Te diré

¿Pides otra para mí? Tengo la boca algo seca. ¿Por dónde iba? Llevaba más tiempo del que se puede contar doblando las mismas esquinas y mirando, de refilón, las mismas vitrinas. Me había dicho demasiadas veces: ‘esta vez, sí’. Pero tan pronto como me plantaba frente a alguna, ni me atrevía a mirar por encima de la cintura. Al menos notaba que a todo el mundo le pasaba lo mismo; no importaba si eran españoles, eslovenos o turcos. Nada, que no me decidía, ‘bueno, si lo intento una vez más, al final…’ y era la cuarta vez que me lo decía. Alguna me lanzaba alguna mirada por lo menos un poco cómplice, menos acojonante y pensaba ésta vale, pero claro; de tanto pensar, cuando ya me había decidido me encontraba con la cortina echada.

Estaban, también, estos italianos disfrazados de un cruce entre troglodita y deportista -lo que creo que se dice tifosi en su lengua- que daban las mismas vueltas que yo, eran peores porque encima fanfarroneaban; eso sí, benditos macarroni que me dieron las alas que me faltaban. Les vi que se las daban de hombres y al mismo tiempo no eran capaces de pararse más de dos segundos. Eso puso a cada uno en su sitio. Al doblar la esquina, esa misma en la que nos despedimos, ¿recuerdas? Comencé a caminar pegado a la calle, pensando: ‘la próxima y punto’. Y pronto apareció, sólo que casi tengo que retroceder de la impresión. Digo: ¿Todo esto para mí? Casi me quedo de piedra con esos dos volcanes en plena erupción, se los veía a presión bajo un sostén así como plateado. Y por si fuera poco, esa mirada como de gato montés, o de asiática, a ver quién es el audaz que la retiene con calma. Me abrió la puerta y entré sin mirar atrás, porque atrás no había más que una horda de curiosos reprimidos, o envidiosos, o estupefactos.

Le hablé con total franqueza, como si fuese lo más normal del mundo haber acabado allí. Apenas me fijé al principio en la serenidad y el calor que había dentro, ni en el armarito con no sé cuantos artilugios de placer, ni en un corazoncito de peluche encima de la cama que me hacía babear. A mí me daba que lo estaba haciendo bien, hasta parecía un cliente asiduo. Tenía siempre en mente la historia que iba a poder contar, y entonces suelta ella: ‘¿Es la primera vez, no? Mejor que te relajes, porque si no, mi amor, nada funcionará’. No, no había sido un buen principio. Y mejor que dejara que ella tomara el mando, tal y como están las cosas… creo que antes habrían entrado seis o siete idiotas con el mismo color de cebolla en el rostro. Y hablamos de lo que hablamos, no es de extrañar que ellas sean tan receptivas a estas cosas. Se la veía un aire de animal salvaje, captó mi nerviosismo a cien leguas, seguro. Encima, voy y le pregunto si se paga antes o después. Me sentía como patinando desnudo sobre una pista de hielo que se resquebrajaría al menor descuido, y como si todos menos yo supieran cuáles puntos de la pista son vulnerables y cuáles no. Me veía hundido en el fondo, y como que estaba paralizado. Pero para algo está la experiencia. No, idiota, hablo de SU experiencia. Me lo quitó todo con arte, con buen hacer, y de alguna forma me indicaba los pasos a seguir sin hacerme sentir ridículo a la vez. Era como para sentirse, supongo. Túmbate ahí, póntelo así, súbete aquí, ¿a qué tío le gusta recibir instrucciones en estos casos? Siempre queremos ser nosotros los capitanes, y yo allí era un aprendiz en una prueba de fuego; con la suerte de tener una instructora, por lo pronto, algo comprensiva. ‘Relájate, estás temblando…’ Dijo ser griega, desde luego belleza tenía, y yo escogí bien; pero bien pudo haber mentido, porque tenía un inglés perfecto. Mejor que el mío, y yo he estado en Londres, eso creo que te lo conté, ¿no? Allí arriba sólo vi el foco rojo, y cerré los ojos cuando comencé a sentir, o mejor dicho a escuchar – porque yo estaba en otra parte – ese ruidito tan dulce. Y con eso se me quitaron los temblores de golpe. Una sola vez me atreví a mirar, y poco duró, imposible era hacerlo de frente. No, ella te miraba a ti. La cabeza subía y bajaba, pero sus dos ojos verdes, alumbrados por el rojo que le da nombre al barrio, estaban como fijos entre la cama y el techo. Cuando de pronto escuché: ‘¿Mejor ahora?’. Y fue como si a Dios le hubieran prestado un altavoz, una línea de comunicaciones entre la casa y el cielo. No, yo ya no estaba nervioso. Pero sí estaba un poco bebido. Bebido de sensaciones, eso quiero decir. Si no, ¿cómo explicar que de los primeros momentos lo recuerde todo y, de lo siguiente, sólo recuerde fragmentos medio rotos?. Así es la cabeza, Juan; recuerda lo que más odias y olvida lo que más necesitas. Así que ahí estaba mi reflejo, mis labios entreabiartos, mi estupefacción desdoblada en el espejo en forma de arco que cabeceaba la cama, donde supongo que muchos adorarán verse y yo no hacía más que preguntarme, quién es ese tío, que tanto suda y tan abiertos tiene los ojos, sé que debajo hay una griega, debería disfrutar. Y estuvo bien. Creo que… no, cincuenta. Por cincuenta creo que se puede decir que vale la pena. Aunque tuvo que terminar con la mano, porque yo no fui capaz de dárselo. Pobre Alexandrea. Luego me estuvo hablando un buen rato, porque es parte de su trabajo el ocuparse emocionalmente de quienes vienen a verla; ni un solo psicólogo en el mundo consigue lo que ella. Me habló de las horas que trabaja, y los tipos que vienen cada noche, y de la mujer a la que paga su parte, que es finlandesa y al parecer tiene un ojo de cada color. Me dijo que estaba contenta, no ganaba precisamente poco y viéndola uno lo entiende. Pero piénsalo. Noche sí, noche también. Primero uno, luego doscientos. ¿Cuánto crees que se puede aguantar un ritmo así? ¿Cuántos días piensas que será capaz de justificarse lo que hace? Te equivocas. Yo creo en la fuerza de la moralidad, y sé que no es cierto eso que dices. Es una fuerza bastante puñetera de la que unos salen mejor parados que otros, pero a la postre nadie se escapa. Pues claro.

