Firmamento del campo de batalla

Veo el punto, verdoso y reluciente, cruzando muy lentamente su cabello. Cuando me incorporo, Ricardo aparta de pronto los ojos del tablero; casi retrocede cuando ve que estiro mi brazo hacia él.
- Sólo tienes un bicho en el pelo - le digo, y vuelvo a sentarme.
Mueve la mano izquierda hacia la torre, donde vacila por un instante hasta que finalmente la mueve cuatro casillas hacia adelante. El escarabajo cae de mi mano y corretea por el tablero; es casi un diminuto haz de luz asustado en una planicie de perfectos claroscuros.
- Te toca - dice Ricardo, pero aparta la mirada enseguida.
Dejo que las posibilidades de victoria se iluminen en calma. Estoy empezando a dominar la situación; él lleva varios turnos obligado a jugar a la defensiva. Dos movimientos más y le dejaré sin torres; tres más, con suerte, y jaque.
- Pensé que querías decirme algo esta mañana - murmura.
El escarabajo trepa por la oscura espalda de mi reina hasta llegar a la cima, donde decide aguardar pacientemente, controlando el campo de batalla desde su mismo firmamento.
Álfil a efe seis; después moverá la reina. Inspiro.
- Podrían cambiar muchas cosas si lo dijera -y golpeo el botón del reloj.
Veo otro claroscuro; esta vez, en el rostro de Ricardo. Lo primero que hará será concentrarse en la partida. Después contestará.
- Soy todo oídos - reina a ce uno. Hasta ahora, todo va bien.
Pulsa el botón de su reloj.
- Creo que eres un cántaro vacío - digo.
Sus ojos caen el tablero para despertar en la perplejidad. Puedo contar con los dedos de la mano las veces en que he conseguido hacerlo; cuando parece que, al fin, derribo su eterno esquema donde todo está medido, racionalizado, archicalculado, para tenerlo al fin entre los dedos.
- Incluso ahora, un año después, sigues diciéndome que no sabía lo que quería. Que estaba perdida, confusa, que sólo veía en ti lo que quería ver; te sabes la historia, me sé la historia. Que por eso te alejaste.
Dejo que su mano izquierda, ya no tan confiada, recoja el álfil que acabo de derribar.
- ¿Por qué no te funciona la memoria para la vida real tan bien como te funciona con el ajedrez? Yo pienso mucho en el verano pasado. Quiero decir mucho. La filmoteca, El gatopardo. Tu película favorita. Y no parabas de mirarme. Las cosas que escribías. Las veces en las que abrías la boca y... allí se te quedaba todo, en la garganta, hasta que hacías una bola y te lo tragabas.
De nada le sirve su álfil-a-de-cuatro-y-mato-caballo, porque ahora tengo la torre libre.
- Te hubiera gustado. Tanto como a mí. No me mires como si no supieras de qué hablo. Por supuesto que sabía lo que quería, Ricardo. Nunca he estado tan segura de algo. Creo que me acusas de confusa, de perdida, y cosas que sólo te sirven para dar la impresión de tener una explicación, tu puñetera última palabra. Te recuerdo a tu propio pánico, eso es lo que pasa. Te hemos hecho mucho daño, las mujeres, ¿verdad? Todas unas zorras. Pobre, pobre, pobre Ricardo. Jaque al rey Ricardo - golpeo el reloj.
No se mueve. Permanece absorto en el tablero, como si parte de su vida estuviera palideciendo allí mismo. A su espalda, los jóvenes siguen llevando sus platos y sus cálidas tazas de café en dirección a las mesas. Ricardo está soñando, ingrávido, en el eje de un mundo basado en perpetuo movimiento. Las agujas del reloj siguen su curso.
Sus dedos pasan del labio al mentón y del mentón al pecho y del pecho al labio.
Entonces creo, aunque no estoy muy segura, que se produce uno de esos silencios repentinos, cuando cien conversaciones se detienen al mismo tiempo, y que las agujas fallan en su infalible cadencia, y que de pronto Ricardo mueve un álfil que yo ni siquiera sabía que estaba ahí, y lo coloca justo ante su rey, convirtiendo mi torre en un pilar sin sentido ni propósito a no ser que esté dispuesta a sacrificarlo.
Golpea el reloj.
- Tú también olvidas muchas cosas, Rebeca- dice.
Afuera, sobre el césped, un acordeón desprende una melodía pesada; una cascada con sabor a hierro oxidado.
- Olvidas, por ejemplo, el día en que entraste por ahí, por esa misma puerta, y me viste sentado aquí mismo, y te diste la vuelta y te fuiste sin decir una sola palabra. Olvidas... El gatopardo, sí. Olvidas que ese día alguien te puso una mano sobre la tuya y tú la retiraste, y de paso olvidas alguna que otra mirada rechazada, y también algún que otro no puedo verte hoy, tengo cosas que hacer.
Sé que mi próximo movimiento será estúpido. Sé que él está visualizando en un segundo probabilidades para las que yo necesito cincuenta.
-Me alejé, sí. Tal vez porque no me dejaste acercarme un sólo paso más. Ha pasado un año, es verdad. Y creo que las cosas están igual que antes - y su reina corta el tablero en diagonal-. Jaque.
Nunca le miraré suficientes veces. Las facciones no tienen importancia: en el fondo es el más anónimo, insustancial, repetible de los rostros; y tal vez por eso, todo cuanto me rodea puede estar construído a partir de él: luz, espacio, e incluso tiempo. Una fracción de tiempo inconmensurable para buscar comprensión en mi vida, y un instante INSTANTE instante para perderla.
El escarabajo verde ya no está sobre mi reina. Lo busco sobre el tablero, pero se ha esfumado. Muevo al rey para alejarlo del peligro; supongo que no puedo hacer otra cosa.
- ¿No me echas de menos?
En realidad, no se lo pregunto. Casi sin darme cuenta estoy formulando una especie de orden indirecta; una trampa verbal que debería acorralarle entre mí y la única respuesta que quisiera oír.
Sus ojos están fijos en los míos cuando mueve el álfil y golpea el reloj.

