Anaïs y las vidas mutantes

Un amigo me dijo recientemente que me veía como a un auténtico mutante, un camaleón capaz de morfear miles de rostros en un segundo, ofreciendo una velada teatral a la más variada multitud o público. En sus propias palabras: "llegas a un sitio, ves lo que hay y te adaptas a ello". No puedo más que darle la razón, y por ende, sentir una punzada de orgullo. Mi intención no ha sido nunca solidificarme; nunca he querido construir ningún pedestal estable sobre el que basar la mayoría de fundamentos y premisas en que se vaya a inspirar mi camino. ¡Como si eso fuera posible! Me dan una pizca de lástima aquellos seres considerados "racionales", "equilibrados". No buscan más que una única barra a la que agarrarse cuando ante ellos se extiende una verdadera cordillera de barras, de aros, potros, colchonetas, incluso pistas de barro candente. Quien mucho abarca poco aprieta, desde luego, pero ¿qué me decís de quienes aprietan demasiado abarcando tan poco? En el fondo son como figuras dentro de una de esas esferas de cristal con nieve: dueños de su microcosmos, señores de su cansinillo liliputiense, cuando sólo una fina mampara de cristal -que podría destrozar de un solo codazo- les separa de la Tierra de los Titanes. Ciertamente hay todo un taller de oportunidades en cualquier horizonte que se precie; y para operar cualquier clase de maquinaria no se precisa herramienta alguna; ni tan siquiera preparación ni, odioso término, "carrera". Anaïs Nin, que guardó bajo llavo un sinfín de testimonios por escrito de lo que había sido una vida saturada de atrevimientos, actos sexuales a cada cual más escandaloso hasta llegar al incesto, y en definitiva, confesiones de una mujer que sobrevivió a principios de siglo con una mentalidad propia de finales del mismo... esta heroína, esta amazona indómita que nada debió temer y gozó además del privilegio de mantener un affair con Henry Miller -otro valiente, por cierto- escribió una noche: "la vida se encoge y se expande en función a la valentía que uno tiene". Hay quien es capaz de levantar una ciudad sin apenas mover los brazos: una ciudad literaria, terrenal, bullente de acueductos que segregan manantiales de filosofía vital, empedrada con toda suerte de vías que recogen los pasitos emocionados del género humano en su más atroz totalidad, con huellas de miedos e inquietudes, con charcos sudorosos de esfuerzos y hazañas; con lágrimas secas de melancolía y también, porqué no, espejismos en los que la felicidad exhulta y se petrifica verdaderamente por unos instantes. Y todo esto con una sóla frase surgida de una única pero hermosa mente pensante. Tal vez la buena de Anaïs, en apariencia enjuta y pálida como un trineo pero candente y vigorosa por dentro, como una marmita, escribiera aquello sentada al costado de una fogata raquítica, encogida hacia la mesita y tiritando de frío; y sin embargo hablan sus palabras con una autoridad, una lucidez definitiva y rotunda, que está a años luz de todo cuanto solemos ver en el mundo que nos rodea. Especialmente en éste, en el que abundan los platós ya no en televisión, sino en nuestras propias calles, escuelas, iglesias. Donde todos se maquillan para ocultar Dios sabe qué enjambres o qué ladridos o qué cánceres de intestino. Donde un perfume puede cambiar el devenir de una noche, que nos hemos pasado trasegando a la espera de no recordarla como fue, sino como nos gustaría vernos. En este universo nunca aparecerá un Sun Tzu ni un Li Po que puedan condensar en una sóla frase lo que otros, véase yo mismo, pueden expresar en doscientas páginas. Estamos en los lindes de la realidad, muy alejados del núcleo electrizante en el que flotan los verdaderos miasmas; a años luz de la cumbre soleada, donde no existe la niebla y muy probablemente no sea necesaria más alimento que el justamente necesario. Allí donde Nin, Miller, Tzu, Carver, Bradbury y un inextinguible etcétera viajan a través de sus noches inspiradas, atisban un relámpago de autenticidad sin barreras ni estilos y ¡alehop! lo cazan al vuelo y lo traen de regreso a la Tierra... todo sin moverse de su silla desvencijada, sin abandonar el cuarto oscuro con la fogata raquítica en el que dan voz a sus pesadillas y sus almas desnudas sin siquiera perdir algo a cambio.





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