Me marcho. Le cedo mi lugar al polvo y a la creciente densidad del tiempo. En verdad no sé adónde voy: quizá la tierra que me espera no me deje salir de ahí, entre tanta lombriz y tanto sapo hambriento, pero qué bonito es esfumarse, ¿no creen?
El miedo que siento es en verdad el suspiro de alivio de un corazón que se siente libre: la única forma de alcanzar la plena libertad consiste en tirar los muebles por la ventana. De este modo, puedes aparecer en la calle de cualquier ciudad con una sonrisa en la boca. A veces, saber que nadie te echará de menos, o creerlo así, es incluso consolador: todo cuanto te ate a tu vida pasada será un clavo más a desenganchar del jersey. Y si me paro a pensarlo - cosa que trato de evitar-, es mucho lo que dejo aquí tirado. Caminos, trasiegos, pensamientos, lágrimas, calvarios, calumnias, orgamos, amistades, bocados de ternura. Pero nadie me dice que no encontraré lo mismo en cualquier otro sitio.
Hogar... qué odiosa palabra. No quiero tener un hogar. No quiero encontrar un techo donde asentarme; un techo que me detenga, que me vegetalice... no. Son muchos miles de kilómetros los que aún no he visto; tantos, que buscar un lugar definitivo me parece una ingratitud por parte de nuestra raza. A veces, la misma solidez es una desventaja. A veces sueño con parecerme al vapor, para nunca quedarme quieto en la atmósfera y viajar hacia donde me guíe la corriente.
Si acaso, hay una sola cosa que me devuelve la cordura y me obliga a desmentir todo cuanto he dicho. Ella sabe quién es, y sabe que la amo. Ella es lo único por lo que vale la pena volver a ser un cuerpo.
Todo lo demás es etéreo, efímero, insostenible, como la lluvia en este país que nadie entiende. Todo lo demás carece de importancia. Carece de sustancia. Es relativo, y queda continuamente condicionado a las circunstancias. Empezando por mí mismo.
Debido a eso, haré las maletas. Hay un punto de luz rojizo, brillante, que cruza el vasto océano plomizo del cielo. Sopla una brisa apacible. Creo que son las dos de la tarde.
El miedo que siento es en verdad el suspiro de alivio de un corazón que se siente libre: la única forma de alcanzar la plena libertad consiste en tirar los muebles por la ventana. De este modo, puedes aparecer en la calle de cualquier ciudad con una sonrisa en la boca. A veces, saber que nadie te echará de menos, o creerlo así, es incluso consolador: todo cuanto te ate a tu vida pasada será un clavo más a desenganchar del jersey. Y si me paro a pensarlo - cosa que trato de evitar-, es mucho lo que dejo aquí tirado. Caminos, trasiegos, pensamientos, lágrimas, calvarios, calumnias, orgamos, amistades, bocados de ternura. Pero nadie me dice que no encontraré lo mismo en cualquier otro sitio.
Hogar... qué odiosa palabra. No quiero tener un hogar. No quiero encontrar un techo donde asentarme; un techo que me detenga, que me vegetalice... no. Son muchos miles de kilómetros los que aún no he visto; tantos, que buscar un lugar definitivo me parece una ingratitud por parte de nuestra raza. A veces, la misma solidez es una desventaja. A veces sueño con parecerme al vapor, para nunca quedarme quieto en la atmósfera y viajar hacia donde me guíe la corriente.
Si acaso, hay una sola cosa que me devuelve la cordura y me obliga a desmentir todo cuanto he dicho. Ella sabe quién es, y sabe que la amo. Ella es lo único por lo que vale la pena volver a ser un cuerpo.
Todo lo demás es etéreo, efímero, insostenible, como la lluvia en este país que nadie entiende. Todo lo demás carece de importancia. Carece de sustancia. Es relativo, y queda continuamente condicionado a las circunstancias. Empezando por mí mismo.
Debido a eso, haré las maletas. Hay un punto de luz rojizo, brillante, que cruza el vasto océano plomizo del cielo. Sopla una brisa apacible. Creo que son las dos de la tarde.