Santuario


Dejó la pinta sobre la barra y se limpió los labios con la manga del jersey. Ya no prestaba atención al escenario, sino a la chica. Estaba sentada en la esquina, y al igual que él, parecía haber venido al local sin compañía. Juraría haberla captado espiándole un par de veces con el rabillo del ojo, pero no estaba seguro.
- Parece bueno el tío éste, ¿no?
Ella se giró con una inmediata sonrisa, lo cual le reconfortó.
- Es la tercera vez que lo veo- respondió ella-. Iba a venir con mi ex, pero dice que está ocupado. No ha tardado mucho en olvidarme, así que ya ves.
Era castaña, más bien obesa, y llevaba dos pendientes con la figura de una libélula. También tenía un curioso fondo de soledad en la mirada, en la voz y en sus propios gestos. A Sergio, todo aquello le sugería un patrón de comportamiento que le recordaba a Laia.
- Entonces, tú y yo nos parecemos- dijo Sergio.

Son las dos de la madrugada y Sergio se levanta de la cama.
Se asoma por el balcón en calzoncillos. No se siente con frío, pero el denso tráfico que aún circula a esas horas le da dolor de cabeza.
Se sienta en el sofá del salón. Silencio absoluto, nada. El televisor, con la muda pantalla en negro, parece no haber funcionado jamás. Hay una libreta abierta a un lado de la mesita. La página está cubierta de aleatorias pintadas de colores, tal y como la dejó Daniel.
Enciende un cigarro y saca un lápiz del estuche.
“Se parece a Laia. Todo lo que hace, lo hace para quitarse la pinta de modosita que tiene. Es medio actriz, o eso dice. Cuando subimos al piso de arriba en el Kojibo, me dijo al oído que quería comerme la polla”.
La puerta del lavabo, al fondo del pasillo, vuelve a agitarse con la corriente de aire. Eso le hace pensar en Daniel. Daniel siempre llora por las noches cuando oye ese ruido: cree que hay alguien más en casa. Sergio llega a su cama y lo consuela. Lo cierto es que hace semanas que nadie entra en casa, salvo el propio Daniel. Ni siquiera Laia entra allí para dejar al niño.
“Anoche volvimos a quedar. No estaba seguro de querer volver a verla, pero ella insistió. Me tiró contra el sofá y me quitó los pantalones. Después de hacerlo, fumamos juntos y me dijo algo raro. Me dijo que Fernando, su ex marido, la putea con mensajitos en los que le habla de las tías a las que se tira. Juraría que en el Kojibo me dijo que se llamaba Francisco. Creo que miente en otras cosas. Creo que miente en muchas cosas.”
Levanta el bolígrafo del papel. Se lleva de nuevo el cigarro a los labios.


- Creía que lo habíamos hablado claro, Sandra. Yo no quiero hacerte daño, pero…
Al otro lado del auricular, algo se quebraba y se deshacía en pedazos. Sergio había comprobado cómo se podía bajar del paraíso al infierno en tan sólo dos semanas. Si por lo menos la chica se hubiera comportado en la cena del trabajo… pero verla llenando sin descanso la copa de vino, interviniendo repetidamente en conversaciones que no iban con ella y oírla decir que “en esta vida, la más puta se lleva el bote” había sido demasiado. Se sorprendió al advertir que no sentía la más mínima compasión por ella: la cuestión había pasado a preguntarse qué sucedía con su vida, en la que todo se torcía en una dirección imprevista sin que él se sintiera responsable de ello.
- Hemos hablado ya. No puedo estar contigo. Además, creo que necesitas ayuda, y seria. Creo que no te quieres nada.
De pronto, se detuvo. Con el móvil en el oído, frunció el ceño y permaneció inmóvil un segundo.
- ¿Cómo que en mi puerta?
Corrió hacia el recibidor. Se pegó a la mirilla de la puerta: el rellano permanecía en completa oscuridad, hasta que una luz azulada irrumpió de pronto junto a la puerta, revelando un perfil casi fantasmal sobre el cual corrían lágrimas. Los dientes, bañados en un azul polvoriento, dibujaban una sonrisa incoherente; sin lógica.


“A veces duermo en el cuarto de Daniel. Es una cama es muy pequeña, pero duermo bien. Es como un santuario. Allí no pienso en lo que no quiero pensar. En el sofá o en mi cama me acuerdo enseguida de Laia. Pienso en lo que no está. Pero cuando duermo en una cama de crío, y pienso como un crío, no pienso en nada. Todo está bien.”

Daniel corría hacia los columpios mientras él sacaba el paquete de tabaco. El niño se asió a las cadenas mientras rogaba a su padre con la mirada.
- Venga, Dani. Vamos a jugar, sí.
Empezó a empujar el columpio con una mano, mientras fumaba con la otra. Daniel reía y levantaba las piernas en el aire. El parque se inundaba con los gritos agudos y los pateos al balón. La reciente lluvia había formado charcos en el barro, bajo los balancines y en los extremos de los toboganes.
En los charcos, Sergio veía el reflejo de alguien que no reconocía del todo. La descuidada longitud del pelo y la densidad de la barba guardaban una relación directa con el aspecto de su casa, con la pica atestada de platos sin fregar y la mesa del salón repleta de ceniceros, botellas y libros a medio terminar. No siempre había sido así. Desde luego que no.
Una pelota cubierta de fango rodó hacia sus pies. Daniel bajó del columpio y la agarró de inmediato.
- Daniel, no se toca. No es tuyo. Caca.
Miró a su padre con esa mirada con la que los niños fingen no comprender. Otro niño, rubio y algo mayor que Dani, se puso frente a él.
- ¿Lo ves? Es suya. Dásela.
- Nah, que jueguen juntos, ¿no?
La voz venía de una mujer delgada y con una expresión risueña, más bien tímida. Sergio la miró. Parecía ser de su misma edad, pero tenía una mirada transparente. Y unas mejillas redondeadas. Como las de alguien que lleva una vida limpia y sana.
- Lo siento –dijo Sergio-. Es que lo tengo en la etapa de “lo quiero, lo quiero”.
- No pasa nada. El mío también. Y, viste, ahora estamos solos. Y me coge malos vicios.
Notó, más allá de la brevedad de palabras y el recatado acento, una precoz afinidad que escapaba de la dimensión de las palabras.
- No os había visto por aquí, ¿vivís lejos? – preguntó Sergio.
- Bueno, vivíamos. Me quedé con la custodia, recién nos mudamos hace una semana. Me gusta venir acá con el nene, me distrae de otras cosas.
Sergio no supo qué decir por unos segundos. “Ya veo”, creyó haber dicho, aunque ni él mismo estaba seguro. A pocos metros, Daniel y el niño rubio se lanzaban la pelota con las manos. Parecían haberse hecho amigos.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

que bueno! Me ha gustado mucho leerlo.tienes una forma d ver la realidad y enfocarla a la historia muy interesante.me he quedado intrigado en saber q pasará con sergio y la argentina.

Déägol dijo...

Supongo que estamos viendo una comparación entre la previsible estabilidad y la locura transitoria de una o varias noches. Lo que queremos y lo que no, lo que nos gusta hacer durante un tiempo y acaba cansándonos, y lo que buscamos encontrar de manera atemporal, una forma de vida que no nos canse y nos reporte algo de verdad.

Me ha gustado.

Saludos!