a estas cosas. Se la veía un aire de animal salvaje, captó mi nerviosismo a cien leguas, seguro. Encima, voy y le pregunto si se paga antes o después. Me sentía como patinando desnudo sobre una pista de hielo que se resquebrajaría al menor descuido, y como si todos menos yo supieran cuáles puntos de la pista son vulnerables y cuáles no. Me veía hundido en el fondo, y como que estaba paralizado. Pero para algo está la experiencia. No, idiota, hablo de SU experiencia. Me lo quitó todo con arte, con buen hacer, y de alguna forma me indicaba los pasos a seguir sin hacerme sentir ridículo a la vez. Era como para sentirse, supongo. Túmbate ahí, póntelo así, súbete aquí, ¿a qué tío le gusta recibir instrucciones en estos casos? Siempre queremos ser nosotros los capitanes, y yo allí era un aprendiz en una prueba de fuego; con la suerte de tener una instructora, por lo pronto, algo comprensiva. ‘Relájate, estás temblando…’ Dijo ser griega, desde luego belleza tenía, y yo escogí bien; pero bien pudo haber mentido, porque tenía un inglés perfecto. Mejor que el mío, y yo he estado en Londres, eso creo que te lo conté, ¿no? Allí arriba sólo vi el foco rojo, y cerré los ojos cuando comencé a sentir, o mejor dicho a escuchar – porque yo estaba en otra parte – ese ruidito tan dulce. Y con eso se me quitaron los temblores de golpe. Una sola vez me atreví a mirar, y poco duró, imposible era hacerlo de frente. No, ella te miraba a ti. La cabeza subía y bajaba, pero sus dos ojos verdes, alumbrados por el rojo que le da nombre al barrio, estaban como fijos entre la cama y el techo. Cuando de pronto escuché: ‘¿Mejor ahora?’. Y fue como si a Dios le hubieran prestado un altavoz, una línea de comunicaciones entre la casa y el cielo. No, yo ya no estaba nervioso. Pero sí estaba un poco bebido. Bebido de sensaciones, eso quiero decir. Si no, ¿cómo explicar que de los primeros momentos lo recuerde todo y, de lo siguiente, sólo recuerde fragmentos medio rotos?. Así es la cabeza, Juan; recuerda lo que más odias y olvida lo que más necesitas. Así que ahí estaba mi reflejo, mis labios entreabiartos, mi estupefacción desdoblada en el espejo en forma de arco que cabeceaba la cama, donde supongo que muchos adorarán verse y yo no hacía más que preguntarme, quién es ese tío, que tanto suda y tan abiertos tiene los ojos, sé que debajo hay una griega, debería disfrutar. Y estuvo bien. Creo que… no, cincuenta. Por cincuenta creo que se puede decir que vale la pena. Aunque tuvo que terminar con la mano, porque yo no fui capaz de dárselo. Pobre Alexandrea. Luego me estuvo hablando un buen rato, porque es parte de su trabajo el ocuparse emocionalmente de quienes vienen a verla; ni un solo psicólogo en el mundo consigue lo que ella. Me habló de las horas que trabaja, y los tipos que vienen cada noche, y de la mujer a la que paga su parte, que es finlandesa y al parecer tiene un ojo de cada color. Me dijo que estaba contenta, no ganaba precisamente poco y viéndola uno lo entiende. Pero piénsalo. Noche sí, noche también. Primero uno, luego doscientos. ¿Cuánto crees que se puede aguantar un ritmo así? ¿Cuántos días piensas que será capaz de justificarse lo que hace? Te equivocas. Yo creo en la fuerza de la moralidad, y sé que no es cierto eso que dices. Es una fuerza bastante puñetera de la que unos salen mejor parados que otros, pero a la postre nadie se escapa. Pues claro.

Pareces tan pacífico, me dijo. Tan bueno. Seguro que tiene que hacer frente, a diario, a toda clase de pendencieros que vienen a poco más que cabalgarla con su peste a cerveza. No me extraña que me apreciara. En verdad nos llevaríamos muy bien si nos viéramos más a menudo. Nah, no creo ser su tipo, aunque el tiempo es una caja de sorpresas… pienso que la debería ver más a menudo. Cuando salí de nuevo a la calle –por cierto que, en ese momento, las miradas de los curiosos ya me la sudaban -, ella no me miraba como antes. Era como más de igual a igual. Y me dio dos besitos que, la verdad, no veo que las demás se los den a sus clientes. Allí había algo especial. ¿o no?

Pero escúchame bien. Me acabas de decir, ya sé, que no piensas ir allá. Lo dices, creo más bien, porque en realidad no te atreverías. Pero la curiosidad, pica ¿a que sí? Pica como debían hacerlo los mosquitos del jurásico. Hay que andarse con ojo porque me parece que uno no desea más que volver. Somos consumidores por naturaleza, o por perversión de la naturaleza, y aunque todo el cotarro está montado para que tu mente recuerde que has llegado allí por casualidad, nada… hay poca diferencia entre eso y un supermercado. Hasta puedes escoger a la que tú quieras. Junta un lavadero de coches, una consulta psiquiátrica y un jardín de las delicias; y lo tienes. Ándate con ojo. ¿Yo? Curiosidad, de eso te hablaba. Eso me llevó y eso me ha detenido aquí. Para nada. Y Alexandrea es una mota en el pasado. Sabe a rosas, pero están atrás; bien lejos. En el fondo no te pierdes nada, chato; y tú tienes tu chica, y además una bien inteligente. Has de cuidarla bien.
Vaya, bonita forma de decirnos que están cerrando… vas pagando mientras saco tabaco, ¿eh? Se nos han ido las horas aquí, mañana más. En realidad no es tan tarde, ¿no? Las once y pico. Por esta zona siempre cierran pronto, hay que irse más para el centro, más al barrio rojo, para encontrar algo que abra hasta tarde. No, Juan, ve tirando tú para el hotel. Yo voy a tardar unas horas más. No, prefiero ir sólo.

