Dos minutos


Mira detenidamente el flanco de su cabeza. Hay un fulgor anaranjado que palpita en la oscura ondulación de sus mechones, como si la lumbre del fuego procediera de su cabello en lugar de reflejarse en él.
Y la muchacha continúa mirándole.
- Tu amigo dice que eres muy buen tío.
Fran decide que no preguntará dónde está su amigo. Luis se ha perdido de vista ya antes del instante en el que el cuerpo de la chica se tamizara por el cedazo de cuerpos. Antes de que el resplandor de las hogueras dibujara un nítido perfil del ensueño, y viera por primera vez esa magnitud eléctrica vibrando bajo las largas pestañas.
Azul oscuro, de tormenta. El vaso de whisky sigue en su mano. El zumbido del helicóptero, perdido en la humedad del firmamento, le obliga a hablar en voz alta.
Mi amigo siempre habla bien de todo el mundo, dice.
Quiero hacértelo ahora mismo, piensa.
En la plaza ha dejado de funcionar el tiempo. Los cuerpos y las palabras han quedado fuera de la burbuja de hielo que mantiene enclaustrados a ambos: muchacho, muchacha, y un vaso de whisky como eje torcido. Fuera de ese marco, una perfecta melodía parece abrirse paso entre el caos imperante, y él piensa que el encuentro con ella es precisamente lógico. Una lógica consecuencia de la desarmonía urbana. Con el licor canario entreteniéndose aún entre sus labios, el régimen de la sintaxis pierde fuerza en pro de las sensaciones (y si la beso ahora mismo, un paso adelante y un dedito bajo el tanga). La boca de la muchacha se aproxima a su oído. Su sombra se alarga.
- Lo mismo un día de éstos...
Y entonces un rumor de pasos atolondrados crece, desfiguradamente, como un acordeón oxidado, hasta convertirse en estruendo. La sombra de la muchacha queda tapada por la multitud de cuerpos corriendo en dirección contraria. Raúl no ve, pero imagina los primeros uniformes oscuros; los premonitorios golpes de porra contra el rectángulo de termoplástico.
Y echa a correr.


Atrás va quedando la plaza, aunque cada zancada es una zancada enturbiada y Fran no sabe si faltan veinte, cien, doscientos metros; de vez en cuando (una finta) esquiva un cuerpo que se interpone en la huida desesperada hacia quiénsabedónde (el vaso de whisky hecho añicos), el cinturaje mal amarrado de la mochila se convierte en un cilicio adherido a los riñones; los brillos anaranjados de las hogueras caen bajo los resplandores azules que invaden la humeante noche desde el sur, y las sirenas de la policía colman el centro de la ciudad con sus aullantes notas, entre sordos golpes de disparos; ve figuras de humo formarse aquí y allá, y alborotados grupos de personas atravesando ese cortinaje bulboso y gris, y algún que otro desafortunado tendido bocabajo en el suelo; la multitud, que minutos atrás era una fiera indomable, es ahora un conjunto de gotas expulsadas por un aspersor; gotas aterradas, ciegas, que se fracturan en racimos por las distintas callejuelas de la zona hasta encontrar un lugar oscuro y resguardado en el que poder recuperar el aliento.


Finalmente, la silueta de Luis aparece tras los matorrales. El silbido le hace detenerse.
- Me cago en la puta, Fran, no sabía dónde buscarte ya.
Fran, con la mochila a la espalda, sale de la línea de matorrales y deja el parque atrás. Se planta rápidamente ante Luis y distingue el riachuelo de carmesí oscuro descendiendo por el brazo de su compañero.
- Tuve que salir corriendo - Fran comprueba los ojos de Luis: confuso, no aturdido. La sangre podría no ser suya-. ¿Qué ha pasado?
- Una masacre es lo que ha pasado. He visto a quince heridos, lo menos. -Luis extiende un brazo-. Dame la cámara. Esto hay que grabarlo.
Entonces él se descuelga la pesada mochila, y Luis percibe una mirada lejana, sombría, mientras en el interior de la mochila las manos de su compañero se mueven perezosamente, como si no quisieran encontrar realmente nada.
La pequeña cámara digital llega finalmente a sus manos.
- Rápido. Tenemos que ser los primeros.
Pero ninguno de los dos se mueve.
- Oye. ¿Seguro que estás bien?
Fran se sienta en la acera, aún resollando. Tras las rectangulares sombras de los edificios, todavía llega algún lejano eco de la batalla campal. Un resplandeciente ojo de buey planea sobre la ciudad, entre nubes de ceniza.
- Luis, escucha. Lo mismo he conocido al amor de mi vida. Hace un momento. ¿Y sabes cuanto tiempo he tardado en perderlo? Dos minutos. Se me ha olvidado qué hago aquí. Y la verdad, ya no me importa un cojón- saca el paquete de tabaco y se coloca un cigarro entre los labios-. Dame fuego.




1 comentario:

nunca contentos dijo...

Resuello, confusión, reflejos, sombras y esa quietud que proporciona saber que lo que está pasando, se encuentra a un millón de años luz de lo que en realidad te interesa...