XXI.

Me gusta ser quien ya no puedo ser;
que el viaje inédito sea cierto
y que el sueño viva en este papel.

Hay un viejo poema en el estante.
“Así que Miguel escribía”, pienso,
y me traslado de cuerpo al instante,
y jamás creeríais lo que allí encuentro.

A la mujer del asiento de enfrente
le daré por un minuto mi lugar;
miraré a mi yo de hace un periquete
y veré que no todo es soledad.

Bajará en Sant Joan sin mirar atrás.
Intuyo el amor que al salir le espera
o el padre al que acaba de enterrar:
dimensión que mi silencio procrea.

Puedo ir más lejos, incluso;
charlar con ella sin pronunciar,
visitar su casa sin permiso,
desnudarla sin siquiera palpar.

Ganan así en riqueza mis días,
hurtando vidas que, por decreto,
me pertenecen
en mi fantasía.


El vientre abriéndose

Con ese paso te colocas sobre la baldosa central del salón. Si ahora extendieras los brazos, comprobarías que tus dos manos están exactamente a la misma distancia del punto más lejano de la casa. Bienvenida al núcleo.

Tras la puerta corredera espera el cuarto de Andoni, o de los papeles de Andoni. No hay mucho que decir sobre él, porque se pasa las tardes rellenando libreta tras libreta en pos del poema perfecto. El otro extremo del salón alberga la puerta de la habitación de Edurne, la chica que disfruta resolviendo ecuaciones en su tiempo libre y que una tarde de cada seis toca el saxofón. Parece que ha aprendido a trasladar la fragancia de los números a los agujeros del saxo; no sabe improvisar, pero cada nota que escapa del instrumento es como un clavo colocado por un científico; precisión maquinal en el tono, la intensidad y la duración. Esas notas levantan una corriente de calor entre su lugar de nacimiento y los muros de la casa: se agita la bandera del Atlethic, se estremecen los vasos de cristal sobre la mesa, juguetea la pelusilla de polvo incrustada en el gotelé de la pared.