Tierras bajas

Puedo regresar a las formas arenosas de las nubes, al llano interminable de Holanda y, ahora sí, respirar en paz y silencio.
Los sueños son para mí una especie de guía. Procuro no tomármelos nunca en serio, pero aun así, hace tiempo que dejaron de ser nada más que imágenes inconexas, porque muchos textos de los que escribo empezaron siendo, precisamente, una de esas imágenes. Pero el hecho de que provengan principalmente de sueños tiene poco que ver. Son imágenes que, en su tesitura (y sobretodo, calma) adecuada, podrían surgir estando bien despierto. Su irrupción significa, para mí, nada más que una base. Esas bizarras visiones, a las que tú ya le has colgado, perspicazmente, el rótulo de ‘Ideas’, son sólo fragmentos de una roca mayor que se yiergue en tu subconsciente. Todos sabemos que da mucho miedo asomarse a él: está oscuro, hay tactos y olores extraños, y voces ante las que uno, a veces, se pasa la vida entera tratando de taparse los oídos.
Pero las esquirlas salieron de ahí, no cabe duda. ¿Porqué dejar que se queden así, aguardando que las barra el viento?
Recógelos. Lámelos si hace falta. Míralos bien por cuanto ángulo se te ocurra, o te parezca interesante. Y cuando estés preparado – por ejemplo… ¡Ya!-, conviértelas, desdibújalas en otra cosa. Para la vida, en verdad, más allá de la mera exploración artística, solemos hacer lo mismo. Un amigo le cuenta a uno cómo llegó a ser traductor; le presenta su ambiente y su camino. Entonces uno pone en marcha su rueda de pensar, y sentencia: ‘yo también quisiera ser traductor’, y pone a cocer toda su carne para lograrlo. Pero ¿fue éste un deseo espontáneo surgido de la simple conversación con un compañero? Lo dudo mucho. Ya le habían caído, puede que ni lo recuerde, pequeñas esquirlas de esas tan brillantes y agradables. Quizá en su infancia, cuando supo por primera vez que existían traductores, y qué era lo que hacían. Y esas esquirlas, evaporadas por muchos años, no hicieron más que cristalizar en boca de su amigo Pancho el Traductor (por ejemplo).
¿Y cómo vino eso de Amsterdam? Pues con otro sueño, o mejor dicho: con más nevadas de esquirlas. Con esa imagen de un paseo por las calles de Amsterdam, con los mejores amigos al lado, y dentro incluso del sueño yo notaba ese escurridizo vapor de la felicidad. Como si algo latiera en las entrañas de esa ciudad, y de ese temblor se despeñara una llamada urgente; un ‘¡por aquí!’. Planifiqué ese viaje durante año y medio, llamando y rellamando a mis amigos hasta su completa extenuación; oficiando de coordinador para un viaje que nunca sería como tal. Finalmente no pudieron o no quisieron ir, y me vi de pronto, dieciséis meses después del sueño, totalmente sólo frente a la puerta de embarque, mirando cientos de aviones perdiéndose en un atardecer sombrío y húmedo. Mientras tanto me preguntaba qué diantres estaba haciendo, y con esa pregunta hirvieron el pánico, la inquietud, el ansia, el arrepentimiento (¿estaré a tiempo de cancelar el pasaje?) y qué sé yo cuántos ingredientes más.
Por sorprendente que sea, esa sensación venía a ser la traslación de un sueño que se cumple. Me sentía así porque, allí, subiendo al avión con ese repentino subidón de adrenalina – totalmente legal, encima – me veía haciendo exactamente lo que deseaba. Sin obstáculos, ni baches, ni tan siquiera intermediarios entre yo y mi destino. A partir de ese momento, nada estaba planeado. Una maleta, una reserva en el hotel y una auténtica inexistencia de perspectivas. Mi plan consistía en no tener ningún plan. Y de esa ilógica, de esa carencia absoluta de orden, se tejió una historia bien coherente y sobretodo, divertida. Sentí estar viviendo, en cinco días, más de lo que había vivido en meses.
Igual que en mi última visita a Barcelona, aunque ésa tuvo a su favor el ser una experiencia compartida. Una experiencia en soledad ya tiene su valor incalculable, pero si esa experiencia abraza a los que te rodean, se multiplica. Se le suman ceros y kilogramos de oro. Reordena y colorea el entorno palmo a palmo.
Pero pasear tú sólo por un pedazo de Tierra que nunca habías pisado tiene también mucho peso. Tanto, que se confunde entre tus arterias y las del mundo; y mientras uno se siente vibrar como una pluma, ese peso se abre en abanico ante ti, hasta que desaparece para mostrarte un paisaje como nunca antes lo habías visto. Lo que son cinco días de menos, se vuelven de algún modo cinco años de más en tu carrera vital, en tu crónica.
¿Y de dónde vino todo?
De un sueño. De un simple y ridículo sueño que su portador se empeñó en materalizar, para seguir soñando despierto. De unas esquirlas de roca que guardé en mi bolsillo, y ahora se han convertido en otra cosa. Por ejemplo, en cinco años de más.

