La colmena barcelonesa

La mujercita que apura su café con leche (en realidad un trifásico, pero que no se diga en voz alta) se llama Lorea. Empezó la carrera de Bellas Artes con muchas expectativas e ilusiones, de las cuales ninguna perdura ya. Había entretejido, poco antes de abandonar Teruel, un colorido tapiz imaginario en el que el campus de la Universidad Autónoma de Barcelona aparecía como imponente escenario. En los claros del paisaje, rodeada por un verde absoluto, ella haría vida junto a una clase de gente que en su coleto se mostraba con un perfil muy definido: seres hambrientos de cultura y de conocimiento artístico, rebosantes de inquietudes, con vitalidad filosófica; grandes amigos que convertirían los años de convivencia en la facultad en una memorable experiencia.
Y esa es precisamente la gente que no ha encontrado. Lorea se encuentra en el momento clave de una encrucijada interior que, en el fondo, ha estado ahí durante toda su vida: ¿vale la pena ser tan idealista? Poder, se puede cambiar; hay tiempo. ¿Pero no sería eso una suerte de derrota? Su padre (1959-2005, impulsor involuntario de las campañas en favor de la revisión de maquinaria laboral, descanse en paz) decía que uno ha de mantenerse firme, porque la vida ya se encarga de moldearnos poco a poco, sin que nos demos cuenta.

En la mesa más alejada, bajo el televisor que proyecta la carrera de fórmula uno a todo volumen, tenemos a unos individuos de moral más bien laxa que gesticulan y hablan de manera airada, como quien se siente patrón del lugar. El chico del cabello puntiagudo, que hace chocar su anillo de oro contra la copa de cerveza, responde al nombre de Borja. Nadie advierte cómo bajo la mesa, con la otra mano, entrega un bultito envuelto en papel de plata a uno de sus camaradas. Si Borja sonríe satisfecho es por necesidad aparencial: el trapicheo no es lo que era desde que Toñito dejó de proveer únicamente a gente de confianza. A pesar de la competencia, Borja no puede permitirse el lloriquear en un negocio en el que el respeto y las apariencias son la base de todo.
Cáceres, Cáceres... lleva dos años con eso. En Cáceres hay un sol que sienta muy bien y el chocolate se vende como si de galletitas saladas se tratara. Y Míriam está conforme. Pero nadie sabe que precisamente Míriam es la razón de no haberse marchado todavía. No va a mudarse para darle a su mujer (porque es mi mujer, Charly, que no te olvides, si discutimos a grito pelao es por eso, porque nos queremos y no es bueno aburrirse) algo peor de lo que tiene aquí, en casa de su madre, con su televisión panorámica y su cuarto con moqueta gris. ¿Y en la fábrica, cómo va? Recorte de personal, fíjate lo que te digo, todo sería más fácil si el hijoputa de mi jefe no me la tuviera jurada, está chunga la cosa pa los jóvenes de hoy en día, putos abuelos. Ricardito, otra ronda.

Acaba de entrar un hombre de unos cincuenta años con papada prominente y un bombín rebosante de mugre. No le pregunten su nombre, porque para mantener sus actividades poco lícitas el Mago se siente resguardado únicamente si es bajo su mote. El sociable setter escocés que a todas partes lo acompaña rondará libremente por el bar, recibiendo caricias aquí y allá, mientras el Mago pide una caña que terminará irremisiblemente caliente y sin espuma mientras él se echa unas rondas en la máquina tragaperras (pero sólo unas pocas, él no es ningún adicto y todo el mundo lo sabe). Si entablan conversación con él, y les aseguro que vale la pena, podrán disfrutar de todo un muestrario de anécdotas relatas con un lirismo poco convencional, pero inmersivo. Después, el Mago rebuscará en su gabardina negra y mostrará una de sus gangas, pongamos por caso una cafetera. Por seis eurillos, siete cafés al día sin problema, está como recién salida de la tienda, mira pues, como me has caído majo te la dejo en cinco. No, eso no se dice, yo no encuentro ni robo nada, las cosas vienen a mí, me dicen Mago por algo.

- Teniendo el Zürich y el Rock Café a dos pasos y te vienes a almorzar aquí-dice Esther.
Bajos sus gafas chatas, Carles esboza una sonrisa concisa.
- Esto es lo mejor que hay. Dentro de diez años, todos los bares serán como el Zürich. Eso si se les sigue llamando "bares"... esa palabra suena hoy en día a horterada.
- Definitivamente, esto es muy cutre, cariño. Aquí no se puede ni hablar.
Él mantiene ambas manos rodeando la taza de café, sin decir nada.
- ¿En qué piensas ahora? -y Esther agita una mano ante sus ojos, como para despertarlo de un profundo letargo-. Habla claro, cabecita pensante.
- No dejo de ser el tío raro -musita-. De entre todos los clientes, debo ser el único que viene aquí por gusto.



2 comentarios:

Ilitia dijo...

Como se nota la jugosa imprenta de Cela y su Colmena, de vidas paralelas, incesantes y asímismo en comunión con la atmosfera.

En un texto minimalista, humano, perfectamente esférico.

nunca contentos dijo...

Me encantó "La colmena". La leí dos veces. Y debería volver a hacerlo...

Me fascina el ritmo tan lineal y suave que eres capaz de darle a textos como este; tejes las vidas de los personajes con una suavidad que te desliza sin que te des cuenta.

Una duda: ¿se deja alguna vez de reflexionar sobre si vale la pena el idealismo?