Y alcanzan entonces el otro lado de los muros. Casi puedes ver a Dulantzi preparando su zapatilla de la protesta, o aproximándose al equipo de música para que sus cuatro altavoces impongan su soberanía acústica (la adversidad perfecciona la táctica). Arriba, en el cuarto izquierda, se escuchará una nueva entrega de los sollozos de Marko, horrorizado ante la perspectiva de tener que hacer los deberes de conocimiento del medio si quiere cenar –la recompensa adicional de las chucherías empieza a perder su efectividad-, a lo que le seguirá un estruendo provocado por la cólera de Pedro, que habrá regresado de una agotadora e infructuosa jornada en el negocio de las persianas, y lo último que puede aguantar es un nuevo desafío a la autoridad paternal. Abajo, Santxo deberá ponerse los cascos si quiere seguir leyendo a Ramiro Pinilla, o indagando en la historia de una guerra civil que insiste en sentir como asunto personal, y Sendoa se asomará al balcón, pese al frío, para quedarse inmóvil –con el pie izquierdo entrecruzado con el derecho- mientras espera a que Iñaki se asome desde el balcón del edificio de enfrente.

Iñaki, por supuesto, no se asomará. La suya es una bacteria más en la infección de tristeza perpetua que serpentea por entre las venas de esta ciudad. Nadie se ha atrevido todavía a decirle a Sendoa que Iñaki pasa las noches en la habitación de Katerina, la ucraniana de la calle de Navarro Villoslada, justo al lado opuesto del balcón de Sendoa. Tú misma les viste paseando juntos por el parque de Sarriko, y aunque las habladurías que han llegado a tus oídos cuestionan con todo atrevimiento las semillas del amor interracial, tú dirías que se cogían de la mano con mucho cariño. Les habrías visto por pura casualidad, pues contarías dos meses desde la última vez que paseaste por allí; cada rincón del parque te recordaría a Eneko, y recordar a Eneko supondría iniciar un viaje sin retorno a través de los cuatro puntos cardinales de la ciudad; abrir repetidamente las aguas de la Ría para pasar de la universidad de Deusto al museo de Bellas Artes, cruzar disimuladamente el Guggenheim y terminar atravesando las puertas del Arriaga o tomando alguna copa cerca de Vista Alegre.

Y el vientre continuaría abriéndose. La carne se iría apartando sin descanso, como si una quemadura de ácido abriera una brecha, o como si las paredes del buche acordaran en desplegarse tal y como hacen los pétalos de algunas flores en verano. Esa lenta e inexorable apertura extiende la infección de tristeza hacia todas direcciones, aunque sea dejando las leyes del tiempo al margen; te alcanzaría la nostalgia de tus cinco años, dejando que tu abuela te guiara por los parques de Barakaldo, y saltaría después siete años y cien kilómetros para recordarte lo que fue enamorarse por primera vez en Vitoria, y cruzaría las fronteras necesarias para aproximarse a los fríos pasillos de la Catedral de Burgos, o al frenesí del centro de Madrid, o al calor dorado de Écija, o al olor a sal marina de Ferrol; y puede que la hemorragia continúe y alcance lo más alto de la ciudad de Barcelona, donde tal vez un muchacho al que jamás conocerás adivinaría tu historia y la vertería sobre las hojas de una libreta desgastada, mientras la perezosa lluvia de noviembre tinta cuidadosamente las ventanas de su salón.


Little Big Chronicles - Vol IV


Georges Prosper Remi

(Hergè)


1907-1983



47 años de trabajo, más de 230 millones de ventas, un total de 58 traducciones. Las cifras siempre prestan servicio a una síntesis incapaz de hacer justicia a los más profundos, auténticos elementos del hombre. Tintín, el incansable y bondadoso reportero, cumple en realidad dos papeles distintos: en la superficie, el del aventurero más famoso de la historia del tebeo. En lo profundo, la extensión bidimensionalizada de la compleja, inquieta y enigmática personalidad de su creador, Georges Remi.