IV

Un sorbo, y con eso bastará.
Desarmar el lienzo de tu mirada
- que se amarra al barranco de unos labios
para recoger cuanto caiga de ellos –
durante una sola noche, no más.
Y acaso, de sueño en sueño, hilvanar
un bordado bufón de ti. Por fin,
arderá el espectro de no tocarte.
Diezmando el lago con esperas, cuento
pestañas del calendario. Un martes
menos, otro de más. Te verterás
mañana en las costas de blancas sábanas
que alumbran deseos secos. Donde
se pierden los sorbos que no me das.
Un sorbo, quiero; una gota y
nada más.

...y poco más

Se guardó la tarjeta envuelta en sudor. La invitación había llegado con un misterio atrayente ahora convertido en cruel; un espejo que desdoblaba un camino bordado de tensiones. Habían dejado los postres, los puros con su cinta rosa y las conversaciones suspendidas en las mesas del salón, y ahora sacaban el mechero mientras se apretujaban en las americanas.
- Será la última vez que podamos hacerlo, ¿no? – sonrió Jorge-. Cada vez que te imagino en un altar…
‘Nandín, chacho, es como no verte a ti’, le había dicho. Le devolvió la sonrisa como quien devuelve un empellón. Con un gesto le instó a que se colocaran bajo la escalera de piedra, donde el viento no molestara a la llama ni a los dedos, deshaciendo sin prisa y sin pausa los grumos de marrón oscuro. El de Jorge tenía un tono un tanto más claro, y por algún motivo que Nando juzgó puramente estético, aparentaba saber mejor.
Sabía desde hacía varias horas que ya no podría escapar de la fatiga; a pesar de que Jorge seguía siendo Jorge – y eso en el fondo era bueno-, estaba deseando pasar lo que quedaba de boda en cámara rápida, como un rápido muestrario de fotos de un viaje fallido; comprimir el cóctel y el embarazo del tradicional baile de los novios. Volver a casa lo antes posible.
Pensó que tocaba hablar por hablar.
- ¿Qué tal está la cosa por Extremadura? – y señaló con la frente lo que Jorge tenía entre las manos. Éste ya se desenvolvía con la lámina de papel.
- Jodida, como en todas partes. Ésta es del Mario, le llaman el Mercachifle, ¿sabes?. No sufras, ahora haremos un exchange.
Para colmo, los zapatos nuevos, ‘en los probadores no apretaban’… y la gruesa americana, y la camisa de franela parecían escasos ante la creciente brisa helada. Las temperaturas habían acogido su regreso a la ciudad con el despecho de costumbre, manifestado en el viento que sondaba la profundidad del patio, a través de los frisos de mármol y el saludo de los leones petrificados a la entrada. A pocos metros se extendía la alfombra roja, y las velas apostadas a la entrada del mesón permitían a ese carmesí pronunciarse por encima de la seriedad de una noche sin estrellas.
El humo pronto marcó un trazo rectilíneo, de los labios al claroscuro del patio. Llegó el manto cálido y a la vez nulo a los párpados y a los músculos.
- Me ha gustado eso que me has dicho antes.
Jorge cerraba los ojos y atendía a otra cosa.
- Yo también me hubiera aburrido lo mío de no haber estado aquí Carlos y tú – prosiguió.
Le contestó una sonrisa perdida en la neblina.
- No me canso de decírtelo, tío – no, Jorge no se cansaba, era cierto -. Tengo muchos primos, todos en el barrio los conocen, pero al que no conocen es al mejor.
Nando miró con algo de extraño recelo ese brazo que se le cernía sobre los hombros.
- Aparte que es verdad – siguió Jorge -. Carlos no quería venir. Si no llegas a estar aquí… descarado. La leche, necesitaba yo verte.
Recordaba las fallidas explicaciones, dejando el pastel de chocolate a medio terminar; se incomodaba. Ciertos temores y deseos persistían, pero todo lo demás se expelía cómodamente contra los antiguos muros de piedra.
- Me gustaría pedirte un favor.
‘Oh, sí, claro’ contestó un apurado Jorge; y sus manos intercambiaron lo que llevaban.
- No me refería a eso – ‘éste Jorge, más despistado y lo llamarían genio’ -. Estaba pensando, sabes, en un favor estúpido; más que este. Y no acepto un no por respuesta.
Y se lo pidió, pero lo hizo en términos incompletos, como si quisiera disfrutar con esos segundos necesarios para comprender. Jorge se había sentado en una rampa que escapaba de la farola más próxima, quedando tan sólo iluminado de vientre para abajo. Sus piernas dejaron de balancearse.
- Entiendo.
Pensó que ese instante no podría repetirse, no podría escribirse, no debía borrarse. Ah, la tía Macarena se había llevado la cámara digital.
- Entiendo, entiendo, la madre que te trajo, ¡Nandito! ¡No me lo puedo creer!
Tuvo que aceptar el abrazo, que llegó más rápido de lo que esperaba: Jorge siempre había sido más ágil que él. Ahora sí veía la descarada blancura de los dientes, y sus manos lo apresaban entre los hombros.
- Has de comprender – le dijo con calma -, que todo esto no debe saberse. Sí, tu creerás que es el momento ideal, pero…
- ¿Pero qué? Ahora mismo montarías la guinda que le falta a todo esto. Un verdadero vendaval, ya lo creo. Además, ¿tú has visto cómo están la abuela y el tío Benito? Lo que necesitan oír algo así…
Un empuje de origen incierto pedía a Nando que confesara no haber pensado en nadie más que en él mismo al contar su pequeño secreto. Pero optó por tomar otro ignorarlo, mientras analizaba el desagradable contenido que ‘vendaval’ tenía en aquél momento.
- Y lo oirán, primo. Pero ahora no, no quiero. Y Paula tampoco quiere, cosas… cosas suyas, entiéndelo.
Porque ‘entiéndelo’ era un estoque que desarmaba siempre a Jorge, que relajó los brazos y asintió con seriedad. Rápidamente esgrimió de nuevo su sonrisa de bufón.
- Qué bárbaro – se llevó ambos dedos a los labios y aspiró-. Y qué grande estás. De aquí a poquito, casado y con hijos. No pinta mal tu día de mañana. Chato, nunca pensé que alguien pudiera quererme como padrino… puedes contar conmigo, ya lo creo.
La brisa levantó una pequeña polvareda que provenía de los campos circundantes.
- Cuídala, porque se lo merece. Es una tía estupenda – dijo Jorge.
Lo era. Y Nando sólo hubiera pedido estar con ella. Con su brazo al lado, la seriedad obligada en ciertas convenciones se volvía un tanto más soportable. Pero en cambio no podría haberse escabullido con Jorge. Paula sabía lo que venían a decir esos ojos enrojecidos; de inmediato, una mirada censora, y la noche se hubiera desteñido con la incomodidad que se disimula torpemente por educación. Sin Paula, con Paula. Sin hijos, con hijos. Un abismo vacío dos pasos atrás y una comitiva de espadas dos pasos al frente. Siempre pisando un terreno húmedo en el que los pies sólo habían dejado de patinar al reunirse con Jorge; un primo al que querer pero que también dejaba abiertos muchos interrogantes. ¿Qué eres tú, Jorge? Tan camaleónico, brillante unos días y hermético unos otros. ¿Un solterón sin remedio? ¿Un carismático trastorno bipolar? ¿Una desdeñosa e irónica respuesta a las esperanzas de la familia?
