Certeza

No había mundo más real que el que podía verse desde su ventana. Su habitación era un refugio reservado para especular sobre todo lo que sucedía fuera. El paisaje de una construcción detenida se concentraba sobre la mesa, con docenas de cuadernos de los que se derramaban toneladas de dudas existenciales, disertaciones artísticas y versos a medio construir. En las esquinas del cuarto se apilaban colecciones de lienzos en los que quedaban retratados su obsesión lumínica y su compleja relación con la forma y el espacio; maremotos coloridos que huían de la concreción geométrica, igual que él huía de la concreción en general.

Porque la simplicidad era otro terror. A pesar de lo mucho que adoraba la poesía, era incapaz de sintetizar sus propios pensamientos. Para poder explicarse, necesitaba gozar de un tiempo ilimitado. En su mente habitaba un tumor empeñado en defragmentar, enmadejar, sublimar la visión más sencilla o la ocurrencia más anodina. El empalagoso peligro de lo abstracto intoxicaba cada uno de sus pensamientos, como un líquido graso deslizándose por entre las cañerías de su laberinto encefálico. Era por eso que su forma de hablar era lenta y pesada; la boca actuaba de aerógrafo, difuminando en el aire esa densa humedad agolpada en la mente.

En cuanto a su relación con el lenguaje, era un perfeccionista sin hábito de perfección. Buscaba siempre una precisión matemática, una exactitud atómica, aunque no lograra desprenderse de un empalagoso balbuceo que se ahogaba en esa insufrible búsqueda de La Palabra. Cuando esto sucedía, su mano empezaba a temblar en el aire y sus labios se petrificaban en una dolorida mueca de esfuerzo. Su cuerpo somatizaba esa angustia situacional, derivada de la certeza de no estar expresándose como pretendía. En sus sueños solía encontrarse con las manos manchadas. Un psicoanalista le dijo en cierta ocasión que dicha imagen simboliza la dificultad comunicativa.

Ella le amaba. Vivían tranquilamente en su pisito en la zona sur de la ciudad, entre botes de pintura y fotografías en blanco y negro de lugares en los que nunca habían estado. En ocasiones, el interior de la casa se cubría de un silencio sin origen, llegando a dar la impresión de que ninguno de los dos vivía allí. Llegaban al punto de preparar juntos la cena sin que hiciera falta decir una sola palabra. Esa inusual vacuidad de palabras llegaba a asustarla. Pasó mucho tiempo hasta llegar a comprender que lo que precisamente le asustaba era lo mismo que le traía paz: esa ausencia de voces en un mundo en el que a todos se les enseña a defenderse, reivindicarse y expandirse con el uso agresivo de la palabra. Pensar en esto le hacía sentir algo parecido a la inutilidad, como si no tuviera fuerzas para cambiar nada, como si fuera incapaz de escapar de nada; ni siquiera de la costumbre.








1 comentario:

pablollo dijo...

Espero y deseo (aunque digan que tiene más mérito imaginarlo),que en este caso sea totalmente cierto y cuentes una vivencia.