Los primeros dibujos de Georges fueron producto de la imaginería infantil en aburridas horas de clase: con la Primera Guerra Mundial recién empezada, Remi se servía de los márgenes de sus cuadernos para caricaturizar a los invasores alemanes. La base del personaje que encubiertamente representaría su deseo de convertirse en héroe la dispusieron sus años en el cuerpo de los boy scouts, organización cuya filosofía de vida le influyó hasta el fin de sus días. La mitad restante de Tintín fue consecuencia de la destacada astucia de un abad llamado Norbert Wallez.

Wallez era el editor de Le XXe Siècle, diario de corte católico. Como profundo admirador del fascismo italiano, su idea de crear una sección para jóvenes en el periódico no tenía el entretenimiento como único propósito: era también un intento de infundir ideas políticas en los niños. En el joven y talentoso Remi, por entonces colaborador en el departamento de publicidad del periódico, encontró una perfecta herramienta para cumplimentar su propósito: el Tintín de las primeras entregas era a todas luces un maniquí del totalitarismo insurgente en Europa; un boy scout de aspecto angelical que desmantelaba el gobierno soviético y recorría una África poblada por salvajes destinados a ser reconvertidos por los colonizadores europeos. Hergè reconoció mucho después que no se sentía verdaderamente responsable de la clase de ideologismo cuya obra transmitía: "Yo me dedicaba a dibujar. Para mí, todo era un simple juego en el que estaba al servicio de las ideas que por entonces, sin lugar a dudas, se consideraban correctas".

Dicho juego evolucionó en 1934. Las aventuras de Tintín eran ya un fenómeno en Bélgica y Hergè decidió que su siguiente aventura transcurriría en el continente asiático. Tuvo la suerte de conocer a un joven llamado Chang Chong-Jen, escultor y poeta que se convirtió en un prodigioso guía espiritual para el ilustrador. "Me introdujo en un mundo totalmente nuevo... todo tenía sentido a su lado. Adoraba su compañía". "El Loto Azul" supone un primer punto de inflexión en la carrera de Hergè: el retrato de una China en las vísperas de la invasión japonesa supuso el primer retazo de independencia ideológica en su trabajo. De la mano de Chang, Hergè comenzaba a abrirle las puertas a un deseo natural de libertad. "El cetro de Ottokar" mostró a Tintín sofocando una rebelión militar liderada por un pretendido dictador llamado Müsstler. Mussolini + Hitler. Pequeños gritos hábilmente escondidos que tardarían su tiempo en ser escuchados.




Cuando Alemania invadió Bélgica, el XXé Siècle fue censurado y Hergè debió proseguir su trabajo en Le Soir, diario cuya dirección pasó pronto a quedar sometida a la autoridad nazi. Súbitamente, la política y la crítica desaparecieron en los comics de Tintín, y Hergè fue tachado de traidor y colaboracionista por un amplio sector de la población. "Verá usted, lo único que estaba haciendo era trabajar, igual que lo hacía un minero o un conductor en el contexto que se les permitía. No entendía por qué a ellos no los tachaban de colaboracionistas, y a mí sí". Paradójicamente, muchos críticos consideran que en esta época se producen los mejores números de Tintín: Hergè se ve forzado a desarrollar tramas más ricas, a incurrir en el mundo fantástico y a introducir un amplio elenco de personajes nuevos, incluyendo al volátil y archiconocido capitán Haddock. El barbudo marinero con tremenda facilidad para el exabrupto era, sin embargo, mucho más que un añadido cómico en las historietas de Tintín: con el tiempo, pasaría a convertirse en el molde en que Hergè vertía, siempre con sutileza, su sinceridad emocional.