Fue una vez para él algo más. Por muchos años, un mentor; un profesor de danza caído de otro siglo, que le enseñó a no caerse en la lactancia, le descubrió nuevos pasos de baile en la adolescencia, le abrió las puertas al gran escenario en la juventud, hasta que de pronto se acabó la función. Y sólo quedaban ecos fuera de compás.
Aquél sería el último momento de esparcimiento que podría compartir con él. Al menos, con él y aquel denso frío de humo. Al tiempo que aceptaba esa idea, la enfilaba ante sus ojos; como si lo que quisiera hacer no correspondiera con lo que estaba haciendo. De nuevo el barranco y la espada, de nuevo la encrucijada. Pasaron dos camareros de camino a la bodega. El haz de la farola hizo relucir algo que llevaban en las manos, muy probablemente las bandejas plateadas con las que habían repartido puros y presentes. Nando les sonrió, escondiendo la mano. Se llevaban de nuevo las bandejas a algún almacén perdido y sombrío, hasta que llegara la hora de blandirlos de nuevo en el magno salón donde las paredes sonreían de azul celeste y todo eran promesas, pajaritas al cuello, cubertería fina, difusos reflejos en las cristaleras; tintineos.
- Todo en general me tiene acojonado – dijo al fin.
No tiene porqué ser el final de nada. Ni tampoco el principio de algo. Fíjate.
Nando, espeso, se había detenido a pensar en si no estaba más guapo con la boca cerrada. Pero pronto vio un dedo que se le ponía al frente para insistir en lo que debía captar su atención.
En el segundo caserío, los dos camareros, ahora con pañuelos blancos en vez de bandejas, se habían plantado en el otro extremo de la alfombra roja. Nando vio claramente cómo a la entrada se recortaba una tercera silueta – portero, maestro de ceremonias; un extra más en el extenso reparto de los servidores nupciales – y le entregaba a uno de los camareros lo que parecía un traje de frac negro envuelto en plástico.
Aún tratando de exprimir la deducción más rebuscada, Nando no terminaba de comprender. ‘Y ahora éste dará su golpe de gracia y dará un discurso desatinado sobre lo que realmente quería decir… ‘
- Ese tipo – masculló su primo, escupiendo hebras de tabaco -. Nos ha estado sirviendo esa sopa y ese pollo tan ricos ahí dentro, pero aún no se puede ir a casa. No. Le queda otra cláusula en el contrato, ja, ja. En esa casa es donde Julia y Tristán bailarán a Sabina, y el padre de la novia se sentará con los ancianos mientras tú, yo y los demás invitados arrasamos las reservas de vodka y JB.
"Será algo grandioso, ¿cómo decíamos tú y yo en los partidos? Tremebundo. Casi tanto como lo que ha sucedido hace un par de horas en el altar. Casi tanto como ese discurso que el novio no quería leer, seguro que por eso le ha quedado precioso."
"Pero míralo, míralo bien cómo se lleva el traje. Para este tipo, la cosa es así, y poco más. Camisa blanca por frac negro, servir el champán y todo eso, como manda la casa. Seguro que en verdad acaba de recordar dónde ha dejado las llaves de su coche. Pensará: ¿qué habrá últimamente para ver en el cine? O contará las horas que faltan para volver a casa y tirarse a su novia."
"Entre tanto, la gente que pide canciones pasadas de siglo, se va a llorar, alguno dirá que no se sentía así en mucho tiempo. O en toda la vida."
Pasaron unos segundos. Con su aspirar, Jorge reavivó una pequeña lumbre a uno o dos dedos de su boca. ‘Y ahora tratará de desliar todo el nudo con una rápida frase…’.
- Aquí estamos, primo, fumando manteca fina a la luz de la luna. Y no hay nada más. No habrá nada más.
Las tres figuras desaparecieron en el interior del caserío, dejando a Nando y a Jorge totalmente sólos en el patio. Más allá de la verja blanca, pasaron dos conos de luz: era el primer automóvil que veían en toda la noche. Una altiplanicie de hierro y ladrillo, velada por el humo y la niebla de Octubre, exponía los límites de una Madrid desnuda de su tráfago interno. En la lejanía se mostraba más suya, más vasta y misteriosa.
Solemnemente, todo se desvanecía. Los minutos anteriores no contaban y era como si el rostro de Jorge fuera uno de los que se ven al despertar. Tenía los pómulos al rojo vivo, a pesar del frío.
- Por cierto – irrumpió Jorge -. Patricia sabe escogerse las amigas. Son de toma pan y moja.
Nando le empujó con eso que no era sino cariño. En otro tiempo, hubiera pensado de su primo: qué vulgar, soez, rompebragas; siempre igual. Pero ese siempre igual era el colofón perfecto para quererlo, y para abrazarlo; cosa que si no hizo fue porque pensó en el baile, donde habrían momentos de sobra para ver llover besos, abrazos y hasta algún principio neurótico.
Será mejor que volvamos o sospecharán. Eso lo acordaron sin abrir la boca, como tantas otras cosas. Una calada final, y los círculos brillantes rodaron cuesta abajo por la rampa hasta que el viento los redujo al color de la noche. Regresaban al salón cuando vieron a todo un río de familiares e invitados que atravesaba la alfombra, en olas ordenadas por apellidos y costumbres en común.
- Se acabaron los postres. Creo que se nos ha ido la olla un poco aquí.
El brazo de Jorge ya no le parecía molesto.
- Pero esto no ha hecho más que empezar, primo. Vamos al baile a que nos den las diez…
- Y las once, y las doce, y las…
- Jorge, pórtate bien – le palmeó un par de veces la barriga -, y quizá me lo piense y te ayude con esas niñas de toma pan y moja.
- Eh, me pido la castaña. Te regalo esa tan sofisticadilla, toda para ti. Quiero verte pegadito a ella.
Tú lo que quieres es que me crucifiquen, ¿no?
- Bah. Dentro de unos meses, eres tú el que va a estar en el centro de la pista. Esta será la última vez, primo. ¡La última!
El portero que minutos antes era camarero les saludó y cedió paso al interior del caserío. Su sonrisa era la misma, pero los ademanes habían tomado una faz distinta. Tras ellos se mezclaban varias generaciones de voces enredadas, y el viento de Getafe arreció un poco más.

