El vientre abriéndose

Con ese paso te colocas sobre la baldosa central del salón. Si ahora extendieras los brazos, comprobarías que tus dos manos están exactamente a la misma distancia del punto más lejano de la casa. Bienvenida al núcleo.

Tras la puerta corredera espera el cuarto de Andoni, o de los papeles de Andoni. No hay mucho que decir sobre él, porque se pasa las tardes rellenando libreta tras libreta en pos del poema perfecto. El otro extremo del salón alberga la puerta de la habitación de Edurne, la chica que disfruta resolviendo ecuaciones en su tiempo libre y que una tarde de cada seis toca el saxofón. Parece que ha aprendido a trasladar la fragancia de los números a los agujeros del saxo; no sabe improvisar, pero cada nota que escapa del instrumento es como un clavo colocado por un científico; precisión maquinal en el tono, la intensidad y la duración. Esas notas levantan una corriente de calor entre su lugar de nacimiento y los muros de la casa: se agita la bandera del Atlethic, se estremecen los vasos de cristal sobre la mesa, juguetea la pelusilla de polvo incrustada en el gotelé de la pared.

Y alcanzan entonces el otro lado de los muros. Casi puedes ver a Dulantzi preparando su zapatilla de la protesta, o aproximándose al equipo de música para que sus cuatro altavoces impongan su soberanía acústica (la adversidad perfecciona la táctica). Arriba, en el cuarto izquierda, se escuchará una nueva entrega de los sollozos de Marko, horrorizado ante la perspectiva de tener que hacer los deberes de conocimiento del medio si quiere cenar –la recompensa adicional de las chucherías empieza a perder su efectividad-, a lo que le seguirá un estruendo provocado por la cólera de Pedro, que habrá regresado de una agotadora e infructuosa jornada en el negocio de las persianas, y lo último que puede aguantar es un nuevo desafío a la autoridad paternal. Abajo, Santxo deberá ponerse los cascos si quiere seguir leyendo a Ramiro Pinilla, o indagando en la historia de una guerra civil que insiste en sentir como asunto personal, y Sendoa se asomará al balcón, pese al frío, para quedarse inmóvil –con el pie izquierdo entrecruzado con el derecho- mientras espera a que Iñaki se asome desde el balcón del edificio de enfrente.

Iñaki, por supuesto, no se asomará. La suya es una bacteria más en la infección de tristeza perpetua que serpentea por entre las venas de esta ciudad. Nadie se ha atrevido todavía a decirle a Sendoa que Iñaki pasa las noches en la habitación de Katerina, la ucraniana de la calle de Navarro Villoslada, justo al lado opuesto del balcón de Sendoa. Tú misma les viste paseando juntos por el parque de Sarriko, y aunque las habladurías que han llegado a tus oídos cuestionan con todo atrevimiento las semillas del amor interracial, tú dirías que se cogían de la mano con mucho cariño. Les habrías visto por pura casualidad, pues contarías dos meses desde la última vez que paseaste por allí; cada rincón del parque te recordaría a Eneko, y recordar a Eneko supondría iniciar un viaje sin retorno a través de los cuatro puntos cardinales de la ciudad; abrir repetidamente las aguas de la Ría para pasar de la universidad de Deusto al museo de Bellas Artes, cruzar disimuladamente el Guggenheim y terminar atravesando las puertas del Arriaga o tomando alguna copa cerca de Vista Alegre.

Y el vientre continuaría abriéndose. La carne se iría apartando sin descanso, como si una quemadura de ácido abriera una brecha, o como si las paredes del buche acordaran en desplegarse tal y como hacen los pétalos de algunas flores en verano. Esa lenta e inexorable apertura extiende la infección de tristeza hacia todas direcciones, aunque sea dejando las leyes del tiempo al margen; te alcanzaría la nostalgia de tus cinco años, dejando que tu abuela te guiara por los parques de Barakaldo, y saltaría después siete años y cien kilómetros para recordarte lo que fue enamorarse por primera vez en Vitoria, y cruzaría las fronteras necesarias para aproximarse a los fríos pasillos de la Catedral de Burgos, o al frenesí del centro de Madrid, o al calor dorado de Écija, o al olor a sal marina de Ferrol; y puede que la hemorragia continúe y alcance lo más alto de la ciudad de Barcelona, donde tal vez un muchacho al que jamás conocerás adivinaría tu historia y la vertería sobre las hojas de una libreta desgastada, mientras la perezosa lluvia de noviembre tinta cuidadosamente las ventanas de su salón.