Cuando cae el régimen nazi, Hergè es detenido e interrogado como muchos otros periodistas belgas. No llega a ser encarcelado, pero su nombre queda fijo en la lista negra del pueblo belga para siempre; la cicatriz es profunda. El periodista Raymond Leblanc le ofrece proseguir con su labor en un nuevo periódico, donde Hergè deja de ser dueño de su destino: Leblanc exige dos páginas a la semana, lo que le obliga a concentrar mayor espectacularidad y ritmo en el espacio disponible. Tan agotador es el trabajo que en varias ocasiones escapa a Suiza, por pura huida balsámica. "Tienes un talento fabuloso, y siempre lo has utilizado para bien", le escribe su mujer. "Georges, si no regresas por mí, al menos regresa por Tintín".

La paradoja persigue a Georges Remi. La inauguración de los Hergè Studios en 1950 le proporciona auténtica libertad creativa por primera vez, pero al poco se enamora de Fanny Vlamnyck, una joven artista que trabaja en su propio taller. El perpetuo conflicto emocional al que se ve sometido le provoca incesantes sueños en los que todo es blanco; interminables llanuras y colinas cubiertas de nieve. Blanco sempiterno.



"Tintín en el Tíbet" no es solamente una maravilla del noveno arte. Es también, para un lector con ojo diestro, una oportunidad para adentrarse en una psique que se desmorona, que es incapaz de contar sus propios cuentos sin derramar hasta la última gota de su sinceridad en ellos, aunque todo quede soterrado por la nieve, por la inocente máscara del cuentacuentos. "En un momento dado acudí a un psicoanalista suizo del que me habían hablado muy bien. Me dijo que yo estaba poseído por una suerte de fantasmas blancos; demonios a los que yo debía exorcizar. Me recomendó que descansara, que dejara de trabajar en Tintín. Pero aquello no se correspondía con la mentalidad de un boy scout. Un boy scout persiste, lucha... y así hice. Exorcicé a mis demonios blancos. Dejé a mi mujer. Acepté no ser inmaculado".

A medida que envejecía, Hergè publicó nuevas aventuras de Tintín con cada vez menos regularidad. Los acuerdos para adaptaciones cinematográficas de Tintín le reportaron sustanciosos fondos con los que pudo, por primera vez, viajar tanto siempre había deseado, en especial a través de Asia; allí, según sus conocidos, concentró todos sus esfuerzos en reencontrar a su viejo amigo Chang Chong Jen, con el que había perdido contacto desde los inicios de la segunda guerra mundial. Hergè no había olvidado a un amigo que, de hecho, jugó las veces de personaje asiduo en las publicaciones de Tintín y de leit motiv de Tintín en el Tíbet, donde el reportero y sus amigos recorrían las escarpadas cordilleras de Nepal intentando encontrar a un hombre que todos presuponen muerto.

Su deseo se hizo realidad en 1981, cuando llegó a sus oídos que Chang, después de varias décadas de miseria y olvido, había logrado remontar poco a poco el vuelo hasta convertirse en director de la Academia de Bellas Artes de Shangai. En directo para todos los canales de la televisión belga, la realidad se fusionó con el arte: Hergè y Chang se dieron un emotivo abrazo más de cuatro décadas después de su último encuentro.


Apenas año y medio después, Georges Remi fallecía víctima de una leucemia que acarreaba desde hacía varios años. El legado que dejó al mundo parece negarse a flaquear: cada nueva generación disfruta de las aventuras de Tintín y sus compañeros en un fabuloso ejemplo de la inmortalidad del arte. La fascinación por Hergè ha crecido asimismo al paso de los años, pues si bien los niños gozan de sus aventuras, los adultos encuentran en ellas un maravilloso compendio de lo que fue el siglo XX. Hergè, por encima de todo, deseó ser siempre un artista; y como tal, dejó que su experiencia, su sincera emotividad, su talento narrativo y su imaginación trabajaran conjuntamente para forjar la leyenda de un personaje inmortal. Un personaje que obró como silenciosa elongación de su propio creador y de los deseos del mismo: su deseo por absorber el mundo, su deseo por ver al bien triunfando sobre el mal, su deseo por ser libre. ¿Consiguió Georges Prosper Remi cumplir sus sueños? Puede que aún tenga tiempo; gracias a su hijo artístico, su figura sigue viva. Más viva que nunca.