Sobre el césped


Se abre el enorme clamor, como aguas del mar ante Moisés; y en ese pasillo animal, ese rugido por encima de los focos y la noche, surgen los dorsales y los guantes, los tacos aniquilando el césped recién plantado. Los pañuelos y las rosas les acarician los brazos, en un remolino de bellos coloridos; y mientras un altavoz nombra sus apellidos, una furia, una unánime voz apabullante los repite en una corta ovación que unifica el fondo norte, el sur, y millones de laditos expectantes frente al monitor del salón o del bar. Los contrincantes se pierden en sus estiramientos, los miran con nerviosismo mientras arremolinan los brazos y ocupan sus posiciones, igual que álfiles y peones invaden suavemente un tablero de ajedrez; y en un flanco del inmediato campo de batalla, el comandante de la embarcación se mantiene al otro lado de la retícula blanca que cierra el océano verdoso, mientras grita las últimas órdenes y, de paso, demuestra al dios propietario – consumiendo un puro tras una lujosa mampara de vidrio a más de cien metros de altura- que él y sus contramaestres hacen bien su trabajo.

Los capitanes se colocan al frente y en su apretón de manos contrasta, además de la contienda entre el frío soplo del norte y el ardoroso arenal de sudamérica, la tensión, los miedos, las urgencias de una nación y un ideal aplastados en la palma de una mano. La moneda surca el aire y la ágil mano del colegiado protege su resultado; la voltea y agita, como si todo fuera crucial para el devenir del encuentro, y los jugadores aceptan el resultado con más protocolo que resignación. No es momento de regresar, pero allí flotan, ante todos, sus recuerdos resucitados: pateando un balón lleno de costuras, causan delirio en el patio del colegio, en la pista fangosa del parque, en la cancha imaginaria con dos piedras haciendo de portería; y con su facilidad, con los trucos que han aprendido de sus ídolos, dejan atrás a compañeros y arrancan aplausos en las chicas que cuchichean en las gradas. Y los rubores y las bocas abiertas de los familiares, ¡Ay mi niño, es un prodigio!, las miradas sinceras de los monitores de gimnasia, “no sabe lo que tienen en casa, señora”, y ese gol frente al que el portero, calco de una estatua, poco ha podido hacer; en los brazos de avioneta de la futura promesa ése es un tanto que vale un título, un mundial, una vida entera. La campana coge por el pescuezo a los chiquillos, que retrasan un par de minutos más el partidillo hasta que regresan irremediablemente a clase, entre comentarios emocionados por las mejores jugadas y críticas contra las artimañas de los insoportables.

Tan lejano y tan próximo todo aquello. Tan indiferente y tan elemental: el portero, el central y el ariete, así como el míster – que ya tuvo su ocasión de gloria y la vio volar con un tres a cero en contra-, tienen presentes estas nostalgias que atentan contra la supuesta frialdad que todo deportista ha de ilustrar como un estandarte. Afirman, con ese aliento previo, que toda la sangre derramada, todos los sudores, desafíos, levántate del suelo, chaval, y batallas de los últimos años tienen por objetivo ayudar a ese chico del pasado, definirlo; y no definir a los espectadores y televidentes que lo mismo les ovacionarán al primer toque que les insultarán al cometer un error. Se aprietan los cordones mientras piensan en todo menos en los cordones; se repiten las últimas instrucciones mientras lo memorizan todo salvo las instrucciones. Un silbato descansa entre dos labios severos; el clamor resquebrajará después un eje del campo y, cuando el balón eche a rodar, todos los fantasmas y glorias del pasado no significarán nada; hasta el próximo encuentro.