Pareces tan pacífico, me dijo. Tan bueno. Seguro que tiene que hacer frente, a diario, a toda clase de pendencieros que vienen a poco más que cabalgarla con su peste a cerveza. No me extraña que me apreciara. En verdad nos llevaríamos muy bien si nos viéramos más a menudo. Nah, no creo ser su tipo, aunque el tiempo es una caja de sorpresas… pienso que la debería ver más a menudo. Cuando salí de nuevo a la calle –por cierto que, en ese momento, las miradas de los curiosos ya me la sudaban -, ella no me miraba como antes. Era como más de igual a igual. Y me dio dos besitos que, la verdad, no veo que las demás se los den a sus clientes. Allí había algo especial. ¿o no?

Pero escúchame bien. Me acabas de decir, ya sé, que no piensas ir allá. Lo dices, creo más bien, porque en realidad no te atreverías. Pero la curiosidad, pica ¿a que sí? Pica como debían hacerlo los mosquitos del jurásico. Hay que andarse con ojo porque me parece que uno no desea más que volver. Somos consumidores por naturaleza, o por perversión de la naturaleza, y aunque todo el cotarro está montado para que tu mente recuerde que has llegado allí por casualidad, nada… hay poca diferencia entre eso y un supermercado. Hasta puedes escoger a la que tú quieras. Junta un lavadero de coches, una consulta psiquiátrica y un jardín de las delicias; y lo tienes. Ándate con ojo. ¿Yo? Curiosidad, de eso te hablaba. Eso me llevó y eso me ha detenido aquí. Para nada. Y Alexandrea es una mota en el pasado. Sabe a rosas, pero están atrás; bien lejos. En el fondo no te pierdes nada, chato; y tú tienes tu chica, y además una bien inteligente. Has de cuidarla bien.
Vaya, bonita forma de decirnos que están cerrando… vas pagando mientras saco tabaco, ¿eh? Se nos han ido las horas aquí, mañana más. En realidad no es tan tarde, ¿no? Las once y pico. Por esta zona siempre cierran pronto, hay que irse más para el centro, más al barrio rojo, para encontrar algo que abra hasta tarde. No, Juan, ve tirando tú para el hotel. Yo voy a tardar unas horas más. No, prefiero ir sólo.

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