Walk the line

Me hubiera gustado no conocerla en una gasolinera, y me hubiera encantado encontrármela en alguna villa italiana o en la periferia de París en lugar de allí. Uno busca una apertura romántica por naturaleza, supongo; pero creo que la realidad tiene muy mal gusto para el sentimentalismo.

Es Junio de 2002. Salgo por la puerta trasera de una estación de servicio; sin compañía, porque he decidido que ya soy mayor. Camino hacia donde no hay horizonte y veo la formación de gansos formando una V cuyo vértice rompe en dirección contraria a la que avanzo. Deambulo por los contadores de la gasolinera y descubro, tras uno de ellos, a una chica de piernas largas y nariz afilada. Esa será la primera y última vez en la que nuestras vidas se hallen, a la vez, en una situación parecida.

Trato de conocerla a lo largo de ocho largos años sin conseguir nada más que una fotografía incapaz de revelarse. Sé que a los once años solía robar en tiendas, y que a los dieciséis escribía poesía con una mano prodigiosa, y que a los veintidós pisó la universidad por primera vez. Y sé que a los veinticinco, al fin, se ha dado por vencida.

Su corta trayectoria le ha resultado más que suficiente para asumir la inestabilidad del tiempo: la felicidad tiene, para ella, tres minutos de vida; la satisfacción, quizá una tarde; la estabilidad, en su máxima expresión, cuarenta y ocho horas.

La poesía quizá fue lo único capaz de apaciguar ese tormento; al menos así fue durante la adolescencia, etapa que para cualquiera es turbulenta y para ella significó un paseo eterno sobre la cuerda floja. La poesía lograba mantenerla días calzando las mismas botas, persiguiendo un mismo fin, estancando una sensación inmutable. Un día descubrió que escribir no servía de nada si no había nadie que pudiera entender. Así que dejó de escribir.

Tardó varios años más de lo habitual en llegar a la universidad. Cualquiera diría que el motivo de dicho retraso fue una dispersión excesiva; que la chica apuntaba hacia mil direcciones sin decidirse a avanzar hacia ninguna. Pero la universidad sólo fue un alto en el camino desde el que poder volver a desintegrarse.

Desde su retina, la vida está sometida a infinidad de alucinaciones ópicas. La senda que parece amplia se estrecha. La ciudad lejana se le aparece súbitamente de frente. El acompañante hermoso se convierte de pronto en una violación del orden.

Toca todo cuanto quiere tocar y alcanza todo cuanto desea alcanzar sólo para huir con todas sus fuerzas en cuanto surge la ocasión y, días más tarde, encerrarse en su habitación y meditar sobre lo que pudo ser y no fue.

Un amigo se mudó a Madrid hace poco. Me llamó por teléfono para contarme cómo le iban las cosas. Noté, por la voz, que trataba a toda costa de alejar algo de la conversación. “La vi ayer, sabes”, confesó finalmente. “Estaba en un pub irlandés en el centro, tomándose una cerveza con un tipo que daba toda la impresión de acabar de conocer”.

Miré por la ventana y busqué gansos formando una V. “Para nada”, señalé. “Está junto a la estación de servicio, recostada contra un contador de gasolinera”.

Milestone

Diez mil visitas
en dos años y medio
no consiguen
quitarme el hambre
todavía.