Acuario


- No- dijo él-. No querría hacerlo.
Se había estirado hasta que las piernas, antes enmarañadas entre las de ella, se volvieron paralelas. Ella sintió un roce gélido surcando las puntas de los dedos de sus pies, y cerró los ojos un instante.
Él había comenzado a hablar. Y por lo que se adivinaba, iba a decir algo totalmente inesperado. Retuvo la mirada un par de segundos más.
- No. Prefiero hacer esto.
Se inclinó con suavidad y pasó los labios por la frente desnuda.
- O esto.
Ladeó la cabeza para poder desgustarle el lóbulo de la oreja, que se escurrió como un pedazo de carne tierna por entre los los labios húmedos.
- O esto.
Y jugó por tercera vez con los labios, esta vez para acariciar el inferior de ella, tan despacio que tuvieron que cerrar los ojos para notarlo. Ahora se sentían nadar dentro de un acuario cálido.
- Pero nada más.
Las paredes eran de un color ambarino muy brillante. Si hubieran optado por un transcurso distinto esa noche, si hubieran permanecido en el restaurante para postergar la cena de negocios, si aún estuvieran moviendo piernas y caderas en la pista parpadeante, ¿qué hubiera sido de todo aquello?
A este pensamiento, él le añadió gotas de su inspirada cosecha. ‘Habrían pasado años hasta tener otra oportunidad para decirlo. Habría recorrido una noche larga y tortuosa en la intimidad de mi habitación, escribiendo una frase que quizá jamás hubiera llegado a pronunciarse’.
Ella miraba a su amigo, que ya no era tal sino un dúo alarmente de ojos grises que la arrastraban, sin pedir permiso, al fondo del acuario. Miraba a su amigo y se preguntaba porqué había de ser su amigo.
- Has crecido mucho últimamente, Marcos.
Él se adelantó. Entre sus brazos, ella giró el cuerpo y hundió la espalda contra él. Ahora ambos miraban en la misma dirección: la puerta de marrón antiguo no ahogaba un frenético ritmo de fiesta que provenía del sótano. A poco de que amaneciera, ella dudaba de que quisiera hacer cosa al día siguiente.
Sería domingo. ¿Porqué no quedarse en la cama, estirando las horas, hasta que tal vez él cambiara de opinión?
- Podrías apagar la luz. Es buen momento.
La lamparita murió de pronto y Marcos siguió haciéndole cosas que no hubiera hecho en ningún otro momento, sin llegar a hacerle lo que había deseado en todo momento.

