Le doux cauchemar



Un aroma a fruta podrida salpica las aceras. El asfalto entero está cubierto por una alfombra de currículums, informes laborales y recortes de periódico con demandas de empleo. Las amas de casa caminan con el Playboy entre las manos, ocultando tras él el ejemplar de Sueños de Parado. Los jefes se tiran por la ventana y los conserjes montan orgías sobre la mesa del director, rociando con lejía y alcohol de limpiar los pezones de las mujeres de la limpieza. Vuestro narrador cruza el arco del triunfo, sube por una montaña de escombros y se pregunta si habrá ganado el Deportivo o el Hércules. Atraviesa la Vía Laietana hasta toparse con el oscuro espacio de la muralla romana, donde numerosos grupos de jóvenes sacan sus jeringuillas y follan sin condón mientras pintan graffitis obscenos sobre la piedra secular. Un tipo vestido de traje, corbata y una camisa Lacoste cuyos botones están a punto de saltar ante el poderoso volumen del barrigón se planta frente a él. "Enséñeme su factura del teléfono... yo podría hacer maravillas por usted" proclama, enarcando las cejas y agitando ante sus ojos un maletín repleto de monedas. Un camión de basura se detiene; el conductor, con un puro entre los labios y una recortada en la mano, abre la puerta y lo fríe a balazos. "Aquí va otro, Lucas" le dice a su compañero, que lleva la licenciatura de Ciencias Políticas pegada a la espalda. Agarran al vendedor, lo cargan en la parte trasera y arrancan.

Vuestro narrador gira a la derecha y atraviesa la callejuela bajo el arco románico. En el campus universitario, los estudiantes orinan sobre el césped y las muchachas rocían con cerveza sus camisetas ajustadas. "Quién da más, quién da más" gritan. "Somos el futuro, muchachos". Bajo la estatua de Epicuro, los catedráticos hunden la cabeza en las manos y gimotean. Los ministros les secan las lágrimas con papel higiénico. El narrador divisa a James Joyce caminando bajo los porches junto a otras dos personas. Corre hasta alcanzarlos. "Señor Joyce" jadea, quitándose el sombrero. Joyce frunce el ceño, examina al muchacho de arriba a abajo, se quita las aparatosas lentes. "¿Qué le hace pensar que es usted mejor que los demás, joven?". Vuestro narrador trata de reconocer a sus acompañantes, pero los rostros permanecen oculto bajo las sombras. "Sólo necesito un consejo, señor Joyce". "¿Sobre qué?". El irlandés gruñe, refunfuña, desenvuelve un bocadillo de mortadela. "Me gustaría ser como usted, señor Joyce". Un rayo de luz permite ahora distinguir a las otras dos figuras. Hemingway y Kennedy Toole permanencen quietos, con la mirada grave. A Hemingway le cae un río de sangre por el boquete del cráneo. Toole tiene la piel violácea, rugosa, como si hubiera estado expuesto al gas durante veinte años. Joyce es ahora Kafka y contempla al narrador con ojos respetuosos, indiferentes. "Renuncie" dice su voz, aunque sus labios no se mueven. "Renuncie". Rimbaud aparece con una pipa de opio. Vuestro narrador dice que no. Rimbaud aspira y le echa el humo a la cara.

Vuestro narrador cierra ahora los ojos. Imagina una llanura desierta en los bajos de Jalisco. Sueña con un páramo luminoso, infértil, donde los pueblos se cobijan entre ineficaces colinas. Allí se sienta. Coge un puñado de arena con la mano. La deja caer muy lentamente.




1 comentario:

Velutha dijo...

Interesante... Me gustan mucho las imágenes que utilizas.