No lado distante do mundo


En el interior de la carta debe haber un naipe con el rey de espadas. Sara sabe que el naipe es la última oportunidad, el filo de la navaja; lo coloca dentro del sobre segundos antes de cerrarlo. La carta baja de la cocina del piso de Sara hasta el buzón amarillo de la calle Clara Campoamor (dos minutos), se registra en la oficina de correos de San Juan (media mañana), se despacha hacia el puerto de Alicante (25 millas) y atraviesa 15.000 kilómetros repartidos entre tierra, aire y mar –con un tifón de por medio- hasta alcanzar Lane

Cove, donde Ryan Hollins llega a una casa que ya no es su casa, sin la menor intención de comprobar su correo. El interior del salón es un cementerio desnudo donde el eco de las pisadas compone la textura de la transición, el paso de una vida que se marcha a una nueva que viene. La vieja minicadena cuánto sacaría yo por esto en Ebay aún está en el suelo, así que aprovecha para escuchar algo de un Franz Ferdinand que le rescata de inoportunos pinchazos de nostalgia. Pero coincide que la voz de George, vecino (ex vecino) cuyas orientaciones sexales despiertan (despertaban) cierta inquietud en Ryan, se cuela por la ventana coincidiendo oportunísimamente con una pausa entre canción y canción. George está sacando al perro y conversa con otro vecino; se oye comercial, teléfono y algún que otro término no lo suficientemente intrascendente como para que Ryan no visualice momentáneamente el interior de su buzón atestado de facturas atrasadas. Así que no es la compasión del tifón, ni el servicio de correos, ni las vicisitudes del tiempo, sino la voz afeminada de George lo que coloca el rey de espadas entre los dedos de Ryan.
Ryan acaricia el naipe con los dedos. Después decide viajar hacia adentro para que las caricias continúen. Arena entre los dedos de los pies, y los pies de Sara subiendo sobre los suyos para alcanzarle la barbilla con los labios; la brisa a los pies del castillo de Santa Bárbara, las sábanas de la cama formando el altorrelieve de dos cuerpos que se empeñan en crear una obra de arte pintada en unión y movimiento. Ryan rememora, también, la voz de Sara era como una rosa dentro de una botella de vino dejando escapar repetidamente esa palabra que al principio no entendía. “Eso será porque los australianos no conocéis la realeza”, dijo ella después. Ahora Ryan se enfrenta a un problema, porque no ha escrito una carta en su vida. Apenas sí sabe rellenar un papel. Pero recuerda la nota que le dejó a cierta muchacha de Nápoles junto a la cama, precisamente pocos días después de hacer el amor con Sara. Sorry for leaving, you were so asleep, didn’t want to bother. It was nice to meet you. Si cerrara los ojos,

podría ver a Analisa recorriendo las entrañas de la cueva de la Sibila, donde todavía pone en práctica el juego que tiende un puente con su infancia: soy una sacerdotisa, aspiro los efluvios de la cueva y mi voz suena como si procediera del vientre de una ballena, y convenzo a los peregrinos de que puedo precedir su futuro. Merodea por la eterna sombra bajo las rocas tropezoidales, aspira los gases que desaparecieron hace más de dos mil años y siente que todo clarea en su mente. Y que las contradicciones que han definido su vida y sus acciones tienen un sentido. Y que el Gran Error fue un acierto, porque sólo ella pudo ver la mano de Silvio alzando la pistola Tanfoglio modelo 40 siempre la guardo en el segundo cajón si alguna vez ocurriera algo ya sabes qué hacer y su padre nunca habría superado otro suicidio en la familia. Analisa piensa que su ciudad salpica sangre, pólvora, magma volcánico y podredumbre de pescado por todas partes, y puede que ya sea hora de pensar en una nueva odisea, una destrucción creativa, una ruptura unificadora, un billete de avión justo a tiempo para poder ver una vida esfumándose a través de una rancia ventanilla junto al motor y

volver al barrio de Miraflores. Alfredo puede colgar un diploma más en la sala de estudio y bordar otra condecoración en el uniforme, y coser otro punto de sutura en la conciencia, porque cada mañana tiene que convencerse de que su oficio cumple un cometido importante, convencerse de que realmente ha contribuido a hacer del mundo un sitio más hermoso y seguro, y de que renunciar ahora sería lo mismo que dar por fallidos doce años de servicio, y de que todo cuanto hizo y vio en Afganistán no fue abominación sino lógica, y de que desde allí no pudo hacer nada por evitar que Teresa se hundiera, y de que su matrimonio ya estuvo condenado a morir desde mucho antes de lo que enviaran allí, y de que todo hombre nace con el derecho de equivocarse una vez en su vida, y de que jamás sintió nada por la joven napolitana, y de que no fue inútil ese último intento en el que envió una carta a su ya casi ex esposa con seis folios de sentimientos desbocados y una carta con la reina de copas.