Santo y seña

.
Recorrió el fusil, del cuerpo al cañón, con los dedos. La luna llena escupía su brillo pálido en algún punto a sus espaldas, permitiéndole distinguir la pista arenosa que cruzaba la parte trasera del pabellón. A su derecha, bajo el desvencijado toldo, los coches de los oficiales permanecían ensombrecidos y silentes.
Muy a su pesar, extrajo el mechero por quinta vez. En él vio reflejado el lustre del foco solitario que copaba la caseta. Hizo girar la rueda, el vaho del gas invadió su nariz; el fulgor anaranjado convirtió sus ojos verdes en chispas. Había empezado la noche con el cuerpo erguido, firme, hasta perder la paciencia.
Había un buen número de insectos en el camino de tierra. Eran siseos, ululares, pasitos minúsculos por entre las piedras. A su espalda, más allá de la verja oxidada, se extendían los lindes del bosque, tenso y macabro. Allí respiraba una fauna que a menudo violaba el débil cercado del cuartel, y aparecía pululando por los patios, devorando la madera de los armarios, infiltrándose en las botas de cuero. A Pedro se le subían por las piernas, y él, sumido en la frialdad de la noche, tardaba en descubrirlos aún cuando ya escalaban la pendiente de su cuello.
Hubo un crujir de tierra. La primera reacción fue tirar el cigarro, pero podría no ser un oficial. Los ojos buscaron una anomalía en el espacio ténebre, la silueta dueña de los lentos pasos que se aproximaban. La tierra cedió paso a las dos suelas de cuero que avanzaban hacia la caseta: Pedro no distinguió nada. Finalmente, por el pequeño pasillo entre el pabellón principal y los garajes, creyó anticipar una cabeza sin más rasgos que la lisura del cráneo rasurado, la obtusidad de unas facciones recias, que se detuvieron a escasos metros de la escalerita del puesto vigía.
- Salamanca – se oyó.
Pudo entonces relajar un tanto los hombros, no así la postura. No hasta que Alcusa, quien había dado el santo y seña, lo ordenara. Cuando no estaba de instrucción, fuera del obligado protocolo ante demás oficiales, el sargento se comportaba de un modo diferente. Por lo general no se le podía odiar en exceso. No era uno de los suboficiales más exigentes, ni uno de los menos comprensivos. Ni siquiera compartía con ellos esa mirada expectante típica de los superiores, que sólo se relajaba cuando escuchaban el pertinente saludo y el nombre de su rango. Algunos compañeros le habían dicho a Pedro: ‘Es de los pocos buenos, nos trae vídeos cuando nos toca cuerpo de guardia, te habla de su familia y sus vacaciones en Almería, muy salao él”.
Pedro no lo evitaba menos que a cualquier otro sargento.
- Venga ese mechero, Higueras.
Se plantó a escasos centímetros de él. El foco halógeno, su estrecha luz, mostró la irrupción de aquellos ojos saltones, anclados en torno a unos huesos faciales que empujaban hacia fuera. Lo que no se pudo ver bien fueron los dedos de madera, tablillas blancas que se cernían sobre el cigarro; los labios se sumergían en la oscuridad.
Alcusa lo examinó unos segundos demasiado largos. No fue su clásico escudriñamiento, el interrogatorio ocular del que los reclutas no pueden evadirse cuando los superiores saben que has hecho algo malo. Cuando el zippo restalló, Pedro descubrió una nueva arruga sobre los pómulos enjutos. ‘Está como divertido’.
- Tenga usted- le devolvió el encendedor- y dígame que es mentira lo que me han contado hoy.
La saliva se despejó, trabajosamente. Ya había respondido a esto, ya se había dictaminado sentencia; y por lo que se veía, era un castigo sin línea de llegada. Aquella noche, el testigo le había llegado a Alcusa.
- El capitán Sampdero está al tanto, mi sargento- ahora Alcusa le daba la espalda. ¿Qué ocurría?-. Y los demás oficiales. Todo cuanto tuve que decir quedó escrito.
Divisó un delgado filamento de humo elevándose por encima del sargento. La línea cóncava de su cráneo no se movía, y tardó Pedro un instante en darse cuenta de que el sargento hablaba en voz baja.
- Yo no le he preguntado qué le dijo al capitán, sino qué no le dijo. El capitán puede que no conozca a los reclutas, como tampoco les conocen la mayoría de los oficiales. Los trabajos que les ocupan son otros. En la oficina, redactanto informes e inventarios, uno no puede saber qué les diferencia a todos ustedes. Pero yo sí.
Ladeó unos centímetros el rostro.
- Así que dígame.
Por alguna razón, Pedro atrajo hacia su pecho el fusil. Siguió como auscultándolo con los dedos. El rostro duro de Alcusa se encaró con él de nuevo, el cigarro pendido entre los labios. Entonces, Pedro borró la idea de que estaba contento.
- ¿Sabe una cosa, Higueras?- el filo de humo invadió los ojos-. Es usted un inútil. Y me lo está dejando en bandeja de plata. No hay muchos otros en los que pueda confiar, ahora usted está como maldito aquí. Ese chico tardará varias semanas en salir de la enfermería. Lo que ha hecho no tiene nombre.
- No lo tendrá para usted, mi sargento.
El tono desafiante surgió por su cuenta, sin remorderse. Tiempo atrás aquello no habría sucedido. Entre la oscuridad, los susurros de los insectos, la cuestión parecía reducirse a algo entre él y Alcusa.
El sargento subió la frente, la bajó con una calma intencionada. Parecía decirle: ‘comprendo’.
- Demos un paseo.
Y sintió la mano que lo condujo por la espalda, una mano que no tarda mucho en olvidar su mascarada amistosa y subírsele al cuello. Al poco de bajar la escalinata ya tenía el pescuezo en carne viva; un pulgar y un índice de cangrejo atenazando la nuca. Aún caminaba erguido, con la cabeza torcida por el dolor, pero era Alcusa quien lo guiaba por el descampado. Los brazos de Pedro danzaron unos segundos en el aire cuando el fusil cayó al suelo.
- Vamos a hacer un ejercicio de memoria –susurró el sargento-. Recuerde para mí el nombre y el apellido de ese soldado.
Pedro se los dijo.
- Bien, muy bien- vio pasar el balcón del comandante a pocos metros, podría gritar-. Pero me parece que también tenía un segundo apellido.
De pronto, tropezó. Alcusa lo levantó sin agacharse. Los dedos eran ya alicates oxidados.
- Eso es. Chico listo.
A medida que la mente de Pedro comprendía, vio cuatro, cinco figuras frente a la verja de entrada. Normalmente, la caseta de reconocimiento tenía las luces encendidas, pero aquella noche la única luz quedaba atrás, en un puesto vigía que se reducía a un círculo luminoso a sus espaldas. En principio no vio rasgos reconocibles en las siluetas. Botas, fusiles, gorras; podrían ser de cualquier soldado, podrían ser fantasmas. Sólo la espalda encorvada de uno de ellos, los tensos brazos cruzados frente a un torso ancho como un marco de puerta, lo iluminaron.
- Ya me imagino que todo ha sido cuestión de mala suerte, pero también se lo puedes contar a ellos.
Las tenazas se abrieron. Pedro apenas tuvo tiempo de protegerse con las manos, que ardieron al rozar el pavimento rasposo. Las botas, las piernas formaron un círculo en torno a él.
- Les hiciste sufrir unas cuantas noches de lo más tenso, ¿verdad?- su tono cambió a una ironía que nunca había aparecido en el amplio repertorio de voces de los suboficiales -. Este hombre es muy gracioso, ¿verdad? Díganme.
“Un mes de arresto, tronco, ya te vale” dice una garganta inconfundiblemente roída por el tabaco. “Mira que te dimos margen, todas las noches preguntándonos si ibas a tener un par de huevos por tus amigos”. Jamás había oído hablar así a Gómez. “Porque somos tus amigos, ¿no?”. Y la burla de Ulloa enlazó con la risa de bufón que por primera vez no tiene la menor gracia.
- El error de esta gente fue confiar en ti. Te guardaron las espaldas.
El cigarro cayó. Un grupo de minúsculos copos ardientes le rozó la frente.
- Es lo que pasa por confiar en una rata. Las ratas huelen mal, y como tales, hay que darles un baño a fondo.
Supo que la lucha sería en vano. El forecejo duró pocos jadeos, unas cuantas carcajadas, hasta que cinco pares de manos lo agarraron y lo condujeron, pista abajo, hasta el pabellón deportivo.

