Carta de una víctima a su asesino

Qué decirle a usted que no sepa ya, joven. Si le ha llegado este mensaje es porque me echa de menos, o echa algo en falta. Comunicándome con usted no pretendo otra cosa que no sea inspirarle una sensación de alivio, porque quisiera darle la prueba de que no es usted un monstruo. Ignore lo que se publica en la prensa y lo que se grita en la calle: usted es, después de todo, mucho más persona que cuanto llegué yo a ser, y si me concede el favor, procederé a explicar todo esto con calma.

Remóntese conmigo al año 52 del pasado siglo. Por entonces yo rondaba aproximadamente la misma edad que tendrá usted ahora. Los tiempos, por entonces, eran muy distintos a los de hoy. A buen seguro que habrá oído usted esa expresión con anterioridad sin llegar a comprenderla del todo, y créame que no es culpa suya. Los ancianos nos empeñamos en demostrar a los mancebos el por qué de nuestras arrugas; nos sentimos decrépitos y somos conscientes de nuestra pérdida de lucidez - válgame la contradicción-, pero hemos sido testigos y supervivientes de una época en la que no existían las facilidades de ahora, lo cual supone un pequeño resquicio de orgullo para nosotros. Eran tiempos en los que era realmente difícil no adoptar una marcada postura ideológica, no como ahora, que la comodidad ha convertido la búsqueda de personalidad política en una empresa fútil e inmeritoria. Con sus conocimientos de historia, porque no me cabe la menor duda de que los posee, sabrá no pocas cosas acerca de los maquis: nosotros nos atrevimos a intentar la reconquista de España mediante la ayuda de Dios y de la acción guerrillera. La fallida entrada por el Vall d'Aran en el 44 ya marcó el principio del fin para nosotros, pero los hubo que resistieron hasta plena década de los 60, mientras el Generalísimo efectuaba un eficaz bloqueo informativo y nos tachaba de simples bandoleros, negando al conocimiento público las verdaderas causas de nuestra contienda. Yo no pude aguantar tanto porque, después de diversas pesquisas, una patrulla de la guardia civil me encontró en una granja cerca de Calatrava. Le hubiera gustado conocer las inmediaciones de Ciudad Real por aquellos tiempos: uno podía ir de pueblo en pueblo a través de tranquilas veredas abundantes en verdor, espigales y riachuelos. Los viajeros gustaban de campar por allí, mochila al hombro, pues no faltaba la hospitalidad aunque no tuvieran con qué pagar, y eso que a menudo tampoco se tenía con qué alimentarles, más allá de roscos de pan duro y sopa fría... y disculpe por esta digresión. Son cosas que vienen con la edad.

La cuestión es que a mí también me encarcelaron, como a usted; e igual que en su caso, mi confinamiento se debió a la osadía política. Digo osadía porque, cuando uno está dispuesto a entregar más de un cuarto de su vida en favor de un ideal, se enfrenta a menudo a un ramal de consecuencias que ni había previsto ni está en condiciones de soportar. Yo tenía mujer e hijos, ahí donde lo ve, y también una madre que mucho lloró al otro lado de los barrotes, y mucho empapó con lágrimas las cartas que servidor le escribía devotamente tras los barrotes. Yo podía soportar todo eso y mucho más, y créame si le digo que, en tiempos como aquellos, los trabajos forzados de los presos políticos poco tienen que ver con los de ahora, pero no podía soportar a los guardias y celadores. No soy morboso, de modo que evitaré descripciones acerca de las injurias, vejaciones y afrentas corporales que por su parte tuvimos que aguantar, pero sepa usted que jamás en mi vida llegué a sentir tal odio, tal torbellino de violencia en la sangre como el que sentí soportando las calumnias de aquellos tipos que se mofaban de nuestra causa y, a su vez, defendían la que nosotros luchábamos por destruir. Era una impotencia de lo más desesperante, bien lo sabe Dios. Recuerdo haber barajado más de una vez, en los comedores de Aranjuez, la posibilidad de arremeter contra ellos con cuchillo, tenedor o cuanto tuviera a mano. Tenía sed de sangre y de venganza, y no era simple cuestión de odio, sino que también me movia la convicción de que con dicha acción lograría una pizca de justicia en un sentido social y amplio; la posibilidad de un orden mayor. Pero nunca moví ni un músculo.

Opté por tragarme el odio y el orgullo durante veinticinco años sin interrupción, y aunque no creo haberme arrepentido de aguantar así tanto tiempo, nunca pude olvidar al jovenzuelo frustrado que se revolvía de rabia en el catre de su celda. Un trauma que usted nunca tendrá, porque usted no sólo ha sido valiente, sino que no le ha temblado el pulso a la hora de asumir toda clase de daños colaterales, como lo que yo y otros muchos inocentes representamos en su atentado. La catastrófica magnitud de las consecuencias que antes mencionaba no le detuvo a usted ni a su conciencia. ¡Bravo! Puede usted decir que está donde está por valentía, y no por lo contrario, que es cuanto me llevé a la tumba sin que nadie reparara en ello, porque todos estaban demasiado ocupados en proclamar la injusticia de mi muerte, en preponderar el significado de la sangre inocente y en condenar el nombre de mi asesino, ese enérgico y osado joven al que ningún recato ni flaqueza le frenó en sus acciones. Creo que deberían haber convertido mi velatorio en un homenaje en su honor; en honor del hombre que luchó, mató y se hizo encarcelar en favor de sus convicciones y su sentimiento independentista. Usted representa un espíritu al que muchos hemos querido apelar, fracasando por culpa de nuestras conmiseraciones morales y nuestras terrenales flaquezas.

Usted, por encima de todo, es un alma libre: un hombre que ha hecho cuanto ha querido y, por supuesto, ha terminado como ha pedido. He aquí servidor inclina el sombrero en su honor. Concédame el favor, ahora que tiene todo el tiempo del mundo para hacerlo, de pensar y reflexionar en torno a todo lo que le acabo de decir. Y no olvide nunca que a los difuntos siempre hay que leerlos entre líneas: si dijéramos lo que debemos decirles de una sentada y sin sarcasmos, correríamos el riesgo de asustarles demasiado.




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