Tiempos Modernos


Mi compañero Alejandro tomó esta fotografía desde lo alto de la montaña del Tibidabo. Muestra, o debería mostrar, una panorámica de la ciudad de Barcelona.

Puesto que vivo allí, puedo afirmar que la Avenida Diagonal atraviesa el centro de la imagen en sentido horizontal, y que un tanto más a la derecha se encuentran la Universidad de Barcelona y el Parc del Palau Reial. Ahora bien, es todo pura intuición. Ver esta foto es como abrirse paso por una habitación a oscuras.

Es de agradecer que esté prohibido fumar en interiores, puesto que así podemos salir a la calle y morir de asfixia mucho más rápidamente.

Distopía

Lunes, 18 de Noviembre

Querida Patricia:

Te escribo con objeto de resolver el acuerdo sobre el que llevamos ya largo tiempo deliberando. Considero que el presente estado de crisis en el que se encuentra nuestra relación es, cuanto menos, virtualmente inextinguible; el flujo de nuestra convivencia ha experimentado tal irregularidad que, en vista de la aparente ineficacia con que te has conducido a la hora de resolver incluso las más triviales disputas internas, me veo en la obligación de declarar nuestro matrimonio en bancarrota. Considero que, con el propósito de evitar errores adicionales en tus futuras empresas matrimoniales, deberías analizar algunos de los tropiezos que has cometido. Creo que la agresividad –impropia, por cierto, de una doctora- se cotiza demasiado alta en muchas de tus caracterísitcas, tales como la posesividad, los celos o los irreflexivos hábitos de consumo. Como economista que soy, este último aspecto siempre me ha enervado especialmente. Tu empeño por vulnerar toda norma consecuente en cuanto a la renta per cápita existente en nuestro domicilio, aun cuando en el mismo se ha contado con un stock capaz de cubrir toda necesidad, ha conducido a la definitiva devaluación de mis sentimientos hacia ti.


Ya he conversado con los abogados, y están dispuestos a reunirse con nosotros el miércoles. Espero y deseo que seas capaz de afrontar tus próximas relaciones con un mayor empeño en buscar una rentabilidad mutua para ambas partes.

Atentamente,
Pablo


Martes, 19 de Noviembre

Querido Pablo:

Tus argumentos me mueven a la afasia. Sin duda, tu misiva es digna de ser expuesta como exponente de un cuadro clínico fascinante, por no calificar de preocupante. La distorsión de realidad que practicas en tu carta de ruptura muestra claros signos de un trastorno esquizoafectivo del que siempre sospeché, pese a no tener clara su etiología; en cualquier caso, se confirma que has vivido los últimos años sumido en registros que podríamos considerar irrisorios en la escala de Glasgow. Me tachas de principal agente cancerígeno en nuestra relación, pero no mencionas nada sobre tus violentas enajenaciones transitorias (producidas a menudo sin motivo aparente), tu disomnia (que no sólo nos ha privado de practicar el coito durante los últimos meses, sino que me ha infundido una inevitable sospecha de infidelidad por tu parte) o tu acuciante polidipsia (que en tu caso, por desgracia, se ha centrado exclusivamente en bebidas de alta graduación en alcohol). Solicitas que reflexione cuando, en realidad, eres tú quien debería radiografiar la actitud que has mantenido para con tu cónyuge. Hasta entonces, todo cuanto alegues no será más que otro derivado de tus crecientes verborrea y sialorrea.

Por cierto, la reunión que propones es imposible pues, al igual que en todos los miércoles de los últimos cinco años, me toca turno de tarde en la consulta. Y no intentes convencerme ahora de que la amnesia se cuenta también entre tus síntomas, porque no me lo creo.


Atentamente,

Patricia