***

Iba en volandas. Él había compartido casi un año de comidas, guardias, ejercicios, castigos, rutina junto a ellos. Eran los mismos que le hablaban de sus novias en los catres y le pasaban latas de cerveza ‘recolectadas’ de la cantina. Todas esas sensaciones, los agradables recuerdos, se perdían a medida que cruzaba el pasillo de la piscina cubierta. Y se formaba, sobre ellos, el recuerdo de Elena. Le pediría que cerrara los ojos si estuviera presente.
- Encienda las luces, Rosell. Sólo las del fondo.
Sintió dos manos de menos; se oyeron unos pasos atolondrados en dirección a la caja de mandos. Los demás lo tendieron en el borde de la piscina. Aún cuando en el fondo de las aguas se encendieron los focos ovalados, ante él no distinguió más que un circo de risas sin nombre, uniformes inciertos danzando en la penumbra. De ella emergieron, una vez más, los huesos recios.
- Ya sabes lo que viene ahora. Muéstrate un poco digno.
Mientras se desabrochaba la guerrera, advirtió que esa noche el sargento lo había tuteado por primera vez. La fórmula protocolaria, el “sí, mi sargento”, era algo que pronto dejaría de tener sentido. Y al mismo tiempo, casi desearía que no lo tuteara nunca más. De vez en cuando no se oían los escarnios de los soldados, y Pedro podía perderse con el lento discurrir de las aguas. ‘Bien pronto estaré con ellos. Y con Elena. Sólo un poco más. Aguanta’.
- ¿Un pitillo? ¿No? Qué lástima –Alcusa se lo encendió para él-. Imbécil. Se te va la cabeza, le partes el cuello a un compañero por venganza, y ha de ser el hijo de mi hermana. Esta es la clase de historia que le cuentan a los soldados por las noches para que no se porten mal.
Un murmullo de voces artificiosas fingió reirse.
- Comprenderás que todo tiene su objeto. No somos unos monstruos, como tú. Sí, vale, comandancia ha mandado ya el arresto. Estarás de vigía y de imaginaria hasta pudrirte, se te pondrá el culo liso en el calabozo y no tendrás permiso hasta que los monos aprendan el español. ¿Te digo una cosa? Eso no es nada. Una colleja como mucho ¿Dónde está, digo yo, el verdadero respeto? Se trata de dar ejemplo, chaval. Al igual que deberías dárselo a los miles de compadres que nos vienen de tus islas. Y bien poco has sido capaz de dar hasta ahora.
Su dedo índice se adentró en la sombra.
- Estos son tus compañeros. Tus amigos. Guardaron silencio por ti. Demostraron ser personas, joder. No hicieron lo que los oficiales hubieran querido que hicieran, pero creo que eso nos importa poco. Te protegieron. Y tú te pasaste esas cuatro semanas como Pedro por su casa. Ellos quieren salir fuera a que les dé el viento en la cara, poder estar con sus familias, beber y follar un poco.
Alcusa se venció en un rictus agotado. Las manos surcaron el aire como lanzas, le constriñeron la nariz, empujaron su cabeza hacia atrás.
- ¿Es que no te importaban una mierda? ¿Te han educado en una selva? ¿Has aprendido algo en todo este año?
Sintió la patada bajo la pantorrilla desnuda. Sintió la piel desollándose, débil ante la rigidez de la bota curtida en mil instrucciones.
- I ndio de mierda. Me deshonras a mí, al servicio. Hasta a tu raza.
Y el fuego bajo la nuca, y el gemido de los riñones. Y los juramentos del sargento, esto por mi sobrino.
Los dedos le bailaron sobre la superficie húmeda, al borde de las aguas. Allí olía a algo. Creyó reconocerlo: era el perfume de la carta de Elena. Había llegado un par de días después de que sucediera todo. Las palabras proliferaron por encima de la algazara, ahogaron los ecos divertidos que rozaban las sombras del pabellón.
Tendrías que ver cómo crece. Aunque me cuesta cada vez más caminar, me anima siempre pensar en lo que pronto tendremos. Y las pataditas, en el fondo son hermosas.
Habrán aún más golpes de botas, y los escupitajos caerán sobre las llagas sangrantes. A una orden, Pedro se verá arrojado a un infierno helado por unos brazos y manos que no puede contar ya.
No dejaré de pensar en ti, y hacerlo me dará fuerzas, porque todo esto me da un miedo tremendo, y ese miedo a veces grita más fuerte que mis sueños, mis deseos. No lo puedo evitar: es una camisa de fuerza, todo me oprime y yo quiero gritarte tan fuerte que me oirías aunque estuvieras destinado en otro mundo.
Estaba debatiéndose por mantenerse a flote. Las extremidades se movían por inercia, una brazada, otra más, y cada vez habían de pelear un poco más por alcanzar la superficie. Los solados brillaban tras un manto brillante y húmedo. No había alcanzado el fondo de la piscina cuando empezaron a desvanecerse las luces, los uniformes, el vivo recuerdo de esas facciones duras como el ladrillo, las letras en papel perfumado.
Un día ya podrás hacerlo. Saldrás de permiso y lo sostendrás bien alto.
Cuando la mano lo asió por el cabello y lo mantuvo sumergido, Pedro comenzó a contar segundos. Llevaba cuarenta cuando vio bailar las burbujas, y se le empezaron a cerrar los ojos; y sobre la profundidad surgió el velo rojo que dolía al principio; luego se hizo agradable, silencioso, y entonces los segundos pasaron mucho más aprisa.
Ya lo tengo decidido. Se llamará Pedro, igual que su padre.