En más de una ocasión he sentido haber tocado fondo. Ni siquiera en tales momentos he llegado a sentirme harto de la vida. Dudo que eso vaya a suceder nunca. Se sufre, claro; y en ocasiones todo cuanto nos rodea parece incomprensible, enfermo; secuelas, probablemente, de otra enfermedad que golpea desde dentro. No importa. Un hemisferio del globo gana un grado de temperatura; el otro lo pierde. Por algún motivo, siempre existe un equilibrio que parece ajusticiarnos. Las plagas se extinguen. El arrepentimiento es quizá la faz del sufrimiento que más se ha empeñado en desafiarme, pero ese sufrimiento (que las comillas lo dejen claro: el mío siempre será un sufrimiento tenue, agradecido por saberse común, seguramente afortunado al lado de los vuestros), ese pesar, es también vida. Es especialmente vida. En este instante, en cambio, me siento un desconocido para el arrepentimiento. No se me ocurre por qué querría volver atrás y desandar lo andado. Nadie debería hacerlo. Es de nosotros de quien hablamos; nuestra crónica, nuestro legado. Ningún ahora puede tener sentido sin un antes que incluya su pequeño subargumento con sabor a tropiezo, a duda, a tensión que aguarda a que el tiempo le dé permiso para convertirse en lección aprendida.
Somos incapaces de verlo: funcionamos igual que una masa de arcilla sobre un torno cerámico. El jarro, siempre privado de movimientos, no tiene nada que hacer salvo quizá rezar por que las manos del alfarero no tiemblen. El baile circular en que nos encontramos nosotros no es demasiado diferente. Incluso la vida recuerda en ocasiones a una espiral, a una ecuación cíclica. Quizá el torno gire a una velocidad que nosotros no imponemos, pero siempre gira porque nosotros lo permitimos. En cuanto a lo que nos moldea, no siempre serán nuestras manos, mas pretender controlar lo que queda fuera de ellas es antinatural. Nuestro poder es limitado, pero nunca inútil. Y si se vuelve inútil, la única respuesta posible es seguir girando, amando, improvisando, hasta que el torno nos otorgue un giro inusual que nosotros, quizá sin darnos cuenta, aprovecharemos para cortar la corriente y quién sabe si encadenar un ciclo con otro.
No hay historia que valga la pena sin un accidente de por medio. No existen las equivocaciones en un sistema definido por las posibilidades. Y yo me siento muy orgulloso de mis heridas.
Incluso me gusta sentarme a mirar cómo cambian de color al paso de los años.
Somos incapaces de verlo: funcionamos igual que una masa de arcilla sobre un torno cerámico. El jarro, siempre privado de movimientos, no tiene nada que hacer salvo quizá rezar por que las manos del alfarero no tiemblen. El baile circular en que nos encontramos nosotros no es demasiado diferente. Incluso la vida recuerda en ocasiones a una espiral, a una ecuación cíclica. Quizá el torno gire a una velocidad que nosotros no imponemos, pero siempre gira porque nosotros lo permitimos. En cuanto a lo que nos moldea, no siempre serán nuestras manos, mas pretender controlar lo que queda fuera de ellas es antinatural. Nuestro poder es limitado, pero nunca inútil. Y si se vuelve inútil, la única respuesta posible es seguir girando, amando, improvisando, hasta que el torno nos otorgue un giro inusual que nosotros, quizá sin darnos cuenta, aprovecharemos para cortar la corriente y quién sabe si encadenar un ciclo con otro.
No hay historia que valga la pena sin un accidente de por medio. No existen las equivocaciones en un sistema definido por las posibilidades. Y yo me siento muy orgulloso de mis heridas.
Incluso me gusta sentarme a mirar cómo cambian de color al paso de los años.