M

Perseguirla hasta el lugar más imposible. Si quiere refugiarse en una llama, arderé con ella.

No contaba con su magia. Atravesando una bruma espesa como la muerte, fui a dar con mis huesos a una especie de bosque desangelado. No había vida en esos árboles, ni correteaban animales por el lugar. La hojarasca bajo mis pies producía un crujido extrañamente raso, un eco que tan pronto crecía como de súbito expiraba.

- Fíjate - dijo a mis espaldas -. Aquí el cielo es verde.

M estaba allí, intacta, terrenal, absoluta. Aún con los brazos caídos, con esa poderosa señal de abatimiento en la nuca, se la veía dueña de su entorno. Incluso orgullosa. Era cierto que el firmamento y las nubes se mecían en un océano de clorofila. El paisaje inundado por un destello de esmeralda glauca. Congestionado, bello al mismo tiempo.


Le pregunté de qué color debería verse. De alguna forma, con aquella sonrisa, sugirió que la respuesta era
obvia para ella pero no para mí. Azul, dijo. Y el glauco se hizo cerúleo. Por unos instantes aquel bosque, retoño de su subconsciente, se hizo puro y auténtico. La transformación era obra y regalo de M, pero ella ni siquiera había pestañeado. De hecho su pecho no seguía ritmo alguno de respiración. Era la efigie de la quietud: una autoridad bufona y hermosamente inteligente. Dame más milagros, M, le dije. Haz más magia. Te seguiría a cualquier parte.

Esta vez sí se movió. Se encaró levemente hacia mí, tal vez sólo para mostrarme que podía hacerlo. Que suyo era el terreno por la seducción de sus dedos. Se movieron, corazón y pulgar, hasta cobijar entre ellos un suspiro en el aire. Chasquearon, y con ello se desató la tormenta: fue un relámpago fugaz tras el cual se desvaneció la silueta de M.

Cerré los ojos y dejé que los párpados recibieran el goteo de la lluvia.
Simplemente, comprendía. Aprendía de su mundo cautivador: estaba en la tela de una araña capaz de incubar paradigmas o pesadillas, y devorar los mirlos que se enredaran allí. La altisonante, discordante plaga desatada por el índice de una alquimista que me enamoraba, que me engullía con su rastro de sodio y permanganato. Si su garganta exhalaba ríos de polvo púrpura, por así intentar definir su voz, yo querría cubrirme de ellos. Bailé bajo la lluvia. Parecía tibia. Una suerte de abrazo húmedo que me hacía perder el suelo bajo los pies, mientras mi cabeza giraba como una enfermedad. Me despojé de la camisa y la hojarasca la engulló igual que hacen las arenas movedizas.

Reía como un poseso. ¿Para qué necesito ropa en tu mundo, M? ¿Para qué? Y continuaba haciendo trizas mi propio eje. Hermanándome con la náusea. Tengo de sobra contigo. Me
basta con tu gorro de hechicera, y con que te abras de piernas una vez más como aquella tarde a orillas del mediterráneo. Haz más magia para mí, M. ¡Haz más!

No sé cuanto tiempo tuvo que pasar hasta que quise aceptarlo: hacía un buen rato, quizá días, desde que M se había esfumado. Algo tras la cortina plateada me advirtió de que no volvería. Para cuando comprendí aquello también noté que el agua comenzaba a estar terriblemente fría. No encontraba mi camisa. Un vapor tenue llegaba desde lo remoto; algo que arrastraba consigo algún calor indescifrable, visceral, que M me hacía llegar a su voluntad. Podía verla encendiendo una cerilla en una oscuridad infinita, muy lejos de la frontera del tiempo y el espacio. Creo q
ue sonreía, sólo un segundo, antes de apagar el fósforo y desvanecerse en la negrura.






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